Esculpida en piedra. "Un nuevo comienzo." Acto primero.


La niña y el sapo.

Plena la luna, noche estrellada. Monótono canto el de sapos y ranas, todos están de fiesta en la pequeña charca. Sobre una piedra, contento, se encuentra el sapo Batracio. Con el estómago lleno tras una opípara cena, que si ahora una mosca, ahora una libélula, contempla a sus vecinos sabiéndose a salvo. Demasiado gordo y venenoso, no entra en la dieta de la pérfida culebra. Despreocupados, juegan los renacuajos. Un escarabajo despistado se arriesga al acercarse demasiado al alcance de la lengua de don sapo.
Se aproxima una extraña luz y cunde el pánico, todos buscan cobijo en el fondo del barro, menos el pobre Batracio. El escarabajo fue el colofón, demasiado lleno le faltan reflejos y sobre el desafortunado sapo, cae la desgracia en forma de red. Atrapado en las manos de dos cachorros de humano, sabe se ha acabado su suerte.
Sin duda le espera la muerte tras un largo suplicio. Una vida de excesos y vicios, poco ejercicio, lo han convertido en presa fácil por lo lento. Contentos, los niños lo miran divertidos.
- Es feo y verde, de piel verrugosa, tu mamá te miente. ¿Qué puede tener de príncipe semejante cosa? 
La niña se enoja con la pregunta del chiquillo.
– Mi mamá no me engaña. Todas las noches cuando estoy en la cama me cuenta su historia, yo cierro los ojos y sueño lo beso. Toma forma el príncipe, alto y hermoso, cabellos de oro y en la cabeza una corona. Me lleva a su castillo donde seré reina cuando crezca y así acabarán nuestras miserias y penas.
Batracio los mira, rubio y pecoso el niño, morena de ojos verdes y vivarachos ella. Visten con harapos y están sucios, los piececitos descalzos embadurnados de barro. Reconfortado por el cálido tacto de las manos del chiquillo el sapo se relaja. Una mueca de desagrado en el rostro del muchacho.
- ¡Es asquerosoooo! Solo de pensar en acercar los labios se me revuelve el estómago.
- ¡No es una princesa, no debes besarlo! – Le recrimina ella.
- No tengo ninguna intención de hacerlo. ¡Toma, quédate con tu sapo!
Pasa de manos Batracio, las de ellas son mucho más cálidas y suaves, se le escapa un suspiro.
- Croac.
La niña ríe divertida y se le sonrojan las mejillas, el sapo la mira con sus enormes ojos redondos.
- Croac.
- ¿Qué es lo que pretendes decirme mi príncipe? ¿Deseas rompan mis labios el hechizo que te mantiene encerrado bajo el aspecto de un sapo? No tengas miedo, huiremos donde la bruja malvada no pueda alcanzarnos. Comeremos perdices y patatas todos los días, no pasaremos nunca más hambre ni yo ni mi familia. – Le sacó la lengua al niño rubio. – Tú te quedarás aquí junto a la charca, quizás alguna de esas ranas sea tu princesa, pero tendrás que besar a todas ellas. - Río y de nuevo sus pálidas mejillas recobraron el color.
- ¿A qué esperas entonces, tienes miedo de quedar en ridículo? Eso no son más que cuentos, mentiras.
- ¡No, no lo son y ahora lo verás! – Aferrada a la esperanza de que la ilusión todo lo puede, acerca despacio los labios a la enorme boca del sapo. Toma contacto y el calor del aliento de la inocente muchacha reanima la sangre fría de Batracio. Se siente extraño y por unos momentos también él cree se obrara el milagro.
La niña lo arroja con fuerza contra las piedras, a los pocos segundos se le hinchan los labios y alrededor de ellos la piel adquiere un tono morado. La ponzoña del sapo la ha envenenado.
Ríe cruelmente el muchacho mientras se llenan de lágrimas los verdes ojos de la niña. Batracio, herido de muerte panza arriba, la mira.
- ¡Nunca más creeré en cuentos de hadas! – Grita decepcionada al tiempo que le propina una patada a la pobre rana.
- ¿Qué culpa tengo yo si de pequeños os engañan? ¿Merezco el castigo por ver defraudadas vuestras infantiles ilusiones? Yo era más que un príncipe, el rey de mi charca, el monarca de las ranas. Pero para vos no soy nada. Sin motivo me matas de una patada.
Se cansó el niño de escuchar el agónico croar de don Batracio y lo aplastó con su pie descalzo.
La niña lloraba desconsolada.
Allí, oculta entre los árboles, estaba el monstruo de piedra dispuesta a tragarse la infancia de la pequeña.
- ¡El mundo es un asco, ya no creeré nunca más en nada! Padecerán mi venganza todos aquellos que engañan, los que regalan alegremente a la gente esperanzas para, al despertar del sopor, arrebatárselas de forma cruel.
El chaval pecoso la miraba asustado. Desde su escondrijo, la gárgola aspiró toda la ira de la niña.


En la cima de la montaña del mago, Criando Malvas observaba contrariado al anciano que apenas se mantenía en pie aferrado a su báculo. Tenía una larga barba blanca que le llegaba a los tobillos. También el pelo era canoso y muy largo. Tras todo el cabello de la cara, apenas se distinguían unos ojos, coronados por unas pobladas y… claro está, blancas cejas.
- ¿Por qué me cuentas esto?
- Debes saber a qué te vas a enfrentar.
- ¿Yo? Yo solo abandoné la cabeza de la maldita gárgola porque así me lo ordenó de malas maneras. Eskatologico se negó en redondo, dijo haber tenido suficiente con salir una vez y que no tenía intención de hacerlo nunca más, y ahora comprendo el motivo. ¡Aquí hace frío! ¿Dices que Magenta estaba allí?
- Se alimentó de la decepción de la pequeña, luego regresó satisfecha a su catedral con la panza llena.
- Ella me ordenó que te pidiese ayuda, que solo tú puedes deshacer el entuerto en el que nos hayamos inmersos.
- Así que la mente del Hacedor de Historias se secó. Supongo que es por ello que os encontráis prisioneros en el limbo. ¿Y porqué cree el monstruo de piedra que retroceder en el tiempo puede solucionar este embrollo?
- Dice que si aparecemos antes de que perdiese a la Inspiración, quizás podamos evitar que los acontecimientos transcurran como están establecidos. Si conseguimos mantenerlos juntos seguirá ideando historias, seguiremos vivos.
- Entrometerse en el pasado para variar el futuro es muy peligroso, suele ser peor el remedio que la enfermedad.
- Solo soy un emisario, un mandado. En cuanto me des respuesta volveré a la cabeza de Magenta, de donde jamás debí de haber salido.
El mago río a carcajadas. – Pobre infeliz, recae en ti todo el peso de esto y aun no te has dado ni cuenta.
- ¿En mí? ¿De que estas hablando? – Malvas tenía la apariencia de un bufón, los colores chillones y alegres de su indumentaria contrastaban con su siempre serio semblante.
- No puedo mandar a la gárgola y que se encuentre consigo misma, ni a ningún otro que existiera por aquel entonces, sin embargo tú…
Los ojos de Malvas se entre cerraron mostrando su susceptibilidad. - ¿Yo qué?
Ni tú ni Eskatologico habíais sido creados aun por la mente enferma del monstruo de piedra y, teniendo en cuenta que el gruñón no se encuentra aquí, solo me queda un aspirante.
- ¡Ni hablar, no pienso embarcarme en esto solo! Solo quiero regresar a la seguridad del cabezón de mi dueña.
- ¿Regresaras con las manos vacías? ¿Estás dispuesto a enfrentarte a su ira?
- Correré el riesgo, a fin de cuentas…¿Qué es lo que puede hacerme?
- Puede desterrarte para siempre.
-  No se atrevería a tanto.
- Me permito dudarlo. – El mago sonrió maliciosamente.
- ¿Qué tiene que ver en todo esto la niña de tu cuento?
- Es a ella a quien buscáis, será algo mayor que en mi historia. Tendrás que tener mucho cuidado con ella, aquello pudrió su alma y Magenta aprovechó para robar su infancia. Todo junto la convirtió en un monstruo sin corazón.
- ¡La Inspiración! – Exclamó Malvas y el mago asintió con una sonrisa.
- Debes emprender tu viaje ahora. – El mago miró el cielo. – Va a haber tormenta, es el momento.
-  ¡No pienso ir a ningún sitio!
- Tranquilo, no estarás solo, sabrás lo que es que alguien se instale en tu cabeza. Yo guiaré tu camino. – Los rayos sobresaltaron a Malvas, empezó todo de improviso. El rugir de los truenos ahogaban las protestas del payaso triste.
- Es hora de irse. – El mago alzó su báculo y un relámpago alcanzó la punta. Bufón y anciano desaparecieron como si se los hubiese tragado la tormenta.




El charlatán.

- El sol estaba en su cenit y había comenzado mi ascenso con la bruma de la mañana. Alcé la mirada y pude ver mi objetivo, la torre más alta parecía tocaba el cielo. No podía permitirme una flaqueza, tan solo manos y pies, ninguna cuerda me sujeta para librarme del vacío que tras mío queda. Ni tan solo había tocado la piedra de las almenas, aun me debatía con la escarpada ladera que emergía del mar. A nado llegué al lugar para pasar inadvertido a los ojos de las tropas del visir. Casi era de noche cuando agarré con los dedos la cornisa de la ventana. Sin apenas fuerzas, me adentré en la sala. Deseaba que mi informador no se hubiera equivocado y la suerte me sonrió al comprobar que no erró. La gran habitación era espléndida, adornada con alfombras y exquisitas telas. En el fondo, ella. Sujeta de una muñeca al lujoso lecho por una fina cadena de oro, quedó muda al percatarse de mi presencia. Vestia con sedas de vivos colores, tan livianas que podía distinguirse su cuerpo bajo las finas telas. Un pequeño chaleco incrustado de piedras preciosas apenas ocultaba la voluptuosidad de sus senos. Subían y bajaban al ritmo que marcaba su nervioso aliento. Sus ojos… - Hizo gesto de ensimismarse con el recuerdo de la imagen, - … dos luceros aún siendo profundamente negros, y su faz… ¡Maldije a los moros por ocultar el rostro de sus mujeres tras los velos de su celosía!
La luna apareció por la ventana, pero más resplandecía la cautiva. Seguro que sintió envidia de la belleza de la joven y con su luz me delató haciendo que se disipara la penumbra en la que me guarecía. Sentado en una esquina, levantó el guardián el culo de la silla alfanje en mano. Un escalofrío me recorrió la columna, el infiel era un ogro enorme, mayor que un oso erguido sobre sus patas traseras. Me miró con ojos fieros y sonrió cuando desenvainé mi acero. Aunque forjada en Toledo por el mejor herrero, no parecía mi espada más que un mondadientes comparada al arma que esgrimía el sirviente sarraceno.

Los reunidos en la taberna escuchaban embobados el relato del recién llegado. El forastero se había subido sobre una mesa agitando un puñal de filo romo y mellado. Lo movía de un lado a otro cortando el aire, como si realmente en frente se encontrará un contrincante de la envergadura que describía.
Se presentó en el lugar con aires de caballero, pero su indumentaria no lo señalaba como tal. Vestía con una camisa raída y, entre los remiendos de sus calzones, apenas se distinguía la tela original. Sus botas estaban descosidas y los dedos de los pies amenazaban con huir de su interior. Tampoco su aspecto era el de un caballero, aunque si sus pretendidos finos ademanes. El pelo largo pero ya escaso, graso y sucio. Su constitución frágil y su piel blanquecina se asemejaba más a la de un enfermo que a la de un miembro de la nobleza. Con todo, había conseguido captar la atención de aquellos labriegos, que tras el trabajo en el campo se relajaban bebiendo vino en la taberna de la villa. Dió una patada al vacío al tiempo que giraba sobre sí mismo y asestaba una puñalada a su imaginario enemigo.
- Intenté descargar un golpe sobre el vigilante, pero con su desmesurado alfanje me mantenía a distancia. Fue entonces él quien, con todas sus fuerzas, partió una mesa de un solo golpe. Suerte que su gran tamaño lo hacía lento y torpe. Para desgracia del mueble pude esquivarlo en el último momento. La rehén intentaba infructuosamente liberarse de la cadena que la mantenía sujeta. Temeroso de que pudiera resultar herida en la refriega, alejé al infiel hacia el lugar más apartado de la estancia. Esquivaba uno tras otro sus mandobles, pero era incapaz de acercarme lo suficiente como para poder incrustar mi hierro en su grande y fofo estómago. Demasiada algarabía, temía que el resto de la guardia apareciera en cualquier momento y diese al traste con mi intento de liberar a la noble dama de su destino. Pues aquella alcoba no era más que la antesala de una forzada boda y al caer la noche el lecho pasaría de instrumento de reposo a cadalso de tortura. No podía albergar dudas sobre mi victoria, si me rendía al desaliento, la derrota era tan segura como la condena de la doncella. – El orador pidió un sorbo de su jarra de vino al parroquiano más cercano para refrescar la garganta. No se hizo de rogar el palurdo, ansioso de escuchar el final de aquella increíble historia. Cuando notó que su boca dejaba de estar pastosa prosiguió con su relato.
- El tiempo estaba en mi contra pero no podía bajar la guardia. Pensé que podría encaminar la fuerza bruta de aquel animal a mi favor. Continuemos la lucha cerca de la ventana, parecía que se burlara la luna de mi situación haciendo brillar al alfanje. Más intimidante si cabe, la mirada burlona del gigante mameluco. Jugaba divertido con migo, no debía parecerle más que un insecto. Miré a la cautiva, sus ojos se habían clavado en mi en una súplica desesperada. No me daría por vencido, llegó mi oportunidad tras un terrible sablazo. De nuevo erró el golpe y su acero quedó incrustado en un armario. En vano intentó librarlo, momento que aproveché para abalanzarme contra el infiel. Se libró de mi de manotazo, me hizo surcar por los aires. Volé sobre él, momento que aproveché y, de un solo tajo, le separé la cabeza del cuerpo.
Temblaba asustada la muchacha ante la visión de toda aquella sangre. La libré del cautiverio rompiendo la cadena de un tirón y un resplandor en sus ojos delató la sonrisa que, oculta tras el velo, se dibujó en su rostro. Extendí mi mano en pos de la suya, me sobrecogí al notar la suavidad de su tacto. Se enredó su larguísimo pelo en mi brazo, fue como la caricia de un ángel. Negro como la noche, limpio como el roció, desprendía, al igual que el resto de su cuerpo un embriagador aroma a flores…
- ¿La hiciste tuya? – Se escucharon risas, junto con el sonido del metal de las jarras chocando en espontáneo brindis.
-¡Silencio gañan! – Le ordenó el orador a aquel que lo interrumpió con tan soez pregunta. – ¡Aquella dama era la hija de un rey! ¡Ve a desfogar tu libido con las gallinas, palurdo! En mi presencia nadie mancilla el honor de una doncella, ni tan solo de palabra!
Un tipo grande tras un delantal de herrero se levantó y se posicionó justo en frente del aventurero, este aún permanecía sobre la mesa como un actor en su escenario.
- Dejadlo proseguir, quiero saber cómo escapó de allí. - Todos se silenciaron amedrentados por el herrero.
- No pintaba bien la cosa. – Continuó. – Tal como temía, se abrió la puerta y apareció el grueso de la guardia. Con un movimiento firme, pero lo más delicado que me fue posible, obligué a la princesa a parapetarse tras de mi. Planté cara a los sarracenos. Algunos iban armados con arcabuces. Temí estar perdido, nada podía contra el plomo y menos sin dejar desprotegida a la cautiva.
Pero cuando una causa es justa goza del favor de Dios y el valor de aquellos perros se replegó al interior de sus estómagos cuando vieron al decapitado gigante. Escaparon los muy cobardes, dejando delante el paso libre.
Parecía que no acababan nunca las escaleras de aquella almena. Cuando descendimos por fin, el mismísimo visir, escoltado por sus mejores guerreros,  nos aguardaba alfanje en mano . Al verlo se apoderó de mí el odio, el pérfido traidor reía confiado tras sus soldados. Me abalancé sobre ellos raudo, tanto que ni vieron como mi acero rebanaba el cuello de los tres primeros. Cinco más besaron el suelo antes de que alcanzase al visir. El sarraceno, aunque bien es cierto que era malvado, no pecaba de cobarde y siempre había hecho alarde de su pericia con la espada. En buena lid nos batimos durante más de una hora antes de poder propinarle la estocada que le seccionó en dos el corazón.
Sin más contratiempos, marché junto a la bella cautiva. Embarquemos rumbo a Constantinopla y una semana después entregué su hija al califa que, agradecido, me dijo tomase de sus riquezas todo aquello que quisiera.
- Me conformaría con poder ver el rostro de la dama. – Le dije y su actitud cambió como de la noche al día.
- ¡Perro cristiano! – Me gritó. – Debería castigar tamaña osadía clavando tu cabeza en la punta de una pica.
- Se conformó el califa con propinarme una brutal paliza, que yo acepté a modo de penitencia por haberme atrevido a pedir algo semejante. Mientras los lacayos me golpeaban con varas y palos, pude ver como de los ojos de la princesa manaba una lágrima. Se deslizó por sus mejilla bajo el velo. Ese fue el mayor pago que podía esperar, no fui indiferente a los sentimientos de la hija del sultán. A rastras me sacaron de palacio y me abandonaron en una sucia calle rodeado de basura. Esa fue mi recompensa.
Una carcajada lo devolvió a la realidad. El herrero cesó en sus risas para escupir las palabras a la cara del narrador. Aun estando este último encima de una mesa, el artesano del hierro casi era igual de alto que el viajero.
- ¡Embustero! No te creo ni una sola palabra.
- ¿Osas llamarme mentiroso, patán? – Lo amenazó apuntándole con su oxidado puñal.
- Aparta ese pincho de mi cara si no quieres que te lo meta por la retaguardia. Hablas de ti como si de un fornido guerrero se tratara, pero yo no veo otra cosa que a un alfeñique. Enfréntate a mí, no te resultará difícil doblegarme si has podido con ejércitos y gigantes.
- No mancharé mi espada con tu sangre. Un caballero no se bate con plebeyos. –
El herrero se arrancó de nuevo en carcajadas. – Menudo caballero mugriento y harapiento. Vos ni siquiera sois un soldado, vos solo sois un patético charlatán.
- Capitaneé una galera en Lepanto a las órdenes de Juan de Austria. Hice cautivas cinco naves enemigas. Con mis propias manos quité la vida a Alí Bajá, comandante de la armada turca. Que mi aspecto no te engañe, aun habiendo caído en desgracia, soy un hidalgo temible. No tientes a la suerte, acaba tu vino y no busques reyertas de las que no saldrás airoso.
- ¡Mentiroso!
- ¡Osa repetirlo!
- ¡Mentiroso!
- ¡Vas a probar mi acero!
- No serias capaz ni de cortar manteca con ese cuchillo. No te pondré en ridículo, tampoco deberás mancharte con mi sangre. – Nuevamente carcajadas, en esta ocasión el resto de parroquianos se le unieron. El caballero bajó de la mesa y se plantó altivo frente al herrero. El otro tipo le sacaba casi medio cuerpo de altura.
– Arreglaremos esta afrenta de manera que nos satisfaga a todos. Nada de dagas ni… - Miró el viejo puñal y contuvo la risa. - …espadas.
- ¿Qué propones villano?
- Un pulso.
- Que así sea.
Se sentaron uno frente al otro, apoyando los codos en la mesa tras remangarse la camisa. El "caballero" le ofreció la palma de su mano.
- No tanta prisa. Hagamos esto un poco más interesante, añadamos condimentos que le den un mayor aliciente. – Todos los presentes, salvo el foráneo, entendieron a lo que se refería el herrero. Trajo el posadero dos tablas traspasadas ambas por clavos y las puso en el lugar donde calcularon que acabaría la mano del derrotado.
- Veamos ahora si eres tan valiente, fanfarrón del demonio. ¿Preparado?
No pareció dejarse intimidar el caballero. Agarró con fuerza la mano del herrero.
- A la que cuente tres. – Dijo el posadero, que se reservó el papel de juez.
- Uno… - Confiado en su victoria, aún se permitió el herrero dar un trago de su jarro de vino, soltando tras la ingesta un sonoro eructo.
- Dos… - No le incomodó aquel gesto de desprecio al caballero, se mantenía atento a la cuenta del posadero. Los ojos fijos en los de su enemigo. Bajo la mesa, presionó el talón de su bota y en un forzado gesto lo hizo girar. De la punta emergió una afilada y puntiaguda cuchilla de tres dedos de longitud.
- Tre… La sincronización fue perfecta. La cuchilla se clavó en la espinilla del grandullón justo al desvanecerse el sonido de la ese final del tercer número. En ese momento que el dolor de la punzada lo doblegaba, empotró el hidalgo la mano de su adversario en los clavos que reposaban con las puntas hacia arriba sobre la mesa. Allí quedó sentado el herrero gimiendo, incapaz de desclavar su mano. Asombrados, los parroquianos no podían dar crédito a lo que acababan de presenciar.
Antes de que comenzara el pulso se hicieron algunas apuestas. Solo uno lo hizo a favor del presunto charlatán. Mientras recogía los beneficios lo miró y le sonrió. Ese rostro anguloso de ojos negros y malvados, abundante pelo y barba afilada, fue lo último que vio el caballero antes de salir de allí a toda prisa.
Debía escapar antes de que descubrieran su treta. Corrió todo lo que le permitieron las fuerzas hasta que, perdido el fuelle, se detuvo. Estaba lejos de la villa, agachó el cuerpo, las manos sobre las rodillas y estas flexionadas. Arqueada la espalda y la boca muy abierta intentando recuperar el aliento. Un repentino ataque de tos hizo que le fuese imposible seguir huyendo. No pudo parar en varios minutos, la sangre se mezclaba con la saliva. Miró a sus espaldas, parece que nadie lo perseguía. Al cesar la tos, comprobó no haber dejado atrás ninguna de sus pertenencias. A decir verdad, todo lo que tenía lo llevaba consigo sobre la piel a modo de harapos y, colgado en el hombro, un zurrón donde guardaba su más preciado tesoro.
Miró al cielo, empezaba a oscurecer y el frío de la noche se le metió en los huesos. Debía de buscar un refugio lo antes posible.



Tinta roja.

En su huida de la villa se adentró en el monte lejos de posibles represalias. Noche cerrada, apenas podía distinguir nada a más de unos pocos pasos. Así, entre tinieblas, prácticamente a ciegas, se perdió en divagaciones. Esta vez no salió del todo mal parado, en otras ocasiones sus historias se vieron premiadas con “aplausos” sobre la espalda. Otros fanfarrones como aquel herrero molieron sus huesos a palos y, ya saciados sus arrebatos violentos, lo arrojaban de las posadas con el cuerpo tan maltrecho como el orgullo. ¿Qué mal les hacía? Solo eran cuentos con los que distraía por unos instantes las monótonas vidas de aquellas gentes y, con los que a veces, pocas, conseguía de un alma caritativa un plato caliente. Rugieron sus tripas, no recordaba la última vez que se había llevado algo al estómago. Quizás llevaba demasiado tiempo relatando las mismas historias, tanto que acabó por creerse sus propias mentiras. Bien era cierto que en todas ellas se escondía, muy, muy oculta entre penumbras, alguna verdad.
Cierto que había estado en Lepanto durante la contienda naval contra los turcos, y más cierto aún, que no fue comandando ninguna nave de guerra si no como galeote. Encadenado a un remo tres años a dieta de latigazos. Su crimen, igual que en el presente, su enorme bocaza. Lanzar proclamas contra el rey en plena plaza pública fue una buena manera de embarcarse y conocer mundo.
Tras la victoria de las fuerzas aliadas cristianas indultaron a los reos. Así fue como se libró del infierno de los remos, pero se trajo como recuerdo la tuberculosis que le perforaba los pulmones. Un nuevo ataque de tos lo obligó a detenerse. El terrible frío acentuó la enfermedad. Se palpó la frente, tenía fiebre.
Tiritaba, no podía contener los temblores y cuando sentía que lo abandonaban las fuerzas distinguió lo que parecía una pequeña edificación. Una cabaña de pastores, dos veces le sonrió la suerte en una misma noche. Menudo derroche indulgente el de maese Dios. Había debido de pillarlo de buenas y es que el falso caballero bien sabía, a esas alturas de su vida, que el Todo Poderoso no lo tenía en ninguna estima.
Pasó junto a un cercado, ninguna oveja, ningún pastor y lo que es mejor…ningún perro. El interior estaba tan oscuro como la esperanza de encontrar algo con lo que improvisar una tea con la que alumbrar la choza. Tropezó y lanzó un agudo quejido. Se lastimó el tobillo y perdió el equilibrio golpeándose la cabeza con el canto de una esquina. Maldijo a viva voz los clavos de Cristo y allí quedó sentado sobre el suelo de tierra. Palpando descubrió que su agresor había sido una mesa y allí dejó el zurrón. Buscó a gatas un lugar donde acurrucarse y esperar el día. Otro ataque de tosferina lo dejó tan exhausto, que más que dormirse prácticamente perdió el conocimiento.
Lo despertó el crepitar del fuego consumiendo la leña y el calor de la chimenea lo reconfortó por unos instantes. Cuando cesó el sopor cayó en la cuenta de lo que aquello significaba. No estaba solo. Se incorporó de medio cuerpo quedando sus piernas extendidas en el suelo y su espalda apoyada en la pared de adobe. A la luz de un enorme cirio como el que los ricos encendían a sus difuntos en la iglesia, descubrió a aquel que lo acompañaba. Lo reconoció fácilmente, difícil era olvidarlo. Se trataba del individuo de la taberna, aquel que apostó por él. De ojos negros como el pecado, rostro afilado al igual que su fina barba, pelo y cejas muy pobladas y tan oscuras como su mirada. No acabaron ahí los sobresaltos, tenía algo en las manos. El falso caballero se irguió de un salto presto a amenazarlo.

