Sobre cuentos y demonios.








De inocentes, culpables y demonios.


El hedor a heces y orines era intenso, nada que no pudiesen soportar los habituados olfatos de los reos. Hacinados en un calabozo de apenas doce pasos de ancho por diez de largo, unos rezaban, otros gritaban y lloraban, alguno reposaba ya muerto en el suelo. Se abrió el grueso portón, el estridente chirrido sobresaltó a un individuo con más pelo en brazos y espalda que en la cabeza. Arrojaron dentro, de forma poco delicada, a un nuevo invitado. Sentado en la penumbra de una esquina, apoyada la espalda en la pared, las piernas extendidas, un hombre de talle enjuto ataviado con ropas negras siquiera se inmutó cuando el recién llegado cayó junto a él.
- Yo no debería estar aquí. – Aseveró dirigiéndose a aquel junto al que había aterrizado. – Me tendieron una encerrona. – Cualquier otro que lo hubiese mirado con aquel desprecio habría pagado muy cara la osadía, pero había algo los ojos del individuo delgado que te helaba la sangre.
- Eres culpable. Asúmelo y no hagas que tenga que soportar tus falacias.
- ¿Me llamas mentiroso?
- Mira. – Señaló con el dedo a un joven que gemía en un rincón, en posición fetal se dolía de unos brazos y piernas casi descoyuntados. – Ese es inocente.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro?
- Han tenido que torturarlo hasta casi arrancarle los miembros para sacarle una confesión. En cambio a ti… - De nuevo aquella despectiva mirada. – No te han tocado ni un pelo. ¿Te cogieron con la mano en el bolsillo de algún noble? – Lo escudriñó con detenimiento. – No, tú más bien tienes pinta de asesino.
- Te crees muy listo. Tampoco a ti te han torturado, luego según tu forma de razonar, también eres culpable.
- Soy un comerciante. Un eminente cliente no quedó satisfecho con aquello que compró, y no contento con que le devolviera el dinero, me acusó de no sé qué supercherías.
- ¿Entonces también vos os declaras inocente? ¡Fantoche!
- Yo no he dicho eso. Muchos son los cargos por los que deberían de juzgarme, pero a ese advenedizo no se le ocurrió otro que el de brujería.
El otro tipo se alejó de un salto. - ¡Vive Dios que también yo lo creo! – Solo miraros para saber que albergáis al diablo dentro. Te quemarán vivo. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
- De estar en lo cierto los que me acusan... ¿Por qué debería de temer al fuego? Sin embargo a ti te empalarán, te ungirán el ano con manteca para que se deslice mejor el afilado palo. Te izaran con cuerdas y por tu propio peso te ensartarás desgarrándote las entrañas. Se tarda mucho en morir. ¿Sabes?
El convicto lo miró horrorizado. – No harán eso, me colgarán.
- Sé tanto de leyes como de condenas. Esa es la pena que espera a los asesinos como tú. Tengo algo que proponerte, la forma de engañar al destino.
- ¿Puedes salvarme de la muerte?
- Ya estás muerto desde el momento en que te echaron el guante. – El hombre de las ropas negras se puso en pie. Era extremadamente alto, por lo delgado, aún lo parecía más. Sacó un puñal de algún lugar que su interlocutor no supo precisar.
- ¿Quieres que me suicide?
- Eres demasiado cobarde para alzar la mano contra tus propias carnes. – Señaló de nuevo al joven del suelo. – Debes conseguir que él lo haga.
- No… no lo entiendo. – Balbuceó.
- Es simple, ya te he dicho que es inocente. – Una demoníaca sonrisa se dibujó en su rostro. – No puedo permitir que cuando muera lo siga siendo.
- ¿Cómo voy a conseguir semejante cosa?
- Es tu problema. – La luz se coló por algunas rendijas del techo. – Está amaneciendo, se te acaba el tiempo.

Cuando entraron los guardias encontraron un cadáver con el cuello rebanado. A su lado un joven empuñaba un cuchillo, sus manos bañadas en sangre. El comerciante se colocó sobre la cabeza un sombrero de ala ancha, tan negro como sus cabellos, y salió tranquilamente por la puerta sin que nadie le prestara atención. Sonrió satisfecho.
El tipo había sido muy convincente, le bastó llamar judío bastardo al falso converso.



Relatos enajenados.
Una última calada.



Sentado en un bordillo, con su barba desaliñada y canosa, su pelo grasiento y enmarañado. Enfundado en unos harapos que se caían a pedazos, pasaba el rato contemplando a los viandantes. Poco tránsito, aquella era una de las calles más concurridas de la ciudad y, sin embargo, en toda la mañana apenas se había cruzado con nadie. Una colilla cayó a sus pies. ¡Menuda suerte! Apenas unas chupadas, el cigarrillo estaba casi completo. Lo llevó a los labios y aspiró una profunda calada. Fue entonces cuando reparó en que el filtro estaba manchado de carmín. Buscó con la mirada, la vio alejarse, era una mujer joven con buenas curvas.
- Esta se lo toma con calma. – Pensó para sus adentros el mendigo. – Las ropas de ella parecían caras, por los andares la imaginó orgullosa y engreída. Finalmente la perdió cuando entró en una iglesia.
- ¡Bah! La juzgue mal. Otra botarate cobarde que corre a cagarse en las bragas. – La tranquilidad era total, ni un solo vehículo circulando, ningún establecimiento abierto. En las últimas décadas se había fantaseado mucho, sobre todo en el cine, de cómo se viviría una situación así. Que distinto de los pronósticos con que Hollywood nos había entretenido. Si había que encontrar una palabra que lo resumiera todo, esa seria, “resignación”. También él lo había aceptado, aunque al contrario que la mayoría, le importaba un carajo. Repicaron las campanas del templo. Miró al cielo, estaba despejado y limpio, como si se hubiera adecentado quitándose de encima la contaminación, con la intención de recibir engalanado el fin de los días. Apuró el cigarro hasta quemar el filtro, el cáncer no lo mataría. Lo haría la tecnología, para ser más exactos, la falta de ella. Tal como los sabios habían predicho, la mayor de las tormentas solares imaginable comenzó en ese instante.
- A tomar por culo los satélites, bienvenidos a la edad de piedra. A ver como salís de esta ahora, monos engreídos. - De un tragó acabó con lo que quedaba del vino barato en tetra brik. Tampoco sería la cirrosis quien lo mandaría a alimentar gusanos. Se levantó tranquilamente, ahora empezaría lo bueno.







"Femme fatale."


Las últimas palabras y pudo rubricar con un “fin” la nueva novela de su heroína, la octava de una larga saga. Estaba complacido con su obra, después de tantos años dedicados a la enérgica figura de la detective, había acabado por sentir algo muy profundo por su personaje. ¿Puede alguien enamorarse de una ficción?  ¿Y porqué no? La había creado, moldeado con todo o que le gustaba en una mujer. Un carácter fuerte, una perspicacia fuera de lo común y un sentido del humor sarcástico y a veces agrio, por no hablar de un cuerpo de ensueño. Todo en ella era perfecto.
- ¿Enamorarse? ¡Eres un maldito estúpido! - Del susto se cayó de espaldas golpeándose un costado.
Se incorporó poniéndose en guardia, mirando hacia el lugar de donde provenía la voz. Una mujer alta y esbelta, de un brillante pelo negro azabache, laceo y oscuro, lo contemplaba de forma punitiva.
Vestía un elegante traje de los años 40, también oscuro, y calzaba unos zapatos de tacón de aguja. De ellos se elevaban unas larguísimas piernas enfundadas en medias de seda. Sus ojos, negros a juego con pelo y vestido,de una mirada profunda y penetrante. Fumaba un largo cigarrillo y entre la comisura de sus carnosos labios emergían las bocanadas de humo.
No podía creerlo, era tal como quiso describirla siempre y por mucho que lo intentó con palabras en sus novelas, nada se aproximaba más a la imagen que tenia de Cecilia, la detective privado, que aquella mujer surgida de la nada. Incluso su voz era tal como la había imaginado. ¿De dónde había salido ella y su anacrónica indumentaria?
- ¿Quién eres, como has entrado aquí? - El escritor estuvo tentado de pensar que soñaba. El dolor en la espalda era demasiado real.
- No preguntes tonterías. Sabes de sobras quien soy, pero es normal que te intrigue qué demonios hago aquí. - Aspiró una larga calada de su cigarrillo. Se mantuvo en silencio unos segundos antes de continuar. Él no daba crédito a lo que veían sus ojos.
- Debería darte una paliza. ¿Qué número hace esta novelucha? ¿Ocho? - El escritor asintió con un gesto. - ¡Ocho! ¡Miles de páginas haciéndome dar tumbos de un lado a otro, recibiendo golpes y padeciendo todo tipo de situaciones absurdas y sin embargo..! - Puso el cigarro entre el pulgar y el índice y lo catapultó hacia el rostro del asombrado novelista. - ..¡No me has permitido darle ni una alegría al cuerpo, ni un solo desahogo… ni un triste polvo! ¿Acaso tengo cara de monja? ¡Menudo mojigato de mierda estás hecho! - Se abalanzó sobre el hombre sin darle tiempo a reaccionar. – Sé que te gusto, lo he visto en tus ojos, me deseas. - Su pecho se presionaba sobre el de él, había caído de espaldas al suelo. Le aprisionó el costado con sus fuertes muslos y sus nalgas hacían lo propio sobre la entrepierna. Notó como su pene crecía endureciéndose. – Me lo debes, después de todos estos años no me lo puedes negar. – Le tocó el bulto del pantalón y sonrió maliciosamente. - Tu cuerpo me dice que lo que tus labios se callan. - Se deslizó sobre él, deteniendo su rostro justo enfrente del ariete que intentaba abrirse paso inútilmente a través de la tela de la bragueta. Los botones parecía que podían saltar en cualquier momento por la presión. Lo liberó por fin y ya fuera de su prisión se mostró erecto, altivo, erguido y firme, como un disciplinado soldado dispuesto para el combate. La extraña lo tenía tan cerca de los ojos que al admirarlo quedó bizca.
- Vaya, vaya, con el reprimido. Parece que tu hermanito de aquí abajo no opina lo mismo que tú sobre mantenerme casta y dejarme a dos velas.
- Has tenido muchos romances durante tus aventuras. - Al escritor le era difícil articular palabra, la excitación aceleró su respiración y más que hablar jadeaba.
- ¡Bah! Muchas veces me hice ilusiones. Me rodeaste de guapos héroes, de eróticos villanos y al llegar al momento esperado…¡Nada! ¡Pasabas al siguiente capítulo! – Comenzó a masajear el sexo del escritor con las manos. No podía admitir que aquello fuese real pero se dejó llevar víctima de una excitación que se tornó locura al sentir los labios de ella y su lengua jugueteando entre sus piernas. La absurda situación no había hecho más que empezar. La mujer se incorporó y agarrándolo de las solapas del traje lo levantó como si apenas pesara.
- Llévame a tu habitación. - Le ordenó. Ya no le importaba si aquello era o no real, la quería poseer a toda costa. Hacerla suya, penetrarla por todas sus cavidades.
Entraron a toda prisa al dormitorio, él más que desnudarse se arrancó las ropas antes de lanzarse sobre la cama. Ella lo obsequio con un striptis que lo hizo enloquecer de lujuria aún más. El cuerpo de piel morena de ella era escultural, sus curvas las de una carretera comarcal, sinuosas y peligrosas. Sus senos, pequeños pero simétricos, perfectos, coronados por unos rosados pezones. Se arrojó sobre el escritor mordiéndole el pecho y frotando su sexo con el de él. Enseguida se tumbó boca arriba y abrió las piernas ofreciéndose a la posesión. Era real, su heroína era real y estaba en su habitación, tan cerca que podía verse reflejado en sus ojos, podía sentir su olor, su tacto.
El novelista no pudo contenerse más, se abalanzó sobre ella decidido a penetrarla de inmediato. En ese momento la mujer lo apartó lejos de si de un fuerte empujón y comenzó a vestirse de nuevo. Él, aturdido, la miraba atónito desde el frío suelo.
- ¿Qué demonios haces, te vas ahora?
- ¡A que jode capullo! Nos vemos en el próximo capítulo. - La morena cruzó la puerta de la calle y desapareció. El hombre seguía desnudo sobre el parquet. Se frotó los ojos sin entender nada.
Muchas fueron las veces que fantaseó con una situación semejante a aquella y ahora, en vista del resultado, se sentía totalmente defraudado.
Sin perder el tiempo en cubrir sus vergüenzas corrió al escritorio a ponerse delante del ordenador. Tenía mucho trabajo por hacer, debía recomponer casi por completo su novela. A ciencia cierta no sabía si pretendía corresponder a los deseos de ella o si solo buscaba venganza.
Comenzó a teclear de forma frenética.

 


Relatos enajenados. "Sombras."


Inmóvil como un árbol marchito, seco y nudoso, parecía formar parte del mobiliario urbano. La plaza era un hervidero de vida. Un ejército de rostros anónimos e inexpresivos caminaban abstraídos en sus propias cavilaciones. El extraño los consideraba unos peleles en manos de su ajetreada rutina. Ninguno prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor, ninguno reparaba en su presencia.
- Se creen seguros en su burbuja. Piensan poco, solo lo suficiente para no volverse locos.
Miró su sombra. Llevaba demasiado tiempo intentando alcanzarla. La odiaba, siempre tan próxima y a la vez tan esquiva.
Estaba condenado a caminar con el sol a su espalda. No sin razón, creía que si se enfrentaba a sus rayos de cara sería su sombra quien lo perseguiría a él y lo alcanzaría para devorarlo.
Encendió un cigarro, una mujer que arrastraba de la mano a un niño le recriminó aquel gesto. Pasaron de largo pisando la negra silueta.  Que dócil, que sumisa parecía la maldita. Intentó inútilmente aplastarla con la bota. Se burlaba de él imitando cada uno de sus movimientos. Arrojó sobre ella la colilla encendida y continuó observando a todos aquellos extraños que lo rodeaban. También a ellos los acompañaban sus correspondientes sombras, pero eran ajenos al peligro.