- ¿Sois acaso un ladrón? Lo que tenéis en las manos no os pertenece. ¡Soltadlo de inmediato!
- Tranquilizaos mi buen amigo. Solo soy un viajero, que al igual que vos, busca un techo donde resguardarse del frío de la noche. Encendí un fuego pero el sueño parece no sale a mi encuentro. Por aquello de la curiosidad miré en el zurrón y encontré estos papeles. Me pareció que leerlos sería un buen medio de entretenerme y, de no ser así, de invocar a Morfeo.
- Vos no tiene derecho a husmear entre mis cosas.
- Escuché su historia en la taberna y debo confesar que al igual que aquel animal del delantal de herrero me quedé perplejo.
- ¡También usía me llama mentiroso! – El hombre misterioso no se inmutó, dejó las cuartillas con cuidado sobre la mesa, apoyó los codos en ella y entrelazó los dedos de ambas manos. La barbilla reposando en ellas. Miró fijamente a su interlocutor.
- He visto fuego en tus ojos, orgullo en tus palabras. Algo así no fluye de quién miente. Es por ello que no pude reprimirme cuando descubrí este manuscrito. – Cogió de nuevo el mazacote de cuartillas. – Los villanos son analfabetos, incapaces de leer una sola letra y mucho menos de escribirlas. – El extraño no era de fiar, todo en él ponía en sobre aviso al pretendido caballero, pero aquel tono suave de sus palabras…
- ¿Quién sois, porqué me regaláis el oído apelando a mi vanidad? ¿Debo ser yo ahora quien os llame embustero?
- Solo soy un humilde comerciante. Podéis verificarlo, ahí fuera pace mi caballo junto al carromato donde transporto mis mercancías. – El caballero se relajó al comprobar que no mentía. Debió ser el efecto que causaba la luz de la vela sobre el rostro del mercader lo que le intimidó, lo que hacía que pareciese perverso. – He leído largo rato, a tus relatos les falta algo… - Miró por la pequeña estancia como si pudiera encontrar en algún rincón de ella las palabras que necesitaba. – Algo que no es un final, todas ellas están inacabadas, pero no sé exactamente lo que es. Bueno, quizás sea yo el incapaz de entenderlas, pero lo que si es cierto es que deberías de concluirlas.
- ¿Me habéis ojeado bien? ¿O aparte de entendederas también carecéis de buena vista? No tengo donde caerme muerto. ¿De dónde iba a sacar para pagar papel y tinta?
- No os ofendáis, receláis demasiado.
- Creedme, tengo motivos para no confiar en nadie.
- De todos modos no puedo evitar el intentar aprovechar la ocasión. Soy comerciante y creo que ambos podemos beneficiarnos de un trato.
- Mala vista y peor oído, os lo repito. Nada tengo con lo que comerciar.
- Por algún motivo se han cruzado nuestros caminos. ¿No cree en el destino? Esta tarde gané unos buenos reales gracias a que creí en vos. Puede que como dice no tenga buena vista, pero sí un excelente ojo para hacer negocios. Debe de acabar sus historias y descubrir qué es lo que les falta.
- Me matará el hambre antes de que las acabe.
El mercader no pudo reprimir una carcajada. Sin que el caballero pudiera reparar de dónde los había sacado, puso sobre la mesa un trozo de pan, un gran pedazo de tocino y un afilado cuchillo.
- Siento no poder ofrecerle más con lo que silenciar sus tripas, me sentiré honrado si lo acepta en justo trueque por lo que me hizo ganar.
El hambriento caballero tomó asiento y empezó a cortar y devorar el tocino alternando los bocados entre pan y cochino.
- Calma buen hombre, va a atragantarse. – No le hizo caso, continuó engullendo sin apenas masticar.
- Tengo algo más que quizás le interese. – El famélico vagabundo supuso que estaba demasiado distraído con la pitanza y que fue por ese motivo que nuevamente no reparó de dónde había sacado el mercader aquellos objetos. Dejó de comer y sus ojos se clavaron en el artículo que esgrimía el buhonero. La mortecina luz de la vela lo alumbraba lo suficiente como para que al caballero le pareciese increíblemente bella. Era una larga pluma de un color rojo como el fuego preparada para la escritura.
- Es hermosa. ¿Verdad? – El caballero asintió moviendo la cabeza de arriba abajo, la boca medio abierta y expresión bobalicona. – Tan fantástica como el animal al que pertenecía. – La voz del comerciante se convirtió en un susurro. – Un ave mágica. – Continuó. –Solo hay una como ella en el mundo, un solo ejemplar y yo lo tuve en mis manos. Es una pluma del mítico Fénix. – Se la ofreció para que la tocase, el caballero sintió un escalofrío cuando le acarició la palma de la mano.
- Sois un embaucador, ese pájaro no existe.
- Entonces habéis oído hablar de él.
- El ave inmortal capaz de renacer de sus cenizas. Solo es una leyenda.
- ¿Y Cómo explicáis entonces el tener una de sus plumas en la mano?
- Es excepcional, lo admito, pero solo es una pluma.
- Comprendo vuestro recelo, es difícil de creer, pero puedo demostrar que no miento. – Sacó un tintero y lo despojó de la tapa de cuero que cubría la boca. – De poco sirve una pluma sin tinta donde ungirla. Prueba a escribir con esta. – Hundió la pluma en el tintero y se la ofreció al caballero, este plasmó unas palabras en una de sus cuartillas ya usadas.
- ¡Es roja, se asemeja a la sangre! ¡Nadie utiliza semejante color en sus escritos!
- ¿Importa el color? Pensé que lo importante eran las palabras. Pero no te equivocas, se asemeja a la sangre porque eso es lo que és. – El caballero, horrorizado, dio un manotazo al recipiente derramando su contenido. – Es la sangre del Fénix, tan indestructible como todo él. – El buhonero cogió el tintero y lo volcó hacia el suelo. La sangre caía incesante, el caballero estaba atónito, del pequeño botecito no dejaba de manar liquido rojo. Finalmente lo dejó de pie de nuevo sobre la mesa.
- No se coagula, no se acaba nunca. ¿Quieres más pruebas de que no miento?
- ¡Si no es un truco, es brujería!
- Solo los necios rechazan aquello que no entienden. Con esta tinta y la pluma no solo acabarás tus historias, también podrás crear muchas otras. – Tenía los ojos muy abiertos, no podía apartar la mirada de aquellos objetos tan fascinantes cómo perturbadores. El buhonero sabía que realmente los deseaba más de lo que los temía.
- No puedo pagarlos, ya lo sabe. – Dijo tras un largo silencio.
- Acabe sus historias, cuando lo hagas vendré a recogerlas y tendré mi pago. Un último regalo. – Tampoco esta vez el caballero fue capaz de ver de dónde sacaba el montón de hojas en blanco. – No tienen nada de especial. – Le aclaró. – Son cuartillas de buena calidad pero nada más. – Miró por el pequeño tragaluz de la choza y vio que amanecía. – Ahora debo marchar, recuerde que hemos hecho un trato.



Mundos aparte.

No lo acompañó a la salida ni lo vio alejarse, permaneció sentado largo rato con la extraña pluma en las manos. En un principio, engañado por su frágil apariencia, la manejó con sumo cuidado, para poco a poco ir comprobando cuán equivocado estaba en esa apreciación. El tacto era suave y su consistencia flexible pero por más que lo intentó no fue capaz de arrancar ninguna de las barbas. Finalmente la arrojó contra la mesa, se clavó en ella como una daga. Al arrancarla de la madera pudo darse cuenta de que la punta no se había deformado en lo más mínimo. Tal como le había asegurado el buhonero, parecía indestructible.
La mojó en la roja tinta, no goteaba, se deslizaba por las cuartillas con suma facilidad. Improvisó algunas pocas palabras incoherentes a modo de prueba. El papel absorbía la tinta de inmediato, no quedaban borrones ni necesitaba de ningún secante. Se acostumbró rápidamente al color, las letras parecían brillar sobre el blanco de las hojas. Todo aquello era fascinante, pero más acuciante era la sed que empezó a sentir. El tocino lo había revitalizado, se sentía con fuerzas renovadas, pero también le dejó la boca seca. Seguro en el exterior había de haber algún abrevadero donde las ovejas saciaran la sed.
El cielo estaba totalmente despejado, la mañana helada. Hacía un frío de mil demonios, le costó decidirse a salir y abandonar el calor de la estancia. Encontró un pilón, apartó el limo de la superficie y utilizó ambas manos a modo de cuenco. Parecieron quemarse al introducirlas en el agua casi congelada. No bebió de ellas sin antes comprobar que no hubiera ninguna sanguijuela. Saciada la sed regresó corriendo a la pequeña cabaña en busca de la agradable temperatura que proporcionaba el fuego de la chimenea.
La choza no tenía ventanas, la luz solo entraba por un pequeño respiradero y por las rendijas de la destartalada puerta de madera de la entrada. Más se colaba el frío por estos lugares que la luz. Comenzó a escribir, alumbrado por el enorme cirio y el fuego del hogar. Eran historias inconexas sobre brujas, dragones, princesas… Se veía en el centro de todas ellas como el héroe justiciero, que lo mismo hería con su acero a malvados y monstruos, que marcaba a hierro el corazón de damas y doncellas. Solo cesaba de escribir de vez en cuando para añadir más leña a la chimenea. Debieron de haber pasado muchas horas, había oscurecido. Sintió como las tripas le exigían un nuevo tributo y que tenía la garganta seca. De las viandas que le dejó el buhonero solo quedaba un coscurro de pan que comió despacio, esperando poder de esa manera engañar al estómago. Se le nubló la vista, la había forzado durante demasiado tiempo al escribir con tan poca luz. Se frotó con fuerza los párpados con los puños. Una vez más clara la visión repasó lo escrito.
Maldijo, bien sabía a lo que se refería el buhonero cuando dijo que a sus escritos les faltaba algo. Leyó y releyó llegando siempre a la misma conclusión, había llenado todas las cuartillas que le regaló el comerciante con tonterías vacías de contenido, sin alma. Eso es de lo que carecían sus historias. ¡Sus personajes eran planos, no tenían vida!
¿Pretendía engañarse a sí mismo? Él no era escritor, y mucho menos un poeta, tampoco un caballero. Él solo era un bastardo, el “sobrino” del párroco de una villa no demasiado grande. El prelado los acogió a él y a su madre. En las dependencias junto a la iglesia creció sirviendo de monaguillo y allí es donde aprendió, de mano de su “tío”, a leer y escribir. Nunca le interesó el latín ni las sagradas escrituras, prefería hacer gamberradas y torturar pequeños animales. Su madre apenas hizo nada por criarlo, aparte de amamantarle en sus primeros meses. Tampoco recibió de maese Osvaldo, que así se llamaba el prelado, otra cosa que palos. Su condición de “sobrino” solo le trajo el desprecio de los otros niños y del resto de los vecinos de la villa. Así es como creció, solo y sin cariño, hasta que un día encontró escondido entre otros muchos tomos de su tío, un libro prohibido. “Las mil y una noches”, una espléndida edición con bellos grabados. Muchas menos vigilias que las del título pasó leyendo a escondidas. Cada una de aquellas historias lo trasladaba a tierras lejanas y mundos de ensueño en los que buscar refugio de su miserable existencia.
Bajo el ala protectora del cura nunca le faltó que llevarse a la boca, eso bien era cierto pero, siendo aun un mozalbete, decidió que estaba cansado de todo aquello. Solo las historias de Sherezade lo reconfortaban, junto con el vino de la misa que robaba de las bodegas de la iglesia. Aquel libro fue lo único que se llevó consigo, cuya desaparición tenía por seguro que su “tío” no denunciaría por ser un tomo prohibido. Nunca había trabajado ni sabía buscarse la vida, no tardó en mal vender su preciado tesoro por unos reales. Han pasado muchas cosas desde entonces, ahora era prácticamente un anciano de 45 años, sin objetivos ni ilusiones, al que no le quedaba demasiado para llegar al final del camino. Al pensar en ello se dio cuenta de que en toda aquella jornada no lo había atormentado ninguno de sus ataques de tos.
-¡Se acabó!- Pensó. – Soy lo que soy, un farsante. Ya va siendo hora de que deje de mentirme. No soy escritor, mucho menos un aventurero, no soy más que una estafa. De poco sirven estos objetos mágicos si carezco de talento. ¡Al infierno con mis estúpidos sueños! – En un arrebato arrojó todo lo escrito al fuego de la chimenea. Las hojas ardieron rápidamente. Quedó hipnotizado por las llamas, en sus manos el tintero y la pluma. Estuvo a punto de lanzarlos también pero lo pensó mejor. Quizás conseguiría unas monedas por la pluma, la tinta era más seguro mantenerla oculta por el momento. Algo como aquello podía acarrearle serios problemas con la inquisición.


Apareció entre la neblina e inmediatamente sus pezuñas se hundieron en el fango debido a su inmenso peso. Miró a su alrededor, era noche cerrada. La escasez de luz no era un problema para ella, ella lo veía todo con o sin ayuda de los rayos del sol. Se encontraba en una ciénaga acosada por enjambres de mosquitos. Aquellos insignificantes insectos no le suponían ninguna molestia, su cuerpo era de piedra y si alguna de aquellas advenedizas aladas intentaba picarle se llevaria una dolorosa decepción. No sabía dónde se encontraba, tampoco el cómo había llegado. Ninguna de esas incógnitas la distraían de su único cometido. Estaba famélica, necesitaba alimento.
A lo lejos divisó una tenue luz que se desplazaba despacio entre los troncos secos de los escasos árboles. Ahora que los había descubierto podía verlos con claridad, se trataba de dos cachorros de humano, un macho y una hembra. El niño portaba un candil de aceite en la mano que apenas alumbraba, seguro conocían bien el terreno o no se adentrarían en aquel lugar plagado de arenas movedizas. Los siguió desde una distancia suficiente cómo para que fuese imposible que, pese a su enorme tamaño, pudieran descubrirla entre las tinieblas de la noche.
Alzó sus puntiagudas orejas para escuchar lo que decían. Discutían, el macho cogió algo de entre el lodo y la hembra exigió que se lo diera. En sus manos un sapo.
Se acercó de forma furtiva como un lobo que espera de la mejor ocasión para atacar. Pensó que poco podía sacar de unos humanos tan pequeños pero eran lo que tenía a mano y esperó pacientemente para ver que es lo que pasaba a continuación.
- Es feo y verde, de piel verrugosa, tu mamá te miente. ¿Qué puede tener de príncipe semejante cosa? ¿Un príncipe? ¿De qué estaba hablando aquel mocoso? Continuó expectante, ambos niños discutían. El macho cedió el batracio a la hembra que lo besó en la boca envenenándose en el acto. Sus labios se hincharon al igual que los morros que adquirieron un tono morado. La vió arrojar el sapo al suelo y cómo el niño lo aplastaba con el pie descalzo. Se sorprendió del odio que emanaba de un cuerpo tan pequeño. Absorbió toda la decepción, todo el rencor de la niña y se sintió mejor.
No era suficiente, necesitaba mucho más. Vio como el chiquillo corrió asustado alejándose de su compañera portando consigo la lámpara, abandonandola en mitad de la ciénaga. La niña lo llamó a gritos, al ver que no regresaba lo maldijo y allí quedó sola y a oscuras.
-¡Nunca más creeré en cuentos de hadas! – Gritaba. - ¡El mundo es un asco, ya no creeré en nada! Padecerán mi venganza todos aquellos que engañan, los que regalan alegremente a la gente esperanzas para, al despertar del sopor, arrebatárselas de forma cruel. – La espía sonrió complacida, aunque a los ojos de una persona el distinguir en aquella mueca alegría era totalmente imposible. Allí, descalza, de cuclillas en el barro, se encontraba su cena.
- ¿Por qué lloras pequeña? Apenas has comenzado tu camino y ya reniegas de la esperanza. – La voz sonó muy alta y clara, utilizó su tono más dulce pero eso no evitó que la niña se sobresaltara.
- ¿Quién eres? ¡No te veo! ¿Por qué te escondes? – Balbuceo la pequeña. Entonces vio iluminarse dos puntos entre los juncos y los árboles muertos. Distinguió una gran silueta negra.
- Quizás sea una de esas hadas que estabais buscando. ¿De qué se asustó tu amigo?
- Tú no eres un hada, ellas son pequeñas y tienen alas.
- También yo las tengo. – La niña pudo ver como del lomo de aquella silueta se desplegaban unas alas inmensas.
- ¡Las hadas no existen! – Comenzó a llorar. – Quiero regresar a casa.
- ¿Si no soy un hada entonces qué es lo que soy? – Insistió con aquella voz suave y dulce.
- No lo sé, no puedo verte.
La extraña se acercó, el brillo de sus ojos iluminó el lugar lo suficiente como para que la pequeña pudiese verla nítidamente. Soltó un grito de horror, ante ella se encontraba un monstruo de piedra del tamaño de tres osos. Sus alas se asemejaban a las de los murciélagos pero también eran de roca, igual que los enormes dientes que parecían estalagmitas y estalactitas en la cueva que era su boca. Quiso correr pero se hundió en la ciénaga hasta las rodillas quedando inmovilizada. Llamó a gritos a su madre sin pensar realmente que eso sirviera de algo.
- ¿Por qué berreas mocosa? ¿Tanto te horrorizo? ¿Qué miedo puedo darte si has dicho que no existo? La gárgola dejó de intentar parecer amable.
- ¡No eres un hada, eres un demonio! ¡No me comas te lo suplico!
- ¿Comerte? ¿Por qué tendría que hacer eso?
- ¡Porque es lo que hacen los monstruos con los niños!
La cosa de piedra se río a carcajadas. – También en eso tu mamá te engaña. ¿Has visto alguna vez un hada para poder reconocer su aspecto?
La niña se tapaba los ojos en un infantil intento de hacer desaparecer de aquella forma al monstruo de piedra. - ¡Mírame boba! – Obedeció, sus ojillos verdes se encontraron con los del monstruo. – Permite que te demuestre que no soy lo que piensas. Ahora quiero que dejes de lloriquear y me digas que es lo que hacen las hadas.
- Con…conceden deseos. – Balbuceó la pequeña.
- ¡Exacto, muy bien mocosa! Eso es lo que yo hago, he escuchado tus lamentos y sé lo que quieres. Yo puedo hacer que tus anhelos se hagan realidad.
La niña seguía llorando lo que hizo que la criatura se enfureciera. Sus ojos se iluminaron y una especie de rayo socarró la vegetación a su alrededor. Obviamente aquella reacción no calmó a la pequeña que empezó a gritar nuevamente llamando a su madre.
- ¡Maldita sea, calla, calla, calla! Por cómo reaccionaste hace un rato pensé que eras una chiquilla valiente, pero ya veo que me he equivocado. Seguro que tu amigo sabe apreciar mejor que tú lo que vine a ofrecerte. - Le dio la espalda y fingió un amago de salir volando en busca del muchacho.
- ¡Ese es un idiota! – Justo la reacción que el ser de piedra esperaba.
- Lo sé, solo bromeaba. Ahora hablemos de tus deseos. ¿Deseas justicia o prefieres venganza? En realidad las más de las veces ambas son la misma cosa. ¿No creés? Venganza contra todos aquellos que te han engañado, los que te defraudaron con sus falsedades. El mundo es un asco, decías, y es cierto pues te niega incluso una comida al día y ropas que no sean harapos. Te lo mereces, te mereces un reino pero no necesitas de ningún príncipe. Los hombres son todos unos cobardes, ya lo has visto. Tú amigo te ha abandonado en mitad de la noche, te dejó sola y rodeada de barro al llevarse la luz consigo el maldito. – El monstruo pudo ver en el interior de la mente de la niña su corta vida. – Vengarte de los que son como tu padre que os abandonó a madre y a ti. Ya lo ves, unos cobardes todos. También ellas, también mamá te ha engañado. Nadie escapa, todos culpables.
- ¡Los odio, los odio a todos! – En los ojos de la niña un malévolo brillo. El monstruo sonrió satisfecho.
- Haremos justicia.
- Solo soy una niña pequeña, nada puedo contra ellos. – Comenzó de nuevo en sus balbuceos.
- ¡Estás haciendo que pierda la paciencia, deja de llorar de una maldita vez!
- Me das miedo. – Gimió desconsolada. – Quiero ir con mi mamá.
- Tienes razón, solo eres una mocosa, pero eso puede arreglarse. Puedo hacer que seas capaz de enfrentarte al mundo sin sentir miedo pero para ello…
- ¿Puedes? ¿Cómo puedes? - Un brillo de entusiasmo en los ojos verdes de la chiquilla, pudo ver la gárgola su triunfo en ellos.
- Debes cederme tu infancia, renunciar a ella. Entonces…entonces serás lo suficientemente fuerte. ¿Cuál es tu nombre mocosa?
- Cecilia.
- ¿Y bien Cecilia, eres valiente?
- ¿Qué debo hacer?
- Solo has de pedírmelo.
- ¡Soy valiente!
Los ojos de la pequeña dejaron de ser verdes y se oscurecieron adquiriendo el iris un negro tan intenso como las pupilas. El ser de piedra absorbió su infancia y su cuerpo se calentó tanto que parecía lava candente. Ahora Cecilia era una joven hermosa, sus harapos apenas cubrían su cuerpo. Su mirada era perversa, había perdido toda la inocencia..
- Ahora sé lo que realmente eres. – En su voz ninguna señal de miedo.
- ¿Y qué es lo que soy? Ni yo misma lo sé.
- ¿Tampoco tienes nombre? ¿Cómo he de llamarte?
- Aceptaré como pago a mi ayuda el que me des uno. – Su cuerpo se fue enfriando poco a poco y en ese momento era de un color rosado.
- Eres una gárgola. – Le aclaró la joven de pelo laceo y negro. – Te llamaré Magenta.
- Es un nombre tan bueno como cualquier otro. Ahora debo marcharme, aún sigo teniendo hambre. – La gárgola desplegó sus alas, demasiada envergadura, no podía alzar el vuelo si no encontraba un lugar elevado al que trepar.
-¡Mierda! – Exclamó mientras se alejaba caminando.
Cecilia miró el cielo, amanecía.



Héroes de madera.

Tan despejado estaba de nubes el cielo como de monedas sus bolsillos y el frío un cuchillo que le rasgaba las carnes. Debía de abandonar el monte, bajar hacia la costa en busca de un clima más cálido, más benigno con sus horadados pulmones. Aquello no era la meseta donde pacían por doquier las ovejas y la todo poderosa Mesta disponía casi a su antojo de la tierra para el pasto del ganado. Aunque era un corral lo que había dejado atrás no se topó en su vagar con pastor alguno, si con árboles frutales cuyos frutos le aliviaron de forma liviana el hambre a cambio de provocarle retortijones de vientre. Poco albergaban sus intestinos, aparte de aires. Pasó buena parte del camino con los calzones por los tobillos ofreciendo el trasero al terrible y helada madrugada.
Maldijo su suerte, eran preferibles pastores a agricultores. En su soledad de vigilantes, no escuchando más que el balar de las ovejas, solían agradecer su compañía y premiar sus historias con algún trozo de queso o un sorbo de leche recién ordeñada. Nada querían saber de él los labriegos que lo tachaban de mendigo y pedigüeño, de ladrón roba peras, portador de miserias y otras lindezas mientras lo corrían de sus haciendas a pedradas.
Alzó la cabeza al cielo mientras intentaba de nuevo desterrar del cuerpo los vientos sin conseguir tampoco esta vez plantar en el suelo ningún pino.
- ¡Te maldigo! Aseguran tus ministros que eres justo, pero le diste al conde el monte, al marqués los valles, los bosques al duque y los hombres al rey. Nos condenaste a nosotros y no a ellos al peso del trabajo. ¿Acaso no descendemos todos de la misma madre? ¿Porque solo nosotros pagamos por el pecado de Adán y Eva? Nos privas de la tierra y nos mandas a la guerra en tu nombre. También el turco tiene a su Dios, los hebreos al suyo. Resolved vuestras disputas entre vosotros y dejadme en paz. Que luchen tus capellanes armados con hostias y cruces, iluminados por tu gracia serán invencibles. No así nosotros, pecadores en la derrota, instrumentos en tus manos en la victoria. Corta mis hilos, dame la libertad para obrar en conciencia según me trate el mundo. ¡No soy tu marioneta! – Se limpió con una piedra, le vino a la memoria el horror de la batalla. Encadenado junto a otros muchos desgraciados a un remo. seguía el compás del monótono tambor y como melodía el chasquido del látigo estrellándose sobre sus espaldas.
- ¡Mas brío haraganes! – Sintió la quemazón que producía el cuero rasgándole las carnes. Tres años llevaba en el estómago de aquella nave, cinco hombres distintos lo habían ayudado a mover su remo en ese tiempo. Su delgado cuerpo se había hecho fuerte pero no había fuerza suficiente que permitiera resistir más de cinco años aquel calvario. Aún no lo sabía pero había enfermado, un implacable asesino se gestaba en su pecho. Había visto como la tisis acababa con dos de sus compañeros, de otro se encargó el látigo y de los dos restantes el agotamiento aliado con el hambre. Él resistía aferrándose a sus fantasías, Sherezhade le recitaba historias al oído y reconfortado por las palabras, por el aliento fresco de la dama de los cuentos, conseguía abstraerse del pequeño y despiadado mundo que lo rodeaba.
En aquella ocasión era distinto, el miedo podía respirarse. En cubierta el estrépito de muchos hombres moviéndose de forma frenética. Las botas pisando la madera, el ruido del acero y los aperos de guerra. Todos se preparaban para la batalla pero allí abajo nada era diferente. Tronaron cañones y arcabuces, los oficiales gritaban dando órdenes y no tardaron en llegar los primeros lamentos. Hombres que llamaban a sus madres, hombres adultos lloraban encomendándose a Dios. Abajo, el hedor a heces y sudor era intenso pero más lo era el miedo como para que eso les afectase. También los remeros rezaban, su suerte estaba unida por una gruesa cadena a la del barco. – ¡Ah, la suerte! – Exclamó de forma inconsciente mientras revivía todo aquello. La fortuna nunca había estado de su lado y en aquella ocasión tampoco de el de sus camaradas. El espolón de una nave turca atravesó el costado de babor ensartando y despedazando a media docena de remeros, se abrió una enorme vía de agua que empezó a inundarlo todo enseguida. Los celadores huyeron hacia la cubierta abandonándolos a su suerte. Los desafortunados reos gritaban pidiendo auxilio. La nave volcaba hacía babor y se hundía deprisa anegando a todos los del costado izquierdo. Las cadenas los mantenían sujetos y quedaron suspendidos de ellas. Él no, él se deslizó hacia la zona inundada, su grillete se había partido. Consiguió asomar la cabeza fuera del agua, algunas manos lo atraparon, le imploraron ayuda pero nada podía hacer por ellos. Se libró de forma violenta de la tenaza de los brazos desesperados y llegó a las escaleras que conducían a cubierta. Subió por ellas sin girar la cabeza para no ver los rostros de aquellos otros que se ahogaban, condenados sin remisión a una muerte horrible.
El exterior era un caos, la nave zozobraba pero los hombres luchaban aún sobre ella. Un negro enorme se abalanzó sobre él nada más verlo. Aquél hombre sucio y harapiento que no portaba armas debió parecerle una presa fácil al infame infiel. Tres años acumulando odio y como guinda, asistir impotente a la muerte de todos sus compañeros. ¡Demasiado odio! Esquivó el golpe que pretendió asestarle el moro y lo estranguló con el pedazo de cadena que aun llevaba sujeta a la muñeca. Tras apoderarse del alfanje del sarraceno se lanzó contra el conglomerado de cuerpos. Todos eran sus enemigos, cristianos o infieles. Nada, salvo rencor, debía a ninguna de las facciones. Quiso la casualidad que solo los turcos se cruzaran en su camino, uno lo hirió antes de reunirse con Alá. Un corte profundo en un costado, pero la adrenalina lo volvió invulnerable al dolor. La nave se hundía deprisa y los contendientes cesaron en las hostilidades por unos instantes. Los turcos se afanaron en regresar a su barco pero a los cristianos no les valía otra opción que abordarlos si no querían perecer ahogados. Él fue el primero en poner pie en la cubierta enemiga. Los moros no habían traído consigo arcabuces, confiaron en la rapidez de sus arcos. Una desafortunada elección, los infantes cristianos se alinearon y soltaron una descarga que hizo estragos en las líneas sarracenas. Sus corazas les brindaban una protección aceptable ante las flechas pero el remero atacó a pecho descubierto, otros lo siguieron. Todo acabó de repente, las tinieblas cubrieron como un velo su consciencia.