Solo se sentía libre por las noches. De noche podía caminar tranquilo, solo debía de cuidarse de la luz de las farolas. En alguna ocasión, por culpa de aquellas luciérnagas, se había visto rodeado por un pelotón de sombras. Siempre le tentaba el disparar contra las bombillas pero el estruendo de las deflagraciones atraería a los policías.
Miró al cielo, estaba anocheciendo, pronto encenderían la iluminación y la plaza no sería segura. comenzó a caminar sin dejar de vigilar la trayectoria que tomaba su silueta a cada paso.
Hacía mucho que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, la ausencia de luz era una bendición.
Llegó a un callejón estrecho y sucio, a cada lado edificios medio derruidos huérfanos de vecinos y luces. Sacó del bolsillo un botecito, lo abrió y depositó en la palma de su mano dos pequeñas capsulas. Las catapultó directamente a la garganta engulléndolas. Encendió otro cigarro y esperó pacientemente.
No tardaron en aparecer. Eran dos cuerpos demacrados por la droga.
Tantas veces se había repetido la escena, cualquier excusa era buena para acercarse. Le preguntaron la hora, que poco originales. Exhibió su lujoso reloj, las diez de la noche, hoy empezaría temprano. La pareja de huesudas y desdentadas piltrafas humanas sonrieron y se miraron complacidos. Acto seguido, ambos esgrimieron unas enormes navajas.
- ¡El peluco y todo lo que lleves "ensima" capullo!
No eran más que escoria, un pobre tributo, tendría que conformarse con lo que la providencia le ofrecía. No podía resistir más, los parpados se le caían y las anfetaminas ya no conseguían mantenerlo despierto.
Arrojó la colilla a la cara del más próximo. Cobardes de mierda. - Pensó. -  Ninguno se atrevía a dar el primer paso. Se miraron de nuevo, no esperaban aquella reacción de desdén.
El que parecía más decidido dio un tímido paso hacía delante. -¡Joputa te "vi" a "rajá" como a un "serdo"! – Con movimientos tranquilos, muy estudiados, se despojó del reloj, extendió el brazo y se lo ofreció sujetando la correa con los dedos.
- Es tuyo, ven por él.
- Ni te menees si no quieres que te abra en canal. – El tipo le hizo una seña a su compañero con un movimiento brusco del cuello, en una orden clara de que fuese él el que se aproximara.
El extraño les sonreía. Perplejo, el yonqui que buscó con la mirada a su compinche. Este agitó nuevamente el cuello. Estaba tan flaco que parecía que de repetir el gesto se le descoyuntaría el pescuezo.
- "¡Pinxalo! - Ordenó y su compañero se abalanzó contra el hombre sonriente.
Esquivó la puñalada con un movimiento grácil semejante a un paso de baile. El drogodependiente perdió el equilibrio. El extraño lo atrapó del brazo y se lo retorció con fuerza hasta que soltó el cuchillo. El tipo pidió auxilio a su compinche.
Podría volarles la tapa de los sesos con su pistola pero eso atraería a los policías. Llamar la atención de la pasma nunca es buena cosa.
Necesitaba acabar con todo sin preocuparse de que los “maderos” aparecieran en cualquier momento con sus sirenas y sus focos. Matarlos era menos complicado que eludir las sombras que provocaban todas aquellas luces azueles e intermitentes.
Sujetó por la cabeza a su cautivo y se la estampó contra una pared. Su cráneo se abrió como un melón.
Se giró hacia el segundo yonqui. Estaba boquiabierto, con los ojos como platos, temblaba y apenas podía sujetar su cuchillo debido al miedo.
- Ahora tú. – Lo invitó a acercarse con un gesto de su mano.
- ¡Joputa, joputa…lo has matado!
La piltrafa humana debió de pensar que se lo debía a su amigo. Que tontería, los yonkis no tienen más amigo que la heroína y él necesitaba de un chute con urgencia, necesitaba el reloj de aquel tipo.
Se abalanzó navaja en ristre no con mejor suerte que su compañero. También a él lo evitó con facilidad. Fue como una moviola, una repetición casi calcada de la escena anterior, solo que en esta ocasión el extraño no dejó que el cuchillo cayera al suelo. Lo agarró y con el tipejo inmovilizado por el cuello miró el cielo. Por encima de los ruinosos edificios asomó la luna y con ella su tenue luz.
No tardaron en aparecer las sombras, la del yonqui y la suya propia. Allí estaban, a sus pies, fundiéndose en caricias, en una cópula lasciva. Sus ojos se llenaron de odio ante la imagen. La sombra de larguísimo pelo y figura de mujer retozaba con la del demacrado toxicómano. El pobre individuo, aprisionado por el brazo de su captor, intentaba infructuosamente respirar.
Por su parte, el extraño solo escuchaba los jadeos de los amantes, los gemidos de la pérfida adultera enroscada en un lujurioso abrazo con un desconocido.
Apretó con fuerza el cuchillo y descargó innumerables golpes sobre los fornicadores. El desafortunado drogodependiente no pudo gritar, atenazado como estaba por la garganta. El brillo de sus ojos se apagó y su pecho dejó de latir. La vida se le escapó por sus cuantiosas heridas.
El hombre extraño dejó caer el cuerpo y arrojó lejos el cuchillo.
Los mató de nuevo, esta noche podrá dormir saciada su sed de venganza.
Aun así sabe que no debe de bajar la guardia, que ella regresará pronto para exigirle rendir cuentas, que ha de evitar a toda costa su sombra.

Inmóvil como un árbol marchito, seco y nudoso, parecía formar parte del mobiliario urbano. La plaza era un hervidero de vida. Un ejército de rostros anónimos e inexpresivos caminaban abstraídos en sus propias cavilaciones.
Ninguno prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor, ninguno era consciente del peligro que corrían mientras el hombre extraño siguiera buscando en cada sombra la silueta de ella.




De belleza, ciegos y demonios.


Su belleza era tal, que a su paso los hombres enfermaban de lujuria. Lo que podía parecer un regalo del cielo, en realidad era la peor de las penitencias. Solo era deseo lo que inspiraba en todos los hombres. Ellas la despreciaban, recelosas, la vigilaban temiendo que les arrebatase a sus maridos. Su hermosura era su suplicio, una maldición cuyo dolor mitigaba en compañía del único en todo el pequeño pueblo con quien podía desplazar por unas horas su soledad.
Todos los días, tras pasar por el mercado, se desviaba hacia la iglesia. Allí, sentado en las escaleras como siempre, mendigaba su único amigo. El anciano vestía con harapos y todos pasaban por su lado ignorándolo. Rara vez el sonido de una moneda cayendo a sus pies lo sobresaltaba. También él esperaba impaciente la visita de la muchacha, y es que el pordiosero era ciego y por lo tanto inmune a los tristes encantos de la joven.
Mientras hablaban los observaban. Cuchicheaban ellos, burlándose de la desgracia del ciego por no poder admirar la voluptuosidad de la muchacha. Ellas, de lengua más afilada, reían y en voz alta (para que todos las escucharan), escupían palabras envenenadas. Tanto el ciego como la joven eran ajenos a las burlas. Estando juntos, durante unos instantes el mundo no parecía tan miserable.

Ya habían pasado algunos años desde que se fraguó, avivada por la soledad de ambos, la relación. Poco a poco, la voz y la ternura de la joven encandilaron al anciano y con el tiempo fue mucho más que amistad lo que por ella sentía. Sabiendo lo imposible de ser correspondido, guardaba celosamente su secreto escondido en el pecho. No faltaron ocasiones en que los villanos quisieron socavar el ánimo del viejo. Intentaban describirla con palabras con la intención de incomodarlo, de provocar en él el mismo deseo del que ellos estaban presos. Imposible, no habían palabras que pudieran definir su belleza. El mendigo hacia caso omiso de los mal intencionados comentarios y seguía esperando que, como cada tarde al medio día, la cálida voz de la muchacha lo saludara. Los ojos de un ciego dejaban por un tiempo de verlo todo negro.

Pasó por allí un día el demonio disfrazado de buhonero y escuchó, sin proponérselo, la conversación que sobre la extraña pareja mantenían unos labriegos. Sintió curiosidad, y como no tenía nada peor que hacer, decidió echar un vistazo convencido de poder sacar algo de todo aquello.
Quedaron muy cortos los comentarios de aquellos palurdos sobre la belleza de la joven. Cuando la vio, solo su condición de diablo lo libró de caer rendido a su influjo. El mismísimo señor del averno sintió miedo de tratar directamente con ella y juzgó más prudente entrevistarse con el pordiosero.
Como era de esperar, lo encontró solo a los pies de la escalinata que conducía a la iglesia. Miró el templo y sonrió, corrompería al desdichado anciano frente a la mismísima casa de Dios.

El tacto de una moneda depositada en su misma mano lo asustó. Salvo la joven nadie lo tocaba, nadie le daba nada. Ella era la única, que aparte de hacerle compañía, traía todos los días la poca comida con la que subsistía. Pero aún no era medio día y la piel de aquella mano era áspera. Sin ninguna duda no se trataba de su amiga.
- Que Dios le bendiga.
El demonio se rió entre dientes.
- ¿De igual manera que lo hizo a ti con la ceguera? ¿El estar mendigando ahí sentado, incapaz de disfrutar de las maravillas que el mundo ofrece a aquellos que lo pueden ver?
- Solo yo soy el responsable de mi estado, no siempre fue así. – Acudieron los recuerdos a la mente del anciano. – Fui joven e impetuoso, pero ya hace mucho de ello. La codicia y el ansia por ver mundo me cegaron mucho más que las heridas recibidas en la guerra. No culpo a Dios, solo yo soy responsable de mi ceguera.
La voz del buhonero se convirtió en un susurro, acercó mucho los labios al oído del anciano.
- Yo puedo arreglarlo.
- ¿Vos? ¿Qué puede hacer vos que no pudieron sacerdotes ni médicos?
- Puedo conseguir que la veas. – No le fue difícil al demonio, por la reacción del pordiosero, darse cuenta de que estaba enamorado de la joven. Pensó que las cosas se ponían a su favor, todo sería así mucho más sencillo.
- Ahora lo entiendo. – Respondió el mendigo con tono apenado. – Os envía esa chusma que habita este pueblo endemoniado para burlaros de mí. No me importa su hermosura, en su interior es donde realmente se haya toda su belleza. En su inteligencia, su ternura, su bondad.
- Es fácil adivinar en tus palabras, en cómo de ella hablas, que también la deseas. Estoy seguro de que lo darías todo por poder contemplarla.
- Yo no tengo nada que dar, solo soy un desecho, un viejo ciego.
- Ya me aburrí de tus lamentos, vine hasta aquí porqué escuché de tu pena y me compadecí de tu desgracia. Quiero ayudarte, te tiendo la mano y la rechazas. ¿Es que no quieres ser feliz?
- Solo Dios puede ayudarme.
- Dios no ha querido escucharte en todos estos años, a las puertas de su iglesia rezas a quien no le interesas.
- ¡Blasfemas! ¿Quién sois vos que viene a insultarlo en la misma entrada de su casa?
- Soy el único que puede y quiere ayudarte. No seas egoísta, piensa en ella. ¿Acaso no la haría feliz que no fueses un completo inútil, que pudieras valerte en lugar de ser una carga? Podrías ayudarla, separarla por fin de la soledad.
- Aun pudiendo ver, no soy más que un viejo.
- ¡Aaah, conque era eso! Se os tiende la mano y pretendéis tomaros el brazo, no os basta con un solo regalo. – El buhonero soltó una risita maliciosa. – Se nota que no es solo amistad lo que esperas de ella. Has tenido suerte, hoy me siento generoso. No solo puedo devolverte la vista, si lo deseas, si lo quieres, tuya será la lozanía de la juventud. Una nueva vida, una segunda oportunidad no se ofrece todos los días.
- Tú no puedes brindarme nada de eso.
- Solo tienes que pedírmelo.
El anciano asintió, convencido de que solo pretendían tomarle el pelo, de que se trataba de una nueva estratagema de los vecinos del pueblo para reírse de él. Los imaginaba reunidos tras el forastero, haciendo corrillo y conteniendo la risa. Para su asombro, empezó a notar como la luz entraba por sus retinas y, en un principio borrosas, las cosas tomaban forma ante él. Se miró las manos, la piel suave, palpose la faz con ellas y la notó joven y tersa. Estaba solo frente a la iglesia, ante él se hallaba un hombre de pelo muy poblado y negro, nariz aguileña, rostro picudo y tez morena, que erguido lo miraba divertido.
- ¿Qué milagro es este? ¿Cómo podré pagarlo?
- No te preocupes, llegado el momento vendré a cobrarme el precio.
Estaba maravillado, embebido con todo lo que le rodeaba y no se dio cuenta de la marcha de su benefactor, hubiera querido darle las gracias. Miró al cielo, se estaba poniendo negro pero aun así le pareció extraordinariamente bello. Una gota cayó en su mejilla y tras los primeros truenos, el tremendo aguacero. Corrió a guarecerse del inesperado diluvio al interior del templo y una vez dentro lo recorrió inquieto de un lado a otro. En su cabeza un millón de preguntas y ninguna respuesta. ¿Cómo se presentaría ante ella? Jamás le creería, dio un salto y se sentó sobre el altar, se sentía ágil, vigoroso. Miró la imagen del cristo crucificado, una talla imponente de tamaño natural y se avergonzó de su comportamiento. Descendió del ara y arrodillado le dio las gracias.
Se tranquilizó, si Dios lo había bendecido con aquel milagro seria por algo, y ese algo sin duda era ella. Nada podía ir mal cuando apareciera, todo iría como la seda. La gran puerta estaba abierta y fuera no amainaba la tormenta. Hoy no vendrá, mejor. – pensó. – Tendría un día para aclarar sus ideas.

La lluvia no la detendría, necesitaba hablar con su amigo, contarle las pequeñas anécdotas acontecidas aquella mañana. Parió una cabra y el gato derramó el tazón de leche del desayuno poniéndolo todo perdido. El manto con el que se cubrió se empapó a los pocos metros de salir de casa junto con el resto del vestido, que se quedo pegado al cuerpo marcando su sinuosa silueta. El chaparrón era muy intenso, no podía ver más halla de unos pocos metros. Ni un alma por las calles, mejor, así no tendría que soportar sus miradas.
Ya estaba en la entrada de la iglesia, el anciano no se encontraba en la escalinata, seguro que había buscado cobijo en el interior.
La puerta estaba abierta de par en par, la cerró a sus espaldas. El lugar estaba en penumbra, la única iluminación la proporcionaban las velas. Buscó con la mirada a su amigo, creyó verlo en un rincón y se acercó despacio. Reconoció los harapos pero no al que los vestía. Aquel joven la miraba con los ojos tan abiertos que parecía se le saldrían de las órbitas, la boca apretada y expresión enferma. Se abalanzó sobre ella enajenado por la lascivia, la muchacha retrocedió unos pasos horrorizada pero quedó enseguida petrificada sin entender que es lo que pasaba. El extraño la atrapó entre sus brazos, la levantó y la arrojó con fuerza sobre el altar. Allí mismo la arrancó las ropas, allí mismo la forzó con violencia. Unos pocos minutos que a la joven se le hicieron eternos. Él no escuchaba sus lamentos, ignoraba sus ruegos y en cada embestida aumentaban los gritos de auxilio que nadie oía.
Acabada su vil acción se encontró con los ojos llorosos de ella y sus sollozos lo despertaron de aquella locura. Reconoció su voz y se apartó de un brinco, como si tuviese un resorte en el vientre. Aprovechó la joven el verse libre para recoger algunos jirones de ropa con los que cubrir su vergüenza y escapar a toda prisa. Él la vio desaparecer por la puerta, en el exterior seguía lloviendo a mares.
Durante unos instantes permaneció rígido, erguido intentando despertar de aquel mal sueño. ¿Qué es lo que había hecho? Vio las ropas rasgadas desperdigadas por el suelo y entre las piernas la mancha sanguinolenta, la prueba del brutal robo de la inocencia. Se postró ante la imagen de Dios, sin saber si pedir perdón o castigo, y allí quedó arrodillado.

Las lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia, la muchacha avanzaba semi desnuda por las calles vacías. Arrastraba los pies por el barro, la mirada perdida fija en el horizonte, por fin llegó a su destino. El río estaba crecido, a punto de desbordarse a causa de la tormenta. Sobre el puente miró la corriente. Nadie la vio caer, nadie escuchó el chapoteo al hundirse en las aguas.

Por fin escampó, unos labriegos encontraron el cuerpo en la orilla del río y corrieron a dar la voz. No tardó en reunirse todo el pueblo. Arremolinados alrededor del cadáver, ya no sentían deseo ni envidia al contemplar los despojos hinchados de la joven, solo pena y rabia. Pensaban que, de alguna forma, eran culpables del trágico destino de la muchacha, que eran responsables del prematuro final de aquella vida.
La cubrieron con una manta y la alzaron en brazos entre varios, se dirigieron en fúnebre cortejo hacia la iglesia con la intención de hacerle una misa antes de darle sepultura. Durante el camino fue uniéndose a la comitiva el resto de vecinos.

Todo había sido real, ahora lo había aceptado. Él, al contrario que todos los demás, la amaba y sin embargo ningún otro había llegado a un acto tan depravado, tan miserable. Alzó los brazos implorando a la imagen, Cristo en su cruz seguía mudo. Ya no pudo más con los remordimientos, con sus propias manos se arrancó los ojos y se los ofreció a la imagen.
- ¡Quédate con tu regalo yo no lo quiero! Por favor te lo ruego, haz que nada de esto haya ocurrido, deja que despierte de esta pesadilla.

Cuando entraron encontraron a un extraño arrodillado frente al altar. Las manos ensangrentadas y por el suelo los restos de lo que todos reconocieron como el vestido de la joven. Se adueñó de ellos la ira, depositaron con cuidado el cuerpo de la desdichada y se lanzaron en tropel contra el joven harapiento. Pelearon por hacerse un hueco y poder llegar a él para golpearlo. Puñetazos y patadas, algunos se armaron con palos. El mendigo, hecho un ovillo, soportaba el aluvión de golpes sin soltar quejido. Aún estaba vivo cuando lo clavaron en la pared y reunieron a sus pies todo aquello que podía arder.
La iglesia se llenó de humo y el hedor a carne quemada los impregnó a todos. Las llamas devoraron al joven pordiosero y, cuando por fin cesaron sus gritos, los allí reunidos miraron el cuerpo calcinado. El silencio era sepulcral, habían profanado el templo al dar muerte a aquel miserable, se sabían malditos.
Abandonaron el lugar cabizbajos, olvidando los cuerpos de aquellos dos desafortunados. Al poco la iglesia ardía por los cuatro costados y con ella el recuerdo de todo lo ocurrido.

En los aposentos del averno, el demonio fumaba su pipa complacido, todo había ido a las mil maravillas. Bien sabía de lo peligroso que es para los hombres que sus sueños se hagan realidad y que se bastan ellos mismos para tornarlos en pesadillas. Chupó una nueva calada y exhaló el humo mientras se regocijaba con los gritos de agonía de sus dos nuevos invitados.




De vírgenes, pestes y demonios.


Los brazos y la espalda le dolían, después de muchos otros viajes al pozo por fin aquellos dos grandes cubos de agua serian los últimos. Apenas había dejado de ser una niña y, aunque grácil y bonita, el duro trabajo en el castillo la había fortalecido cada uno de sus músculos.
Al pasar por el gran patio de la entrada al castillo vio un destartalado carromato lleno hasta rebosar de toda clase de mercancía; cacerolas, sartenes y todo tipo de utensilios de cocina, aperos para el campo, vestidos e incluso espadas y algunas piezas de armadura, todo ello ordenado de forma que ocupase el mínimo espacio posible. El pobre pollino, viejo y flaco, que estaba sujeto al carro no parecía que fuese capaz de tirar de semejante peso.
Se sorprendió al ver al mismísimo vizconde hablando con el que debía ser el dueño dl carro, un buhonero de aspecto extraño, alto de facciones angulosas , pelo abundante y negro como el azabache. Aunque la distancia que lo separaba de la joven era bastante grande ella pudo distinguir perfectamente el color de aquellos ojos. En ese momento las miradas de ambos se cruzaron , aquellos ojos negros y penetrantes la miraron fijamente y en su rostro se dibujo una sonrisa, la joven sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral y a punto estuvo de derramar los cubos de agua al perder por un momento el equilibrio. Por suerte consiguió mantenerse en pie, tener que hacer otro viaje al pozo ahora que estaba tan cerca de su destino hubiese sido una faena.
Por fin llego a los establos y volcó los dos cubos dentro del abrevadero, en ese momento apareció corriendo Curithir el mozo de cuadras. Ambos se conocían desde pequeños y siempre los había unido una gran amistad aunque en los últimos meses esa amistad se había convertido en un sentimiento mas profundo. Se detuvo delante de ella, jadeante y con palabras entrecortadas la puso al corriente de las terribles noticias.-¡La peste, la peste….!-Los ojos de la muchacha se abrieron como platos al escuchar aquella terrible palabra. Curithir continúo al tiempo que intentaba restablecer la respiración. –La peste ha llegado a la comarca Liadain.- Liadain era el nombre de la joven. –Tenemos que escapar de aquí, todo el mundo esta recogiendo lo que puede y se dirige al norte. A pocas millas de aquí la gente esta muriendo como chinches.-Eso no es posible, replico Liadain, si fuese cierto como explicas que hoy mismo se hayan reunido en el castillo todas las familias mas importantes de los alrededores, me he enterado que esta misma noche celebraran un banquete. Además abandonar las tierras del señor se castiga en el mejor de los casos con 40 latigazos.- Me arriesgare, dijo Curithir, prefiero cualquier cosa a morir de peste. He oído que antes de expirar padeces terribles suplicios. Además, mira a tu alrededor, todos huyen y los soldados no mueven un dedo por impedirlo. La muchacha recorrió con la mirada los alrededores, era cierto, hasta los soldados escapaban con lo puesto.
No entendió el por qué Curithir agacho la cabeza y se retiro de aquella manera hasta que no escucho la voz del vizconde a sus espaldas.-Muchacha acompáñame.
Al llegar la noche Curithir entro furtivamente en las dependencias del castillo, su madre había sido el ama de llaves y desde pequeño había aprendido todos los recovecos de aquel lugar. Cuando llego a la alcoba de Liadain comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Acerco la oreja a la puerta y escucho unos extraños ruidos. -¿Liadain estas ahí, que es ese alboroto?-susurro temeroso de ser descubierto.- El vizconde me encerró no se el por que, tengo miedo
llevo toda la tarde de un lado a otro de la habitación removiéndolo todo.- No te preocupes, te sacare de ahí. –Curithir sabia perfectamente donde encontrar la llave maestra que habría todas las puertas de las dependencias del castillo, el gran problema es que estaba en el despacho del vizconde. Se deslizo como una sombra asta allí, tuvo suerte ,el vizconde no se encontraba allí, así que cogió la llave sin mayor dificultad. Justo al lado, en el gran salón, estaban reunidos la flor y nata de la comarca; nobles, hidalgos y los hombres mas ricos e influyentes de la zona junto con sus familias, incluso estaba el ilustrísimo obispo. Curithir no pudo reprimir su curiosidad y escucho el brindis que hacia en ese momento el vizconde.
-Damas, caballeros: estamos aquí reunidos para celebrar que mañana la peste habrá pasado de largo ignorando a todos los presentes.- Uno de los nobles de aspecto fiero e imponente lo miro con incredulidad mientras sujetaba su copa y le increpo.- Hemos venido hasta aquí confiando en tu palabra, pero no te ofendas si pregunto como puedes estar tan seguro de que en tu castillo estaremos seguros.- El vizconde sonrió y comenzó sus explicaciones.- Digamos que esta misma tarde cerré un pacto con alguien muy influyente. Esta noche minutos antes de la media noche sacrificaremos a una virgen, su sangre a cambio de nuestras vidas. Todos los presentes se quedaron boquiabiertos y por un impulso dirigieron al unísono sus miradas hacia el obispo. –No os preocupéis, dijo este, Dios no ve con malos ojos que sus mejores hijos sobrevivan a cambio de la vida de una vulgar plebeya.-Todos respiraron aliviados y brindaron complacidos apurando de un trago sus copas.
Curithir horrorizado no podía creer lo que habían escuchado sus oídos, salió de allí lo mas aprisa que le permitía el sigilo y se dirigió sin dilación a la alcoba de Liadain.-Las manos le temblaban, tubo que emplear mas tiempo de la cuenta abrir la puerta y cuando lo consiguió encontró a la joven sentada en la cama con expresión asustada.-¡Tenemos que salir de aquí, el vizconde piensa asesinarte!- La cogió del brazo y la arrastro por los pasillos. Los soldados habían escapado junto con todos los sirvientes así que fue fácil llegar a la salida. El gran portón levadizo estaba abierto, escaparon al bosque, de momento ambos estaban a salvo.
Cuando se aproximó la hora el vizconde mando a dos de los presentes traer a la muchacha, al cabo de unos minutos regresaron corriendo asustados. La muchacha no estaba y solo faltaban unos minutos para la media noche. El caballero de aspecto imponente desenvaino su espada.-¡Nos has engañado! ¿Acaso son nuestras vidas lo que realmente ofrecistés?- El vizconde tan solo pudo abrir la boca antes de ser decapitado, la expresión que quedo en su rostro mientras su cabeza rodaba por el suelo se asemejaba a la de un besugo.- ¡Nooo, aún estamos a tiempo!-Grito el obispo. -¡Tu hija, tu hija es virgen!-Todos los presentes miraron hacia una esquina, una madre horrorizada abrazaba a una niña pequeña de no mas de seis años. El caballero se interpuso entre los invitados y su familia irguiendo amenazante su espada.-¡No la tocareis un pelo de la cabeza miserables!. Solo cuatro de los presentes eran lo suficientemente jóvenes y hábiles para blandir una espada, el mas osado de ellos se abalanzo contra el defensor pero este hizo una finta y propino un mandoble a su oponente que le partió media espalda, los tres restantes daban vueltas a su alrededor intentando alcanzar a la niña en un descuido del padre. Uno de ellos casi lo consiguió pero el cuerpo de una madre se interpuso entre el acero y su hija. Furioso por el reciente acontecimiento el caballero atravesó el cuerpo de su enemigo de una estocada , abrazo a su hija y miro amenazante a los dos que quedaban en pie.
Un frio repentino inundo la sala, de lo boca de los presentes empezó ha salir vaho, una figura pálida vestida con andrajos se acercaba lentamente a ellos. Su mirada era serena, sus ojos reflejaban una paz aterradora. Una mujer se palpo tras de las orejas, otro miro en sus axilas, las bubas habían aparecido en todos ellos y empezaban a reventar manando de ellas un pus sanguinolento, habían contraído el mal, estaban condenados. El caballero miro con ternura a su hija, también ella estaba enferma, la beso, la estrecho entre sus brazos y de un rápido giro le rompió el cuello. Todos en la sala corrían de un lado a otro como pollos sin cabeza, algunos habían empezado ya con los espasmos y se retorcían de dolor en el suelo. Tan solo el caballero permanecía inmóvil con el pequeño cuerpo de la niña en sus brazos, su cabecita colgaba sujeta por el descoyuntado cuello, a sus pies el cuerpo ensangrentado de su amada. Allí impertérrito aguardaba a la muerte, sin embargo la peste paso enfrente suyo ignorándolo. El vivirá durante muchos años para llorar a sus seres queridos día tras día y soportar sobre sus espaldas la pesada losa de la culpa.
Ajenos a todo lo acontecido en el castillo Curithir y Liadain corrían por un pequeño sendero del bosque, el la arrastraba violentamente del brazo y ella casi no podía seguirle el ritmo. Las zarzas y las ramas que sobresalían la golpeaban y arañaban su cuerpo. Por fin llegaron a un pequeño claro y la muchacha quedo como petrificada. Allí en mitad el descampado estaba el buhonero con su fría mirada y su destartalado carromato. Curithir la miro y tiro de su brazo.-No tengas miedo, él nos ayudara a salir de aquí. Entonces cogiéndola por la cintura con su brazo izquierdo la beso en los labios, era el primer beso de su amado y Liadain sintió como una punzada en el pecho quizás producto de la emoción de aquel instante. Aparto el rostro de el de él y mirándolo a los ojos suplico una respuesta que no llegaba, noto como un líquido viscoso y cálido mojaba sus ropas, agacho la cabeza y vio el puñal clavado en sus carnes, puñal que sujetaba la mano de su amado. Curitir arranco el cuchillo, Liadain cayo al suelo sobre la hierva, la sangre manaba a borbotones y la vida se le escapaba por aquella herida, notaba como las fuerzas la abandonaban pero aún pudo ver y escuchar la conversación del traidor con el buhonero.-Aquí tienes a tu virgen, yo he cumplido mi parte ahora cumple tu con la tuya y líbrame de la peste.- En ese momento la joven sin saber de donde salían sus fuerzas empezó a reír a carcajadas, Curithir se giro contrariado y la miro, aquella era una manera muy extraña de recibir a la muerte- debe de haber enloquecido- pensó. La muchacha lo acababa de comprender todo y no podía parar de reír. Comprendió como fue posible que aquel hombre extraño de pelo negro como el azabache trepase mas de doce metros de pared para colarse en su alcoba por la ventana, comprendió porque con solo aquella mirada penetrante la seduzco al instante, comprendió porque con unas pocas palabras susurradas al oído consiguió que su cuerpo se inundara de pasión entregándolo por completo a una bacanal de lujuria , también comprendió porque desapareció por la ventana fundiéndose con la oscuridad de la noche cuando Curithir llamo a su puerta, comprendió al fin quien era aquel hombre en realidad.
Mientras seguía riendo cruzo una última mirada de complicidad con el buhonero y expiro por fin. Curithir seguía mirándola atónito pero sintió alivio al dejar de oírla, no podía apartar la vista del cadáver de la joven mientras se preguntaba el porque de aquella reacción, tan embelesado estaba en esos pensamientos que no se percato de la pálida y andrajosa figura que se le acercaba por la espalda.





La letra con sangre entra.