Héroe de guerra, no pudo reprimirse en el llanto. De haber podido los hubiera mandado a todos con sus respectivos dioses. Al abrir los ojos ya casi había acabado todo. Se encontraba aún en la cubierta de la nave turca, a su alrededor muchas otras se hundían consumidas por las llamas. Marineros y soldados arrojaban los cadáveres por la borda, unas dignas exequias para aquellos que habían dado la vida por Dios y el rey.
Un marinero intentaba taparle las heridas con cataplasmas y vendas. Un tipo con una elegante armadura que calzaba altas y relucientes botas se acercó a ambos.
- Hoy es un gran día para la cristiandad.- Les dijo pero era a él a quien realmente hablaba. – Dios no ha dado la espalda a sus hijos y te ha elegido a ti como instrumento de su justicia. Le ha dado valor a tu corazón y fuerza a tu brazo, tu coraje ha sido la inspiración que ha hecho posible llegase a buen término nuestro abordaje. Te felicito, serás recompensado por ello.
¿Recompensado? Todos los prisioneros que sobrevivieron a la gran batalla naval fueron amnistiados de sus delitos y recuperaron la libertad. Una palmadita en la espalda y una vez de nuevo en puerto a lamerse las heridas y buscarse la vida. La tisis fue lo único que se trajo consigo.
Desde lo alto de aquel cerro admiró las edificaciones que ante sus ojos se alzaban tras una muralla y en lo más lejano el mar. El aire de la costa le estaba haciendo bien, no recordaba cuando sufrió el último ataque de tos. Admiró la magnificencia de la gran ciudad de Cádiz.


Capitanes no tan intrépidos.

Se había hecho una promesa, se acabó el soñar despierto. A partir de ese momento solo pintaría sobre el lienzo de la vida en colores blanco y negro. Nada de fantasías, ganaría el pan con el sudor de la frente hasta troncharse la espalda, aceptando de buena gana y sin rechistar el lugar que Dios había decidido que debía de ocupar. La brisa del mar lo reanimaba cada vez que salía de las bodegas en pos de un nuevo fardo. Era uno más en la larga fila que entraba y salía del barco al igual que hormigas en su hormiguero. Descargaron entre dos un pesado saco de un carromato y lo depositaron en su espalda, hacía rato que perdió la cuenta de los viajes realizados. De vez en cuando dejaba de mirar el suelo y alzando la cabeza podía ver una parte del gran puerto de Cádiz, plagado de naves, unas de guerra, la mayoría mercantes. En las bodegas costaba respirar, no solo por el hedor de la transpiración de los jornaleros, demasiados hombres exhaustos intentando robar un poco de aire. Depositaban la carga y aliviados del peso, en el trayecto de regreso todos llenaban sus pulmones de aire limpio. En el puerto el olor era a sal, a mar.
Cuando el sol estaba en lo más alto y el calor era más asfixiante fue el momento de un descanso para reponer fuerzas. Le sirvieron unas gachas en un cuenco de madera que a falta de cuchara tuvo que comer con las manos. Pasaban de unos a otros un pellejo con agua que, de lo caliente, parecían sopas. No importa, tal era la sed de los peones que no llegó para todos. Una pequeña trifulca acabó en el momento justo en que un capataz apareció con otro pellejo. Prácticamente se lo arrancaron de las manos.
Reanudaron el trabajo y no cesaron de transportar sacos hasta que el sol empezó a ocultarse tras el horizonte. Hora de la paga, 11 Maravedís.
Toda una jornada deslomándose por un plato de gachas y unas monedas de cobre con las que no le alcanzaba ni para una cena decente. Como siempre, al acabar el día tenía las tripas vacías y la única manera de que cesaran los coros de sus protestas era engañar al hambre con vino.
El mesón estaba atestado de jornaleros y marineros. No tardó en olvidar su promesa cuando los efluvios del jerez hicieron efecto. En esta ocasión era de lobo de mar el disfraz, capitán de una galera mercante surcando el Mediterráneo, eludiendo piratas y temporales. Gastó sus últimas monedas en otro jarro de vino para continuar a vivo grito con sus fanfarronadas. Al tiempo que peleaba con su lengua trabada el movimiento del piso le hizo perder el equilibrio. Un empujón lo desplazó sobre un marinero con semblante de no ser amigo de bocazas ebrios que le derramaban el contenido de su jarra en los calzones.
- ¡Maldito hidepu…voy a partirte la cabeza! – Puso el mesonero paz, armado con un garrote invitó al ofendido a retomar asiento y al harapiento a salir de allí.
- Aquí solo son bien recibidos los borrachos si tienen parné. ¿Tú lo tienes?
Rebuscó el falso capitán por los remendados bolsillos de calzón y gabán sin encontrar ningún metal. Entonces abrió el zurrón y le enseño la roja pluma.
- Es una pluma mágnifica. ¿Cuánto vino me darías por ella?
-¿Y para qué quiero yo esa basura?
Sus manos temblorosas tantearon el interior de la pequeña alforja en busca de algo más con lo que comerciar. – También tengo tinta. - En su derecha la pluma, en la izquierda el tintero.
- ¡Largo de aquí piojoso! – Lo desplazó a empujones en dirección a la salida, en dos ocasiones estuvo el vagabundo a punto de besar el suelo.
-¿No te apiadas de un compañero caído en desgracia? He escuchado que también vos fue marinero antes que mesonero. – El posadero se giró hacia el lugar del que provenían aquellas palabras. En el rincón más oscuro de la taberna, sentada en una mesa, una mujer ataviada con ropas de hombre que ocultaba el rostro, no así sus largos y rojos cabellos, bajo un sombrero de ala ancha.
- Si tuviera que sentir pena por todos los mendigos que llegan acabaría también yo pidiendo a las puertas de la iglesia. Además… - Miró con desprecio al borracho. - ¡Este en su vida ha sido marinero y mucho menos capitán! Conozco a los de su ralea, no es más que un charlatán.
-Déjalo tranquilo y sirvenos un jarro. – Miró al pobre desgraciado. – Siéntese a mi lado, espero no le incomode que una mujer le pague una copa. De ser así, comprenderé que considere que ello pueda afectar a su honra.
¿Honra? Él dominaba las palabra pero de aquella desconocía el significado, corrió al lado de la extraña. El tabernero dejó sobre la mesa una jarra y un vaso. Una nueva mirada de desprecio para luego girarse y dirigirse a la mujer.
- No tengo nada en contra de que malgaste sus capitales si estos acaban en mi bolsillo. La aconsejo mantenga las distancias si no desea que su bonito pelo se vea mañana invadido de piojos.
Ahora era el pordiosero el que miraba con detenimiento a la peliroja. Sus ojos eran grandes, de un azul tan claro como las aguas de un arroyo. La nariz respingona y las mejillas repletas de pecas, sus finos labios le obsequiaron una sonrisa.
- ¿Tienes hambre?
- Si…si mi señora. Pero no quisiera ser una molestia, demasiado buena ha sido ya conmigo. Lo último que quisiera es abusar de la gracia y la generosidad de tan gentil dama. Un trago de este vino me hará entrar en calor y la visión de vos basta para reconfortar mi apesadumbrado ánimo. – La mujer se río a carcajadas.
- No me agasajes con zalamerías, no soy ninguna dama y mi generosidad no es tanta. Necesito de vos, eso es todo.
- ¿De mí? ¿Qué puede querer de mí?
- No te lo preguntare otra vez. ¿Tienes hambre?
- Más que un perro sin amo.
La mujer miraba divertida como engullía sin apenas masticar los arenques y el pan que había pedido para él. El vagabundo apartaba con cuidando de no aplastarlos a los insectos que se acercaban demasiado al plato.
- ¿No vas a comerte también a las cucarachas? Tu estómago parece carecer de fondo, el mismísimo Pedro Botero debe morar ahí dentro.
- No mente al diablo señora, el verdadero infierno está en este mundo cuando no puedes aliviar el hambre. – Acabó la pitanza sin dejar apenas ni las raspas.
- Puedo pedir otro plato si las sardinas no han sido suficiente. Llenemos primero ese agujero al que llama estómago antes de hablar de negocios?
- ¿Negocios? – Soltó un eructo, el olor a sardinas fue la causa de la mueca de desagrado en la nariz de la mujer de cabellos de fuego.
- Hazlo otra vez y hago que te tragues las cucarachas como postre.
- ¿Hacer el que? – Se despanzurró recostado en el respaldo de la silla. La mujer empezó a catapultar con el índice a los insectos sobre su invitado que casi se cae de espaldas al intentar despojarse de ellos.
- ¿Por qué hace eso mi señora?
- ¿En qué navíos ha servido? – El charlatán no lo rumió en exceso, se sabía de memoria aquella cantinela.
- Fui oficial en Nuestra Señora de las Angustias y capi… - No lo dejó concluir.
- No importa. – Le arrojó otra cucaracha que se había acercado de forma demasiado intrépida a las sobras del plato. El pordiosero clamó que viniese el posadero a recogerlo temiendo volaran sobre él más insectos.
- Pide ya de paso más vino. – Le ordenó la joven y no se hizo de rogar para obedecer. Les sirvió otra jarra una mujer entrada en años y desaliñada. Mientras se alejaba portando consigo las pocas sobras de la cena el hombre le clavó los ojos en el trasero con el mayor de los descaros  Sintió un fuerte golpe en la cabeza, se llevó las manos al lugar del golpe entre gemidos, maldiciones y protestas. Al volverse en pos de su agresor se topó con la cara sonriente de la joven, lo miraba a través de un catalejo pero lo hacía desde el lado inverso al que debiera. Fue con él con lo que sin ninguna duda lo había golpeado.
- Si sigues con esa actitud te será difícil mantener alejados los problemas y no tengo intención de prestarte mi “chisme”.
- Perdone señora mi falta de entendederas, creo no la ofendo si le pregunto a qué se refiere.
-Na, na, nanana, naaaaa. – Comenzó a canturrear ante la perpleja mirada de su invitado. – Naaaaaaa no te enteras de naaaaaa. El “chisme” de alejar los problemas… - Miró la cara de asombro del pordiosero. - ¡Bah, lo mismo da! Necesito un segundo de a bordo, zarpamos mañana al amanecer y no dispongo de tiempo para encontrar a ningún otro. – Ahora si era el rostro del charlatán todo un poema debido al asombro. Se había informado de la palabrería de los hombres de mar y ello, junto a lo aprendido durante su cautiverio como galeote, le permitían dar el pego a la hora de narrar sus historias. Pero…pero de ahí a comandar una nave de verdad. Nunca se le presentaría una oportunidad como aquella, venció su temor inicial, ya pensaría más adelante cómo salir airoso de semejante lance.
- ¿Hacia dónde parte su nave?
- A las Indias. – ¡Menudo golpe de suerte! – Pensó. – Marchar al nuevo mundo, una nueva vida. Una vez embarcado solo tendría que mantener el engaño hasta encontrarse mar a dentro y entonces ya poco importaba si lo descubrían. No había vuelta atrás, de una forma u otra llegaría a la tierra prometida.
- ¿Qué respondes entonces?
- ¿Sois la mujer del armador?
- Soy la capitana cretino.
- ¿Vos…vos sois el capitán?
- ¿Algo que objetar?
Demasiado bonito para ser cierto, de no estar loca. aquella mujer le estaba tomando el pelo. Poco tenía que perder por seguirle el juego, de perdidos al río. – Pensó. – Siempre podría sacarle algunas monedas y... ¿Quién sabe si algo más agradable?  Desechó el último pensamiento, no se podía caer más bajo, aprovecharse de una enajenada.
- No, nada mi señora. Acepto la oferta pero aún quedan varias horas para el amanecer y no tengo techo que me cobije hasta entonces. – La mujer aplaudió complacida.
- Eso no supone un problema, la pasaremos en la nave y así de paso me ayudaras a buscarla. El puerto no es buen lugar para pasear a la luz de la luna.
- ¿No sabe dónde atraco su propia nave?
- Es mi primer viaje.
- ¡Dios nos asista!
- A todo esto…aún no me dijo su nombre. – El embustero lo soltó sin meditarlo.
- Mi nombre es Simbad. ¿Cómo he de dirigirme a vos?
- Curioso nombre, el mío es Wallizard.
- Tampoco el vuestro es muy corriente. ¿Sois inglesa?
- De la meseta. – Río. – De la misma Cuenca, pero en mi familia gozamos de una gran tradición marinera.
- Que el altísimo nos coja confesados, que a no tardar ha de llamarnos a su lado. – Farfulló el truhan.

Ambos salieron dando tumbos de la posada, tropezaban cuando sus ziz- zagueantes pasos coincidían en un mismo punto. Él reía ebrio de vino y esperanza mientras que ella… nadie sabe qué es lo que alberga la cabeza de ella.

- Si hay que dar a Dios lo que es de Dios.
¿Qué es lo que queda entonces para el Cesar?
Que no me falte nunca en la mesa un plato de lentejas
Ni una botella de vino con la que espantar las penas.

Cantaban a dúo con desafortunada sincronización, perdiendo el compás junto con la vergüenza. Al pasar al lado de la guardia que hacía la ronda por los muelles bajaron levemente la voz y se ordenaron el uno al otro guardar silencio entre ahogadas risas. El borracho hizo una vistosa reverencia al cabo que encabezaba el grupo armado.
- Mis humildes respetos comandante. - Demasiado curvó la espalda, perdió el equilibrio y de no ser porque la peliroja lo sujetó habría caído encima del soldado. La mujer se disculpó en nombre de su acompañante.
– No se lo tenga usía en cuenta, comprenderá el ánimo de mi amigo si le digo partimos mañana hacia tierras lejanas. – El guardia los apartó a ambos de su camino con un fuerte empujón, pasó de largo la tropa.
- ¿Dónde demonios está tu barco? Ardiendo tengo los pinreles de tanto deambular por los muelles. Me pesan los párpados, necesito un catre mullido donde arrojar mis doloridos huesos. Hoy me hicieron doblar el lomo como a un animal, quiero descansar.
- Lo tienes frente a tus ojos.
El vagabundo alzó la vista y parte de la cogorza salió huyendo junto con su ánimo. Era una vieja carabela con el nada inspirador nombre de “La Carcoma”. Podía escuchar claramente el crujir de la madera. Un pequeño barco de unos 25 metros de eslora, tres mástiles sobre una sola cubierta y su característico castillo elevado en la popa. Solo lo alivió el hecho de que no dispusiera de remos, aquello le habría traído unos recuerdos nada gratificantes.
- ¿Está segura mi señora que esta es la nave? A riesgo de parecer desagradable, permita que le diga que este cascarón se partirá en dos en cuanto lo pongamos a barlovento. Mar adentro será nuestro ataúd.
- Este es mi reino. – Al igual que los del borracho sus ojos brillaban pero no era a causa del efecto del vino, en el caso de ella era vivo orgullo. – Este será todo nuestro mundo en los próximos meses.
- Mi señora, el mar es un formidable enemigo, no basta ser valiente para hacerle frente. En cada ola, en cada suspiro del viento se esconde la muerte. La mar te ofrece su mejor cara pero te engaña, en un instante su semblante cambia y el cielo cae sobre las cabezas de los desafortunados marinos. Ella te mece entre sus brazos como haría una madre con su vástago, su aliento es la brisa que infla las velas, un susurro parece pero no es más que el seseo de una serpiente. La mar te canta una nana cuando permanece en calma pero su alma es impredecible y sin previo aviso puede montar en cólera. Entonces las olas, esas que te acunaban apenas hacía unas horas, se convierten en ogros hambrientos de marineros.
Wallizard subió por la pasarela hasta llegar a bordo, en cubierta dormitaba apoyado en la baranda ajeno a su presencia el vigilante. Se lo quedó mirando un instante divertida y luego se dirigió a su flamante nuevo oficial. – Shhhh, no haga ruido, está dormido.
Boquiabierto quedo el truhan, la peliroja no parecía haber prestado atención ni a una sola de sus palabras. También él subió a cubierta, a punto estuvo de caer al agua, la borrachera regresó a su lado y se trajo el estupor de compañero. Wallizard le ordenó con un gesto guardar silencio pero “Simbad” al pasar junto al centinela le propinó una fuerte patada en las nalgas.
- ¡Despierta bellaco! A quien se duerme en una guardia se le premia con cuarenta latigazos y en tu caso…mejor cincuenta. – El hombre despertó sobresaltado sin tener demasiado claro en donde se encontraba, cuando reaccionó desenvaino su espada.
- ¡Ladrones, a mí la guardia! – Una reacción que cabía esperar por el aspecto de pordiosero que tenía aquel que le recriminaba. La peliroja estalló en carcajadas.
- Guarda ese hierro patán, soy la capitán. – Sacó de un bolsillo un papel plegado, lo desdobló y se lo enseñó. – Aquí está el documento que lo acredita. – El centinela no sabía leer pero reconoció enseguida el sello de la comandancia de marina.
- ¿Una mujer capitán? El mundo debe haberse vuelto loco. – Farfulló.
- ¡Un respeto miserable y cuádrese!
- ¿Y quién sois vos para que deba hacerlo? – El charlatán sabía muy bien como hacían valer su autoridad los oficiales de la marina, grabado dejaron el manual de conducta en su espalda por medio de palos y el cuero del látigo. Abofeteó al guardia intentando parecer decidido, el individuo perdió la paciencia y empuñó su espada nuevamente.
- ¡Me amenazas! – El marinero no se amedrentó con las palabras de aquel extraño. En un segundo plano Wallizard no perdía detalle de lo que acontecía. Sonreía divertida.
- ¡Voy a cortarte en lonchas piojoso! – Le fue muy difícil al pícaro mantener la actitud soberbia al ver tan cerca de su nariz la afilada punta de la espada del guardia.
- ¡Ya está bien, envaina cretino! – Grito la capitán. – Muestra más respeto, ese que tienes en frente es el contramaestre. – El hombre quedó más blanco que la cera de las velas de la iglesia, se arrodilló ante el truhan implorando perdón.
- Mi señor. ¿Cómo iba a saber yo..? Su aspecto, su aspecto es…es… Solo cumplo con mi deber, espero sepa comprenderlo.
- ¿Durmiendo durante la guardia, es así como entiende que ha de cumplir sus obligaciones? ¡Levante del suelo y no me llore! Preséntese ante mí al toque de diana. – Que cómodo se sentía en su nuevo papel, disfrutaba del poder que ejercía sobre aquellos que estaban por debajo suyo. Ahora él estaba en lo más alto, era él quien podía tratar con desdén y desprecio a los demás, ahora era él un oficial y no un reo encadenado a un remo. Entendió que aquel desgraciado no se dormiría de nuevo durante la guardia, posiblemente le costaría conciliar el sueño en varios días mientras la incertidumbre de un posible castigo le rondara la cabeza.
- Sígueme Simbad, busquemos donde descansar. Zarparemos mañana nada más despunte el alba. – Fue tras ella hasta que llegaron a una escalera que descendía hasta los sollados. Todo era muy extraño, a parte del vigilante ni un solo tripulante más en cubierta, tampoco en los intestinos de la nave. Aparte de ellos, nadie más.
- ¿Dónde está el resto de la tripulación? – Se atrevió a preguntar finalmente.
- Los traerán mañana. – Le respondió la peliroja.
- ¿Los traerán? No entiendo. ¿Quién los traerá?
- ¿No tenías tanto sueño? Deja de atosigarme con preguntas, descansa. – Wallizard eligió una de las hamacas del camarote de la tripulación y se tumbó en ella. – Mañana… - Bostezo y se quedó dormida. “Simbad” se quedó observándola unos minutos, todo aquello era una locura. Él nada sabia de navegar y algo le decía que aquella mujer que roncaba plácidamente entendía aún menos. Una mujer sola rodeada de hombres comandando un bajel durante una travesía que duraría semanas. El vino debía de haber embotado demasiado su cabeza, no quería pensar más en nada, solo necesitaba descansar. Se subió a una litera cerca de donde reposaba la capitana y se abandonó al sueño.


La nave de los malditos.

Han pasado tres semanas y muchas cosas desde que Wallizard me despertó en los sollados de aquella vetusta embarcación y desee la resaca se me llevase mar a dentro. Me arrojó unas ropas a la cara.
– Ponte esto. En cualquier momento llegara la tripulación y nadie te tomara en serio si te presentas ante ellos ataviado con harapos. Las encontré por ahí tiradas, espero sean de tu talla. – Miro a su escuálido oficial. – Deberías comer más, parece hayas escapado de las mismas filas de la Santa Campaña, asemejas más un espíritu que a hombre vivo. – Me mordí la lengua para no maldecirla. Más quisiera comer al menos al día una vez, quizás a partir de ahora cambien las cosas. Me desperece al tiempo que me rascaba, las chinches se habían cebado con mi cuerpo y parecían haber sacado de él la poca sangre que aún me quedaba. Sentí como si dentro de la cabeza se me hubiera instalado el sicario encargado de marcar el ritmo de los remeros a golpe de tambor. Intente despejarme un poco, ya no estaba preso en galeras, desterré la nada alentadora imagen de mi cautiverio.
No sin desgana me enfunde en aquellas ropas que me encajaron como un guante. Calcé también las botas, increíble, como hechas a medida. Aparecí en cubierta totalmente ataviado de negro que por lo visto era la moda del momento. Me reuní con la capitana en el borde de la pasarela que unía la carabela con el muelle. Ni rastro de la tripulación, tampoco del vigilante. Demasiado debí intimidarle la noche anterior y seguro desertó temeroso de recibir su justo castigo.
- ¿Dónde están los marinos? – Pregunte. Apenas había amanecido y hacia algo de frio. Solo los graznidos de las gaviotas rompían el monótono silencio. La mar estaba en calma, ninguna actividad en el puerto aún. Me podía el sueño y tuve que hacer un gran esfuerzo por no dormirme allí mismo de pie. Aún me daba vuelta la testa, me desmedí con la ingesta de vino la pasada noche. Tanto o más que yo había bebido Wallizard pero no parecía a ella le afectara de la misma manera. Erguida, altiva sobre cubierta, vestida con ceñidas ropas de hombre que marcaban su silueta de joven hembra y sobre la cabeza el enorme sombrero de ala ancha. Sus cabellos de fuego cayendo en cascada sobre hombros y espalda y su rostro, picado de pecas, inmutable, muy serio. Aquella visión acabó por despejarme, no podía dejar de mirarla. Era hermosa, sentí una incómoda lascivia que intente inútilmente expulsar de mi mente. La recorrí con la mirada deleitándome en cada curva de su talle, en sus redondos senos que asomaban tímidamente entre el escote de una blusa casi tan blanca como su piel. Me detuve regocijándome por un instante en la voluptuosidad de sus nalgas para continuar descendiendo por sus largas y esbeltas piernas, ocultas pero no disimuladas bajo un ceñido calzón de cuero negro.
Dejé de examinarla como quien mira una res en el mercado al escuchar el ruido de unos carromatos aproximándose. Pude verlos cuando asomaron tras una esquina y recé mientras se acercaban por estar equivocado en mis suposiciones. La sonrisa de satisfacción que ilumino el semblante de la capitana dejo claro lo acertado de mis temores. Se detuvieron ante la nave, eran tres jaulas con ruedas arrastradas por mulos y escoltadas por una compañía de infantes. En su interior, amontonados, peleaban muchos hombres por hacerse con un poco de espacio.
- Mi señora dígame que no son esos sus marineros.
- ¿Qué tienen de malo?
- Todo lo tienen de malo mi señora. ¿En qué averno ha encontrado a esos demonios? – Los soldados abrieron las cerraduras de los carros celda y los hicieron descender uno a uno. Iban maniatados y unidos los unos a los otros por una gruesa cadena sujeta al tobillo izquierdo con un grillete.
- Ya le dije que no he tenido tiempo apenas para reclutar a la tripulación, esto es todo lo que he encontrado. Creo me estarán agradecidos por sacarlos de las mazmorras del castillo.
No fui capaz de disimular mi estupor. Los delincuentes formaron en fila y sin excepción todos miraban con ojos lujuriosos a la capitana. Me maldije, juguetee de forma inconsciente y nerviosa con los botones del extremo de la manga de mi flamante nuevo atuendo. Que acertado el color negro, sería mi mortaja. Tendría al menos luto si bien no duelo cuando aquellos reos me arrojasen por la borda.
- ¡Tengo orden de entregar estos convictos al capitán de “La Carcoma”! – Grito el oficial al mando dirigiéndose a mí.
-Deje mi señora sea yo quien se ocupe, estos no son menesteres para el comandante de una nave. – Ya que el mal estaba hecho debía encontrar la manera de minimizar las consecuencias de la enfermedad e intentar subieran a bordo los menos de aquellos presidiarios. Los conté y por algún motivo su número me hizo gracia. No sé si era el azar el que se reía de mi, posiblemente en ese momento le di demasiada importancia al hecho de que fuesen cuarenta como los ladrones de Alí Baba.
- Son demasiados. – Me apresure a afirmar.
- ¿Sois vos el capitán de ese barco? – Señalo el soldado a la vieja carabela.
- Soy el segundo oficial al mando, estoy al cargo de la tripulación.
- Pues estos son los que me encargaron escoltar hasta que los dejase en manos del estúpido que decidió reclutarlos.
- Señor, ha debido de haber algún error, demasiado ganado para tan poco corral. Podéis comprobar lo reducido del tamaño de mi barco, cuarenta son demasiados. Solo me hare cargo de la mitad. – El oficial de los infantes refunfuño y lo medito un poco antes de responder. – Muy bien, elegid a los que deseéis.
Pregunte a viva voz quienes de ellos eran o habían sido marineros y tal como esperaba todos asintieron. Era su oportunidad de escapar de los grilletes y de una suerte que con pocas dudas los llevaría al extremo de un remo en una galera, eso si no a colgar de una cuerda. Los inspeccione con detenimiento y fui eligiendo a los que me parecieron menos peligrosos. A los más viejos y enfermos y algún imberbe mozalbete. A medida que los señalaba con el dedo se apresuraban los soldados a liberarlos y conducirlos a bordo del barco. Al pasar al lado de Wallizard sonreían al tiempo que hacían una reverencia. El interés que mostraban los reos no pasó inadvertido al comandante de la tropa.
- ¿Quién es esa mujer que nos observa desde la cubierta? – Me pregunto.
- Con todo mi respeto señor, eso no es de su incumbencia. – Le respondí.
- ¡Todo es de mi incumbencia, patán engreído!
- Mi señor, permita recordarle que su jurisdicción acaba en el muelle y que a bordo de mi nave tan solo el capitán está por encima mío. Ella está a bordo y por lo tanto bajo mi tutela.
- Deben de estar locos si pretenden llevar a una mujer en su nave en tan largo viaje con semejantes canallas como tripulantes. Ustedes sabrán lo que hacen. No veo a la escolta.
- ¿La escolta? - Ni idea de a lo que se refería con aquello.
- ¡La tropa gañan! Aquellos que han de vigilar la carga.
- Nadie más a bordo que la mujer, el capitán y yo. – Mentí, nadie creería que la peli roja estaba al mando, ni siquiera yo pero debía seguir con aquella comedia si quería llegar al nuevo mundo. Miraba los rostros patibularios de mis nuevos marineros a medida que los liberaban y subían al barco. Correría todos los riesgos necesarios por abandonar las Españas que tan mal me habían tratado, llegaría al nuevo mundo y reharía mi vida.
Tres semanas desde que zarpemos del puerto y desde entonces ni un momento en que por uno u otro motivo no haya temido por mi vida. Estando ya a bordo toda aquella carne de presidio que sería nuestra tripulación mandó la peli roja emprender viaje. Comenzó a dar órdenes absurdas y finalmente de forma que no pareciese que desconfiaba de las aptitudes de mi capitana, por medio de palabrería la convencí de que me dejase a mi sacar el bajel del muelle. Mandé izar el ancla, soltar amarras, desplegar el velamen y me puse al timón. Fue un milagro hiciese virar el barco y conseguir poner rumbo mar a dentro. Por el momento estábamos a salvo, los marinos en su mayoría no lo son y obedecen de forma torpe mis órdenes. Por una parte esto es una suerte, entendiendo aún menos ellos que yo de las labores de la mar son más fáciles de engañar, más sencillo hacerme pasar por un verdadero oficial de la armada. En cuanto a Wallizard…Desde el primer momento vi claro que todo en ella era un engaño, nada entendía del manejo de un barco pero actuaba como si dominara la situación, como si realmente creyese que su pericia nos llevaría por el buen camino hacia un destino que hacía días había yo comprendido no era otro que el inevitable desastre. Me reunía con ella en su camarote para echar un ojo a las cartas de navegación y basándonos en ellas fijar el rumbo. Ninguno de los dos quiso admitir que no sabía lo que hacía y discutíamos la mejor ruta procurando no hubiera disputa que pusiera al descubierto nuestra ignorancia. A la segunda semana me sabía perdido en la inmensidad del desierto salado, por si fuera poco descubrí la razón por la que nadie quería formar parte de la tripulación de aquella nave maldita. Las bodegas estaban sobre cargadas con toneles repletos de pólvora que supuse destinados a las tropas que conquistaban a sangre y fuego las tierras de aquellos que acababan de conocer de mano de sus “hijos” el inmenso amor del que hacia gala el Dios cristiano. Por otro lado los víveres destinados a llenarnos el estómago en tan larga travesía eran más bien escasos. Tanto el éxito o el fracaso me ligaban a la capitán, mi destino estaba unido al suyo. Sabía por propia experiencia el odio que atesoraban los cautivos hacia los oficiales de un barco y estos que llevamos a bordo, no siendo reos condenados, realmente si lo estaban por fuerza de los acontecimientos a la vieja carabela. Si se amotinan mi suerte estará echada pero mucho peor será la que correrá la capitán. Sabiendo todo esto, y no porque pudiese pensar tenía algún tipo de deuda con Wallizard, la protegía noche y día privándome del descanso necesario. Junto con la pólvora también encontré muchas armas, cargue con tantas pistolas como pude en el cinto y cerré las bodegas con 8 candados no sin antes dejar un reguero de pólvora que pasaba por debajo de la puerta. Dispuse pequeños barriles por toda la nave, en cubierta, en los sollados, todos con la mecha dispuesta para ser prendida ante cualquier atisbo de insurgencia. Nada de aquello ayudo a ganarme el aprecio de mis hombres pero comprendieron que si intentaban algo contra mí o la capitán acabaríamos todos en el fondo del mar. Así, de esta manera han transcurrido tres semanas, no pudiendo más, agotado por tantas vigilias, con la tonta escusa de su buen hacer en el trabajo he repartido varios barriles de jerez que seguro iban destinados a algún noble hidalgo. Tendrá que prescindir el ilustre propietario de sus caldos. Necesito descansar, dormir muchas horas y para ello he de emborrachar a estos malditos canallas.
La zozobra lo tiró de la cama, el barco se balanceaba de un lado a otro y parecía volcaría en cualquier momento. El pícaro salió a toda prisa de su camarote y se encontró en cubierta con la terrible tormenta. Había encerrado a la tripulación bajo llave en los sollados aprovechando todos dormían la mona pero ahora los necesitaba. Descendió de nuevo a las tripas del barco y los encontró a todos roncando ajenos al temporal. Podría haber descansado un día entero antes de que aquellos patanes hubiesen despertado de su etílico sueño pero como de costumbre la suerte le dio la espalda. Un nuevo golpe de mar lo arrojo contra una pared, los borrachos caían de sus literas, rodaban por los suelos y ni con ello abrían un solo ojo. No tenía tiempo, debía hacerse con el timón y poner la nave a sotavento de la tempestad. De nuevo en cubierta se sorprendió de encontrarse con Wallizard aferrada a la rueda de gobierno.
-¡Arria las velas Simbad! – Le ordeno. – El falso oficial sabía lo suficiente como para no obedecer a su capitán al pie de la letra. Trepó por el palo mayor asiéndose con fuerza a las cuerdas, el viento y la lluvia no le permitían apenas escuchar ni ver nada que no fuese la tormenta. Consiguió por fin soltar las telas que cayeron pesadamente en cubierta. Repitió la operación en el palo de mesana, en esta ocasión habría caído desde lo alto de no haberse enrollado su pie izquierdo en un aparejo y allí quedo colgado boca abajo unos minutos. Vio a Wallizard gritarle pero le era imposible saber lo que le decía. Se liberó por fin y también aquellas velas cayeron a plomo en esta ocasión en el embravecido mar. No arrió sin embargo las del tercer palo, necesitaban de ellas si querían poder dirigir la nave y que no fuese el mar quien jugara con ellos a su antojo. Mientras descendía del último mástil un relámpago iluminó el cielo y pudo verlos. Pudo distinguir los escarpados acantilados de la costa y como si de un ejército de piedra se tratara, asomaban de las aguas incontables arrecifes. Se acercó no sin dificultad hasta la capitán.
-¡Debemos virar! – La grito. - ¡Hemos de alejarnos de la costa si no queremos hacernos pedazos contra ella! ¡Deje el timón en mis manos, yo soy mas fuerte!
-¡Ni hablar, yo soy la capitán de este barco! – Una enorme ola hizo que el oficial se desplazara por todo lodo largo de la eslora y a punto estuvo de caer al mar, Wallizard sin embargo resistió el envite bien sujeta a la rueda del timón.
-¡Señor Simbad, busque unas cuerdas con las que amarrarme! ¿Dónde está el resto de la tripulación? ¡Dita sea, asco de tiempo! – Encontró algunas amarras delgadas y se arrastró hasta Wallizard, la ató con fuerza pero dejándole libertad suficiente para moverse y manejar la rueda.
-¡Estamos en sus manos señora. Que Dios nos asista!
-¡Dios nos ha mandado la tormenta, no creo este de nuestra parte! No pierdas el tiempo rezándole y saca de sus agujeros a esos marineros de agua dulce.
-¡Están demasiado borrachos! – Un violento golpe de viento tambaleo la carabela haciendo que casi zozobrara, el pícaro rodo nueva mente por cubierta y solo lo detuvo el tremendo impacto contra unas cajas que también se movían al antojo de la tormenta. Sintió un agudo dolor en el costado, seguro se acababa de romper alguna costilla. Se sujetó a lo primero que se puso a su alcance y semi protegido del oleaje por las grandes cajas se revolvió de dolor.
Los rayos cada vez eran más frecuentes y sus relámpagos iluminaban de forma intermitente el negro cielo. Era imposible saber si era noche o día. Entonces lo vio, pensó fue el dolor de sus riñones lo que le hacía ver visiones. Otro relámpago y sobre el palo mayor la misma grotesca silueta. No podía ser mas que una alucinación pero entonces escucho gritar a la pelirroja.
Aunque no pudo entender lo que decía, si escucho sin embargo nítidamente la voz de aquello que no podía ser cierto.
La tormenta no arreciaba, muy al contrario, el viento y la lluvia habían alcanzado las dimensiones de auténtico huracán. La madera crujía y el palo de mesana se partió como si de una frágil ramita se tratara. Las olas inundaban la cubierta arrastrando y arrojando por la borda todo lo que se cruzaba a su paso. Wallizard estaba bien sujeta por gruesas cuerdas al timón pero las envestidas del oleaje parecía que le arrancarían las extremidades en cualquier momento. Sobre el palo mayor continuaba inmóvil aquella cosa que miraba a la capitana.
- Fíjate bien, por fin te acercas a tierra.-Dijo la silueta con voz tranquila. - Walli no podía verlo pero los arrecifes asomaban sobre las olas como dientes de un titánico cocodrilo. Tenía que virar como fuera, alejarse de la costa hasta que pasase aquel diluvio. La nave parecía un buque fantasma, nadie sobre la cubierta, nadie arriaba las velas.
- ¿Dónde está mi tripulación, que hiciste con ellos demonio?
- Duermen el sueño de los justos.
- ¿Los mataste arpía?
- No te preocupes, demasiado vino. Todos roncan, si llegas a mañana el mar y tus hombres compartirán resaca. Pero no creo lo vean tus ojos.-El barco se dirigía irremisiblemente hacia los afilados peñascos.
- ¡Que asco!-Exclamo Wallizard. - Para que seguir esforzándome si de todos modos acabare destrozada o ahogada. Estoy agotada y me entro sueño, daré una cabezada.
La “cosa” no podía salir de su asombro, la muerte le estaba echando el aliento en el cogote y a aquella zángana no se le ocurre otra cosa que pegarse una siesta. La enorme silueta grito colérica.
¡DESPIERTA CRETINA!
Debía de estar soñando, seguro el golpe le había hecho perder el conocimiento y aquello no era más que una broma pesada de su imaginación. Permanecía atento a que descargase el siguiente rayo para intentar discernir que era con lo que hablaba Wallizard. Otro rayo y allí la vio de nuevo. Era enorme y acababa de desplegar unas impresionantes alas pero seguía siendo solo una silueta apreciable apenas durante lo que duraba la centellada.
Magenta te tienta con una oferta. ¡Permanece despierta joder! Que esto no es cosa de broma. – Pudo escuchar claramente las palabras de aquella cosa, por lo visto tenía un nombre. Veía gesticular a la capitana pero sin entender nada de lo que decía debido el estruendo de la tormenta.
Contra todo pronostico la falsa capitana consiguió virar aprovechando un repentino cambio en la dirección del viento. Se alejaba de la costa, del peligro, y ponía rumbo a mar abierto. A lo lejos se apreciaba donde acababa la tormenta y asomaban tímidamente los rayos del sol. La gárgola monto en cólera y Wallizard soltó una poderosa carcajada que pudo escucharse sobre el estrepito de los truenos.
- ¿Y ahora qué? Te quedaste sin nada. - Wallizard la observaba con mirada burlona, había ganado a la cosa y esta volaba de un palo a otro nerviosa.
- ¡Ahora nada maldita! Ya veremos si ríes cuando te enfrentes a la calma chicha, cuando tu lengua seca e inflamada implore agua con la que refrescar tu garganta. Nadie escapa de la gárgola. ¡Magenta te reta! Veremos a quien hacen responsable tus marineros del futuro desastre. Esos a los que ahora salvaste te colgaran del mástil cuando ni una sola rata a la que hincarle el diente quede en el barco.
El pícaro se sintió pletórico de felicidad al comprobar cómo se alejaban de la costa, la peli roja lo había conseguido. Sintió el impulso de correr a abrazarla pero justo cuando salió de su escondrijo un último golpe de mar, una última enorme ola, lo arrojo por la borda.

Cuaderno de bitácora día 23.

Hemos conseguido salir vivos de la tormenta aunque no tengo del todo claro si todo lo acontecido no ha sido otra cosa que un mal sueño. El tiempo ha cambiado de repente, hemos pasado del viento huracanado a la total ausencia de la más mínima brisa. Ni rastro de mi primer oficial, la tormenta debió de tragárselo. Es una triste perdida, registre su camarote en la esperanza de encontrarlo allí escondido en algún rincón pero tan solo hallé su zurrón. En el encontré sus únicas pertenencias, una hermosa pluma y un tintero con una extraña tinta roja en su interior. En su honor, en recuerdo de mi fiel oficial, he decidido escribir con estos utensilios mi diario de a bordo.

Todos echaremos de menos a Simbad.

Las tres gracias.

El mar lo arrojó sobre la playa como librándose de un molesto parásito. Se arrastró haciendo acopio de sus últimas fuerzas alejándose de las olas, no fuera que cambiaran de idea y lo reclamaran de nuevo en su seno. Hundió la cara en la arena en un inútil intento de esconder su frustración. ¿Debería dar gracias al cielo? Había sobrevivido milagrosamente, de forma proverbial cayó al lado del mástil derribado por la tormenta y, aferrado a él, la fortuna lo dirigió a tierra firme sin permitir que se estrellase contra ninguno de los innumerables arrecifes.
Ahora estaba exhausto pero a salvo. ¿Y porque debería de dar gracias? Fuel el cielo quien enfureció la mar, del cielo llegó la tormenta junto a aquella cosa semejante a un negro demonio. Desde el cielo alguien decidió que, cuando se veía triunfante ante los elementos, una última ola lo arrojase por la borda junto con todas sus ilusiones de llegar al nuevo mundo. Ladeo la cabeza, vomito agua salada y, tras escupir el engrudo de arena que se había formado en su boca, se rindió al sueño en aquella incómoda postura.
Algo golpeó su ojo, lo primero que escuchó al despertar fue el graznido de las gaviotas. Sin incorporarse se pasó la mano por la cara, los malditos pájaros tenían buena puntería, habían descargado una buena andanada de guano sobre él. Con la mejilla sobre la arena, a ras de suelo, poco podía vislumbrar del lugar en el que se hallaba. Lo único seguro es que no se trataba de las Américas, bien sabía que la travesía duraba casi dos meses y ellos solo habían viajado un par de semanas. En cierta medida estaba agradecido de la falta de pericia de Wallizard, de su total ineptitud. Si hubiera naufragado en pleno océano no lo habría contado. Sin duda alguna no habían hecho otra cosa que bordear la costa. ¿Seguiría en el Mediterráneo, en el Atlántico? Estaría en tierra amiga u hostil? Una única forma de averiguarlo. Se puso en pie pesadamente, aún estaba muy aturdido, sus músculos agarrotados apenas le respondían, el cuello le dolía terriblemente.
Lo que vio no era demasiado alentador, la playa no parecía acabarse nunca a sus costados y en el horizonte, no demasiado lejano, lo que parecía una abrupta cordillera. Las tripas le recordaron con un sonido semejante a un rugido que hacía mucho no las calmaba con viandas de ningún tipo. También la sed lo saludó de forma poco cordial. Tenía la boca pastosa, notaba la lengua carrasposa, como si se hubiese transformado en estopa. El mar lo había rechazado, lo expulsó en aquella orilla solo para dejar que muriese en tierra pues, por lo que parece, solo los peces merecen hallar la paz en su abisal regazo.
Agitó con brusquedad la cabeza creyendo que así se desprendería de aquellos pensamientos. Solo eran tonterías, no era momento de hacer ridículas rimas. Era tiempo de ponerse en marcha, no escapó de las aguas para morir en la playa. Sus ropas se habían hecho girones, tan solo las botas parecía que habían resistido el embate de las olas. También seguían en su cinto un par de pistolas, las examinó, estaban intactas. Se descalzó y volcó las botas para así cayese el agua que las anegaba, unió ambas por los cordones y, colgadas de un hombro, se dispuso a emprender descalzo la marcha. No, se dijo, dirigió la mirada a su espalda y vio los restos del naufragio, quizás encontrase algo útil. No hubo suerte, solo maderas y cuerdas, enmarañado en ellas un pequeño tonel. - ¡Mierda! - Exclamó. No eran provisiones ni agua, se trataba de uno de los toneles que dispuso por la cubierta preparados para ser detonados en caso de un motín. De algo le podría servir, lo amarró con los despojos de un cabo y rodeó su cintura con el otro extremo. Ahora si se puso en camino arrastrando como un burro su carga.
El sol brillaba en lo más alto, debía estar bien entrado el día, si oscurecía antes de encontrar alimento y refugió su ánimo decaería aún más, si es que eso era posible. Mala elección la de dirigirse a las montañas, empleó casi toda la tarde y la luz del sol empezaba a languidecer. Más que montañas asemejaban murallas, rectas e inmensas, la cima perdida a la vista parecía sobrepasar las nubes. Ni se planteó la escalada, flanqueo el titán de piedra hasta que las tinieblas de la noche lo envolvieron. Hincó las rodillas en tierra y humilló la cabeza, el hambre y la sed lo atormentaban, las fuerzas amedrentadas como becerro en tercio de varas. Flaco consuelo la temperatura, tanto durante el día como ahora, ya caída la noche, era agradable. Con nada vivo se topó en el camino salvo las gaviotas y sus insistentes graznidos. Un alivio dejar de oírlos, con la falta de luz las ratas con alas desaparecieron llevándose con ellas las burlas. Algo le llamó la atención, a pocos pasos vislumbró una sombra más oscura en la pared. Palpando y estudiando cada paso, avanzó hasta plantarse frente a lo que parecía la entrada de una cueva. ¿Valía la pena adentrarse en ella? No hay osos ni lobos en las playas podría ser la madriguera de algún animal comestible.
Era lo suficientemente amplia para caminar erguido pero estaba más negro que el alma de un verdugo. Levantó el tonelito del suelo y lo sujeto con el brazo izquierdo como si portara un niño. Con su mano libre extendida al frente, tanteaba el aire en busca de obstáculos. Ahora comprendía el por qué los ciegos se movían de aquella forma. Necesitaba una tea con la que iluminarse, se detuvo y se arrancó un girón de su maltrecha camisa. Menuda tontería acababa de hacer, no tenía nada con que prender fuego ni tampoco un palo en el que atar a un extremo el trozo de tela. Continuó a ciegas sin toparse con pared alguna. La cueva debía de ser realmente grande, aunque lo cierto es que apenas avanzaba un par de pasos por minuto. Tropezó con algo, la uña de su pie descalzo se estrelló contra una superficie dura como el acero. Cayó de bruces rasgándose un pómulo con el canto de una piedra. El tonel rodó por el suelo, lo trajo de nuevo hacia sí, estirando de la cuerda que lo unía a su cintura sin dejar de proferir injurias contra el altísimo, al unísono que se lamentaba del agudo dolor. Se arrastró a cuatro patas en busca de lo que lo había hecho caer al suelo. Lo palpó y lo acarició, lo golpeó con los nudillos. Sin ninguna duda aquello era de metal, por la forma imaginó se trataba de un cofre más bien pequeño. Intentó levantarlo, maldijo nuevamente, pesaba como la conciencia de un juez. ¿Qué podría ser aquello? Las prisas por salir al exterior de la cueva con su hallazgo hizo, que al conseguirlo, trajese consigo de recuerdo un enorme chichón y varios hematomas repartidos de forma ecuánime por todo el cuerpo. La luna iluminaba lo suficiente para que el náufrago comprobase que sus suposiciones eran ciertas. En efecto, se trataba de un cofre tallado con lujosos grabados pero también cerrado a cal y canto con un candado enorme. El pícaro sonrió, valió la pena cargar todo el tiempo con el lastre del tonel, un tonel lleno de providencial pólvora y dos pistolas al cinto. ¡Maldijo! Nada con que prender fuego al chisquero, nada con que prender la mecha del arma para que expulsara por el cañón la bala. Lleno de furia comenzó a golpear el cerrojo con la culata de una de las armas y, si bien no lo esperaba, en esta ocasión la suerte le sonrió. Cedió el candado y en el interior… Los ojos se le abrieron hasta asemejarse a huevos que intentaban escapar de las órbitas, en las retinas el reflejo de un resplandor.
Le dio la risa floja, comenzó con un tono tímido que fue en aumento hasta convertirse en carcajadas. Hundió las manos en las monedas de oro, seguro habían miles y nadando entre ellas diamantes, esmeraldas, rubís y piedras preciosas de todo tipo. Un mareo lo trajo de vuelta a la realidad y no lo causó la emoción del hallazgo de semejante tesoro si no el hambre y la sed que lo consumían. Miró la inacabable ladera de la montaña para luego girar sobre si mismo. El mar se divisaba inmenso a lo lejos y a sus pies un desierto de fina arena, las estrellas eran su techo. Se sentó y allí quedó inmóvil como una estatua con la mirada fija en el cofre. Fue entonces cuando reparó en las tres pequeñas vasijas semienterradas entre todo aquel oro y joyas. Cogió una de ellas, parecía de porcelana, se le antojó un objeto demasiado humilde, fuera de lugar junto a tanto dorado metal. Quizás contuviera algún líquido con el que saciar la sed. Lo libró del corcho que sellaba la estrecha boca y por un instante el aire se inundó con un agradable aroma a flores que se disipó enseguida. Lo agitó pero nada indicaba que albergara contenido alguno. Lo olfateó, ninguna fragancia ya. Finalmente lo volcó boca abajo pero nada asomo de su interior, la arrojó tras de sí desilusionado. Descorchó la segunda vasija, en esta ocasión un olor intensó que no le fue difícil reconocer. Había descargado cientos de sacos de las bodegas de barcos llenos con aquellos frutos provenientes del nuevo mundo. Cacao lo llamaban. Tampoco esta vez persistió en el aire el aroma. Repitió todos los pasos, la agitó, olió y volcó pero tampoco en ella encontró nada. La arrojó sobre la arena muy próxima a la otra. Del interior de la tercera tan solo salió olor a mar, no perdió el tiempo. La arrojó con fuerza bien lejos.
Desanimado por completo escrutó el cielo y comenzó a recitar.

- ¿De qué me sirve un tesoro aquí solo?
Más brilla la luna que todo este oro.
Abandonado a mi mala suerte
esperando la muerte mientras me torno loco
El hombre más rico, el más desafortunado.
Mi barco varado, destrozado mi ánimo
Los llamo por su nombre
no me responden los doblones.
Ducados, maravedís, diamantes, perlas y rubís
los maldigo al arrojarlos al mar, nada me decís.
Solo olas y gaviotas rompen el silencio
menudo idiota, me cegó la codicia
malas noticias, el oro no se come
en el horizonte nada y al llegar la mañana
sobre el lecho de arena lanzando monedas.
espero con paciencia que mi memoria se pierda.

Lo sobresaltó una risilla nerviosa a sus espaldas, se puso en pie de un brinco y dio rápidamente media vuelta. Fue el temor lo que hizo recobrara algunas fuerzas. Cayó de culo en la arena asustado. ¿De dónde demonios habían salido aquellas tres jóvenes?

- Ciertos tus lamentos, hermosa la luna brilla ahí arriba. Inalcanzable como los sueños de un poeta. Anhelos que no compra todo el oro de la tierra.
- ¿Qui…quienes sois? – Balbuceó el naufrago. – Aquella que le hablaba se le acercó despacio. Era rubia y sus dorados cabellos caían en tirabuzones hasta casi alcanzar sus nalgas. Sus ojos de la pureza del cristal, claros e hipnóticos. Su talle, el sueño del cincel de Miguel Ángel. Estando ya a su lado el aroma a flores inundó de nuevo el aire. El pícaro retrocedió arrastrando el trasero por el suelo.
- ¡Os juro que encontré este oro, no soy un ladrón! ¿Quiénes sois? – Insistió.
Tras la rubia alzó la voz la segunda de las mozas. La piel de esta era del color del bronce, los ojos profundamente negros al igual que su rizado pelo. Olía a cacao.
- Perdemos el tiempo, este no es él. Solo es un llorica cobarde.
- Nos ha liberado, solo él está destinado a hacerlo. – Aclaró la rubia a su morena compañera. La tercera muchacha estaba apartada a varios pasos de ellas en silencio, manteniéndose en un discreto segundo plano. El naufrago las escuchaba sin entender nada de lo que farfullaban.
Se incorporó. Bien, eran tres, pero solo eran mujeres de aspecto delicado, salvo la morena que parecía más amenazante. Aún famélico y agotado, estaba convencido de que podía hacerles frente. Se fijó en su indumentaria. La rubia vestía una especie de liviana túnica blanca que la brisa mecía, se ceñía a su cuerpo dejando de relieve los sinuosos contornos de su esbelta anatomía. Calzaba unas sandalias muy sencillas y esa era toda su ropa. La morena, sin embargo, estaba embutida en una armadura de cuero y calzaba largas botas del mismo material. Se asemejaba a un soldado pero no iba armada lo que tranquilizó al hombre. En la oscuridad de la noche apenas podía ver a la tercera que seguía apartada. Parecía más menuda y joven, casi una niña. Su pelo era del color del fuego y al igual que la rubia vestía una túnica.
- Mi nombre es Lila. – Le aclaró por fin la muchacha de cabellos de oro, ahora reconoció su aroma. El recuerdo de cuando de niño jugaba a las puertas de la iglesia junto al campo santo. Entre las tumbas crecían flores silvestres, malvas sobre todo, pero también lilas. Envalentonado, el naufrago cambió su anterior tono asustado por uno mucho más agresivo, convencido de ser más fuerte que las tres mujeres juntas.
- ¿Qué es lo que queréis de mí? ¡Yo encontré el tesoro, me pertenece!
- Apenas hace un instante que os lamentabais de no poder coméroslo. – Se río de forma nerviosa, aquello dio un aire bastante infantil a la rubia. – Le vinieron a la cabeza imágenes de comida, su boca seca por la sed parecía no poder salivar pero su estómago si protestó con un sonoro rugido.
- Os puedo comprar comida y bebida, veis que dispongo de muchas monedas. Seré generoso. – La morena se río con desprecio.
- Mejor no te aclaro por donde puedes meterte tu oro. – Le dijo levantando la voz pero sin llegar a gritar, luego se dirigió a su compañera. – Es imposible que este cretino sea él. Mira lo que nos ofrece. El naufrago cada vez estaba más perplejo. ¿De qué diantres hablaban aquellas mujeres?
- Deduzco, por lo que habláis, que buscáis a alguien. Lo siento pero estoy de acuerdo con la mujer de ébano. Sea quien sea ese “él” sin ninguna duda se trata de otro. Yo tan solo quiero refrescar mi garganta y llenar con cualquier cosa mi desconsolado estómago. ¿No podéis ayudarme? Si no es oro ni joyas lo que ansiáis, qué puedo ofreceros en pago?
- ¿Tu qué opinas Olivia? Preguntó la rubia de ojos de cristal a la morena belicosa. – Olivia se giró en busca de la mirada de la pelirroja.
- Estás muy callada Mar. Tras siglos de encierro, sin otra compañía que la nuestra, pensé que querrías hablar con alguien distinto. ¿Qué opinas de nuestro "libertador"? ¿Merece nuestra ayuda?
Acertado el nombre de la tercera de las muchachas. Fue acercarse y la fragancia de la costa lo impregnó todo aun estando a varias horas de camino alejado de ella. Otra cosa no, pero Dios le había concedido una buena vista. Ahora, teniéndola cerca, pudo comprobar que en nada se había equivocado. Su pelo era ciertamente rojo como también era cierto que de las tres era la más joven. Parecía la más inofensiva. La casi niña miró al desaliñado, sucio y harapiento hombre.
- Solo puede ser él.
- ¡Pues yo lo pongo en duda!
- Ya lo escuchaste sus versos hace un instante. Nos ha encontrado. ¿Qué más pruebas necesitas?
- Estoy de acuerdo con Mar. – Sentenció Lila.
- Pongámoslo a prueba. – La morena no cedía.
- Me siento desfallecer, tengo mucha hambre. Si no tenéis nada que darme, al menos indicadme el camino hacia una villa, aldea o pueblo.
- No se preocupe, le ayudaremos pero ya ve que mi amiga no da su brazo a torcer. Disipemos sus dudas.
- Aun no entiendo que es lo que queréis de mí. Lo cierto es que nada comprendo de esta situación.
Acercó mucho su rostro al del pícaro, tanto que este pudo verse reflejado en los ojos de cristal de la muchacha. – Cuéntanos una historia. – Le dijo en un tono que casi era un susurro.
- ¿Una historia? ¡Estáis locas! ¿Me muero de hambre, la sed me consume y queréis que os cuente un cuento?
- Aún no amanece. ¿Dónde queréis ir entre tinieblas?
- ¡Al diablo con las tres! ¡Dejadme en paz, volved al lugar del que vinisteis!
- Ya os lo dije, solo es un patán ignorante.
El naufrago se giró colérico hacia Olivia. - ¡No soy un ignorante! Vos si sois una pedante! – Ahora miró a las tres. – Tendréis vuestro cuento y os marchareis a dormir como unas niñas buenas. Por esta noche ya tuve suficientes alucinaciones, pues no podéis ser otra cosa que delirios producidos por la sed y la gana. – Se sentó en el suelo y las tres muchachas lo imitaron, se posicionaron a su rededor y esperaron impacientes a que comenzase su relato.