Su mente estaba mas en blanco que aquellas esplendidas hojas. Se las compró al extraño buhonero que había instalado su parada la plaza de la villa. Era un papel estupendo, excepcional. Siempre utilizó cuartillas sueltas de mala calidad, su economía no le permitía apenas pagar ni por una tinta decente. Llevaba toda la vida escribiendo pero tan solo había conseguido publicar un par de novelitas que no alcanzaron ninguna repercusión.
Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, la loca de Teresa de Jesús, años atrás, y ahora Quevedo, Góngora, Tirso de molina, Calderón de la Barca e incluso ese mindundi de Cervantes, con su ridícula historia sobre un hidalgo loco, habían conseguido fama y reputación.
Miraba las cuartillas, estaban ya encuadernadas, una verdadera excentricidad, pero cuando vio el libro en blanco en el tenderete de aquel comerciante y comprobó la exquisitez del papel, no pudo evitar gastarse lo poco que llevaba en los bolsillos, con todo le pareció un buen trato.
- Una gran adquisición, si me permite que se lo diga, podrá comprobar que las palabras manan limpias y cristalinas del manantial de su mente. Tan solo tendrá que cavar un poco y fluirán como un torrente.
No prestó demasiada atención a la verborrea del inquietante buhonero, había algo en aquel sujeto que no le agradaba. Pagó el precio sin ni siquiera intentar regatear.
Cogió el tomo y se apresuró a regresar a casa, estaba impaciente por moldear con palabras lo que se le antojó comparar con una pieza de hermoso mármol. Su pluma seria el cincel y él se convertiría en el mismísimo Miguel Ángel. Sin embargo, después de varias horas sentado con la mirada fija, la primera página seguía virgen, impoluta e inmaculada. Comprobó nuevamente la calidad del papel, era finísimo, tanto que el borde le produjo un pequeño tajo en el dedo. Una gota de sangre cayó sobre la cuartilla y esta la absorbió sin que quedara rastro de ella. Lejos de asombrarse por aquel extraño fenómeno, el escritor se sintió pletórico, desbordado por un torrente de ideas tal como le aseguró el buhonero que pasaría. Mojó su pluma en la pequeña herida y escribió las primeras palabras. Un titulo magistral que te invitaba a sumergirse en lo que, sin ninguna duda, seria una historia formidable.
El corte del dedo cicatrizó rápidamente. A la mente del escritor regresaron las palabras con que tanto le habían presionado en sus años de estudiante. – “La letra con sangre entra” - Rió a mandíbula suelta. - Que gran verdad es esa. - Se dijo antes de hundir un abre cartas en su antebrazo. Se infligió una herida de varios centímetros a lo largo pero de escasa profundidad. Por desgracia, las ideas fluían a un ritmo mayor que la sangre. En la siguiente ocasión el corte fue mas profundo. Estaba pletórico, las musas formaban un autentico harén, fornicaban con él y de esa copula nacían cientos de ideas que plasmaba sobre el papel, poseído por una pasión desenfrenada. Se desnudo por completo, buscando partes de su cuerpo libres de heridas donde hundir el pequeño cuchillo. El libro mamaba de la sangre como si de un bebe hambriento se tratara. Poco a poco, las páginas se completaban una tras otra y una apasionante historia tomaba forma. Sin ninguna duda seria la mejor novela de todos los tiempos.
La imagen era terrible, el escritor desnudo, cubierto por completo de su propia sangre, escribía a un ritmo febril, como si estuviera poseído por algún tipo de fuerza que no pertenecía a este mundo.
Habían pasado dos días pero el escritor no era consciente del tiempo, ni de nada de lo que le rodeaba. Sus fuerzas habían llegado al limite, en su cuerpo apenas quedaba sangre y el libro seguía hambriento de palabras.
Unas pocas páginas más y la mejor obra jamás escrita estaría concluida. Solo unas pocas palabras, unas pocas letras, y por fin un punto y final.
Exhausto, casi muerto, el escritor quiso repasar su obra. Su horror fue mayúsculo al comprobar que todas las cuartillas volvían a estar en blanco. Maldijo a Dios, a sus arcángeles, a los santos, al Papa de Roma y a toda su iglesia. Se maldijo a si mismo antes de desplomarse sin vida sobre un charco de sangre ya seca.
El buhonero apareció en ese momento en el escritorio de aquel desgraciado al que la vanidad había arrastrado a tan trágico final. Cogió el libro y echó una ojeada. Sin ninguna duda aventajaba a toda la obra de Shakespeare junta, a todo lo mejor de la literatura del pasado, del presente y de la que estaba por venir. Arrancó el corta fríos de la mano del desafortunado escritor y buscó una zona del cuerpo libre de heridas. Su brazo no alcanzó una amplia zona de la espalda, - Será mas que suficiente, - Pensó el buhonero. Lo desolló , curtió la piel y con ella forró el libro. Grabó en la cubierta con hermosos caracteres el atrayente titulo de la obra y en letras mas pequeñas, el nombre de su autor. Por último, encerró el alma de este en su interior y regresó a su destartalado carromato.
Poco después del amanecer abriría su tenderete y pondría a la venta aquel manuscrito único.

Era joven y muy hermosa, aunque la literatura decididamente no era lo suyo,+. Buscaba un regalo para el cumpleaños de su padre y aquel libro, de bella encuadernación y titulo enigmático, parecía perfecto para un lector compulsivo como era su progenitor. Pagó un real de plata, una autentica ganga, no se molestó ni en echar un vistazo a su interior, Tenia prisa por regresar a casa y sorprender a su anciano padre.
Un sujeto de aspecto sospechoso la vigilaba, estaba sucio y sus ropas raídas dejaban bien a la vista su extracción social. Al contrario que él, ella era muy elegante, su vestido debía de ser muy caro. El villano la vio alejarse mientras acercaba, de forma "distraída", la mano a la mercancía del buhonero. Palpó la piel de una mano áspera y peluda. Cuando giró el rostro se encontró de frente los ojos del comerciante. Aquella mirada le heló la sangre. En un acto reflejo dio un salto hacia atrás.
- ¿Cómo te llamas gañan? - El pícaro se despojó de su viejo sombrero en una falsa actitud servil y respondió. – Lucas, Lucas Trapaza para servirle a Dios y a usted.
- Bien Lucas, tengo un trabajo para ti.

El anciano padre de la muchacha estaba entusiasmado con su regalo. Cenó de forma apresurada y corrió a encerrarse en su cuarto.
Pasó una y otra vez la palma de la mano sobre el esplendido cuero de la encuadernación, acariciando la portada. Deslizaba delicadamente la yema de su índice sobre los surcos que formaban el titulo de la obra. Tal era su excitación, que apenas tubo valor suficiente para abrir el libro por su primera página. Respiró hondo al tiempo que cerraba los ojos. Al abrirlos de nuevo, las letras, las frases tomaban forma, surgiendo de la nada en sinuosos caracteres de un rojo brillante e intenso. Era un manuscrito de caligrafía impecable.
Lejos de extrañarse por aquel extraño fenómeno, el anciano se quedó fascinado por el adictivo relato, perdiendo toda noción del tiempo y del espacio. En cada nueva página se repetían las mismas pautas. Ante la mirada del viejo, la hoja en blanco se llenaba de palabras a medida que seguía leyendo de forma compulsiva. Letras en rojo sangre, hermosas e hipnóticas.
Era incapaz de detenerse, la historia lo atrapó, lo amarraba a la silla y su mirada, cansada por la edad, no le supuso un obstáculo, tampoco la mal iluminada habitación. Tan solo necesitaba una vela que alumbrase lo justo para proseguir con aquella enfermiza lectura. Perdía color, palidecía a medida que leía como si el libro le robase la vida, le chupase la sangre. Se notaba desfallecer pero no podía detenerse, ni siquiera cuando comprendió que de seguir moriría.
Encerrada en el interior de la novela, el alma del escritor maldecía su suerte. Demasiado viejo, aquel anciano no conseguiría leer ni la mitad de su gran obra. Si no la completaba de nada habría servido su sacrificio. Su libro merecía ser apreciado por todos, traducido a la totalidad de los idiomas para que el mundo entero reconociera su talento y si aquel maldito carcamal perecía en el intento a medio relato, todo habría sido en vano.
Tal como esperaba, el anciano murió. Le falló el corazón y su cabeza se desplomó sobre la novela. La piel blanca como el papel, sus venas y arterias secas de sangre.

La muchacha llamó repetidas veces a la puerta sin obtener respuesta, era ya tarde y su padre nunca permanecía tanto tiempo despierto. Abrió despacio y entró en la dependencia con pasos furtivos. Sus ojos tardaron un poco en adaptarse a la escasa luz. Las pupilas se le dilataron al máximo y una expresión de horror le deformo su hermoso rostro en una mueca de histeria. Corrió gritando hacia donde se hallaba el cuerpo sin vida de su progenitor. Lo abrazó llena de dolor, sus sollozos podían escucharse en toda la casa pero nadie acudiría, vivían solos. Fue entonces cuando reparó en el manuscrito abierto por sus páginas en blanco. Se maldijo a si misma por haber comprado aquel nefasto regalo, al que atribuyo sin dudarlo la reciente desgracia. Lo asió con ambas manos, levantándolo en un ademan colérico, con la intención de arrojarlo al fuego de la chimenea. No pudo hacerlo, algo la impulso a detenerse, la atrapó la curiosidad y un irrefrenable deseo de echarle un vistazo. Tomó asiento al lado del cadáver olvidándose de él por completo, abrió el libro y quedó extasiada de inmediato. De nuevo el mismo ritual, las letras tomaban forma a medida que extraían su sangre.

Tal como le había asegurado el buhonero no había nadie en la morada. Una moneda de oro por un asqueroso libro era un buen trato, un trabajo fácil. Lucas escudriñaba atentamente todas las dependencias por las que pasaba en busca de joyas o dinero. Los dueños del lugar eran ricos sin ninguna duda, podría sacarse unas cuantas monedas más robando algunas cosas de valor. Se encontró los dos fiambres uno junto al otro.
- Mercachifle hideputa. - Pensó para sus adentros, en la convicción de que el inquietante comerciante le había preparado una encerrona. Permaneció alerta y en silencio unos minutos que se hicieron eternos pero no hubieron sobresaltos, no apareció la guardia para arrestarlo. Respiró hondo intentando tranquilizarse. Sobre las manos de una joven estaba el libro, era tal como lo describió el buhonero. Estaba abierto por sus páginas centrales, Lucas miró las cuartillas y estas de inmediato empezaron a llenarse de extraños símbolos. El pícaro era analfabeto, sin hacer mayor caso lo cerró y guardó en un zurrón el grueso volumen.
Se hizo con una sabana, la expandió sobre el suelo y empezó a depositar sobre ella todo aquello que consideró de valor. Fue entonces cuando la reconoció, era la joven del mercado, pero ahora estaba blanca, de una palidez que le confería la semejanza de una muñeca de porcelana. Vestía el mismo bonito vestido que lucia por la mañana, realmente debía de ser muy caro. Sin pensarlo dos veces la desnudó y arrojó las ropas sobre la sabana junto a candelabros de plata y algunas otras baratijas que había reunido. Hizo un enorme hatillo y se dispuso a huir del lugar pero entonces miro el cadáver de la joven. Lo había dejado tendido sobre el suelo, ahora le prestó mas atención. Era realmente hermosa, aun con la piel totalmente falta de color. El negro vello de su pubis resaltaba sobre la piel blanca y sus senos, pequeños pero redondos y firmes, lo enfermaron de lujuria.
Repicaron por cuatro veces las campanas desde el campanario. Las cuatro de la madrugada, aún faltaban un par de horas para el amanecer, tenia tiempo.


El buhonero no quiso saber nada del resto de mercancía que le ofrecía el pícaro, tan solo se interesó por el libro. Una moneda de oro, ese fue el pago tal y como acordaron.

- Ven a verme esta tarde cuando empiece a oscurecer, tengo mas trabajos para ti.
Lucas se alejó del mercado, el enorme fardo que acarreaba sobre la espalda era demasiado sospechoso, ya buscaría un perista, pero ahora debía ocultar el botín en su mugrienta choza.

Vestía el elegante uniforme de capitán de la guardia. En su cinto el florete y dos pistolas. Altivo y orgulloso, arrojó con desprecio el real de plata a la cara del buhonero que lo atrapó al vuelo.
- No se arrepentirá gentil caballero, le aseguro que es un libro muy bueno, le enganchara desde el primer momento. Le atrapara en cuerpo y…alma. - El comerciante le regaló una amplia e inquietante sonrisa pero el soldado no reparó en ella. Cogió el grueso libro y se alejó sin brindarle siquiera un saludo de despedida.
 – Este es fuerte y robusto. - Pensaba el espíritu atrapado del escritor. - Leerá mi obra y sacará a la luz todo mi ingenio, el mundo tendrá que reconocer por fin mi talento.

Al anochecer se presentó tal como habían convenido. Cuando el comerciante le informó de su nuevo objetivo, el pícaro no disimuló su satisfacción.
La casa del capitán de la guardia estaba en silencio, Lucas se lo tomó como un reto personal y no pudo menos que reír complacido, cuando lo encontró tendido como un pelele de trapo, blanco, con los ojos desorbitados y la boca abierta. El capitán había encerrado varias veces al bribón por hurtos menores y a punto estuvo en una ocasión de mandarlo a galeras. Gracias a su labia, a su habilidad para humillarse delante del juez, burló la condena. El libro estaba abierto por las últimas páginas, lo recogió y lo guardó en su zurrón sin prestarle mayor atención, sin hacerse preguntas.
- ¿Qué ha sido del graaaan capitán? ¿Donde están ahora tus modales de caballerete? ¿Qué fue de tu distinguiiidoo porte, de su chulería de mierda? - Escupió sobre el cadáver pero no le pareció lo suficientemente vejatorio, así que se bajó los calzones y orinó apuntando a la boca abierta. Desvalijó la casa y de nuevo reunió sobre una sabana todo lo que consideró de valor.
Tampoco esta vez se interesó el buhonero por otra cosa que no fuese el libro y Lucas escondió la carga en su cubil.

No era día de mercado y el comerciante tuvo que instalar su carromato a las afueras de la villa. Muy pocos se acercaron a echar un vistazo a sus mercancías y ninguno se interesó por el libro. El buhonero no se inquietó por ello, su paciencia era “eterna”.
Durante todo el día no se habló de otra cosa en la villa, que no fuera el macabro incidente de la casa del notario. De como los habían hallado a él y a su hija muertos, sin una gota de sangre, pero libres de heridas. Lo mas escabroso, lo de la pobre muchacha, la encontraron totalmente desnuda, tendida en el suelo y al parecer la había poseído.
La imaginación de aquellas gentes, analfabetas y supersticiosas, era sorprendente. Se hablaba de brujas, de vampiros, de demonios. Todos estaban aterrados, y mucho más desde que aquella misma mañana había aparecido el cuerpo, en las mismas condiciones, del mismísimo capitán de la guardia. El burgomaestre había escrito una carta al inquisidor de la comarca y otra al señor conde pidiendo más soldados. La histeria se había desatado.
El buhonero los observaba divertido y en el interior del libro el alma del escritor se desesperaba. Ni tan solo aquel fuerte oficial había sido capaz de concluir su obra. Ahora ya no estaba solo, perdidas, sin conciencia de lo que realmente les había pasado, gemían padre e hija junto al soldado.
Cuando estaba a punto de recoger los aperos apareció el palanquín trasportado por dos fornidos mozos. Eran dos esplendidos ejemplares, unos auténticos atletas pero se les notaba agotados. Cuando descendió del habitáculo aquel individuo de carnes flácidas, de una obesidad mórbida desproporcionada, el buhonero comprendió la falta de aliento de los porteadores.
El gordo vestía ropas ostentosas, las manos, dedos y cuello estaban engalanados por joyas de todo tipo, sin embargo aquel mezquino intentó regatear el precio del libro.
- Un real de plata, gentil caballero, ese es su precio. Ni mas, ni menos.

Los fornidos mozos depositaron el palanquín suavemente en el suelo, uno de ellos se apresuró a abrir la puerta. El señor obispo descendió lentamente, parecía arrastrar su cuerpo más que andar y tomaba aliento a cada paso. En la entrada de su mansión esperaba el servicio, el ama de llaves y un jovencito de mirada triste. El zagal vestía elegantes ropas pero no se ajustaban a su fino cuerpo, estaba claro que correspondían a las medidas de un anterior dueño. 
Los porteadores recogieron el palanquín, ahora si corrían ligeros y aliviados hacia el gran patio central, donde se encontraban las cuadras junto con las dependencias de los criados de más bajo rango. 
El ama lo acompaño al salón donde el gordo prelado tenía su despacho. Apoyaba su peso en el hombro del muchacho, parece hacia las funciones de báculo, su rostro carecía de expresión alguna.
El despacho estaba rodeado de estanterías y estas repletas de libros lujosamente encuadernados, pero si alguien se fijaba detenidamente, no le sería difícil comprobar que apenas ninguno de ellos había sido abierto nunca. 
El gordo se dejó caer sobre una amplia butaca, convenientemente acolchada con cuantiosos cojines. Depositó el libro en la mesa. Observó durante un instante la cuidada encuadernación y el sugerente título antes de decidirse a abrirlo. Inmediatamente las palabras empezaron a tomar forma, con aquel tono rojo violento y brillante. Tampoco el obispo pareció preocuparse por aquel fantástico fenómeno, se limitó a empezar a leer como si nada.
El escritor estaba defraudado, aquel tipo casi no podía respirar por culpa de su desmesurado sobrepeso. Imaginó que su corazón estallaría antes de llegar siquiera al tercer capítulo. 
Pasaban las horas y para regocijo del autor, su nuevo lector continuaba vivo. Casi había llegado al ecuador de la novela. Como los anteriores no podía parar de leer, lo hacía de forma compulsiva. A cada página, las palabras se dibujaban en sangre ante la ávida mirada del obispo. Pronto perdió la esperanza el escritor, el gordo ya estaba completamente pálido, sus labios morados y su respiración cada vez era más acelerada. 
Empezaba a ser tarde, muchas horas forzando la vista en la lectura, pidió le trajeran algo para iluminar con más claridad el salón. El ama de llaves no tardó en aparecer con un candelabro de 8 velas en la mano. Lo dejó sobre el escritorio y se sobresaltó al comprobar de cerca el mal aspecto de su señor.

Estaba desfallecido, su agotamiento no pasaba desapercibido al escritor que se desesperaba. Tres tercios de su gran obra ya habían pasado página pero no daba la sensación de que el gordo pudiera continuar por más tiempo, y así fue. Dejó el libro abierto sobre la mesa y se tumbó en el respaldo de la silla, desabrocho los botones del cuello de su camisa de seda en busca de facilitar el camino del oxígeno a sus pulmones. Intentó inútilmente levantar la voz, solo un susurro salió de su garganta, pero el ama apareció. Preocupada por la salud de su señor, no lo había perdido de vista en todo el tiempo. El gordo pidió la cena, eso tranquilizó a la anciana mujer, se había hecho muy tarde y el obispo jamás, en los muchos años que llevaba a su servicio, se saltó una cena. 
La mesa se llenó de sabrosas viandas que el gordo devoraba acompañadas por un buen vino. Zampaba casi sin masticar, tragaba enormes trozos de carne que agarraba con la mano prescindiendo de todo cubierto.  Poco a poco empezó a recuperar el color. Cuando se sintió mejor retomo la lectura. 
El escritor desde su encierro montó en cólera, aquel cerdo estaba manchando con sus dedos grasientos su preciado texto. Se tranquilizó, parecía que el tipejo había recuperado las fuerzas y ya le quedaban muy pocas páginas para llegar al sorprendente final de su extraordinaria novela.  Solo un poco más. – Pensaba el escritor.  – Solo unas páginas más. 
El grasiento obispo no dejaba de comer, soltó algún que otro eructo pero continuaba leyendo y eso es lo único que importaba. El escritor estaba convencido de que cuando hubiera completado la lectura, aquel tipo saldría corriendo arrastrando todo su tonelaje hacia una imprenta con el encargo de editar muchas copias de su fantástica novela. Pronto el mundo lo conocería y respetaría como  merecía.
El gordo se detuvo, el escritor no entendía el motivo. Apenas quedaban 15 páginas para el final y aquel cretino cesó de leer. Se ladeó en la silla alzando las posaderas y soltó un sonoro y prolongado viento. Cogió por el hueso un muslo de pavo que devoro de dos bocados. De nuevo tomó el manuscrito, lo miró unos segundos. El autor estaba perplejo y expectante. - ¿Qué demonios pasa ahora? - El obispo cerró el libro al tiempo que exclamaba. - ¡Menuda basura! - Arrojó el libro al fuego de la chimenea. El manuscrito se consumió enseguida y el alma del escritor sintió como las llamas también lo devoraban a él y a los desafortunados lectores allí atrapados, en una especie de anticipo del infierno que les aguardaba. 
El obispo se quedó dormido, en la mesa los restos de lo que parecía había sido el banquete de muchos comensales.

Lucas apareció una hora antes de que amaneciera, se adentró en la mansión sin dificultad siguiendo las instrucciones del buhonero. Al llegar al despacho lo encontró recostado en un sillón, era un tipo gordo. Tenía los ojos cerrados y la boca muy abierta. El truhan buscó por todos los rincones el libro sin resultado. No tardó en desistir en el empeño. 
Aquella mansión era muy lujosa y sin duda podría sacar de allí un botín mucho mejor que la asquerosa moneda que le ofrecía siempre el extraño comerciante por aquel asqueroso libro. Se fijó en las joyas que lucía el gordo, pensando que al igual que los otros también estaría muerto, intentó arrancarle los anillos sin ningún tipo de cuidado. El obispo despertó y grito al ver a aquel extraño intentando robarle con tamaño descaro. Lucas no lo esperaba pero no se dejó amedrentar, sacó una gran navaja de un bolsillo, desplegó la hoja y le rajó el cuello de oreja a oreja. 
Para su desgracia, el ama de llaves había decidido vigilar al obispo preocupada por su salud, vio entrar al asaltante y, sabiéndose incapaz de enfrentarse a él, corrió en busca de ayuda. 
Allí apareció junto a los porteadores justo en el momento en que Lucas mandaba al otro barrio al señor obispo. Sorprendido, intentó inútilmente hacerles frente. Los porteadores lo redujeron con facilidad.

El buhonero estaba satisfecho, ni siquiera él pudo predecir el giro de los acontecimientos. Reía sentado bajo la luna de las estrellas en mitad de la solitaria plaza del pueblo. Realmente aquel libro era lo mejor que jamás nadie había escrito nunca en el pasado, nadie lo superaría en el presente, insuperable en el futuro. ¿Pero qué significa eso cuando topas con la mente de un ignorante? – “Menuda basura.” - Dijo el puñetero gordo. El buhonero soltó una gran carcajada al pensarlo, a su espalda unos pies se balanceaban. Se levantó del banco de piedra en el que descansaba y dando media vuelta miró sonriente el cadáver del ajusticiado. 
Se dieron mucha prisa en colgar al reo. El juicio fue rápido, todas las pruebas eran irrefutables. Lo sorprendieron acuchillando al obispo y al registrar su chabola encontraron enseres de las otras tres víctimas en los últimos días. Todos dormirían más tranquilos esta noche en la pequeña ciudad. 
Lucas parecía lo miraba con aquellos ojos muertos y desencajados, la lengua colgando muy fuera de la boca. El buhonero metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de oro y se la arrojó al cadaver.
- Tu pago, buen trabajo.




Cuestión de supervivencia.

Es curiosa la forma que la mente se adapta al medio, lo que semanas atrás fue una auténtica pesadilla ahora tomaba tintes cómicos, o eso o es que por fin me he vuelto completamente loco.
De la noche a la mañana todos perdieron la razón y empezaron a matarse unos a otros. La comunidad científica no era capaz de encontrar una explicación al terrible fenómeno y los religiosos, claro está, echaron la culpa a los pecados de la humanidad y no paraban de hablar de apocalipsis, armaggedones y demás vainas. Yo por mi parte siempre he sospechado que la culpa de todo la tenían los teléfonos móviles, que tanta onda directa a la cabeza les fundió el cerebro  pero aunque yo nunca los utilice también estaba expuesto a las ondas invisibles y sin embargo aquí estoy, vivito y coleando y relativamente cuerdo.
Los gobiernos cayeron en pocos días, todo fue un caos. Ejército y policías se convirtieron en el mayor de los problemas, cuando sus miembros perdían el juicio disparaban indiscriminadamente contra todo aquello que se movía. Por suerte en pocos días todas los enfermos se convertían en animales descerebrados incapaces siquiera de limpiarse el culo. Yo vivía solo y me había preparado para pasar mis vacaciones como cada año encerrado en casa por lo que había comprado latas y comida precocinada para muchos días con la intención de estar recluido y evitar el contacto con cualquier otro de mi especie. Siempre fui el raro, el que los vecinos miraban mal cuando nos cruzábamos en el portal, al que evitaban coincidir en el ascensor. No me importaba que me ignorasen, al contrario, agradecía que no me dirigieran la palabra. El caso es que bien parapetado entre mis cuatro paredes y con víveres suficientes espere pacientemente que todo se calmara. Las televisiones dejaron de emitir al igual que las radios a la segunda semana de comenzar todo así que realmente sigo sin tener ni idea de qué demonios ha ocurrido.
Cuando deje de escuchar disparos y parece cesaron los tumultos en el exterior me decidí a asomar el hocico. Los supervivientes deambulaban como marionetas desplazándose pesadamente, cada uno de sus movimientos parecía les suponía un esfuerzo increíble. Devoraban los cadáveres que encontraban e incluso se comían entre si. Me quede sin nada que llevarme a la boca y como me temía la luz y el agua dejaron de funcionar. Era el momento de mover el culo, la hora de la verdad. Me calce el casco de mi moto y aunque hacia muchísimo calor me enfunde en abundante ropa, esas cosas posiblemente serian portadoras de a saber que enfermedades y no estaba dispuesto a que de un bocado me las contagiasen. No encontré por casa ninguna cosa que pudiera emplear como arma, socave la posibilidad del cuchillo jamonero pero para ser efectivo me tendría que acercar demasiado a mi enemigo. Intente sujetarlo al palo de una fregona para confeccionarme una improvisada lanza pero aparte de quedar mal sujeto el mástil era demasiado endeble. Me decidí por un objeto contundente. Arranque una larga tubería, era lo suficientemente ligera para manejarla con facilidad y lo bastante dura para abrirles la cabeza a esas cosas desde una distancia prudencial. Vivo en un sexto piso así que tuve que descender por bastantes escaleras, solo me topé con algún cadáver, la mayoría de la gente se habían matado dentro de sus propias casas. Me tape la boca con un pañuelo, el hedor era nauseabundo. Mi objetivo el supermercado de la esquina, tan solo dos docenas de metros me separaban de mi sustento. Agua embotellada y latas, todas las que fuese capaz de cargar para aguantar el tiempo suficiente como para que los que aún quedaban en pie murieran de hambre o enfermedades. La puerta del portal estaba rota, tirados por el suelo sus restos y en el rellano cadáveres con pinta de haber sido devorados. ¡Qué mal rollo! Pensé. No sería justo ser inmune a aquel mal tan solo para acabar como primer plato de unos descerebrados. Por primera vez en mi vida me sentía importante, realmente era único, ni rastro de ninguna otra persona sana. Innumerables pequeños incendios ya casi extintos llenaban de humo las calles dándoles un aire siniestro. Los antes dóciles y cariñosos animales de compañía se atracaban con la carne putrefacta de los que habían sido sus dueños pocos días atrás. Ratas e insectos campaban a sus anchas. Debería salir de la ciudad o no tardaría en enfermar por culpa de tanta podredumbre, pero aun no era el momento, tenía que aguantar unos días más, los suficientes para que todos murieran por fin.
Fue divertido, la cabeza de aquella niñata se abrió como una sandía. Se me acerco tambaleándose, babeando y mirándome con expresión estúpida. Le descargue un golpe con todas mis fuerzas y se desplomo, de inmediato empezaron a acudir más de esos mierdas, algunos estaban tan maltrechos que solo eran capaces de arrastrarse por el suelo. Eran lentos y débiles pero se habían reunido demasiados y me rodeaban. Corrí a refugiarme en el supermercado pero pude darme cuenta a tiempo que el interior estaba plagado de ellos. Que mierda. ¿Y ahora qué? Podría intentar retroceder y regresar a casa pero necesitaba esas provisiones. Por desgracia esto no es América y aquí salvo las fuerzas del estado nadie va armado. Como me gustaría tener en este momento un arma de fuego, una simple escopeta de caza. Algunos de ellos se movían más ágilmente, incluso intentaron correr tras de mi pero los dejaba atrás con facilidad, esquivaba a los lentos y si alguno se me antojaba se aproximaba más de lo debido le aplastaba la cabeza de un mamporro. La puñetera tubería se dobló al fin quedando prácticamente inútil como instrumento defensivo. Me había alejado demasiado de casa, a pocos metros cruzada la calle de enfrente había un colmado. Espero en esta ocasión tenga más suerte.
Los chalados aparecían por todos lados gritando, parece que habían despertado de su letargo. Ahora eran rápidos, demasiado. Corrí con todas mis fuerzas pero me ganaban terreno, aullaban como posesos a mi espalda y el colmado aún estaba lejos. Debo encontrar un refugio en cualquier lugar. Me rodean. ¡Maldita sea no puedo contra tantos y solo un endeble quiosco donde guarecerme. Me lanzo de cabeza al interior e improviso una barricada con periódicos y revistas. Esto es el fin, imposible resistir en este lugar. Para mi sorpresa la mayoría se retiraron quedando unos pocos estáticos en primer plano gritando y gimiendo. Busque por todos sitios. ¡Eureka! Si Dios existe esta claro me tiene reservado un cometido más importante que morir allí dentro. Encontré un revolver en un cajón. Por lo visto el antiguo propietario del quiosco temía que los niños le desvalijaran los caramelos y guardaba aquella arma para evitarlo. Bien cabrones tengo cinco balas, no es gran cosa pero espero sea suficiente para abrirme camino.
Salí de mi agujero encañonándolos cuando de pronto se volvió todo negro.
-Era un tipo muy raro que apenas salía de casa, por lo visto perdió el trabajo hace unos meses y pasaba apuros económicos. Hoy mismo vinieron a cortarle la luz y el agua pero nadie podía esperar que hiciese una cosa así. – Los medios de comunicación rodeaban a una mujer cuarentona que les hablaba enfundada en una bata y calzaba zapatillas de andar por casa, la vecina del cuarto tercera disfrutaba de su minuto de gloria. El sonido de las ambulancias se fundía con las sirenas de la policía, la persecución había acabado después de una hora de auténtica pesadilla. Dentro de una bolsa negra el cuerpo abatido a tiros del asesino que había provocado el paroxismo en aquella pequeña población y acabado con la vida de una adolescente de 14 años a golpes de tubería.