Los brazos y la espalda le dolían, después de muchos viajes al pozo por fin aquellos dos grandes cubos de agua serían los últimos. Apenas había dejado de ser una niña y, aunque grácil y bonita, el duro trabajo en el castillo la había fortalecido cada uno de sus músculos.
Al pasar por el gran patio de la entrada al castillo vio un destartalado carromato lleno a rebosar de toda clase de mercancía; cacerolas, sartenes y todo tipo de utensilios de cocina. Aperos para el campo, vestidos e incluso espadas y algunas piezas de armadura, todo ello ordenado de forma que ocupase el mínimo espacio posible. El pobre pollino, viejo y flaco, que estaba sujeto al carro no parecía que fuese capaz de tirar de semejante peso.
Se sorprendió al ver al mismísimo vizconde hablando con el que debía ser el dueño del carro, un buhonero de aspecto extraño, alto, de facciones angulosas , pelo abundante y negro como el azabache. Aunque la distancia que lo separaba de la joven era bastante grande ella pudo distinguir perfectamente el color de sus ojos. En ese momento las miradas de ambos se cruzaron , aquellos ojos negros y penetrantes la miraron fijamente y en su rostro se dibujó una sonrisa, la joven sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral y a punto estuvo de derramar los cubos de agua al perder por un momento el equilibrio. Por suerte consiguió mantenerse en pie, tener que hacer otro viaje al pozo ahora que estaba tan cerca de su destino hubiese sido una faena.
Por fin llegó a los establos y volcó los dos cubos dentro del abrevadero, en ese momento apareció corriendo Curithir el mozo de cuadras. Ambos se conocían desde pequeños y siempre los había unido una gran amistad aunque en los últimos meses esa amistad se había convertido en un sentimiento más profundo. Se detuvo delante de ella, jadeante y con palabras entrecortadas la puso al corriente de las nuevas noticias.
- ¡La peste, la peste….! - Los ojos de la muchacha se abrieron como platos al escuchar aquella terrible palabra.

Lila y Mar aplaudieron emocionadas, Olivia miraba al hombre con rostro inexpresivo. La rubia y la pelirroja lo animaron a continuar con la historia.



El Hacedor de Historias.

A Curithir le costaba restablecer la respiración. – La peste ha llegado a la comarca Liadain. - Liadain era el nombre de la joven. – Tenemos que escapar, todo el mundo está recogiendo lo que puede y se dirige al norte. A pocas millas de aquí hombres y bestias mueren como chinches.
- Eso no es posible. - replicó la muchacha. - Si fuese cierto lo que cuentas, como explicas que hoy mismo se hayan reunido en el castillo las familias más importantes de la comarca. Me he enterado que esta misma noche celebraran un banquete. Además, abandonar las tierras del señor se castiga, en el mejor de los casos, con 40 latigazos.
- Me arriesgaré. - Dijo Curithir. - Prefiero cualquier cosa a morir de peste. He oído que antes de expirar padeces terribles suplicios. Mira a tu alrededor, todos huyen y los soldados no mueven un dedo por impedirlo. - La joven recorrió con la mirada los alrededores, era cierto, hasta los soldados escapaban con lo puesto.
No entendió el por qué Curithir agachó la cabeza y se retiró de aquella manera hasta que escuchó a sus espaldas la voz del vizconde.
- Muchacha, acompáñame.

Al llegar la noche el mozo de cuadras entró furtivamente en las dependencias del castillo, su madre era el ama de llaves y desde pequeño había aprendido todos los recovecos de aquel lugar. Cuando llegó a la alcoba de Liadain comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Acercó la oreja a la puerta y escuchó unos extraños ruidos.
- ¿Liadain estás ahí, que es ese alboroto? - susurró temeroso de ser descubierto.
- El vizconde me encerró, no sé el porqué. Tengo miedo, llevo toda la tarde de un lado a otro de la habitación removiéndolo todo.
- No te preocupes, te sacaré de ahí. – Curithir sabía perfectamente donde encontrar la llave maestra que habría todas las puertas de las dependencias del castillo. El problema es que estaba en los aposentos del vizconde. Se deslizó como una sombra hasta allí. Tuvo suerte ,su amo no se encontraba en el lugar, cogió la llave sin mayor dificultad.
Justo al lado, en el gran salón, estaban reunidos la flor y nata de la comarca; nobles, hidalgos, los hombres más ricos e influyentes junto con sus familias. Incluso estaba el ilustrísimo obispo. Curithir no pudo reprimir su curiosidad y escuchó el brindis que ofrecía en ese momento el vizconde.
- Damas, caballeros... Estamos aquí reunidos para celebrar que mañana la peste habrá pasado de largo ignorando a todos los presentes. – Un noble de aspecto fiero e imponente lo miró con incredulidad, mientras sujetaba su copa y le increpó.
- Hemos venido hasta aquí confiando en tu palabra, pero no te ofendas si pregunto cómo puedes estar tan seguro de que en tu castillo estaremos a salvo. - El vizconde sonrió seguro de sí mismo.
- Digamos que esta misma tarde cerré un pacto con alguien muy influyente. Hoy, minutos antes de la medianoche, sacrificaremos a una virgen. Su sangre a cambio de nuestras vidas.
Todos los presentes quedaron boquiabiertos y por un impulso dirigieron al unísono sus miradas hacia el obispo.
– No os preocupéis. - Dijo este. - Dios no ve con malos ojos que sus mejores hijos sobrevivan a cambio de la vida de una vulgar plebeya.- Respiraron aliviados y brindaron complacidos apurando de un trago sus copas.
Curithir horrorizado no podía creer lo que escuchaban sus oídos. Salió de allí lo más aprisa que le permitía el sigilo y se dirigió sin dilación a la alcoba de Liadain. Las manos le temblaban, tuvo que emplear más tiempo de la cuenta en abrir la puerta y cuando lo consiguió encontró a la joven sentada en la cama con expresión asustada.
- ¡Tenemos que salir de aquí, el vizconde tiene en mente matarte! - La cogió del brazo y la arrastró por los pasillos. Los soldados habían escapado junto con todos los sirvientes y fue fácil llegar a la salida. El gran portón levadizo estaba abierto, escaparon al bosque. De momento ambos estaban a salvo.
Cuando se aproximó la hora el vizconde mandó a dos de los presentes traer a la muchacha, al cabo de unos minutos regresaron corriendo horrorizados. La joven no estaba y solo faltaban unos minutos para la media noche. El caballero de aspecto imponente desenvainó su espada.
- ¡Nos has engañado! ¿Acaso son nuestras vidas lo que realmente ofreciste? - El vizconde tan solo pudo abrir la boca antes de ser decapitado. La expresión que quedó en su rostro mientras su cabeza rodaba por el suelo se asemejaba a la de un besugo.
- ¡Nooo, aún estamos a tiempo! - Gritó el obispo. - ¡Tu hija, tu hija es virgen! -Todos miraron hacia una esquina, una madre horrorizada abrazaba a una niña pequeña de no más de seis años. El caballero se interpuso entre los invitados y su familia esgrimiendo amenazante la espada.
- ¡No la tocaréis un pelo de la cabeza miserables!. - Solo cuatro de los reunidos eran lo suficientemente jóvenes y hábiles para blandir un arma. El más osado de ellos se abalanzó contra el defensor, este hizo una finta y propinó un mandoble a su oponente que le partió la espalda. Los tres restantes daban vueltas a su alrededor intentando alcanzar a la niña en un descuido de su padre. Uno casi lo consiguió pero el cuerpo de una madre se interpuso entre el acero y su hija. Furioso, el caballero atravesó el estómago del asesino de una estocada . Abrazó a su hija y miró con los ojos empapados en lágrimas de dolor y odio a los dos que quedaban en pie.
Un frío repentino inundó la sala, de la boca de los presentes empezó a salir vaho. Una figura pálida vestida con harapos se acercaba lentamente a ellos. Su mirada era serena, sus ojos reflejaban una paz aterradora. Una mujer se palpó tras de las orejas, otro miró en sus axilas. Las bubas habían aparecido en todos ellos y empezaban a reventar, manando de ellas un pus sanguinolento. Habían contraído el mal, estaban condenados. El caballero miró con ternura a su hija, también ella estaba enferma. La besó tiernamente, la estrechó entre sus brazos y de un rápido giro le rompió el cuello. Todos en la sala corrían de un lado a otro como pollos sin cabeza, algunos habían empezado ya con los espasmos y se retorcían de dolor en el suelo. Tan solo el caballero permanecía inmóvil con el pequeño cuerpo de la niña en su regazo. La cabecita colgaba sujeta por el descoyuntado cuello, a sus pies el cuerpo ensangrentado de su amada esposa. Impertérrito aguardaba a la muerte, sin embargo la peste pasó por su lado ignorándolo. Él vivirá durante muchos años para llorar a sus seres queridos día tras día y soportar sobre las espaldas la pesada losa de la culpa.

Ajenos a todo lo acontecido en el castillo, Curithir y Liadain corrían por un pequeño sendero a través del bosque. Él la arrastraba violentamente del brazo y ella casi no podía seguirle el ritmo. Las zarzas y las ramas que sobresalían la golpeaban y arañaban su cuerpo. Por fin llegaron a un pequeño claro y la muchacha quedó petrificada. Allí, en mitad el descampado, estaba el buhonero con su fría mirada y su destartalado carromato. Curithir la miró y tiró de su brazo.
- No tengas miedo, él nos ayudará a escapar de aquí. - Entonces, cogiéndola por la cintura con su brazo izquierdo la besó en los labios. Era el primer beso de su amado y Liadain sintió una punzada en el pecho, quizás producto de la emoción de aquel instante. Apartó el rostro de el de él y mirándolo a los ojos suplicó una respuesta que no llegaba. Notó como un líquido viscoso y cálido mojaba sus ropas, agachó la cabeza y vio el puñal clavado en sus carnes, puñal que sujetaba la mano de su amado.

Curithir arrancó el cuchillo, Liadain cayó al suelo sobre la yerba. La sangre manaba a borbotones y la vida se le escapaba por la herida. Notaba como las fuerzas la abandonaban pero aún pudo ver y escuchar la conversación del traidor con el buhonero.
- Aquí tienes a tu virgen, yo he cumplido mi parte, ahora cumple tú con la tuya y líbrame de la peste. - En ese momento la joven, sin saber de dónde salían sus fuerzas, empezó a reír a carcajadas, Curithir se giró contrariado y la miró. Aquella era una manera muy extraña de recibir a la muerte.
- Debe de haber enloquecido. - Pensó. La muchacha lo acababa de comprender todo y no podía parar de reír. Comprendió cómo fue posible que aquel hombre extraño, de pelo negro como el azabache, trepase más de doce metros de pared para colarse en su alcoba por la ventana. Comprendió porque con solo aquella mirada penetrante la seduzco al instante. Entendió por qué con unas pocas palabras susurradas al oído consiguió que su cuerpo se inundara de pasión, entregándolo por completo a una bacanal de lujuria . También comprendió el motivo por el que desapareció por la ventana, fundiéndose con la oscuridad de la noche, cuando Curithir llamó a su puerta. Comprendió al fin quién era aquel hombre en realidad.

Mientras seguía riendo cruzó una última mirada de complicidad con el buhonero y expiró para alivio del contrariado mozo de cuadras. Curithir seguía mirándola atónito, no podía apartar la vista del cadáver de la joven mientras se preguntaba el por qué de aquella reacción. De su respiración salió abundante vaho. Tan ensimismado estaba en esos pensamientos, que no se percató de la pálida y harapienta figura que se le acercaba por la espalda."

Despuntaba el día y los rayos del sol se reflejaron en los cabellos de Lila. Las muchachas permanecían en silencio con rostro apenado. El naufrago las observaba convencido de que una vez finalizada su historia las tres desaparecerían. Pensaba que, de no estar soñando, aquellas jóvenes no eran otra cosa que delirios, quizás producidos por el hambre, quizás por la sed, quizás había muerto y aun no lo sabía.
- Terrible relato, todo un alegato a la vileza humana. ¿Dónde quedó el amor? ¿Dónde el futuro? ¿Dónde dejó el narrador la esperanza?
- ¿Amor, esperanza? No hay más futuro que la muerte. – Le respondió a la rubia. - No hay finales felices y las perdices las prefiero llenando mi estómago, aunque llegado este momento, asevero que pensar en ello no es más que hacerse ilusiones con otro cuento. Ya habéis tenido vuestra historia, siento que no haya sido del agrado de las tres sensibleras mocosas. Vamos a otra cosa, a eso que me ofrecisteis a cambio de mi relato.
Lila se dirigió a Olivia. - ¿Vos qué opina?
- Ya no albergo ninguna duda, de él se trata. ¡Que trágica visión de la vida! Huraño, mal sano y desagradable. – Recrimino al hombre. - Solo tú eres responsable de tu miserable existencia. – Se giró hacia la rubia. – Tengo miedo, esto no puede llegar a buen puerto. Naufragara de nuevo y nosotras con él.
- Sois dura con él. – Fue Mar la que habló. – El naufrago dejó de prestarles atención, convencido como estaba de que eran alucinaciones. Nada entendía de lo que decían, se tumbó sobre la arena y cerró los ojos. Dormir le permitiría olvidaran por un momento de las tripas la gana y de su garganta la sed. Un relincho lo distrajo del sopor en el que estaba entrando. Junto a Lila, un hermoso caballo y las riendas en sus manos.
- Aquí tiene mi regalo. – Los ojos del animal eran prominentes y su hocico de forma acuñada. El cuello arqueado, con una tráquea larga y bien formada dispuesta en una garganta limpia y refinada. La espalda ligeramente cóncava y corta, con un lomo fuerte y amplio, una pelvis bien angulada y una igualmente bien formada cadera, así como una cola de porte elevado. Las pezuñas perfectas en términos de tamaño y forma. Su brillante pelaje totalmente negro. Se trataba de un espléndido corcel árabe.
– Su nombre es Zupia, le será fiel, trátelo bien.
El naufrago se incorporó del suelo como si tuviese un muelle en el trasero. Se olvidó por completo de sus necesidades mientras acariciaba el fino pelaje del animal. No podía creer lo que estaba viendo. Un sonido metálico a sus espaldas llamó su atención. Cambió por completo el aspecto de su semblante al girarse, de la emoción pasó al terror. Un caballero acorazado se dirigía hacia él. La armadura totalmente negra, era como las que había visto en cuadros en la casa de algún noble. Debía medir más de seis pies, portaba un enorme escudo rectangular y en su diestra una brillante espada.
- No temas. – Intentó tranquilizarlo Olivia. – Ella es Wardoll. Será tu coraza pero no pienses que  es solo una carcasa. Obedecerá todas tus órdenes. Ahora golpea tres veces tu pecho.
- ¿Por qué debería hacer eso?
- Obedece, seguro comprobaras que mi regalo es de tu agrado. – El pícaro cerró el puño y se dio tres golpes suaves en el torso.
- ¡Golpea como un hombre, pardiez! - Así lo hizo y no pudo salir de su asombro, sin saber el como, se había introducido en la armadura. Veía a las tres muchachas a través de las rendijas del yelmo. Era tan liviana como un simple traje de tela. Se sentía vigoroso, su cuerpo se olvidó por completo del hambre y la sed. También el inmenso escudo era ligero como una pluma. La espada, excepcionalmente manejable y la calidad de su acero haría enrojecer de vergüenza al mejor herrero de Toledo.
- Ahora mirad un lugar y golpead vuestro pecho de nuevo.
El naufrago obedeció sin rechistar a la mujer de piel de bronce, por arte de magia apareció allí en donde clavó los ojos. Wardoll quedó en el lugar donde se encontraba hacia tan solo un suspiro.
- Te servirá en todo aquello que desees. Espero des buen uso de ella, pero ya veo en tus ojos la sed de poder. – Olivia se giró hacia Lila. - ¿Crees que hacemos bien?
- Es como debe de ser. – Fue su escueta respuesta.
El naufrago subió a lomos de Zupia e hizo que girase sobre si mismo. Él, que solo había cabalgado a la grupa de pencos y pollinos, estaba fascinado por aquel precioso animal. Apenas reparó en Mar cuando se le acercó, traía algo en sus manos. Sobre el lomo del caballo la miró por encima del hombro. Que insignificante se le antojó la pelirroja. La chiquilla extendió los brazos y le ofreció su regalo. Era un laúd, el hombre la miró con desagrado.
- Jamás fui capaz de sacarle a esos trastos una sola nota. ¿Para qué diantres necesito una madera hueca con cuerdas? – Mar agachó la cabeza apesadumbrada sin dejar de ofrecerle el instrumento.
- Cuando no hieren, vuestras palabras son hermosas. Pensé lo serían aún más si las acompañaba con música.
- No soy un juglar mocosa. – Se sentía poderoso a la grupa del negro corcel. Mar alzó la cabeza y el pícaro pudo ver la tristeza en sus ojos, se sintió incómodo. – Está bien, dame esa dichosa cosa, la sujetó a la silla de Zupia y no le prestó mayor atención.
- Siento que no sea de su agrado mi regalo. – Ahora sacó de la nada un traje negro de finas hechuras. – Aceptad mis disculpas junto con estas ropas. Un noble caballero como vos no puede vestir con harapos.
- ¿Por qué todos os empeñáis en que vista de negro?
- ¿Tampoco os gusta el traje? – El truhan le arrancó las ropas de las manos, pudo comprobar la delicadeza de la tela. Se asemejaba a la seda pero era resistente como una cota de malla. Tranquilizó a la muchacha.
- Perdonad mi rudeza, es un atuendo espléndido. Es solo que temo despertar de este sueño y verme de nuevo desnudo y con las manos vacías. - Mar sonrío y no supo el por qué aquella sonrisa lo reconfortó tanto.
- Use bien esas telas, comprobará cuando las vista que también son mágicas.




Caballo y dama.

Colocaba el tesoro en las alforjas del corcel negro. Aun le quedaban muchas preguntas, miró toda aquellas riquezas, al magnifico alazán y, girándose, a las tres muchachas. No tenía sentido, se agachó y hundió las manos en la arena. Era fina y cálida, se deslizaba entre los dedos al intentar retenerla. Eso es lo que pasaría en cualquier momento con aquel sueño, el espejismo de aquellas maravillas se desvanecería. Pensó que no lo había conseguido, que el mar embravecido no lo había indultado, que se lo llevó consigo a lo más profundo y ahora vagaba por el infierno donde el demonio se reía de él.
- ¿Quiénes sois?
- Ya nos presentemos. Mi nombre es Lila. El de ella Olivia y Mar es la más pequeña. Sois vos quien nos mantiene en la ignorancia.
- Aseguras conocerme pero mi memoria no os recuerda. ¿Qué lugar es este? ¿Qué es esta burla? Necesito respuestas. Me atormenta la duda de si esto es una purga a mis pecados. Temo despertar en el peor momento, tengo miedo de que solo sea un sueño.
- La vida es sueño. Hermosos los versos de vuestro admirado Calderón, tan bellos como ciertos. Os empeñáis en atormentaros, solo hay una pregunta que realmente debiera de inquietaros y esa es, quién sois vos.
- No sé quien soy, aquel que vertió el agua bendita sobre mi cabeza en la pila de bautismo me negó sus apellidos. ¡Hipócrita! No, yo no tengo nombre, como tampoco derecho a vuestros regalos. Es todo demasiado bueno para ser cierto. ¿Dónde se esconde el engaño?
- Podéis ser todo aquello que deseéis, no existen barreras que os detengan. Vos sois una idea, vos sois palabras. Un hacedor de historias, una mente maravillosa.
- ¡Bah! Mis relatos no tienen vida, perdí la tinta del buhonero. También la pluma con la que dijo que acabase mis historias. Cuando él regrese no tendré nada que ofrecerle, nada con que saldar mí deuda. Las jóvenes cruzaron entre ellas miradas preocupadas.
- Guardaros de los regalos del buhonero, son veneno. – Le advirtió la mujer rubia. – Debéis proseguir el camino y encontrar las respuestas a todas vuestras preguntas y lo haréis sin nuestra.
Wardoll estaba inmóvil junto al naufrago. – La armadura llama demasiado la atención, es mejor mantenerla oculta de miradas curiosas. Las mentes ociosas tienden a perderse en tan peligrosas como equivocadas certezas y con su poca cabeza puede acarrear problemas. – El náufrago miró a Olivia con expresión de no entender sus palabras.
- ¿Ocultarla? No puedo guardar tamaña mole en un bolsillo.
- Chasquead los dedos y dejará de estar, hacedlo de nuevo y la traeréis de regreso. – Ya nada podía sorprender al pícaro. Siguió la indicación de la mujer de la piel oscura y tal como esta había asegurado que sucedería, la armadura desapareció de su vista.
- Poco me importa si sois ángeles o demonios, os debo mucho. ¿Cómo puedo corresponderos?
- Ya lo sabe.
-¡No, no lo sé! ¡Me hacéis perder la paciencia! ¿Es redención lo que he de buscar? ¿Expirar mis pecados… o por el contrario, hacer más daño?
Mar se le acercó y le sujetó las manos. Sus palabras sonaron dulces pero intentaban ocultar una gran inquietud que no fue capaz de disimular.
– Encontrad vuestra inspiración, no la perdáis de nuevo.
- ¿Me tomáis el pelo? De verdad que no os entiendo.
- Que ricamente se está con la cabeza en las nubes, cuánto duele caerse desde ahí arriba. La historia nunca termina. Es la pescadilla que se muerde la cola y cada noche, Sherezade nos la hace pasar en vela con un nuevo cuento, otra historia en la que perderse en sueños con los ojos abiertos.
Aún nos duelen las posaderas por el último golpe y ya estamos trepando por la parra con la intención de dormirnos en los laureles y la ilusión de subir por el arcoíris camino de retomar el cielo. ¿Luego? Pues nos caemos y re emprendemos de nuevo el loco sendero de los afectos y, al igual que cuando de niños aprendíamos a andar, son unos brazos abiertos esperándonos los que nos animan a levantarnos y continuar con nuestra historia interminable.
- ¿Sherezade? ¿También vos ha leído las mil y una noches?
Mar notó como le apretaba con demasiada fuerza las manos, supuso que debido a la excitación. Se libró de las de él sin demasiada brusquedad.
– Le quedan por delante muchas noches, no se demore, no las desaproveche.
- Parto sin tener claro hacia dónde. Acontecen sucesos demasiado extraños para el entendimiento de un simple vagabundo. Enorme el mundo, y me encontrasteis precisamente a mí para llenarme la cabeza con cuentos absurdos. No penséis que soy un desagradecido, es la vida que me ha tocado en suerte la que me hizo receloso. Mil gracias Lila por este hermoso corcel, gratitud también le debo a Olivia por su extraordinaria armadura y a ti Mar por tus cálidas palabras, aunque nada entienda de ellas. Gracias a las tres por la gracia de vuestros preciados regalos. Para mí eso es lo que sois y así es como he de llamaros a partir de ahora, las tres Gracias.
- Se demora, es hora de buscar esas respuestas que no encuentra y que sin embargo están tan cerca.
Se mordió la lengua para no responder de forma grosera a los crípticos de Lila. Montó en Zupia y se alejó al galope. Aquella fascinante vivencia no lo había librado de la sed y el hambre que regresaron al instante de salir del interior de Wardoll.
Sueño o no, no tenía intención de despertar sin disfrutar antes de una buena pitanza y varias jarras de vino. Palpó las alforjas, su tesoro seguía ahí, el salvoconducto que le permitiría escapar de la miseria, de la anodina y penosa existencia que la vida reserva a los parias. Atrás quedaron las tres Gracias.

- Esta vez lo conseguirá.
- Me temo lo peor Lila, ya lo escuchaste, lo trajo consigo.
- No seas pesimista Olivia, en esta ocasión no lo dejara libre. Prevalecerá su bondad y habrá un punto final tras el feliz desenlace.
- ¿Y si no es así? No soportaría otro milenio de encierro, de ocultarnos temiendo que nos encuentre.
Rubia y morena abrazaron a la frágil pelirroja.
– No permitiremos que te hagan daño.
- No le gustaron mis regalos.
Lila le dedicó una amplia sonrisa. - No te preocupes, aprenderá a apreciarlos.