 


Belleza interior.

Algunas personas no se dejan impresionar por los estereotipos y los cánones pre establecidos por las modas del momento. El atractivo no es mas que la fachada, el escaparate con el que nos presentamos a los ojos de los demás. Pero Jack era capaz de ver mucho mas allá del envoltorio y no se dejaba impresionar por papel de embalar adornado con bonitos lazos si el interior no albergaba algo mas que superficialidad anodina.
Por diferentes motivos ambos necesitaban compañía y el destino quiso que Jack y Catherine se encontraran. Él un distinguido caballero de finos modales, inteligente, elegante, educado. Ella por el contrario era vulgar, de una extracción social baja y una educación recibida en la calle. Pero eso a Jack no le importaba, desde que sus ojos se cruzaron con los de ella sabia que aquella mujer sucia y menuda a la que la vida había maltratado tenia mucho que darle, mucho que compartir. Pasearon hasta bien entrada la madrugada, hablando de todo y nada, Jack estaba fascinado por espontaneidad de ella, por aquella mezcla de ingenuidad y malicia tan propias del pueblo llano.
Pasaron la noche juntos, aún no había amanecido cuando Jack recogía sus cosas, las guardaba con cuidado en su pequeño maletín. Se giro, Catherine continuaba tumbada en la cama y lo miraba con sus enormes ojos en los que se había grabado una pregunta. ¿Por qué? Sobre el lecho se esparcía sanguinolenta toda su belleza interior. Jack atravesó la puerta y abandono sin prisas la pequeña buhardilla en la que había compartido su pasión, en donde Catherine le había mostrado su alma, su yo mas oculto.
Hay personas que ven mucho mas allá de la superficialidad y Jack es uno de esos pocos.







Relatos enajenados

El autor ya no disponía de más espacio donde almacenar las palabras. Inquietudes, reflexiones, ilusiones, diferentes estados de ánimo plasmados en un papel que el tiempo ya empezaba a dotar de un feo tono amarillento. Las palabras necesitan que les insuflen vida, necesitan ser leídas y sin embargo se consumían encerradas en la casa del escritor. Guardo en una maleta las que le parecieron más interesantes y salió a la calle en busca de receptores que alimentasen su ego. Aparco su cuerpo en mitad de una concurrida avenida con la intención de compartir con el mundo su talento, pero todos pasaban por su lado sin echar un vistazo a su obra, pasaban de largo ignorándolo. Desesperado e impotente vio como un súbito aguacero convirtió sus preciadas palabras en papel mojado. Regreso a su encierro entre cuatro paredes, en la morada del escritor no había otra c
osa que estanterías repletas de legajos, una mesa, una silla e innumerables cuartillas aun en blanco. No escribiría más, almacenaría sus palabras en la cabeza y no las compartiría, -serán tan solo mías, -pensó. No tardaron las ideas en presionar su cerebro, en el cráneo no había suficiente espacio y el dolor aumento día a día hasta volverlo loco. Decidió que a partir de ese momento las palabras le acompañarían allá donde fuese pero la lluvia no las mataría de nuevo y nadie se las arrebataría sin antes quitarle la vida. Todo su cuerpo se convirtió en un manifiesto a la demencia, tatuadas en la piel las palabras no dejaron un solo espacio en blanco. Ahora todos le prestaban atención por donde pasaba y el autor temeroso de que alguien se las robara caminaba cada vez más deprisa hasta acabar corriendo como un poseso huye del exorcista. Acabo escondido bajo un puente a la orilla de un contaminado rio recitando para sus adentros un poema. Estaba en estado de gracia, que bellas las nuevas palabras, sin duda jamás había creado algo tan inspirado y no disponía de nada donde plasmarlo. Regreso a su madriguera ensimismado, repitiendo una y otra vez los versos al igual que un niño hace con la lista de la compra que le encargo su madre. Al cruzar la calle un autobús a modo de punto y final concluyo con todo.
Un año más tarde sus libros se vendían como rosquillas, una hábil campaña publicitaria ideada por el banco que se había quedado con la casa del autor y encontrado su legado lo convirtió en un escritor de culto rodeado de un halo maldito. Ningún heredero conocido, nadie reclamaría los derechos de autor.



Tierra quemada. El sembrado de la muerte.



El panorama era desolador, ni un centímetro de tierra quedaba al descubierto. Miles de cadáveres se amontonaban por todas partes, de nada les sirvieron sus cascos y corazas. Miembros cercenados, cuerpos atravesados por innumerables flechas, brechas en pechos y gargantas de las que aun manaba la sangre. 
Peor suerte corrieron los prisioneros, una larga hilera de ellos habían sido empalados en la linde del camino, a modo de macabra advertencia de lo que esperaba a aquellos que osaran levantar la espada contra los ejércitos del emperador. 
No tardaron en aparecer las aves de rapiña, buitres y cuervos junto a los desvalijadores que despojaban a los muertos de sus armaduras, armas y todo aquello de que se les antojaba de valor. A su paso dejaban los cuerpos desnudos y ensangrentados para que los pájaros gozasen de su festín con mayor facilidad.
A través de las ranuras del yelmo los veía acercarse, la indignación se adueñó de él. Había sido derrotado. ¿No era esa suficiente humillación? Acabaría como los demás, desnudo a merced de los cuervos que le arrancarían los ojos mientras los buitres, con sus picos más poderosos, abrirían su vientre dejando vía libre hacia sus vísceras. 
No era un final glorioso, el enemigo abandonó los despojos de los vencidos como abono que fertilizaría lo que no siempre fue un campo de batalla. Pensó en qué tipo de cosecha sembrarían dentro de unos meses cuando ya no quedase ni los huesos de ninguno de ellos.
Los saqueadores llegaron hasta él, uno calvo se puso en cuclillas junto al caballero y sonrío dejando al descubierto sus negros y escasos dientes. En total eran cinco, pero habían muchos más merodeando en pequeños grupos.
- No creo saquemos mucho de este, su armadura esta oxidada al igual que la espada. – A su espalda se hallaba un individuo grande que parecía ser el que llevaba la voz cantante.
- Al peso algo nos dará un herrero. De ese hierro seguro sabrá cómo sacar partido. De lo fundido crear algo nuevo. – Obedeció el calvo a la señal que le dio el más alto y se dispuso, junto a los otros tres, a despojar al caballero de su honra. 
No importa de donde salieron las fuerzas, lo agarró del cuello y en un rápido movimiento se lo tronchó como si de una fina rama se tratara. El resto retrocedieron, tras el susto inicial desenfundaron espadas y mazas y arremetieron contra el caballero que seguía en el suelo. Lo golpearon con saña largo rato en venganza por la muerte de su compañero, que si bien es verdad no le tenían ningún aprecio, no por eso dejaba de ser uno de ellos. Lo destrozaron por completo.
-¡Id con más cuidado! – Les advirtió el cabecilla. – Rematadlos antes de nada, puede hayan más cobardes haciéndose el muerto.
¿Cobarde? ¡Él no era un cobarde! Luchó con bravura hasta el último instante. Incluso cuando sabía que estaba todo perdido no huyó, de haberlo intentado estaría empalado junto a los otros. ¡Él combatió hasta el final! Las heridas por todo su cuerpo daban fe de ello. Pero entonces… ¿Por qué no estaba muerto?
Ahora retrocedieron mucho más que la vez anterior y fue el terror lo que los inmovilizo e impidió que salieran corriendo. El caballero se irguió, se tambaleaba, sus rodillas semi dobladas no parecían poder aguantar el peso. La espalda encorvada y al otro extremo del brazo, bien sujeta en la mano, arrastraba la espada.
- ¡Esto es cosa del diablo que viene a buscarnos! ¡Huid por vuestras vidas! - El individuo más alto sujetó por el hombro a su compinche cuando daba media vuelta dispuesto a escapar.
- No seas estúpido, ese no puede dar un paso, está más muerto que vivo. Si no golpearais como mujeres no se habría movido del sitio. – Levantó su maza para asestarle el golpe de gracia pero al descargarlo se encontró con que el herrumbroso caballero lo había bloqueado.  Lo decapito de un solo tajo, una rápida finta y la cabeza rodó por los suelos. "Pies para que os quiero" se dijo el tercero de los que quedaban en pie. El miedo, en vez de hacerlos correr en la dirección correcta, arrojó a los otros dos contra el fantasmagórico guerrero que no dudó en ensartarlos como a pollos. Acudieron más carroñeros alertados por los gritos. Uno a uno mordían el polvo, perecían bajo la furia homicida de aquel que no debería seguir erguido después de haber recibido innumerables golpes mortales de necesidad. 
Acabada la refriega, yacían a sus pies más de veinte saqueadores sangrando por sus heridas como cerdos el día de matanza.
El caballero se despojó del yelmo. Su cabeza estaba destrozada al igual que la cara, solo sus ojos seguían en buen estado y de ellos parecía emanar un extraño brillo.
- ¿En verdad sigo vivo? – Mió todo su cuerpo, una espada había atravesado la coraza y seguía clavada en su pecho. Se arrancó una flecha del cuello y hundió más de media mano en una brecha de su costado. No sangraba y aunque debía de hacer mucho frío, tampoco exhalaba vaho por la boca. Ahora fue el turno de extraer la espada, lo hizo de forma rápida, no sintió dolor.
De pie podía ver mejor lo desalentador del paisaje, todos aquellos que meses atrás partieron desde el sur para enfrentarse a las huestes del emperador estaban muertos. Muchos de ellos eran amigos suyos, compañeros con los que había compartido el mismo camino. En el poste más alto devoraban los cuervos la cabeza del conde sublevado. No era un buen hombre.  –  Se dijo el caballero. – Solo lo movía la codicia, ninguna otra cosa mueve a los nobles. - Otros cobardes de "sangre azul"escaparon antes de comenzar la batalla junto con su séquito de parásitos, abandonando a su suerte al conde y a sus caballeros. Él no era uno de ellos, su sangre no estaba bendecida por la gracia que otorga Dios a sus favoritos. Él no tenía linaje, sus padres eran siervos de la gleba, nunca se conformó con el lugar que reservaban a los de su clase en esta vida, por ello escapó y unió su destino al de la vieja armadura que robo de un granero. La encontró como caída del cielo, nunca le dio por pensar que hacía en ese lugar, solo extendió la mano y agarró lo que creyó le depararía un destino mejor. Ahora se sentía estúpido, se unió al conde como bien podría haberlo hecho al ejército del emperador, si hubiesen sido ellos en vez de los rebeldes los primeros en cruzarse en su camino.
Los saqueadores supervivientes habían huido, solo los graznidos de buitres y cuervos quebraban el silencio, estaba anocheciendo.

El ejercito de la balanza.