 El naufrago cabalgaba feliz, más contento de lo que recordaba haber estado nunca. Comenzó a cantar una oda dedicada a sí mismo.
-¿Quién es este que llegó con el viento de cara y el sol a la espalda? ¿Quién es el extranjero por quien suspiran las damas, los necios envidian y el pueblo aclama? ¿Quién es este que a los poderosos humilla? Hincan la rodilla avergonzados, le besan las manos sin ahogar el llanto, suplicando clemencia por sus pecados. ¿Quién es el recién llegado al que los serviles halagan buscando una palmada en la espalda, ante quien, por miedo, los traidores ocultan puñal e intenciones? ¿Quién es él, el taimado caballero al que todos elogian mendigando su favor? ¿Quién es este que a las rastreras alabanzas hace oídos sordos y en torno a quién se reúnen los sabios pidiendo consejo?
Él es el negro caballero de puño de hierro, el hombre sin miedo, noble y sincero. Cantan los juglares sus hazañas, le dedican los poetas sus rimas sin disimular en los versos la envidia.
Ríos de tinta no son suficientes para relatar sus gestas y los más jóvenes anhelan crecer para asemejarse a él. Aprieta con rabia los dientes el tiempo, incapaz de enterrar su memoria. Su gloria es perenne lo mismo que su legado. Él es… ¡Mierda!

Un nuevo crujido de las tripas hizo que se olvidase del baño de autocomplacencia. Dejar de escuchar su propia voz, nasal y cavernosa, le supuso un ligero alivio. Ciertamente se le daba mejor echarse flores que cantar. Zupia parecía saber perfectamente a dónde dirigirse y en lo tedioso del trayecto, sin nada mejor que hacer, le dio por eructar tonadas. Así es como se veía en sus ensoñaciones, como un héroe de leyenda. Una imagen en exceso distorsionada. Aun a la grupa del hermoso corcel árabe y ataviado con las elegantes ropas que le dio la ninfa pelirroja, su aspecto era el de un hombre cansado de cuerpo menudo. Conservaba las botas de Wallizard pero el resto de la indumentaria de marino había quedado hecha girones y se deshizo de ella. No así del par de pistolas que llevaba bien sujetas al cinto, ni del tonel de pólvora que amarró al lomo del negro caballo. Las ropas eran totalmente negras, camisa, calzón y guantes le darían un aspecto de corsario de no ser por el extraño turbante con el que ocultaba faz y cabeza. Se había cubierto con él para protegerse del sol que brillaba abrasador en lo más alto.
Era como el que portaban los infieles, los hombres del desierto. De su cara solo quedaban al descubierto los ojos. El hábito y su extrema delgadez daban a su silueta cierto aire fantasmagórico. Durante largo rato había bordeado la montaña, no parecía que pudiera haber lugar por donde franquearla pero se dejó llevar por la montura, en la confianza de que su decidido trote se debía a algún motivo. No se equivocó, una enorme garganta apareció ante sus ojos, Zupia aceleró hasta casi galopar. El pícaro se agarró con fuerza a las riendas temiendo poder caer, si lo suyo no era cantar, definitivamente cabalgar tampoco. Se balanceaba de un lado a otro y al poco de emprender el camino ya tenía el culo molido de golpearlo contra la silla de montar.

- ¡Maldita sea, tengo tanta hambre que me tragaría toda una guardia de gordos eunucos! – Pensó que no había elegido la mejor de las alegorías. Intentó escupir pero su boca estaba seca y pastosa. - ¡Me bebería el pozo de los deseos con monedas y todo! – Esa le pareció un poco mejor.
Por fin la garganta empezó a hacerse más amplia y a lo lejos vislumbró lo que parecía un valle. Se tranquilizó pensando que pronto podría llenar el estómago. Hacia un buen rato que llevaba planteándose la posibilidad de zamparse a Zupia y de saciar con su sangre la sed. Le dio unas palmaditas en el cuello.
- Hoy también es tu día de suerte amigo. – Se agarró rápidamente con ambas manos a las riendas, de poco le fue caerse por culpa de aquel tonto gesto.
El valle se extendía inmenso ante sus ojos, el trigo estaba a punto para la cosecha y se alzaba altivo, mecido por el viento parecía bailaba. En medio del ejército de espigas un sendero, se cruzó con algunas casas de labriegos, muy a lo lejos se vislumbraba lo que debía de ser una ciudad amurallada. La promesa de conseguir comida y bebida hizo que azuzara a Zupia ignorando el peligro que eso suponía para un “diestro” jinete como él. A medida que se acercaba empezó a toparse con algunas gentes. Como era de esperar se trataba de campesinos. Vestían de forma extraña, ellos llevaban calzas de paño muy ceñidas a los tobillos y sujetas a las piernas por correas entrelazadas. El torso cubierto por túnicas de tela fina con mangas. Algunos portaban sobre los hombros clámides de lana y como calzado sandalias. Ellas llevaban vestidos largos que las cubrían desde el cuello a lo más bajo de los tobillos, el pelo totalmente oculto como el resto del cuerpo pero por un pañuelo. ¿Dónde se encontraba? Aquellas gentes le parecieron muy anacrónicas. Para su tranquilidad, saber que esas no eran ropas de sarraceno. Aún estaba muy lejos pero tras las murallas divisó cómo se alzaba la torre de un campanario. Tanto cereal le recordó a la mesetaria Castilla pero el clima en este tiempo era demasiado cálido, en las Españas apenas habían abandonado el invierno.
Las tres Gracias le hablaron y las entendió, pero de no haber sido todo una alucinación, cómo todo lo inexplicable, lo fácil sería achacarlo a algún tipo de magia. Acarició las alforjas.

- Donde hay oro y plata la lengua no supone un problema. – Sonrió maliciosamente al tiempo que recitaba.

“Madre, yo al oro me humillo,
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado
anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.” (*)

- En las Españas del hambre, los pícaros avivan el ingenio para tener el estómago lleno. Hidalgos venidos a menos empeñan la honra para comprar sustento. Frailes y monjas escriben sonetos y Quevedo le canta al dinero. ¡País de sarna y locos!

Cruzaba los arrabales, cuanto le recordó, ahora sí, a su patria. Chabolas y gentes sucias se agolpaban en lo que parecía un mercado de despojos. Harapientos y famélicos gritaban y se peleaban. Pasó la guardia y reinó la calma por unos instantes. Los que tardaron en desaparecer duró la paz. Los soldados iban equipados con cascos cilíndricos de tipo normando con protección para la nariz, los había visto en muchas ilustraciones como también las grebas, de metal al igual que los guanteletes. Una cota de malla larga protegiendo pecho cintura y entrepierna asomaba entre el uniforme blanco sin mangas. Estaban armados con picas, alabardas y algunas ballestas. – ¡Ah si nuestro glorioso caudillo, el excelentísimo don Juan de Austria, descubriese la existencia de un lugar como este! Rico y fértil en campos y gentes, como pobre y atrasado en tropas y armas. Pronto mandaría sus tercios en santa campaña a saquear graneros y arcas.

Llegó a las murallas riendo entre dientes con la imagen en mente. El ejército castellano saqueando, como vulgares ladrones, en aras de una causa tan noble como es llenar el propio bolsillo y el de el emperador. Aminoró el trote hasta llegar al paso, tanteo sus pistolas, no había visto ningún arma de fuego en la comitiva de tropas.

Desde la grupa de Zupia observaba desdeñoso a aquellas gentes. Un tiñoso vendía manzanas podridas gritando las excelencias de su mercancía. Corría un crío mugriento y escuálido, la cara llena de mocos, atestada la cabezas de piojos y entre los brazos un pequeño saco. Tras él, perdiendo el fuelle, una mujer canosa de enjuto talle y tez picada por la viruela. Unos mozalbetes apedreaban a un perro tullido que arrastraba las pezuñas traseras. Enfermo de sarna se rascaba con calma sin hacer caso de los proyectiles. Uno por fin le impactó en el lomo, soltó un agudo quejido e incapaz de emprender la huida se acurrucó en el suelo con el rabo entre las piernas. Nadie parecía fijarse en el negro jinete que paseaba tranquilamente entre ellos. Ajenos a la presencia del extranjero, empleaban su tiempo en sobrevivir otro día, ardua tarea como para distraerse en menudencias.
Los escuchaba gritar, discutir y pelearse. Podía entender perfectamente sus blasfemias, sus amenazas, su limitado y soez vocabulario. Tan vulgares sus palabras como su aspecto. ¿En qué tierras se hallaba? El clima templado y agradable, estar tan cerca de la costa le hizo pensar en un primer momento en Andalucía pero no se correspondía el acento de aquellas gentes con el ceceo, seseo y gracejo de los sureños peninsulares. ¿Y si se trataba de una isla? Nunca estuvo en las Canarias. Unos fuertes graznidos se escucharon nítidamente entre el barullo de la ajetreada multitud. Por unos instantes se hizo el silencio. Todos alzaron la vista sobre sus cabezas, estáticos, como si se hubiese detenido el tiempo, permanecieron inmóviles con expresión angustiada. Unos momentos que parecía se les hicieron eternos. Escrutaban el cielo con ojos inquietos, cómo buscando demonios en dónde debieran de habitar solo los ángeles. También él alzó la vista curioso. Solo eran unos buitres, que al igual que los hombres en tierra, buscaban carroña desde lo alto. Continuaron con sus quehaceres como si aquel instante de desasosiego jamás hubiera ocurrido.
Era difícil avanzar entre la manada de menesterosos. Las puertas de la ciudad estaban abiertas y cerca el momento de atiborrarse con todo aquello que el dinero podía comprar. ¿Con qué empezaría? ¿Una buena pierna de cordero, un cochino lechón? Lo tenía claro, lo primero, una enorme jarra de vino y para ir haciendo boca unas lonchas de jamón bien curado. Empezó a salivar solo de pensarlo. Había pasado más de un día sin humedecer la garganta con nada. Bajó la parte del turbante que le cubría la boca, necesitaba que el aire refrescara su rostro. No tardó en ocultar de nuevo nariz y boca protegiéndose del hedor del lugar. Algo se aferró a su pierna con fuerza y casi lo hizo caer del caballo. Se asustó, estiró de las riendas y Zupia levantó los cuartos delanteros amenazando con aplastar a varios de los presentes. Los relinchos llamarón la atención de la concurrencia. Su interés por el recién llegado desapareció pronto, los más próximos se alejaron guardando las distancias y cada cual a lo suyo. La presión en su pierna seguía, descendió la vista, la encontró sujeta por los brazos de una mujer en exceso delgada, como la mayoría de los que había visto hasta el momento. Tenía la mirada de aquellos que habían perdido el ceño y los ojos húmedos de lágrimas. De no ser por aquellas raídas vestiduras y lo sucio y desaliñado de su aspecto, podría incluso resultar bonita. El pelo corto muy negro y verde esmeralda el color de sus ojos. Agitó la extremidad intentando en vano desprenderse del abrazo de la mujer.

- Usted parece venir de lejos, no es como el resto. ¿Ha visto a mi pequeña? Una niña de largos cabellos azabaches, pálidas mejillas y dulce sonrisa. Mirada verde y sosegada como la mar en calma, a mi cintura llega su altura.
- ¡Aparta de mi camino loca! He visto muchos cachorros como el que describes pululando entre la basura. Seguro se encuentra bien. ¡Ahora déjeme en paz!
- Por lo que más quiera se lo pido, haga memoria.
- ¡¿Que me importa tu vástago?! ¡Aparta! – Consiguió desprenderse de la tenaza y con el talón de la bota la propinó un fuerte empujón que la hizo caer al suelo entre barro y estiércol. Desde aquella humillante posición lo miró con los ojos inundados.
- ¿No tiene usía hijos? Tan solo ella me quedaba en este mundo vil donde nadie se apiada del dolor de una madre. Si no la ha visto ayúdeme al menos a buscarla. Seguro bajo esas negras vestiduras no es tan umbrío su pecho como quiere aparentar.
Le lanzó una moneda que cayó en el barro junto a la mujer y le dio la espalda.
- ¿Es con esto con lo que pretende silenciar su conciencia? ¿Con una moneda? ¿Cree el señor que esa limosna lo hace mejor a los ojos de Dios? Me equivoqué, en nada se diferencia de los otros, de los egoístas y vanidosos pobladores de este maldito reino. Estoy segura que se encontrará como casa entre todos ellos. La frustración me empuja a desearle lo peor, pero yo no soy como vos. Espero que jamás padezca un dolor como el que yo siento, que no se le pudran como a mí las carnes, que no lo consuma la pérdida de alguien querido. Espero que nunca le nieguen el auxilio cuando no tenga más esperanza que la confianza en la bondad humana.
- Hablas como si tu hija ya estuviera muerta. Si es para enterrarla la ayuda que buscas, esa moneda te será útil. De no encontrar el cuerpo podrás sepultar en vino su recuerdo.
- Ni tan solo es capaz de mirarme a la cara cuando escupe tan miserables palabras.
- No me asusta el desprecio ajeno, he aprendido a vivir con él, es tan solo que tengo cosas mejores que hacer. Quede con Dios señora, él le hará compañía en su desdicha. Seguro tampoco se apiada con tus llantos y te devuelve a tu hija. Yo ciertamente no soy un hombre bondadoso y pío, pero si comedido en lo humilde. Es por ello que no pretendo ser mejor que el mismo Dios, que me voy tranquilo por donde he venido.
- ¡Se lo suplico!
Oculta quedó entre la multitud y ahogados por el tumulto sus sollozos. Sin duda su pérdida la volvió loca. Sintió cierta envidia por la desaparecida niña. Nunca se preocupó su madre de él, como tampoco le importaba al hijo lo que hubiera sido de ella.
Por fin cruzó las puertas de la ciudadela

Incluso el sol parecía iluminar de forma diferente una vez pasadas las murallas de la ciudad. Las gentes que por ellas paseaban iban ataviadas con lujosas ropas de vivos colores y engalanaban cuello y manos con anillos y joyas. Al parecer del recién llegado, se le antojaron pavos reales luciendo plumaje. La mayoría de ellos portaban extravagantes sombreros coronados por exóticas plumas. Perfumados como meretrices y porte de alfeñique, maneras de invertido en los hablares. Ellas lucían también vistosos vestidos, ceñidos y de generoso escote. Pintada la cara como bufones, contoneos y ademanes de gallina en celo. También, aunque muchos menos, pululaban zalameros y serviles otros con indumentarias más modestas.
Por lo visto, tanto fuera como dentro era día de mercado, salvando abismales distancias entre lo expuesto por los tenderos de uno y otro lado de la muralla.
Un crío escapaba de los guardias con una gallina entre los brazos. – Este se les ha colado desde los arrabales. – Pensó el jinete negro. Los soldados dispararon sus ballestas y las flechas zumbaron muy cerca de la cabeza del muchacho.
- Los infieles te cortan la mano con la que has robado, los piadosos cristianos colgamos a nuestros hambrientos ladrones de un árbol. Eso no cambia en tierra propia ni extraña. Interpuso su montura entre la tropa y el huido.
- ¡Salga de en medio estúpido! – Le gritó uno de los soldados. Obedeció sin tomarse demasiada prisa, la justa para que el ladronzuelo se perdiera por una callejuela.
- ¡Maldito escoria! Escapó por su culpa, no nos presentaremos ante el capitán con las manos vacías.
- ¿Osas amenazarme infeliz? ¿Sabes acaso con quien estás hablando?
- A la vista está que eres escoria. Descabalga por las buenas, Nos será más cómodo llevarte por propio pie que arrastrar tu cadáver.
- ¡Menudos modales! Haré te los tragues junto con la punta de mi pie.
El sol se oscureció por un segundo, los soldados miraron hacia arriba y curvaron el lomo como cuando se intenta de forma estúpida protegerse de la lluvia o se espera que el cielo se desplome sobre nuestra cabeza. Perdieron el interés por él y se alejaron corriendo hacia el estrecho callejón por el que había escapado el raterillo. Pensó el forastero que todo aquello era muy extraño. Descendió del caballo y se acercó a pie a unos establos.
El tipo al cargo dio un brinco. – ¡Por lo más sagrado, no lo escuché llegar!
- Ahora no hay nada más sagrado para ti que mi caballo y lo dejo a tu cuidado. Trátalo bien y seré con el pago generoso, de lo contrario… Mejor dejo que fantasees con todo aquello que te podría hacer. – Le lanzó con desprecio una moneda de plata. Después despojó a Zupia de sus alforjas que cargó sobre el hombro derecho. Había distribuido de forma equitativa el peso, en la de delante el oro, la plata a la espalda.
Por fin pudo saciar el apetito, traía consigo hambre de lobo y, boquiabiertos, todos miraban como devoraba de primero un pollo, de segundo lechón y cabrito, todo regado con abundante vino tinto. A los postres, pasteles de miel y canela, casi juntó comida con merienda y cena. Ya con la barriga llena se imponía una buena siesta.
- ¡Mesonero, una habitación en la que no moren las chinches y que nadie me moleste!
- Cuide sus palabras, aquí toleramos a aquellos que pagan lo que comen y beben, pero la escoria, con o sin dinero, debe guardarme el respeto.
Era la segunda vez que le llamaban escoria desde que entró en la ciudad. Se sintió tentado de chasquear los dedos y hacer aparecer a Wardoll para poner a todos aquellos engreídos en su sitio. Se calmó, tenía mejores planes para la negra armadura mágica.
- Paciencia. – Pensó. – Pronto todos estos cretinos comerán de mi mano. – Se colocó con cuidado la parte del turbante que le cubría el rostro y se levantó despacio. Estaba inflado por la bacanal de carne y morapio. Se marchó sin pagar y el dueño no movió un solo dedo para detenerlo. Ya en el exterior miró a través de la puerta abierta de la posada. El mesonero, armado con un garrote, corrió hacia la salida y miraba de un lado a otro buscando al huido comensal. El pícaro quería comprobar algo que le rondaba hacía largo rato por la cabeza desde que llegó a los arrabales. Ahora entendía donde residía la magia que le aseguró la pelirroja Mar que tenían aquellas ropas. Cuando se cubría por completo con ellas era casi invisible a los ojos de aquellos patanes. El posadero estaba frente a él, si alargaba la mano prácticamente podría tocarlo y sin embargo no lo veía. Empezó a sospechar cuando nadie en las empobrecidas afueras de la ciudad lo miraba. Llamando como llamaba la atención sobre el hermoso Corcel que montaba, ni uno solo de aquellos menesterosos reparó en él. Solo la mujer enloquecida, y fue en el momento que se descubrió el rostro para que el aire lo ventilase. Incluso cuando hizo encabritar a Zupia, y a punto estuvo de aplastar a varios, permanecieron ajenos a su presencia.
Al interponerse entre la guardia y el pequeño ladrón tampoco lo vieron hasta que no se toparon con él y a la mínima distracción lo perdieron de vista de nuevo. La vida mejoraba por momentos. De haberlo sabido no habría tratado con tanto desprecio a la pequeña de las tres Gracias. Decidió prescindir de perder el tiempo sesteando, quería asegurarse por completo de lo cierto al respecto de su mágico traje. Pasearía por el mercado y recordaría sus tiempos de ladrón de bolsas. Si, ya era inmensamente rico. ¿Y qué? Supuso que serlo lo había convertido en un avaricioso. Ahora dentro de su misma camisa comprendió a nobleza y clero. Nunca es suficiente la riqueza si se la puedes sustraer a los demás.
La providencia provee, inversa es la suerte según el lado en el que te encuentres. Con qué facilidad la fortuna cambia de manos. En un descuido lo tuyo es mío y no hay bolsillo lo suficientemente oculto, ni complicado el cierre de un broche que se resista a unos dedos bien entrenados en el noble arte del hurto. Aciago día de mercado para los confiados ciudadanos. Un juego de niños aliviarlos del peso de sus monedas, despojarlos de sus riquezas. Tan sencillo que pronto el pícaro perdió el interés. ¿Dónde reside la gracia si no te pueden ver? Carente de todo riesgo ¿Dónde está el aliciente?
Centraba ahora la atención en el mercado de la carne. Se exhibían ellas como vulgar mercancía. Una lonja de pechugas y muslos esperando que empiece la puja. En cualquier otro lugar habría dado por sentado que se trataba de prostitutas. Ni rastro del recato y el decoro de las damas de las católicas Españas. Las Españas del mantón y la peineta donde imaginar una teta conlleva la condenación eterna. Se divertía deslizando entre el canalillo lo primero que se le ponía a mano. Robaba un collar, una sortija y los depositaba con todo el descaro como un niño los ahorros en la hucha. Luego venían las trifulcas, desenvainaban su acero los lechuguinos defendiendo la honra de las damas que juraban y perjuraban desconocer cómo aparecieron entre sus senos aquellos objetos. ¿Cómo era posible que no pudieran verlo? Llegó la guardia para poner paz en el entuerto. Se puso frente a ellos, pasó un buen rato dedicándoles burlas y muecas sin que pareciera que ninguno de ellos lo tomase en serio. - ¡Es cierto que no me ven! – Con todo, mejor no hacer demasiado ruido, eso quizás lo pondría al descubierto y es más cauto, por el momento, no comprobar si estaba, o no, en lo cierto.
Atrajo su atención un nuevo tumulto del que no era él el responsable. Un grupo de probos ciudadanos se arremolinaban alrededor de algo o alguien. Gritaban y gesticulaban de forma acalorada. Se acercó curioso, aburrido como estaba de hurtos y gamberradas. Bulliciosas voces, redundantes acusaciones y enojados semblantes los de la turba reunida. Una mujer de cabellos rubios, recogidos en un estrambótico moño, injuriaba y despotricaba. Junto a ella, cabizbaja, una joven con todo el aspecto de ser su sirvienta. La mayoría de los reunidos debían de ser muy ricos por como vestían y engalanaban el cuerpo. Otra mujer más adelantada en la cohorte de energúmenos, clamaba puño en alto.
- ¡No tenemos por qué soportar las burlas de una escoria! ¡Que la arrojen de una vez a los arrabales!
Muchos gritaron a coro. - ¡Destierro, destierro!
No podía ver quién era el objeto de las furibundas iras de los congregados. Se abrió paso entre ellos y solo al hacerlos a un lado se giraban contrariados. Miraban con antipatía al extraño de enlutados atavíos.
- ¡Que se largue y nos deje tranquilos! ¡Que alguien llame a la guardia!
- Calma amigos míos, seguro entra en razón y se retracta de lo dicho. No nos precipitemos en mandar a la picota a alguien tan joven. Ya se sabe lo que la juventud conlleva, inexperiencia y bravuconería. Todos hemos pasado por ello.
El pretendido conciliador era un tipo ya algo entrado en años de pelo grasiento y escaso, muy al contrario que su poblado mostacho. Disimulaba con poco éxito las flácidas carnes bajo unos amplios ropajes decorados con cenefas en bajo y mangas. Por el brillo que reflejaban a buen seguro estaban confeccionadas con hilo de oro. Botas de buenas hechuras y joyas en cabeza, cuello y manos. Sujeta en la diestra un extraño cayado.
- De todos estos petimetres tú eres el más rastrero. No me vengas con paternalismos, todos los aquí reunidos saben lo que quieres. Te mueres por compartir alcoba conmigo. ¡Me repugna solo la idea de respirar el mismo aire con alguien tan abyecto! ¡Aleja tu fétido aliento de mi cara! - Los presentes soltaron una indignada exclamación.
Ahora si estaba lo suficientemente próximo como para poder verla con claridad entre el gentío. Buscó en su mente palabras para describirla, solo fue capaz de exhalar un suspiro. La belleza de las tres Gracias juntas no estaba a la altura de los juanetes de aquel hermoso animal de larguísimo pelo negro, mirada indómita y piel clara, casi pálida. Se hallaba tan cerca que pudo ver nítidamente el extraño color de sus ojos, pupilas y retinas se fundían en un pozo negro, tan salvajes como seductoras. Sus ropas eran muy distintas a las de los pomposos lugareños, oscuras sin llegar al negro. Liviana camisola y bajo ella el relieve de unos senos pequeños. Calzón lo suficientemente ajustado como para que la forma de sus caderas atrajese su lasciva mirada. Las piernas muy largas, se fijó en su calzado, botas sin tacón y pese a ello, posiblemente fuese más alta que él.
- ¡Insidiosa muchacha! ¡Un hombre que te ponga en el sitio que te corresponde es lo que te hace falta! Te tiendo la mano y no te conformas con rechazar mi ayuda. ¡Me insultas! Colmas mi paciencia, de seguir como hasta ahora llegará el momento, y no ha mucho tardar, que ni yo podré seguir protegiéndote.
- ¡Nadie pidió tu ayuda, patético gordo! Todos los presentes saben de qué modo te cobras los favores. Puedes tenderme la mano, encantada te la cortaré para insertarla en tu enorme trasero. ¡Me echasteis de mi casa! ¿Y por ello debo estar agradecida?
- Es la ley muchacha. Los escoria no puede poseer morada a este lado de la muralla. Nada puedo hacer al respecto.
- ¡Leyes injustas que redacta en propio beneficio la condesa junto al consejo al que vos pertenecéis! Solo me consuela saber que llegará el día, que incapaces de digerir todo aquello que tragáis, reventaréis y yo estaré ahí para verlo.
- ¡Haced callar a la insidiosa! ¡Tapad su venenosa boca! – Gritó la rubia del moño.
- ¡Tu calla, zorra! No tengo la culpa de tener a tu hombre babeando, olisqueando mis nalgas cómo perro en celo. ¡Ponle bozal y correa! ¿Pensáis que me interesan vuestros amantes? Engreídos, patanes, aduladores y rastreros lame culos ¡Arpías envidiosas e hipócritas! No los necesito, no necesito a nadie, solo quiero que me devolváis mi hogar y poder perderos de vista. Me aburre tanta mentira, tanta condescendencia. – Parecía que eran las hembras las que guardaban más animadversión hacía la muchacha. Por el contrario, los hombres no ocultaban, aún a riesgo de recibir un buen pescozón de sus parejas, su atracción por ella. Una, emperifollada hasta las cejas con polvos, colorete y pintalabios, empezó a vocear histérica.
- ¡Es una amargada! Nadie la soporta, no se soporta ni ella misma. ¡Que la destierren de una vez! – Le arrojó una piedra acertando en un pómulo muy cerca del ojo izquierdo. De la brecha empezó a manar abundante la sangre.
- ¡¿Quién ha sido?! Se os da bien lanzar la piedra y esconder la mano. ¡Cobardes!
El pícaro no perdía detalle, estaba fascinado por la mujer morena. El trato que le proferían aquellos peleles hacía que los detestara cada vez más. Se sintió tentado de intervenir pero a buen seguro que la joven se lo tomaría como una ofensa. Decidió que lo mejor sería continuar invisible a los ojos de todos, observar y callar.
A medida que se caldeaban los ánimos el pícaro se temió lo peor, aquello podía ser el preámbulo de una lluvia de piedras. Casi podía escuchar en el palpitar de sus corazones el deseo de un linchamiento. De improviso sonó un trueno y todos alzaron temerosos la mirada hacia lo alto.

- ¿De qué tenéis tanto miedo? – El gesto de la mujer de los ojos en extremo negros era más triste que amenazador. - ¿Por qué miráis con recelo el cielo? – Era cierto, todos habían alzado la cabeza escrutando las alturas. El mudo observador también torció el cuello hacia lo alto con curiosidad.
- ¡Contigo llegó el mal que nos aflige! ¡Deberíamos quemarte en la hoguera por bruja! -
Un tipo de piel lechosa la señalaba con el dedo, su pulso no era del todo firme. El reciente temor que se había despertado en los acusadores no resultó ajeno al hombre de negro. A quien todos llamaban " insidiosa" sonrió de forma cínica.
- Sí, soy la novia del demonio. – Rio a carcajadas. – Lo invocaré y no dejará de vosotros ni las cenizas. – De improviso alzó la vista y la voz señalando los cielos. - ¡MIRAD, AHÍ VIENE!

El estruendo de otro trueno, acompañado de su correspondiente relámpago, puso a varios de ellos en fuga. Los que quedaron se apretujaban y abrazaban sin dejar de otear el cielo. El pícaro solo veía la tormenta que se les venía encima, cayó una primera gota en su mejilla.
El tipo del cayado se giró colérico hacia la joven. – No bromees con el maligno. Bien sabes todo el sufrimiento que la plaga nos ha traído. Muchos te culpan de su llegada y quizás no se equivoquen. Yo no soy quien para juzgar, pero si continuas con ese tipo de burlas, es posible que no pueda detenerlos en su homicida furia y acabes, tal como ese mentecato pedía, ardiendo en la pira. Has de saber que la condesa ha mandado una carta al rey pidiendo ayuda y como respuesta está en camino un inquisidor, quedas advertida.
- ¡Escupo en el rey y en su inquisidor! ¿Qué pueden arrebatarme ya, aparte de la vida? Aseguráis que nada vale nuestra existencia, que somos escoria, pero bien que nos necesitáis. Sin nosotros seriáis incapaces hasta de limpiaros el culo. Nos mantenéis en la miseria con leyes despóticas para que seamos dependientes de vuestros caprichos.
- Si sigues por ese camino no me dejarás más remedio que encerrarte. Injuriar a su majestad se pena con una larga condena. Los arrabales se te antojaran la tierra prometida en comparación con las celdas y sus instrumentos de tortura. Será mejor te muerdas la lengua y calles, aun a riesgo de envenenarte.
Más truenos, la lluvia empezó a caer a cántaros. Todos se dispersaron buscando donde guarecerse. Pronto el mercado se convirtió en un barrizal. Los comerciantes recogían a toda prisa sus artículos, en pocos minutos el lugar quedó desierto. Empapada en mitad de la plaza, ignorando el aguacero, la joven de larguísimo pelo negro permanecía inmóvil con mirada ausente. En frente, el falso caballero la observaba en silencio.
- Indómito animal de coraje inconsciente. –Empezó a musitar. - Cuan fácil doblega orgullo el verdugo. Una vileza seria marcase con sus hierros tanta belleza. No fuerces tu condena, no vale la pena acabar retorciéndote de dolor entre tus propias heces. Escapa el valor para siempre, queda el bochornoso miedo y la vergüenza. Una pena acabar así, anulada por completo la conciencia, reducido el otrora salvaje disidente a un pedazo de carne sin juicio. Créeme, lo he visto, lo he sufrido.
- ¿De dónde demonios has salido tú? – Se sobresaltó, miró a los lados y a su espalda, nadie más había. ¿Era a él a quien se dirigía? ¿Lo podía ver? Quizás escuchó sus palabras.
- ¿Se te comió la lengua el gato, tipo raro?
- Por no decir no, no digo nada y quien calla otorga.
- Eso es una solemne tontería. ¿Pretendes burlarte de mí?
- Nunca digo si por no arriesgarme a que me pidan y, por no dar, no doy ni pena ni los buenos días.
- No me extraña que oculte su rostro alguien que recita tamañas necedades. ¿Por qué me espías? ¿Qué hacías ahí plantado como un pasmarote entre todos esos presuntuosos? ¿No hablas? ¿Se te acabaron las majaderías?
- Cogerás una pulmonía si no buscas refugio.
- ¿Me ofrecerás amablemente un techo donde cobijarme? Posiblemente también un lecho caliente. No quiero volver a verte rondándome. ¡Ahora vete, piérdete de mi vista!
Obedeció, recorrió bajo la lluvia las calles desiertas dándole vueltas a lo acontecido. Lo había visto, de eso no había ninguna duda. ¿Y porqué precisamente ella? Estaba completamente empapado, aquello no era bueno para su tisis, debía de buscar techo y calor. Respiró profundamente, el agua había limpiado el hedor del mercado. Se sentía bien, la tos hacia mucho que no hacía acto de presencia. ¿Un nuevo milagro?
Nada había sacado en claro en toda la jornada. Era de noche, diluviaba y seguía sin tener la menor idea de en donde se encontraba.

Todas sus carnes flácidas cayeron como un fardo sobre el piso. Desorientado se agarró a la cama intentando incorporarse. Miró por la ventana, aún no había amanecido. El lacayo estaba frente a él con la actitud lacónica que se espera de los mayordomos. Debía de tener un buen motivo para molestarlo a esas horas, de lo contrario no habría osado interrumpir su sueño. Por un momento se temió lo peor pero lo tranquilizó la actitud sosegada del sirviente.
- ¡Por tus muertos Manuel, espero que sea lo suficientemente importante! ¿Qué demonios pasa? ¿Es que ha regresado?
- No mi señor. – El burgomaestre respiró aliviado. Agudizó el oído, todo parecía en calma.
- ¿Y bien? ¿De qué se trata entonces?
- Tengo en la puerta al capitán de la guardia y a algunos soldados. Dice que urge su presencia en la plaza de la ciudadela.
- ¿A estas horas? Ni el sol ha despertado aún. Como ese cretino me haya sacado del lecho sin una buena razón haré que lo fustiguen hasta que de su piel solo queden jirones. ¿No dijo nada más?
- No mi señor.
Refunfuñando ordenó que le ayudara a vestirse. Agarró el cayado que lo identificaba como alcalde de la ciudad y marchó sin prisas trás el criado. En la puerta de la mansión esperaba oficial y tropa con expresión bobalicona.
- ¿Nos atacan?
- No excelencia. – Respondió el capitán.
- Entonces es que ha llegado el inquisidor.
- Tampoco es eso excelencia.
- ¡Por los clavos de Cristo! ¿Quiere alguien de una vez decirme lo que pasa?
- Es complicado excelencia, será mejor que lo vea usía con sus propios ojos.

El aguacero del día anterior se había prolongado hasta bien entrada la noche y las calles estaban llenas de lodo. Cuando llegaron a la plaza, la misma donde se montaba el mercado, botas y bajos de su vestimenta estaban llenos de barro.
Rodeado por decenas de soldados, un jinete permanecía impasible, pese a que toda la tropa presente le apuntaba con sus ballestas. Caballero y montura estaban acorazados. El caballo era un percherón enorme totalmente negro, a juego con quien lo montaba. Lomo, testa y patas estaban bien pertrechadas por oscuro y duro metal. Era una imagen tan imponente como fantasmagórica. El burgomaestre intentó poner los escasos y grasientos cabellos que le quedaban en su sitio, luego dio forma a las puntas de su mostacho con los dedos.
- ¿Quién puñetas es ese y qué es lo que quiere?
- Insistió en que solo hablaría con el gobernador de la ciudad.
- ¡Sois un estúpido! ¿Acaso no sois capaz de hacerlo hablar?
El capitán miró al caballero negro y a sus hombres. Lo rodeaban temblorosos sin saber a lo que atenerse. Eran más de treinta y el extraño tan solo uno sobre su diabólica montura. Tras el yelmo parecían brillar unos ojos malévolos y los del jamelgo eran aún más inquietantes si cabe.
- Podría ser un enviado del rey. – Dijo el oficial tras un paréntesis de incómodo silencio.
- Me habéis asegurado hace un momento que no se trata del inquisidor. – Lo miró, ciertamente no tenía pinta de serlo. – No esperamos a nadie más mandado por su majestad. – Burgomaestre y capitán acabaron bajando la voz de forma inconsciente hasta casi cuchichear.
- ¿Creés que puede ser peligroso?
El soldado se encogió de hombros. - En cualquier caso mis hombres lo abatirán si mueve un solo dedo.
El burgomaestre agitó las manos cómo pensando que con el aire provocado el soldado volaría cual hoja a su antojo.
- Anda, ve mejor tú a ver lo que quiere.
- Se niega a hablar con cualquiera que no sea el gobernador de la villa.
- ¡Pues haz tu trabajo y encierra a ese engreído! Ya nos dirá bajo tortura todo lo que necesitemos saber.
- ¿Pero..? ¿Y si en verdad es un enviado del rey o de cualquier otro? Miradlo bien, parece uno de los caballeros guías de la Iglesia.
- Un emisario del inquisidor, eso tiene sentido. - El burgomaestre volvió a juguetear con las puntas de su mostacho de forma nerviosa. - Está bien, hablaré con él, pero no lo perdáis de vista, al menor movimiento sospechoso acribillarlo.
Los soldados abrieron sus filas para dejar pasar al burgomaestre.
- ¿Qué es lo que queréis de mí? - Increpó al caballero con altanería.
- Vos no parecéis un noble, a mi entender no sois más que un vulgar comerciante. – La voz del caballero negro retumbó poderosa y decidida. Luego se dirigió al oficial. - ¿Qué clase de ladino inepto sois vos? Incapaz de cumplir un simple recado. – El orgullo del soldado se sintió herido.
- ¡Guarda las formas! El único motivo por el que no te he bajado de ese caballo y arrojado a una mazmorra es porque aún no se si eres o no un enviado del rey.
- No, no lo soy. Ahora ven y cumple tu amenaza. – El capitán echó mano a la empuñadura de su espada pero el burgomaestre lo detuvo. – Calma tu ánimo, veamos primero qué es lo que quiere. - No sin murmurar unas quejas el capitán enfundó su espada.
- Yo soy el máximo representante del Consejo y alcalde de la ciudad. Si buscas a la máxima autoridad de la ciudad, aquí la tienes.
- ¿El Consejo? ¿Qué es eso, alguna especie de gremio? ¡Largo de mi vista, corre en busca de algún noble que pueda rendirme cuentas! – Ahora fue el burgomaestre el indignado por tamaño desdén.
- Muy bravucón me pareces para ser alguien que está a un gesto de ser ensartado por decenas de saetas. Te sacaré las palabras a palos y después mandaré que cuelguen lo que de ti quede en mitad de la plaza para que todos vean cómo acaban los bocazas.
- Más amenazas que se lleva el viento. Si desenvaino mi espada serás el primero en caer. Se abrirán muchas entrañas, rodaran cabezas, teñiré el barro con vuestra sangre.
- ¡Esto es ridículo! – Gritó el alcalde. - `¡Dad a ese cretino lo que merece!
Los soldados se abalanzaron contra el caballero. El enorme percherón alzó las patas trasera y pateo a los más cercanos. Desenvainó el caballero su arma y justo en ese momento sonó un extraño trueno. Una almena saltó en pedazos a espaldas del jinete. Todos quedaron petrificados sin entender qué es lo que había sucedido, momento que aprovechó el caballero para arremeter contra el burgomaestre y su capitán. Descabalgó y puso el filo de la espada muy cerca de sus gargantas. Las gentes del lugar despertaron sobresaltadas y por las ventanas empezaron a asomar cabezas mas asustadas que curiosas.
- Ya habéis hecho que pierda mucho de mi tiempo, os diré a vos lo que quiero. He visto mucha riqueza en este lugar, tanta que es una vergüenza que esté tan mal repartida. Creo que merezco una buena parte de ella, un tributo. Vendré a recogerlo mañana cuando despunte el alba. 10000 monedas de oro será el primer pago. Lo quiero sin excusas ni demoras o de lo contrario… - Forzó una teatral pausa. – De lo contrario lo destruiré todo.
- ¿Osáis amenazarnos? Todos verán cómo se secan tus huesos encerrados en una jaula.
- Recordad donde se haya el filo de mi espalda antes de que las palabras salgan de tu garganta. 10000 monedas mañana y otras mil cada semana. Hablad con el verdadero amo de estas tierras, vos no sois más que un perro. - Montó y se apartó lo justo para que, viéndose a salvo oficial y burgomaestre dieran la orden de atacar. Las flechas rebotaban en la negra coraza y las lanzas se tronchaban quedando roto el palo y aplastadas las puntas. Algunos sujetaron la montura e intentaron inútilmente hacerlo caer. Los golpeó con el escudo derribando a varios. Luego cuando se retiraron asustados del alcance de su espada la envainó. De una faja que rodeaba su cintura sacó un extraño palo corto, en su extremo posterior se consumía una pequeña mecha. Retumbó una especie de trueno y un relámpago salió de la punta. El casco del capitán voló por los aires.
- En la próxima ocasión haré que estallen vuestras cabezas.
Pasó un buen rato desde que el caballero traspasó las puertas de la muralla escabulléndose por los arrabales hasta que las gentes se atrevieron a abandonar sus viviendas. El oficial desprendía un desagradable y delatador hedor mientras que el burgomaestre era incapaz de articular palabra. Los soldados socorrían a sus compañeros, magullados en carnes y orgullo. Unos ojos profundamente oscuros fueron testigos de lo acontecido. La joven de larguísimo pelo negro decidió que era mejor alejarse de allí antes de que alguien la viese y la culpase de tener algo que ver con los sucedido. Sonrió, quizás gracias al recién llegado se olvidasen de ella. Un nuevo mal había caído sobre los cobardes habitantes de la ciudad, uno que considerarían mucho más dañino, pues les afectaba al bolsillo.


La cosa del pantano.


Consiguió escabullirse de los soldados colándose por agujeros no mucho mayores que madrigueras de conejo. Conocía al dedillo aquella ruta de huida pero la frecuencia con la que la utilizaba empezaba a no hacerla segura. Esta vez le fue de bien poco, de no ser por la proverbial aparición de aquel torpe jinete ahora podría estar preso, o peor, muerto. ¿Peor? ¿Qué podía ser peor que aquello? Quizás los arrabales, pero en ellos al menos no estaba solo. Empapado por la lluvia, asustado por la oscuridad, el pequeño ladrón se sentó en el suelo abrazado a su botín. La tormenta no amainaba y ya era noche cerrada. La guardia no lo buscaría aquí, en el barrio de los siervos y los peones. No era un lugar mucho mejor que los arrabales, chozas de madera y edificios de adobe apuntalados para no venirse abajo, callejuelas estrechas cubiertas de mierda. Allí donde dejaras descansar el cuerpo debías primero aplastar piojos, pulgas y chinches. Eso por no hablar de las ratas, siempre en disputa con los famélicos perros por los pocos despojos que arrojaban por la ventana los que allí moraban. Era un lugar horrible en el que se hacinaba los escoria.
Los que conseguían un trabajo dentro de las murallas debían pagar unos alquileres desorbitados por aquellos cuchitriles a sus avariciosos caseros. Todos soñaban con conseguir suficiente dinero para comprar la ciudadanía y, por perseguir quimeras, se deslomaban de sol a sol.
Allí creció el pequeño ratero, allí murió su padre aplastado por una piedra. Su espalda no soportó por más tiempo acarrear el peso en el trayecto de la cantera al lugar donde construían la catedral, otro ocupó su lugar en la fila sin que nadie se preocupase por el caído. El escorbuto y el ántrax se encargaron de privarlo de su madre poco tiempo después. Curtir pieles es lo que tiene, las pieles con las que se confeccionan las bonitas vestimentas de los señores. Así es como se convirtió en uno de tantos niños de la calle, así es como acabó en los arrabales.
El frío se le había metido en los huesos, al menos parecía que por fin cesaba el aguacero y apareció la luna con su tenue claror. En sus manos aun todos los dedos, diez, los mismos que años había vivido. De forma automática empezó a desplumar la gallina sin tener la real intención de hincarle el diente. No tenía leña con la que preparar una hoguera, tampoco con que prender fuego, su mente se perdió en pensamientos tan oscuros como el lugar en el que se hallaba.

- ¡¿Dónde está Cecilia, donde está mi niña?!
- No…no lo sé “mamá Justine”. –
Lo agarró por los hombros y lo agitó con fuerza. El niño lloraba y no se atrevía a levantar la mirada, temeroso de encontrarse con los verdes ojos de la airada mujer. Intentó calmarse y se agachó hasta ponerse a la misma altura de la cabeza del mozalbete, lo obligó a mirarla alzándole el mentón con suavidad.

- Solo tenías que cuidar de ella en mi ausencia, solo eso te he pedido.
- Fuimos a jugar, se…se perdió.
- ¿A jugar? ¿A jugar dónde, dónde se perdió? – El crio quedó en silenció, agachó de nuevo la cabeza avergonzado.
- Por favor mírame. ¿Dónde se perdió? Ella es pequeña, tú ya eres un hombrecito. Te lo suplico, dime dónde. – Al no recibir respuesta perdió la compostura, lo zarandeó con más violencia. - ¡¿DONDE, DONDE, DONDE?!
- En las ciénagas. – Balbuceó por fin el chiquillo.
Lo empujó, se irguió dándole la espalda para no tener que verlo y así intentar reprimir el impulso de golpearlo. Aspiró una gran bocanada de aire, relajó los puños y se giró, el niño temblaba, continuaba cabizbajo.
- ¡La llevaste a los pantanos! ¿En qué demonios estabas pensando?
- Yo no quería, fue idea suya. Te juro que yo no quería, pero ella me obligó.
- ¡¿Qué te obligo!? ¡Solo tiene seis años! ¡¿Cómo pudo obligarte?! – En esta ocasión sí estuvo a punto de soltarle una bofetada. El niño vio la furia en los ojos de la mujer, pudo intuir sus intenciones, encogió el cuerpo y se cubrió la cabeza con los brazos. Nunca la había visto así de furiosa, ella siempre lo había tratado bien pero ahora sentía mucho miedo.
- Fue ella quien tuvo la idea. Perdóname “mamá Justine”.
- ¡Yo no soy tu madre, no me llames así! – Era cierto, no lo era, pero lo había acogido bajo su ala al poco de haberse hecho amigo de Cecilia y compartido con él lo poco que tenían. Desde entonces la había llamado “mamá Justine” y ella sonreía al oírle decirlo, hasta ahora.

Justine vivía, como la mayoría de los escoria, junto a su hija en los arrabales. Como tantos otros se ganaba la vida como podía. El niño nunca le preguntó de qué forma, no quería saberlo. Tampoco le preguntó jamás por el padre de la niña.
Ella pasaba el día fuera y él dejaba discurrir las horas jugando y explorando el mundo junto a su amiga. Cecilia era una niña jovial, muy inquieta. Inteligente y vivaracha, no paraba quieta en ningún instante. El chico se sentía afortunado de haber encontrado una nueva familia, aunque pobre como una rata, era mucho más libre que cuando vivía dentro de las murallas. Aquí nadie imponía normas, aquí cada cual va a lo suyo, pero todo parecía haberse ido al traste. Se maldijo por haberse dejado enredar en aquella boba aventura del pantano y mucho más por haber sido tan cobarde, por abandonar a su amiga en plena noche en medio de la ciénaga. Deseó que Justine lo golpease, quizás aquello lo aliviase un poco del peso de la culpa. Justine no le tocó un pelo de la cabeza, había agarrado un palo pero fue para confeccionar una improvisada antorcha. Lo lió con un pedazo de tela que desgarró de su propio vestido y lo empapó en grasa. Le agarró con fuerza del brazo.

- ¡Vamos, enséñame el lugar donde la perdiste!
- Pero ma… - Comenzó a protestar, se corrigió al momento. – Pero aún es de noche.
La mujer lo sacó arrastras del chamizo en el que vivan.
- ¡VAMOS!

Pronto se consumió la tea y anduvieron a oscuras esquivando a cada paso la muerte, oculta entre movedizo ciemo. El crío se agarraba a la falda de la mujer, caminaban despacio tanteando el terreno, hundiendo en él una larga rama. Un tétrico silencio en todo el pantano, solo quebrado por los gritos desesperados de Justine clamando el nombre de su hija. La voz ya rota, ninguna respuesta, ni rastro de la niña. Comenzó a amanecer, ni siquiera la luz del sol parecía atreverse a adentrarse en aquel humedal malsano. Con el día no se replegaron los mosquitos, enjambres de millares de ellos se abalanzaban contra la mujer y el niño. Ahora podían ver donde pisaban, también el nada alentador paisaje. Estaban rodeados de ciénagas, aguas negras cubiertas por una capa de limo. Árboles secos a los que había estrangulado la hiedra y en los despojos de lo que antaño debieron ser poderosos troncos, crecían setas y hongos. Todo parecía ponzoñoso en aquel lugar, la vegetación, el mismo aire y los habitantes de las innumerables charcas. En el suelo el cuerpo aplastado de un sapo, cadáver que ningún animal se atrevía a devorar por venenoso.


- ¡Aquí, aquí fue el lugar donde la perdí! – Exclamó el zagal.
- Justine intento gritar pero de su afónica garganta no salieron palabras, fue el niño quien la llamó.
- ¡Ceciliaaaaaa, Ceciliaaaaaa..! – El silencio como respuesta, ni el graznido de los cuervos, el piar de los pájaros, o el croar de ranas y sapos. Todo parecía muerto como los troncos huecos de los árboles y los secos matorrales. Buscaron pisadas, algún rastro que pudiera conducirlos, en el barro lo que parecían las huellas de unas enormes pisadas. El corazón de justine dio un vuelco, desbocado, parecía querer escapar del cuerpo por la garganta. El sudor empapó su rostro. - ¡No, en el pantano no hay osos! – Se repetía una y otra vez. - Ni los lobos osan adentrarse aquí. Aquí solo entran los locos, los niños bobos y las madres desesperadas. - Las huellas eran enormes, mucho mayores que las de un oso y por la profundidad en el barro también su peso debía de ser descomunal.
- ¿Visteis o escuchasteis a algún animal durante vuestra inconsciente aventura? – El niño negó con la cabeza. Justine ya no podía más, agotada y desmoralizada no encontró ya mas opción que las plegarias. Se dejó caer de rodillas sobre el lodo y empezó a suplicarle a Dios con voz apagada, humillada la cabeza y las manos entrelazadas.
- Devuélvemela, a nadie más tengo en el mundo. – Al escuchar el niño aquello se le hizo un nudo en el estómago. Él no era nadie, nada significaba para “mamá Justine”. Era demasiado pequeño para comprender el dolor que atormentaba a su madre adoptiva, solo pensó en que a él no lo quería.
No fue la voz de Dios la que respondió a sus plegarias.
- Ya he visto antes al mocoso, poco hace que corría dejando abandonada a la niña. – La mujer se puso en pie de un salto y el niño corrió asustado a refugiarse tras sus faldas. Algo ocultó la luz del sol por unos instantes. Una sombra descendió de los cielos, la mole de piedra se dejó caer frente a ellos. salpicándolos de inmundo lodo. Un grito ahogado el de ella, agudo y pavoroso alarido el del pequeño. El ser descomunal los miraba, los ojos de roca como todo el resto del cuerpo, sin pupilas ni retinas, parecían sin vida. Las fauces saturadas por hileras de afilados colmillos como una oscura caverna de la que no escapaba aliento alguno. Enormes también las orejas, el lomo una montaña sobre la que se plegaban unas inmensas alas de murciélago que parecían de delicada tela y no dura piedra. Se acercó caminando despacio. El niño escapó despavorido dejando atrás a Justine. También la mujer intentó huir pero aquella cosa dio un salto y le cortó el paso. Aterrorizada quedó inmóvil, la gárgola le apartó el pelo de la cara con sumo cuidado, con todo no pudo evitar arañarle el pómulo con su afilada garra. Del surco de la herida manó un hilillo de sangre.
- Tienes sus mismos ojos de la pequeña mocosa, seguro eres la madre, pero en nada te pareces al crío cobarde. Os he escuchado llamarla durante buena parte de la noche. Es una suerte que no necesite dormir, conseguir pegar ojo con semejante alboroto me habría resultado imposible y bien seguro es que me habría enfadado mucho. - La voz del monstruo era imponente, de un tono poderoso pero a la vez hipnótico. Una voz de mujer que embaucaba, hacía que aquellos a los que hablaba bajaran la guardia aun ante su terrorífico aspecto.
- ¿Que le has hecho a mi niña?
- Me alimenté de ella. –
Terrible, desesperado y angustioso el grito de Justine. Le fallaron las piernas, el cuerpo dejó de responderle y sintió como la cabeza le daba vueltas. No llegó a desmayarse, se desplomó y quedó de rodillas frente a la gárgola. Se estiró de los cabellos arrancando un mechón de ellos y se rasgó las vestiduras. En posición de penitente golpeó la frente contra el suelo y empezó a gemir. Cuando alzó al rato la mirada pudo el ser de piedra ver el momento exacto en que el juicio de la mujer se perdía para siempre. Aunque era imposible apreciarlo, la gárgola sonrió satisfecha. Aspiró profundamente y se tragó la desesperación de la mujer junto a su dolor. Un manjar exquisito pero aún podía sacar mucho más de la desdichada humana.
- Parece mentira que algo tan pequeño pueda saciar un estómago tan grande como el mío. Me deleite con cada bocado que me ofrecieron sus tiernas carnes.
- Has matado a mi niña, has matado a mi niña, has matado a mi niña… - Arrodillada en el fango lo repetía de forma sincrónica mientras balanceaba el cuerpo de atrás hacia delante. Estaba consiguiendo que manara mucho más sufrimiento, se lo tragó. Aun podía aquella mujer ofrecerle más alimento.
- ¿Matarla? ¿Quién ha hablado de matarla?
Justin alzó la cabeza, en sus verdes ojos un brillo de esperanza. - ¡¿Entones está viva?! ¡¿Dónde está, donde está mi niña?! ¡¿Qué has hecho con ella monstruo?!
- Tampoco he dicho que este viva, solo deje de ella los despojos.
La mujer se levantó, parecía haber perdido el miedo, se dirigió al ser de piedra con los puños cerrados. - ¡Dime dónde está Cecilia! – Le exigió.
- Si, así es como me dijo que se llamaba. También me confeso que te odiaba, que eras una mentirosa. Vino aquí buscando la forma de escapar de ti, los cachorros tienen poco ceño, viven de infantiles e insustanciales sueños. Cecilia tenía un deseo y la suerte quiso que se topase conmigo.
- Vos si sois una embustera. ¿Por qué me atormenta? También yo tengo un deseo y es que me lleves con ella. De estar viva te suplico me digas donde se halla. De haberla muerto… - Agachó la cabeza y ahogó la voz. – De haberla muerto privame también a mí de la vida.
- Na,na,na, - Comenzó a canturrear. – Tú no tienes nada que ofrecerme, lo que de ti quiero lo estoy tomando ahora.
Escondido tras un arbusto el niño seguía la escena, temiendo que en cualquier momento el monstruo devorara de un bocado a Justine. Petrificado por el terror apenas se atrevía a respirar, temeroso de que el sonido, incluso de sus latidos, pudiera revelar la posición de su escondrijo. La gárgola realmente lo estaba vigilando todo el tiempo.
- ¿Crees que no puedo verte? – Se le heló la sangre cuando la vio mirando hacia él. De ti nada puedo sacar. Pequeño y cobarde, no te bastó dejar atrás a la hija, también abandonas a su suerte a la madre. De no haber corrido llevando contigo la pequeña luz quizás ellas estarían ahora juntas. Quizás nada de esto habría pasado. Tú solo tienes valor para aplastar sapos.
La mujer también miró hacia los arbustos donde se ocultaba el niño.
- ¿Es cierto eso? ¿La abandonaste en la noche? ¿La dejaste sola y a oscuras en esta ciénaga?
El niño sabía que Justine no podía verlo. No respondió y solo el miedo hizo que reprimiera el llanto.
- No dará la cara, lo cual ratifica mi acusación. ¡Es un cobarde! El único responsable del dolor que ahora te aflige. Yo soy lo que soy y hago lo que debo, no me culpes por ser un monstruo, pero él… - Agudizó el malévolo énfasis de sus palabras. – Ella confiaba en él y salió corriendo, igual que lo ha hecho ahora.
Ya tenía lo que quería, la ira de la mujer. La absorbió y se sintió pletórica, bien alimentada. Ya nada más podía sacar de aquellos dos y decidió que era el momento de dejarlos a solas.
- No llores por tu hija, los humanos tenéis esa tonta costumbre que nada arregla. – De un salto llegó donde el niño, absorbió su sentimiento de culpa, sería como la guinda del postre. Después buscó un lugar elevado que le permitiese desplegar las alas y retomar el vuelo. Solo cuando se perdió a lo lejos en el cielo se atrevió el niño a salir de su escondite. A varios metros de distancia la mujer lo miraba. Adivinando la intención que tenía el pequeño de acercarse le gritó acabando de romper sus afónicas cuerdas vocales.
-¡VETE, NO QUIERO VERTE MAS!