Anocheció deprisa y los pájaros desaparecieron junto con la luz, una única figura erguida sobre toda aquella carne sin vida. Comenzó a caminar hasta llegar a los ejecutados. No debe haber muerte peor que esa, en los rostros de aquellos desgraciados quedó grabado el terrible padecimiento sufrido. Sus expresiones habían sido reducidas a unas pavorosas muecas. Los cuervos despojaron a casi todos ellos de los ojos, posiblemente cuando aún se retorcían por el dolor de sus desgarradas entrañas. Fue entonces cuando a lo lejos divisó el resplandor de una hoguera. Lo inundó de nuevo el sentimiento de cólera. Si se trataba de más merodeadores acabaría con ellos, alguien debía de pagar por todo y el emperador estaba muy lejos de su alcance.
A una distancia prudente, le daba la espalda al campo de batalla. Estaba sentado frente a una hoguera cocinando y seguro las vistas no eran las mejores para abrir el apetito. Junto a él, un carro repleto de cacharros. Aunque habían algunas armas y armaduras, la mayoría eran trastos. Utensilios de cocina, aperos de labranza y bagatelas decorativas de poco valor. No parecía tratarse de otros saqueador, un viejo pollino raquítico (con claras evidencias de campar la sarna a sus anchas bajo su pellejo) pastaba plácidamente a unos pocos metros de su dueño. Bien sujeto al carromato se encontraba un precioso ejemplar de pelaje negro y brillante, un caballo de noble planta.
El caballero ocultó su maltrecha cabeza bajo el yelmo y se acercó despacio, el viajero lo escuchó llegar desde lejos. El ruido que provocaban grebas, guanteletes y coraza, le advirtieron de su presencia. No se sobresaltó.
- Hace una noche fría de mil demonios. Acérquese a calentarse al fuego. Estoy preparando unas lentejas, siempre me paso en la medida, así que prefiero compartirlas a tirar las que sobren. – El caballero permaneció en silencio, observando con detenimiento a aquel individuo. Vestía con ropas humildes pero de buena manufactura y calzaba unas botas de cuero en las que apenas se adivinaban las costuras. Aun estando sentado, se apreciaba que tenía que ser de gran estatura, aunque fino en hechuras. Pelo muy poblado y negro, lo mismo que los ojos. El mentón puntiagudo, adornado con una fina barba.
El aroma del estofado desplazó el hedor a sangre, sudor y heces que había impregnado al caballero. Un aroma que haría revivir a un muerto, pero no tenía hambre. Se sentó a su derecha sin soltar prenda. Sin alterarse lo más mínimo por el mutismo del recién llegado, prosiguió con su monólogo.
- No me he topado con nadie por estos parajes hasta ahora. - Sus ojos negros parecían capaces de traspasar el metal de la armadura. - No pareces un soldado del imperio. Si no eres un desertor, la única opción que queda es que seas un rebelde. – Le ofreció un pellejo de piel con agua. – Ten, refréscate. Seguro, tras tan terrible batalla, tendrás la garganta más seca que la cuenca de un tuerto.
- No tengo sed. – La herida de su garganta, junto al retumbar del sonidos de su voz en el interior del casco, hicieron que sus palabras sonasen cavernosas.
- Al menos ahora sé que no eres mudo. – Dejó el pellejo en el suelo y comenzó a escanciar las lentejas en un plato de metal. Se lo acercó junto con una cuchara de madera. El caballero lo rechazó
- ¿Tampoco hambre? Hay quien por unas lentejas como estas vendería su alma. - Al no recibir respuesta se encogió de hombros. - Solo soy un humilde comerciante, no dispongo de otros manjares con los que obsequiarle. Disculpe si ofendí a tan distinguido caballero con unas viandas tan pobres.
- Simplemente nada me pide el estómago, no me ofendió buen hombre.
- He sido un patán, perdone mi osadía al atreverme siquiera a dirigir la palabra a un noble de tan alta cuna.
- Mi cuna no tenía patas, no os burléis de mi..
- Ni vos de mí, debo apartar de ella los ojos para que el brillo de esa magnífica armadura no me ciegue. ¡Es la coraza de un rey!
- No a poco de una hora que acabé con más de veinte hombres por intentar arrebatármela. Es lo único que tengo, para mí es un tesoro y si te burlas de ella haré que te tragues tus palabras..
- Lo sé, lo vi todo desde aquí subido en mi carromato. Un guerrero tan formidable solo puede ser un gran general y, como tal, portar la armadura que le corresponde. – El caballero se levantó de un salto y desenfundó colérico su espada. El fulgor del metal lo dejó confundido. En su mano brillaba un arma del color de la plata. Elegantes grabados en la hoja, la empuñadura era de oro con piedras preciosas incrustadas. A través de las rejillas del casco miró la dorada armadura, algunos arañazos y salpicaduras de sangre debidas a la contienda pero nada más. Realmente parecía de oro, en el pecho grabado un escudo de armas, una balanza.
- No puede ser solo cosa de la suerte el haber escapado hoy de la muerte, seguro que el destino te depara un cometido mucho más noble que el de perecer aquí. – El caballero no prestaba atención a las palabras del comerciante, estaba atónito ante aquella maravillosa visión. – El conde no era mejor que el emperador. – Prosiguió. – Estas peleas absurdas por el poder diezman las cosechas de los humildes, su grano abastece los graneros de las huestes de los señores de la guerra y el pueblo pasa miserias. Veo que decora tu pecho una balanza, el símbolo de la justicia. ¿Por qué entonces te uniste a la causa de un miserable? – Pasada la primera impresión de aquel milagro, el buhonero captó de nuevo el interés del caballero. – El pueblo está indefenso ante los abusos de los que se autoproclaman nobles. Les llenan el buche, tejen sus ropas y les limpian el culo. A cambio sólo reciben palos y desprecio. Necesitan de alguien justo que los guíe. Un campeón que los salve de la opresión, que los libere del yugo de la esclavitud... Alguien como tú. – Se levantó una densa neblina que en pocos minutos lo cubrió todo.
- ¿Yo? ¿Qué puede un hombre solo contra los ejércitos del emperador?
- Cumplir su destino.
- ¿Y qué destino es ese?
- Unir a nobles y plebeyos, todos iguales a los ojos de Dios. – Siervo como había nacido, sabía el falso caballero por lo que pasaban los que como él, habían tenido la desgracia de venir al mundo para servir y obedecer. Las palabras del buhonero lo cautivaban cada vez más.
- Para eso necesitaría de un ejército. ¿Quién iba a seguir a un monstruo como yo? – Hizo el ademan de quitarse el yelmo para enseñar su rostro desfigurado. El comerciante lo detuvo con un gesto.
- Mantén oculta tu condición de hombre. Han de creer que eres más que un mortal. Si no te despojas jamás de tu armadura pensaran en ti como en un ángel bajado de los cielos. – El comerciante giró la cabeza y se quedó mirando fijamente hacia el norte, hacia el campo de batalla. - ¿No los oyes?
El caballero agudizó el oído. Era el sonido de los cascos de muchos caballos y el metálico tintineo de las armaduras. De entre la niebla empezaron a surgir los caballeros sobre sus acorazados corceles. Majestuosos, portaban coloridos estandartes y en todos la balanza bordada con hilo de oro. Armaduras y armas del color de la plata al igual que en sus escudos. Se detuvieron rodeando la hoguera.
- Aquí tienes a tu ejército. – Se levantó despacio para acercarse al carromato y liberar al corcel negro. – Lo encontré vagando por el campo de batalla, nadie me creerá si digo que es mío. Me colgarían de una soga por ladrón si apareciese con él por cualquier villa. Es tuyo, cumple tu destino sobre su grupa, salva al pueblo de su vida miserable.
De un salto subió en sus lomos, alzó la espada y un estruendo de voces rompió el silencio de la noche. Los caballeros golpeaban sus escudos con las espadas, otros entrechocaban las lanzas y, a la voz de ponerse en marcha, todos siguieron al general del corcel negro y dorada armadura. El buhonero los vio alejarse entre la niebla. En su rostro una sonrisa de satisfacción.



La cosecha.

Ya a la luz del día pudo pasar revista a las filas de su ejército. Doscientos caballeros, ni uno más ni uno menos, pero cada uno de ellos valía por más de diez vulgares soldados. Su aspecto era fiero a la vez que de una sin igual belleza, las armaduras plateadas resplandecían bañadas por los rayos del sol. Totalmente acorazados, sus rostros estaban ocultos bajo yelmos coronados por hermosos penachos de grandes plumas. Todos estaban equipados con largas lanzas, escudo, maza y espada. La balanza decoraba estandartes y corazas. Percherones como montura, lo suficientemente fuertes para soportar el peso de los jinetes y de su propia armadura. Imponentes caballos pesados capaces de convertir las rocas en grava bajo sus cascos.
Tres jornadas sin descanso sin que nadie les saliese al paso. El caballero estaba algo decepcionado, esperaba ansioso el momento de entrar en combate y sopesar la verdadera valía de sus tropas. No sentía agotamiento, tampoco hambre ni sed, calor o frio, tan solo un incesante hormigueo por todo el cuerpo.
Por fin frente a ellos una pequeña ciudad sin amurallar. Bajaron por la loma hacia el valle en perfecta formación de a cuatro. Estaban en una gran plaza justo en mitad de la calle principal que partía en dos el asentamiento. Todo parecía desierto pero era fácil ver se entre abrían ventanas y puertas e imaginar como de forma cauta y temerosa los vigilaban los moradores de las viviendas. De detrás de una esquina de la calle lindante salió a su encuentro quien debía ser el señor del lugar. Infantería ligera, no más de un centenar. A la cabeza vestido con elegantes ropajes, engalanadas todas sus extremidades con joyas al igual que pelo y orejas se acercó separándose levemente de sus huestes el noble. Estando frente del dorado caballero desenvaino su acero, hinco la rodilla en el suelo quedando a los pies de la negra montura y humillando la cabeza ofreció su espada. Apoyada en la palma de la mano derecha la empuñadura y el filo sobre el antebrazo izquierdo.
Se apeó del caballo y le puso sobre los hombros las manos invitándolo a erguirse con un gesto.
-Enfunda tu acero buen hombre, no he venido como conquistador si no como libertador. - Lo estrecho entre sus brazos con un fuerte abrazo. Tímidamente salían de sus escondrijos los habitantes de la urbe, la multitud acabo por desbordar la plaza. El caballero monto de nuevo para poder dirigirse mejor a todos ellos.
-¡Sabed…! – Empezó a gritar a viva voz.- …que me dirijo hacia la capital, al encuentro del emperador y que pondré todo mi empeño en derrocarlo de su trono empapado de sangre. Que esta será la última de las guerras y que tras ella se acabara el hambre y la injusticia. Que ante mí no hay diferencia entre nobles y siervos. ¡Partid a dar la buena nueva por todo lo ancho y largo de esta tierra!
El júbilo se adueñó de todos y un clamor de voces lo vitoreaban. Rodeado por los lugareños el caballero estaba henchido de orgullo y más aún cuando vio marchar a muchos de ellos, unos a pie otros al galope, tanto siervos, burgueses como nobles, obedeciendo sus deseos. Entonces se abrió un pasillo entre la multitud. Con cortos y elegantes pasos se aproximaba despacio. El pelo flotaba mecido por la débil brisa, dorado y brillante, tan largo como deslumbrante. Coronada por una guirnalda de flores su pálida frente, por ojos dos luceros, azules como el cielo en invierno. Ya muy cerca se detuvo e hizo una reverencia, sujeto con delicadeza los bordes del bajo de su falda con índices y pulgares doblando las rodillas e inclinando la cabeza. El vestido blanco, ningún otro color haría justicia a la pureza de aquella doncella. Coincidieron sus ojos y las largas pestañas de la joven se agitaron en parpadeos nerviosos como si pretendiese volar con la mirada. A través de las rendijas del casco del caballero se podían adivinar los suyos debido a los extraños destellos que desprendían. Ella sonrió y sus dientes se le antojaron perlas, los labios fruta fresca y en sus manos un pañuelo de seda.
-Aceptad mi ofrenda. – Su voz dulce y relajante como el arrullo de las aguas discurriendo por el arroyo en calma. – El caballero quedo sin palabras, bajó su lanza y la muchacha ato el pañuelo justo donde acaba la madera y empieza el acero.
-Mi señora… - Tan solo eso alcanzo a decir de forma titubeante. Prendado quedo el caballero de aquella sonrisa, de aquel rostro aún infantil y de sus delicados ademanes que al caballero parecieron los de un ángel.
-No. – Le respondió. – Sois vos mi señor, mi campeón, mi adalid. Ahora partid, que os acompañe y reconforte mi recuerdo en el largo trayecto.
Marcho la cohorte engrosada por las tropas de a pie y muchos otros que no siendo guerreros también los siguieron. El recuerdo de la joven no lo reconforto, al contrario, no podía apartarla de su pensamiento y era lo único que lo distraía de su fijación por el emperador. El hormigueo por el cuerpo cada vez era más intenso, aun así no le parecía molesto.
Allá por donde pasaban se repetía la situación, lo recibían con vivas, flores y música. Ningún combate hasta el momento. El caballero había cambiado de idea respecto a la guerra, si cumplía su misión sin derramamiento de sangre pasaría su historia de generación en generación por boca de comediantes y juglares. Sería el más grande de entre los grandes, el mayor de los héroes, la inspiración de todos los cantares. Tras varias semanas tras de sí avanzaba ahora un auténtico ejército, en ciudades y pueblos se unían a su causa. Familias enteras lo seguían, otros abandonaban las filas para llevar su voz a cada rincón del imperio.
Reconoció aquellas tierras de labranza, eran en las que se crio de niño y paso la juventud como siervo trabajando de sol a sol como un animal. De allí escapo dejando atrás a su familia. Desviarse un poco del trayecto apenas los retrasaría. Regresaría a su aldea, después de tanto tiempo ardía de deseos de verlos de nuevo.
Una vez más lo aclamaron como libertador, allí estaban todos. Padre, madre y ocho hermanos, sus vecinos, sus amigos. –Que orgullosos se sentirían si supieran quien soy. – Pensó. – Pero si se supiese que soy un plebeyo todo se iría al traste. En esta ocasión venció a la vanidad el orgullo, paso por su lado, deseo saludarlos pero se contuvo. No se detuvo, prosiguió, estaban a medio camino de la capital y lo pudo la impaciencia.
A medida que se aproximaban a la gran ciudad el paisaje cambio por completo. Pueblos y ciudades abandonadas, cosechas calcinadas. Ni ganado ni animales salvajes, solo desolación.
-El emperador pretende matarnos de hambre para frenar el avance. – Contemplo la marabunta de almas que seguían sus pasos, no desfallecían ni siquiera los niños más pequeños, eso no los detendría. No recordaba cuanto tiempo llevaban sin descansar y ordeno un alto en el camino para hacer noche, en realidad quería perderse en sus propias ensoñaciones, deseaba pensar en ella. Montaron las tiendas y al calor de las hogueras cantaban y bailaban alegres. Los doscientos caballeros de plata custodiaban los alrededores del campamento, altivos e impertérritos como estatuas nada los inmutaba. Amaneció y ni se dio cuenta del paso del tiempo, fue el maldito hormigueo que iba en aumento lo que lo trajo de regreso a la realidad. La ciudad del emperador estaba a solo dos jornadas tras las montañas que se dibujaban en el horizonte. Ordeno reanudar la marcha y apretó el ritmo, estaban…estaba, muy cerca de la gloria.

Por fin ante él las murallas de la gran ciudad. Había escuchado muchas veces cantar alabanzas de la magnificencia de la capital. De que la rodeaban las mejores tierras de labranza regadas por un caudaloso rio y como se extendían frondosos bosques en los que pasaba su tiempo el emperador entre guerras disfrutando del placer de la caza. Nada de eso quedaba, solo tierra yerma. Se acercó a los muros de piedra confiado a la cabeza de su ejército. Se había acostumbrado a ser recibido con los brazos abiertos y ni siquiera se planteó la posibilidad de que en esta ocasión las cosas pudieran ser diferentes.
Una lluvia de fuego cayó sobre sus cabezas, se retiraron en desorden lejos del alcance de las catapultas y de las flechas impregnadas en pez ardiente. Estaba colérico, que estúpido se sentía. ¿Cómo pudo pensar que el emperador le abriría las puertas y lo invitaría amablemente a desalojarlo del trono? Formo a sus huestes en línea con la intención de que su enorme número aún pareciera mayor y así desmoralizar a los defensores. No quería asaltar la ciudad, nadie había caído durante su avance y un ataque a las murallas sería un baño de sangre.
Vio una pequeña figura que corría hacia la ciudad, estaba muy lejos de ella. Espoleo su negra montura y lo intercepto en su loca carrera. Lo agarro por la espalda de la raída camisa y lo alzo como si no pesase más que una pluma. Era un chiquillo de no más de 10 años, por su aspecto hijo de siervos. Sin dejar de sujetarlo lo dejo de nuevo en tierra y descabalgo. Sabia por boca de algunos de los nobles que lo seguían la costumbre que tenía el emperador de ejecutar a los mensajeros cuando las noticias que estos traían no eran de su agrado. ¿Quién podría matar a un niño? Lo dejo marchar encomendándole la misión de portar las condiciones de una capitulación digna. No habrían represalias y el emperador junto a todos aquellos que lo desearan podría abandonar la ciudad con la palabra de respetar sus vidas. El pequeño se alejó, vio como el puente levadizo bajaba y las enormes hojas de la puerta se desplazaban para dejarlo entrar, desapareció en su interior como si se lo tragase.
Tres días espero respuesta en vano. Cada vez que intentaba aproximarse a las murallas escoltado tan solo por sus 200 caballeros enarbolando bandera blanca con la intención de parlamentar caía sobre ellos un diluvio de fuego del que escapaban al galope como alma que lleva el diablo. Seguía en su empeño de no derramar sangre, los rendiría por hambre, acamparían y esperarían pacientemente. El emperador debió de haber pensado en esa posibilidad, por ello mando arrasar todo aquello que pudiera abastecer a su enemigo mientras él y los suyos habrían almacenado provisiones para aguantar meses en el interior. ¡Miserable! De nada le serviría esa treta, ni el caballero ni los suyos precisaban de gran cosa para subsistir. De hecho no recordaba la última vez que había probado bocado ni refrescado su garganta con un sorbo de agua. El hormigueo de su cuerpo empezaba a ser realmente molesto por lo incesante.
A la tercera semana del sitió se podía ver por las noches desde bien lejos el resplandor de muchos incendios dentro de las murallas. Seguro el hambre empezaba a campar a sus anchas provocando disturbios mientras que ni a él ni a los suyos parecía afectarles nada la gana, el calor, la sed o el frio. Al comienzo del segundo mes se abrieron por fin las puertas, dispuso su ejército para enfrentarse al del emperador pero del interior de la ciudad solo asomaron unos pocos cientos de personas. No eran soldados, ordeno guardaran las filas sin avanzar y se dirigió hacia ellos en solitario. Ahora podía verlos bien, escuálidos y enfermos eran labriegos junto a artesanos armados con hoces , horcas y antorchas. En sus ojos grabado el miedo y a la cabeza un anciano de aspecto venerable.
-¿Dónde está el emperador? – Les grito ya estando frente a ellos, le respondió el viejo.
-El emperador ya hace muchos meses que escapo. En la ciudad solo quedaban aquellos que no tenían ningún otro sitio a donde ir.
-¡Mientes! ¿Qué tipo de treta es esta? ¿Dónde están sus legiones? – Observaba a los flacos ciudadanos confuso. – ¿Dónde están los soldados que nos repelieron con fuego?
-Dios sabe que he hice todo lo que estaba en mi mano por deteneros, pero he fallado, todo ha sido en vano.
- ¿Vos? – Miro al anciano incrédulo. – Vos no sois un general. Vos parecéis un hombre sabio. ¿Por qué entonces os enfrentáis a mí? ¿Por qué no aceptáis la paz que os ofrezco?
-Porque tenemos derecho a elegir. Pero tras mi fracaso solo me queda suplicar tu piedad. – El anciano se postro a los pies del caballo negro. – No me importa lo que me hagas a mí, pero deja que ellos se marchen. – El caballero dio un nuevo repaso con la mirada a aquellas pobres gentes, bajo el yelmo el fulgor de sus ojos y tras la coraza la ira florecía extendiéndose por todo su cuerpo.
- ¿Elegir? ¿Entre yo y el emperador? ¡Os juzgue mal, no sois un sabio si no un patán! ¡No se puede elegir, o se está conmigo o contra mí!
Contemplaron horrorizados como el caballero de la armadura de oro atravesaba al desdichado elevándolo sobre su cabeza. Por propio peso se deslizo hasta que el cuerpo sin vida quedo justo ante sus ojos. El caballero miro el rostro desfigurado por el dolor que padeció el anciano. Justo bajo el filo de la lanza continuaba bien atado el pañuelo de seda de la dama, ahora teñido de rojo. Huyeron despavoridos sin rumbo ni orden. Los caballeros de plata espolearon a sus caballos, poco a poco aumentaban el paso hasta llegar al galope, las lanzas en ristre. No tardaron en alcanzar a aquellos desdichados, los que no perecieron bajo los cascos lo hicieron ensartados por lanzas y espadas o aplastado bajo las mazas. Todo muy rápido, apenas unos minutos. El caballero miro la carnicería, los cuerpos destrozados, ningún soldado, mujeres, niños… Libero su lanza del cadáver empujándolo con el pie. Los miro con desprecio. - ¡Ya habéis elegido! Solo vosotros sois los responsables de lo que aquí ha pasado.
Esperaba después de aquello encontrarse con una ciudad desolada y unas gentes rendidas por miseria y fatiga pero su sorpresa fue mayúscula al atravesar las puertas. La ciudad era una fiesta, los recibieron con música y a su paso arrojaban flores. Todos se habían vestido con sus mejores galas y lo vitoreaban. Aquello relajo la conciencia del caballero, seguro aquellos que yacían en el exterior eran los acérrimos del emperador. Nobles disfrazados que intentaron engañarlo para escapar. Se dejó querer por la multitud y a paso tranquilo llego a la entrada del castillo del emperador. Lo miro satisfecho, lo había conseguido.
Sentado en el trono los miro a todos. Condes, varones y demás nobles junto al alto clero también lo observaban en silencio esperando ordenes de su nuevo señor.
-Esta noche celebraremos una gran fiesta, deseo que el júbilo se adueñe de las calles, que se olvide este desagradable episodio. Empieza una nueva era, que el pueblo lo sepa. – Corrieron obedientes a disponerlo todo para que al caer la noche estuviera lista la mayor de las celebraciones que jamás se hayan visto en la capital.
-¿Que festejamos? – Se atrevió uno a preguntar.
-Los ojos del caballero centellearon bajo el casco y el fulgor lo amedrento, humillo la cabeza y se alejó agachado hasta salir por la puerta sin darle en ningún momento la espalda.
-



El tercer jinete.

Noche despejada, la luna plena, engalanaban el cielo las estrellas en la que sería la fiesta perfecta. Mando el nuevo emperador sacar del palacio el trono, lo dispuso en lo alto de una tarima, construida para la ocasión y desde allí sentado contemplaba como el pueblo bailaba a su son.
Congregados todos, nobles y plebeyos, en la gran plaza del mercado. Sonaban laudes y dulzainas, danzaban alrededor de múltiples hogueras que de forma espontanea prendieron los allí reunidos. Complacido el caballero los vigilaba borracho de soberbia y no se dio cuenta de su presencia hasta que el juglar recién llegado mando permanecieran todos callados.
Lo observó intrigado, vestía el trovador con ropas llamativas de vivos colores, hizo una reverencia sin agachar del todo la cabeza, mirando fijamente a los ojos que se ocultaban bajo el yelmo. Sintió de nuevo el caballero el hormigueo, hacía tiempo era cada vez más molesto.
-Pido clemencia al gran señor de antemano. –Comenzó a decir. – Si mi voz no es del agrado de nuestro libertador. No hay otras gargantas apropiadas, más que las de los ángeles, para cantar sus hazañas. No obstante, Dios me guarde de `provocar ofensa, si me dispensa tratare de hacer merecida justicia con mis versos de las gestas de vuecencia.
Atrapado por la curiosidad asintió, hizo un gesto con la mano y comenzó el trovador a tocar su laúd. La multitud permanecía expectante, todo silencio, como si se hubiese detenido el tiempo.
-Cuando parecía el altísimo no escuchaba nuestras plegarias
Sobre un caballo negro apareció un caballero
Su armadura dorada oculta un secreto.
Porta en la diestra una lanza, en la zurda una balanza
Y allí por donde pasa todo son alabanzas.
¿Pero qué es lo que bajo el hierro esconde el caballero?
Prometió acabar con la guerra, que cesaría el hambre
Que ante él todos seriamos iguales.
Tantas veces escuchemos tan buenas intenciones
De boca de sabios, guerreros y necios
Tantas veces nos mintieron y aun nos lo creemos.
Pequeños hombres de grandes egos empuñan el acero
Cabalgan bajo la falsa bandera de la esperanza
¿En qué se diferencia de ellos el caballero dorado?
A sus pies postrados danzamos
Amamos a nuestro nuevo amo.
La incredulidad ante lo que estaba oyendo impidió que se reaccionase antes pero ya liberado del asombro inicial se levantó del trono colérico y desenfundo la espada.
-¡Yo mismo separare tu cabeza del cuerpo!
Escucho el rumor de los cuchicheos de la multitud y distrajo su atención el ver como todos se apartaban y dejaban paso a una figura. Se calmó su ánimo de inmediato cuando vio se acercaba despacio. La doncella vestida de blanco parecía flotar más que caminar, a la luz de la luna y el resplandor de las hogueras su visión se antojó al caballero la de un ángel. Se olvidó por completo del juglar cuando la tuvo ante sí y se encontró con su sonrisa. La joven lo libero del casco quedando a la vista de todos el cráneo del caballero. Los gusanos devoraban la carne putrefacta pero por algún motivo habían respetado los ojos que desprendían un extraño brillo. La muchacha acerco sus carnosos labios a los dientes desprovistos de carne, entreabrió la boca y lo beso. Le introdujo la lengua y jugueteo de forma lasciva con el corrupto y negro musculo que aún conservaba el caballero. Hubiera querido cerrar los ojos para abandonarse a aquel beso pero no disponía de parpados, notó un intenso frio que por un momento lo libró del hormigueo de su cuerpo, se sintió en el cielo. La separo con suavidad, quería contemplarla, disfrutar de aquella visión para luego estrecharla entre sus brazos y hacerla suya. El resplandor de su mirada se había apagado y el hormigueo regresó pero ahora en forma de un terrible picor. Su vista se había nublado pero poco a poco las figuras tomaban forma de nuevo. Ante él una anciana vestida con harapos y que parecía tan vieja como el propio mundo. Sus brazos huesudos asomaban entre los jirones que en algún momento, hacía mucho, debieron ser mangas. El caballero retrocedió horrorizado, alzó su espada con la intención de partir en dos a aquella horrible visión cuando reparo en que de nuevo el acero estaba mellado y oxidado. La anciana exploto en carcajadas dejando ver sus negros y escasos dientes, asomaba la lengua tan repugnante como toda ella. Estaba rodeada de cadáveres hinchados y podridos, cuerpos llenos de bubas que supuraban sangre negra. La única música era el zumbido de los enjambres de moscas, miles, millones de ellas. Muchos cuerpos estaban apilados sobre piras aun humeantes a medio consumir, de otros solo quedaban huesos calcinados y por todos lados muerte, incluso las ratas y los pájaros que habían acudido a darse el festín habían muerto y solo las moscas depositando sus huevos y las larvas que salían de ellos campaban a sus anchas.
Se sintió mareado, todo daba vueltas a su alrededor, no entendía que significado tenía aquella pesadilla. Solo escuchaba los graznidos de la decrepita arpía y el zumbido de las moscas. ¿Dónde estaban todos? ¿Y sus caballeros? ¿Qué había pasado con su pueblo?
En el lugar donde hacia un instante se hallaba el juglar lo ocupaba ahora un viejo conocido. El buhonero lo miraba divertido con sus ojos negros como el pecado.
-¡Vos! – Le grito. -¡Vos me habéis engañado!
El comerciante miro a su alrededor en un gesto de comediante y luego con gesto sorprendido se señaló a sí mismo.
-¿Yo?
-¡Si, vos! ¡Me habéis cegado, habéis nublado mi entendimiento con a saber que tretas sacadas del mismo averno!
-Querías traerles la paz y lo has hecho. Todos iguales ante ti y ahí los tienes. – El buhonero parecía tener que hacer un gran esfuerzo para contener la risa.
-¡Yo no quería esto! ¡Me habéis utilizado, he sido un juguete en tus manos, tu lacayo!
-¡Estúpido! –Ahora el tono del comerciante era severo. – Estabas tan cómodo en tu papel que no te molestaste en girar a tus espaldas la mirada ni una sola vez para ver lo que a tu paso dejabas. Nunca dudaste ni te hiciste preguntas, solo tu sed de poder importaba. Tú mismo te pusiste la venda y ahora intentas colgarme el muerto. – Miro a su alrededor y ahora si estallo en carcajadas. – Clavo los ojos de nuevo los ojos en el caballero y continuo de forma sarcástica. – Ahora que te miro más detenidamente tengo que admitir que no hay aseveración más correcta que la que afirma que el poder “corrompe”. – Rio complacido antes de continuar. – En todo te equivocas, yo no te he engañado ni tampoco has estado a mi servicio en ningún momento. Tú mismo la admitiste como señora. ¿No lo recuerdas?
Hacía rato que las risas de la anciana habían cesado y permanecía en silencio. El caballero se dirigió a ella.
-¿Quién sois vos?
-¿Debo presentarme ante vosotros enlutada? La respuesta es tan obvia como estúpida la pregunta.
-¿Qué me habéis hecho?
-No te obligue a nada que no desearas, mi “campeón”, mi “aguerrido adalid.” Me has servido bien, todos te están agradecidos por librarlos de sus miserias.
-Me has utilizado, no he sido consciente en ningún momento de lo que hacía. Soy inocente, niego mi responsabilidad en esta aberrante situación.
Retomo la palabra el buhonero. - ¿Inocente? Tú guiaste tus pasos sin necesidad de que te indicaran el camino, tú decidiste en todo momento tus actos. Pudiste pasar de largo pero preferiste pavonearte delante de aquellos que te vieron crecer, delante de tu familia y vecinos.
Era el turno de la anciana. – El medico imploro clemencia, te rogo dejases marchar a aquellas gentes. Con su pobre ciencia fue capaz de parar tus piernas ante las murallas, pero de mejor corazón que tú dejo traspasar la puerta a tu emisario. Tus manos están manchadas en sangre y solo tú eres responsable. ¡Aquí tengo la prueba! – En sus manos el pañuelo de seda teñido en rojo.
La vieja espada se deslizo por los dedos del caballero hasta caer al suelo. Abatido se dirigió al buhonero. - ¿Y entonces cuál es tu papel en todo esto? ¿Qué sacas de ello?
-Solo he venido a recuperar lo que me pertenece.
El caballero miro su armadura, oxidada y destrozada como cuando la encontró. De no ser solo huesos hubiese podido llorar. Se fue librando del acero por piezas quedando a la vista sus restos consumidos por las larvas de las moscas. Se despojó por ultimo de la coraza, sabía que no era la armadura lo que el buhonero reclamaba. Un último pensamiento dirigido a su familia y sus huesos sin carne ni tendones que los unieran se desplomaron desparramándose por el suelo.

A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la más temida. Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.*1
La ciencia de la época se enfrentó a la pandemia de formas harto estrafalarias pero tan solo el fuego purificaba todo aquello que había tenido contacto con la enfermedad por lo que tras su paso tan solo quedaba tierra quemada.
(Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: "Ven". Miré, y vi un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano.
Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: «Dos libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario, pero no dañes el aceite ni el vino»)*2
*1 Nathional Geographic.
*2 Apocalipsis.

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