El aprendiz de mago.


Se debió de quedar dormido, de no ser así no lo habrían sorprendido con tanta facilidad. Notó como la punta de un pie le pateaba la espalda. Aun aturdido por aquel despertar imprevisto se levantó tambaleándose sin tener claro donde se encontraba ni lo que pasaba. Siempre llevaba escondido un pequeño cuchillo, lo agitó de un lado a otro apuñalando el vació sin soltar en ningún momento la gallina que sostenía su otra mano. Le retorcieron los pellejos de su flaca muñeca obligándolo a soltar el arma que cayó quedando medio oculta en el barro. La luna iluminaba lo suficiente la callejuela como para poder reconocerla. Desde que se la topó por primera vez un mes atrás, aquella joven de larguísimo pelo negro y ojos oscuros no había dejado pasar una sola oportunidad de amargarle la existencia. Todos la llamaban “la Insidiosa”, él no sabía lo que significaba aquella palabra pero seguro que era algo malo, tan malo como lo era ella.
- Veo con agrado que me trajiste el desayuno.
El crío agarró con fuerza el ave que ya estaba completamente desplumada. - ¡Es mía, suéltame! – Muy al contrario de obedecer le retorció con más violencia el brazo. El niño soltó un quejido e intentó inútilmente liberarse, a más lo intentaba más castigo le infligía la joven. Sabiendo lo inútil de resistirse acabó ofreciéndole su preciado botín entre lloros.
- Yo no te he hecho nada. ¿Por qué eres tan mala conmigo?
- Porqué eres un niño llorón y cobarde.
La vio marchar y perderse entre las callejuelas de aquel sucio laberinto, sentía un odio cada vez mayor hacia ella. Se secó las lágrimas y buscó su cuchillo entre el lodo, lo recogió, limpió en su raída camisola el filo y se alejó sin rumbo en la dirección opuesta a la que tomó la Insidiosa. Vagó un buen rato casi a oscuras, temiendo a cada paso encontrarse de nuevo con ella. Finalmente se detuvo, se había alejado mucho del barrio de los obreros y llegado a la plaza donde estaba la catedral. A la luz de la luna se veía fantasmagórica, a medio construir y rodeada de andamios, pilares de madera apuntalados y poleas de cuya cuerdas colgaban algunas piedras. Cuando amaneciese retomarían los trabajos y desde la cantera llegarían con su pesada carga a las espaldas los porteadores. Centenares de personas moviéndose de un lado a otro, cada cual con su especifica faena y el arquitecto controlando todo y dando instrucciones a los engranajes de aquella enorme maquinaria humana. No era rara la semana en que muriese alguien y a veces varios. Pensó en su padre y se juró que no acabaría como él.
Caminó entre las piedras al abrigo que le ofrecían las paredes de aquel monumento a la vanidad cuando tropezó con algo. Se escuchó un farfullar enojado seguido de un ronquido. Le costó mucho reparar en la negra figura que, agazapada en el suelo, dormía aferrando entre sus manos unas intrigantes alforjas de cuero. Estudió con detenimiento la situación, las ropas del durmiente eran de buen corte, muy diferentes a las de los hacendados del lugar pero sin duda caras. No se preguntó lo que aquel individuo podía hacer allí, solo le interesaba lo que aquellas alforjas pudiesen contener. Estaba acomodado entre unas balas de paja que permanecieron resguardadas de la lluvia bajo una repisa por lo que estaban secas. Cogió una brizna y se la pasó por los orificios de la nariz. El tipo de negro agitó la mano como quien espanta moscas. El efecto no fue el deseado, giró sobre si mismo quedando boca abajo ocultando con el cuerpo los dos zurrones. Esperó pacientemente una nueva oportunidad que llegó a los pocos minutos cuando se puso panza arriba. No parecía que tuviera un sueño ligero aquel tipo extraño, ahora fue por la comisura de los labios por donde pasó con suavidad la hebra. Hizo unas muecas y batió el aire con su izquierda dejando desprotegidas las correas de una de las talegas. Esta era la suya, muy despacio y en silencio acercó las manos a las hebillas y comenzó a librar las solapas de cuero. Sus pies perdieron el contacto con el suelo y sintió como la tela le aprisionaba los sobacos. Esgrimió el cuchillo y apuñaló la mano que lo sujetaba por el cuello de su camisa. La hoja hizo un “clic” y se partió en dos pedazos. La pataleta asustada del chiquillo no fue capaz de despertar al dormilón pero si su alarido al girar la cabeza y ver de refilón a quien lo retenía en el aire. Era un coloso enfundado en una negra armadura de acero de terrorífico aspecto. Estaba inmóvil como una estatua. El tipo se despertó y dando un brinco quedó erguido a la altura de los ojos del crio.,
- Parece que he atrapado a una rata. – Dijo con voz nasal.
- ¡Yo no he hecho nada! ¡Suéltame! – Pataleaba con los pies muy lejos del suelo.
El hombre comprobó su carga, parecía intacta, el gañan no había conseguido abrir las hebillas. El muchacho pudo verlo con claridad. Era un tipo flaco, enlutado totalmente en negro, que ocultaba el rostro bajo unos trapos extraños a modo de bufanda y sombrero. Solo quedaban al descubierto unos ojos castaños.
- Te dejaré ir si me respondes algunas preguntas.
- ¡Suéltame, suéltame, suéltame!
Lo agarró estrujándole las mejillas, haciendo que su boca se encogiese asemejándose a la de un pez.
- Escúchame bien mocoso. – Señaló con el dedo, el crío giró como pudo la cabeza pero solo vio una parte de la enorme armadura. – Ese que te retiene es mi sirviente Wardoll y disfruta comiéndose a los niños que gritan. Son preguntas sencillas que hasta un mugriento enano como tú debería ser capaz de responder. No te soltaré hasta que lo considere conveniente y sabré si me mientes, tenlo por seguro. Habla solo cuando te pregunte y al próximo grito mi amigo te retorcerá el cuello. ¿Entendido? – Asintió el niño con la cabeza.
- ¿Qué lugar es este?
- La plaza de la catedral.
- ¡Tengo ojos, eso ya lo sé cretino! Me refiero a la ciudad, al reino al que pertenece. – El pequeño ratero rompió en lloros y para desesperación del extraño comenzó a gritar de nuevo.
- ¡¿Qué es lo que te dije?! ¿¡Eres sordo o solo tonto!?
- Me da miedo, suélteme se lo ruego. – Le dio un bofetón y el cuerpo del chiquillo se balanceó como un pelele de trapo. Ahora sus lamentos eran más sonoros e insistentes. El hombre de negro intentó no perder la paciencia. Moderó el tono de sus palabras e intentó tranquilizar al zagal.
- Comencemos de nuevo. ¿Cómo he de llamarte? Supongo que tendrás un nombre.
Aspiró los mocos y reprimió el llanto, solo pudo responder con balbuceos. – Marcelo.
- Bien, al igual que tú este lugar tiene un nombre. Es una pregunta muy fácil. ¿Cual es ese nombre?
- Es la plaza de la catedral.
Colérico sacó una de sus dos pistolas del cinto y se la puso en la cabeza al chiquillo, el cañón presionando entre sus ojos. – Eres realmente estúpido, estoy seguro que al librar al mundo de alguien como tú me lo premiará el altísimo con el paraíso. – El niño no parecía intimidado ante la amenaza del arma. El pícaro comprendió el motivo.
-¿Sabes qué es lo que llevo en mi mano? – La respuesta fue negativa. – ¿Nunca has visto otra como esta? – La misma contestación. - ¿Ni siquiera portandolas los soldados? – Más de lo mismo. ¿Sería posible que aquellas gentes no conocieran las armas de fuego? Eso le dio una idea, cambió de táctica, quizás podría aprovecharse de la ignorancia de los lugareños.
- Esto, pequeño, es un bastón mágico. – Lo apartó de la cabeza del chiquillo para que pudiera verla. – Captó la curiosidad del niño.
- ¿Sois un mago?
- Uno muy poderoso.
- ¿Y por eso dormís en el suelo de esta plaza? No os creo.
El pícaro tuvo que contenerse mucho para no montar en cólera al recordar lo sucedido aquella noche. Bajo el intenso aguacero todos le negaron asilo. Ni tan siquiera el oro le abrió las puertas de los hostales. Lloviendo a mares, empapado y abandonado como un perro, oro y plata no hicieron que se sintiera más rico.
- Por estos lares no son muy hospitalarios, llegué de muy lejos, soy un extraño en estas tierras. – El niño lo miró de arriba abajo, si bien sus ropas eran elegantes y caras nada portaba que lo distinguiera como ciudadano.
- Eso es porque sois un escoria. – Ahora el cañón de la pistola se lo metió en la boca. ¿Cómo se atrevía aquel cachorro a despreciarlo de aquella manera?
- ¡Estoy harto de que me llamen así! ¡Juro que al próximo que lo haga le volaré la tapa de los sesos! – No comprendía el zagal el enfado del truhan, escoria es como denominaban a aquellos que no habían comprado la ciudadanía, todos lo sabían. El gusto del “bastón mágico” era a hierro y estaba frío. Se sintió aliviado cuando salió de su boca.
- Los ciudadanos no te ayudaran, no ayudan nunca a los escoria. Son malvados.
- ¿Los escoria? – El hombre comenzaba a comprender.
- Sí, los pobres. Pero vos no parecéis pobre.
Aquellas palabras lo compadecieron del muchacho, hizo aparecer una manzana gesticulando teatralmente. Aquel truco lo utilizaba para hacer desaparecer las bolsas de oro de los despistados transeúntes. Las escondía hábilmente en la manga, en esta ocasión utilizó el truco a la inversa.
- ¿Tienes hambre? – No se dejó impresionar el zagal, había visto muchas veces hacer trucos como ese a otros embaucadores. Pero si tenía mucha hambre, dirigió sus manos hacia la fruta.
- ¿No me crees, verdad? ¿No crees que sea un mago? – Justo en el momento que el chico cogió la manzana chasqueo los dedos y el niño cayó al suelo de culo. El pícaro no reprimió una sonora carcajada que fue en aumento al ver la expresión del chiquillo. Wardoll había desaparecido ante sus ojos. Cuando recuperó la calma lo levantó del barro y le ofreció un pedazo de pan.
- ¿Me crees ahora? Acompáñame, se me ha ocurrió algo para vengarnos de estas malas gentes. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
- Marcelo.
- ¿Quieres reírte un rato y de paso ganarte algunos cuartos?
El chiquillo sonrió. – ¡Es verdad que sois un mago!
- Claro. ¿Por qué habría de mentirte?
- Todos los mayores engañan.
- No los magos poderosos como yo. Nosotros lo podemos todo, todo menos mentir.
- ¿Todo? – Exclamó Marcelo emocionado. - ¿Podéis matar dragones?
- ¿Dragones? – Río de nuevo y se congratuló de tamaña imaginación, desmesurada inocencia de la que poder aprovecharse.
- Los dragones son seres también mágicos, los conjuros nada pueden contra ellos.Pero no temas, dudo que nos topemos con ninguno.
- ¡Hay un dragón! ¡Uno enorme y malvado! Sé dónde encontrarlo. ¡Vayamos a matarlo!
Ahora ya no le parecían tiernas las fantasías del niño si no exasperantes. – No asesino a dragones que nada me hicieron si no hay por medio un buen dinero y tú no creo que tengas con que pagarme. Déjate de tonterías, ahora debes ayudarme con algo.
- ¿Y porque tendría que hacerlo?
- Ya te lo dije, nos divertiremos y te ganaras unos reales.
- ¿Que son reales? - El mozalbete lo seguía intentando no quedarse atrás.  Las zancadas del hombre de negro, aun no siendo un tipo especialmente alto, eran largas y rápido su paso. - Supongo que si sabrás lo que es el oro? - A Marcelo le brillaron los ojos en una especie de metáfora.
Llegaron a unos establos, el cuidador estaba durmiendo entre el heno sin que el perezoso mozo se diera cuenta  Salieron de allí llevando de las riendas al hermoso corcel negro, un animal espléndido que dejó a Marcelo boquiabierto. Le permitió montar a la grupa y cabalgaron hacia las murallas. Desmontaron muy cerca de la puerta principal, el hombre liberó de sus amarras un tonelito que portaba sujeto a la montura.
- Eres pequeño y seguro que hábil en el sigilo. No te alejes de mí y permanece en silencio. - El chiquillo estaba intrigado, obedeció sin poner reparos. Subieron por unas escaleras evitando a los soldados hasta llegar a una pequeña almena desde la que se divisaban los arrabales. Marcelo se fijó en un punto entre todas aquellas chabolas. Allí, en una de ellas, estaría durmiendo “mamá Justine” sin la compañía de Cecilia. - ¡”VETE, NO QUIERO VERTE MAS! – Le había gritado hacia unas semanas y desde entonces tuvo que regresar a las calles. Lo anegó la tristeza.
- No te entretengas. – Le ordenó el extraño en susurros. Esparcía el contenido del tonel por el suelo quedando un reguero de polvo negro. – Son polvos mágicos. – Le aclaró, adivinando las preguntas que se hacia el pequeño. – Ahora haremos lo siguiente. – Le cuchicheó al oído de forma cómplice.

Intentaba recordar las instrucciones que le habían dado mientras que se preguntaba lo qué hacía allí, el porqué no salía corriendo. Había tenido tiempo de darle muchas vueltas a la situación, para llegar siempre a la conclusión de que aquel hombre extraño no era de fiar. Le prometió oro pero estaba solo y no tenía ni idea de dónde había ido el "mago". Quedó con la mirada fija en la mecha que se consumía por un extremo, absorto en la brasa que la consumía poco a poco con una lentitud semejante a como pasaba el tiempo en su escondite dentro de la almena.

- “Pronto amanecerá, es muy sencillo, mi lacayo, el de la coraza, te hará una señal. Cuando levante la espada acerca esa mecha al polvo mágico y recuerda…Permanece oculto y resguardado, alejado del tonel. Eso es muy importante. - Le despeinó los ya alborotados cabellos en un pretendido gesto de darle ánimo. - Ahora he de marcharme.”

Por fín apareció el gigante de hierro montando un enorme percherón igual de negro que su armadura e igualmente acorazado. Los soldados lo habían rodeado. Reconoció al burgomaestre, con su pelo grasiento y su enorme mostacho, gesticulaba de forma airada, junto a él, el capitán de la guardia.
No podía escuchar de lo que hablaban pero era fácil intuir que las cosas no irían bien para el sirviente del mago. La tropa se abalanzó sobre él y fue el momento de la señal. Cuando el coloso de hierro alzó su acero acercó la humeante cuerda al polvo negro. Como si fuese un animal vivo, siguió la línea el fuego dejando tras de si un rastro quemado hasta que llegó al tonelito. El ruido ensordecedor hizo que perdiese la orientación y un resplandor lo cegó, todo se llenó de humo y sobre su cabeza cayeron varios cascotes de piedra. Eso fue lo último de lo que fue consciente antes de perder el sentido.




Soberbia.

Consideró que ya había llegado a un lugar lo suficientemente apartado lejos de testigos molestos. Descabalgó y golpeó tres veces su pecho con fuerza. Era increíble, no se acostumbraba a aquellas maravillas. Había salido de Wardoll con aquel simple gesto, la armadura estaba inmóvil frente a él, en espera de nuevas órdenes. No acababan ahí las sorpresas, también Zupia se trasformaba según quien montara en su lomo. Grácil corcel si lo cabalgaba el hombre de negro, poderoso y acorazado percherón si era la armadura el jinete.
Ni una sola marca presente en la coraza, las lanzas se partieron contra ella, también las flechas fueron totalmente inútiles. En su interior, él tan solo notó una leve vibración cuando una pesada maza impactó en el metal. No pudo contener una jubilosa carcajada. Con semejantes mágicos aliados, nada podría detenerlo, no habría ejército capaz de pararle los pies. Pero su plan era mucho más sibilino que presentarse al galope arrasándolo todo. No sería por medio de la fuerza como sometería a aquellos estúpidos. Se ganaría su aprecio, su respeto, esa era una mejor manera de evitar a la postre traiciones. Todo salió perfecto, el mocoso cumplió su cometido, esa era la parte más arriesgada del primer episodio del plan, el confiar su suerte a un crío.
Ahora debía regresar, solo disponía de un día para ultimar hasta el último detalle. Él ya había movido ficha, y era fácil intuir el movimiento que realizaría su adversario. Su mejor baza, el anonimato, y bajo las negras ropas era prácticamente invisible a miradas curiosas, podía moverse libremente por dónde se le antojara.
Chasqueó los dedos y Wardoll desapareció ante sus ojos. Montó en Zupia, ahora de nuevo un grácil y bello corcel árabe. Agitó las riendas pero el animal no se movió. – Que extraño. – Pensó. Hasta ahora siempre había obedecido, parecía que entendía sus pensamientos y sin necesidad de ningún gesto acataba todas sus indicaciones. Golpeó con los talones sus costados con igual resultado, ni un paso, no inmuto ni un solo musculo.
- ¿Qué diantres te pasa, endemoniado animal? ¡Arre! – Zupia se limitó a soltar un relincho, acto seguido agachó la cabeza y comenzó a pastar tranquilamente. Lo azuzó nuevamente, fue del todo inútil, el caballo continuó apaciblemente arrancando yerba del suelo.
- ¡Dita sea mí suerte! ¡Deja de tragarte lo verde y camina antes de que colmé mi paciencia y te arree en los dientes! ¡Arre! – Molesto ante la pasividad del animal lo golpeó en la cabeza con el puño.
- Le dije que lo tratase bien.
El pícaro miró en rededor asustado buscando al propietario de aquella voz. Sujetando por el bocado a Zupia se encontraba la mayor de las tres Gracias. Acariciaba con ternura las negras crines del caballo.
- ¿Vos? ¿De dónde demonios habéis salido? Bien sabía que mis temores eran ciertos, que en cualquier momento regresaríais para retirarme vuestro favor. ¿Venís a recuperar los regalos tan pronto? Ni tiempo he tenido de disfrutarlos.
- Bien sé del uso que les disteis. Debería darle vergüenza, pero no tema, no eran obsequios, tampoco ofrendas. Desde el comienzo os pertenecían, nosotras tan solo los guardemos hasta su regreso y cómo de ellos disponga es solo de su índole. Allá vos con su conciencia, pero cada paso que dé nos afecta y todos seremos víctimas de su egoísmo si continúa por ese camino.
- Como de costumbre nada entiendo de lo que me dices. Nada tiene sentido desde que aparecí en aquella playa rebozado en arena. Estoy seguro de haber perdido el juicio, y si bien cuerdo no era dueño de mi destino, nadie impedirá que pueda elegir en mi locura. Ahora déjame proseguir. Me crié bajo el techo de una iglesia, al huir de allí no pude librarme de seguir recibiendo hostia, más nadie desde entonces ha vuelto a darme sermones.
- ¡Le pegaste a un niño! – La que le gritó fue Mar, la menor de las tres ninfas, apareció a las espaldas del truhan. Sobresaltado se giró para toparse con los ojos acusadores de la joven. El fulgor de sus mejillas era tan rojo como sus cabellos.
- ¿A quién le importa ese chiquillo?
- ¡Lo habéis puesto en peligro! ¿No os preocupa lo que pueda haberle pasado?
- No tiene futuro. Si no acaba con él otro zarrapastroso en cualquier trifulca, lo hará en el cadalso el verdugo. Aunque dudo que crezca lo suficiente para ser ajusticiado en la plaza. Lo mataran como a un conejo de un golpe en la nuca y nadie llorará su pérdida. De haber muerto en la explosión le habré hecho un favor.
- ¡Olivia tenía razón! No sois de fiar. - Le recriminó Mar muy enfadada.
- No sé lo que queréis de mí, ni por quién me habéis tomado. Si habéis errado en el juicio que os formasteis no es asunto mío. Si algo no soy, es un santo. Me habéis brindado la oportunidad de dejar atrás una vida de esclavo y no la desaprovecharé. Si lo que buscáis es un beato lo encontrareis en otro lugar.
La mujer de piel de cobre hizo acto de presencia en ese instante.
- ¿Por qué tanto odio? - Le preguntó con un tono gélido.
- ¿Vosotras que parece lo sabéis todo me lo preguntáis? Esos que habitan la ciudad solo merecen mi desprecio. Los que son como ellos hicieron de mi vida un infierno y estoy en mi derecho de buscar venganza. Que sepan lo que se siente cuando la miseria les alcanza, no habrá paz en el pueblo de los soberbios.
- ¿Y según vos en qué os diferenciáis de ellos? – Lila, la mujer de cabellos dorados, retomó la palabra. – Os aprovecháis de la inocencia de un chiquillo y tanto que habláis de miserias propias, poco os apiadáis de las ajenas. Vos tuvo una oportunidad, vuestros libros, una educación. Habláis mal de vuestro tío pero no os faltó un plato en la mesa en su presencia.
- ¿Cómo sabéis tantas cosas de mi?
- ¿Acaso eso importa? Preguntas y más preguntas mientras las respuestas están por todas partes, en la tierra, los bosques, el mar, en el aire…
- ¡Basta de crípticos! ¡Si podéis, detenedme, de lo contrario abridme paso!
- Os dieron el mayor de los regalos, una segunda oportunidad. Al contrario que mis hermanas yo aún creo en vos. Sé que al final escogeréis el camino correcto.
- Me alegra contar con la bendición de una jovenzuela advenediza. Doy por zanjada la discusión, debo marchar en pos de lo que quiera que sea me reserva el destino. – La miró con ojos de loco. – Ten por seguro que haré mucho daño.
Por fin Zupia obedeció y pudo partir hacia la ciudad al galope. Estaba dolido por la reprimenda de las tres Gracias. - ¡Estúpidas, también se creen mejores que yo! Ya veremos quién recrimina a quien dentro de unos días. - Poco a poco se dejaban ver más cerca las murallas dibujadas en el horizonte.



Reunión de pastores...

Se dio mucha prisa el burgomaestre en convocar una asamblea en el gran salón del ayuntamiento. Reunidos alrededor de una larga y estrecha mesa todos los miembros del consejo. Los hombres más ricos e influyentes de la ciudad, que no eran otros que los mandamases del gremio de comerciantes. Presidiendo el foro, la condesa, única noble de todos ellos. Indignados por la temprana hora a la que habían sido requeridos gritaban exigiendo respuestas rápidas que les permitieran dar por zanjada la cuestión y así poder regresar a sus alcobas para dejarse querer por los mullidos colchones de sus lechos. El capitán de la guardia permanecía de pie tras el panzudo alcalde, tieso como una vela. Cedieron por fin a las exigencias de la condesa y tomaron asiento, no fue tan sencillo conseguir que guardaran silencio, todos querían hacerse oír sin tener ninguno realmente nada que decir, pues desconocían el motivo de la reunión.
- Hagan el favor de guardar silencio, es imposible que nos enteremos de algo de seguir blasfemando. Tamaña algarabía no es digna de personas ilustres y respetables como las aquí reunidas. – La condesa era una mujer de mediana edad, destacaban en su rostro unos grandes ojos. Las largas y negras pestañas los dotaban de fondo, pero su mirada ausente era la de aquellos que fácilmente se perdían en el interior de sus propias razones sin prestar la debida atención a lo que pasaba en el exterior de su cabeza. Aún conservaba cierta belleza, pero el tiempo pasa y no respeta si eres o no noble, indiferente al color de la sangre que discurre por tus venas. Profundos surcos en la comisura de los labios, como balcones colgaban los párpados inferiores. Feos ornamentos en el extremo de ambos ojos las patas de gallo. Vestía totalmente de negro, riguroso luto, con el que dejaba claro a todos aquel que la miraba, lo apenado de su alma.
– Dejemos que hable nuestro bien amado alcalde, el ilustrísimo maese Francisco, quien aquí nos ha reunido a tan intempestivas horas seguro que por un buen motivo.
- Gracias señora. – El gordo burgomaestre se puso en pie y alzando la voz requirió que se acercara el oficial de la guardia. – Yo junto a nuestro aguerrido capitán he sido testigo, hace tan solo una hora, de un acontecimiento, que por fantástico, podría parecer divago a causa de los efluvios del vino. Pero os aseguro que ha ocurrido tal y como me dispongo a relataros.
- ¡Al grano! – Gritó uno.
- Nada puede ya sorprendernos Francisco. ¿Qué puede ser más increíble que la existencia de la plaga que nos atormenta? – Todos sabían a lo que se refería la condesa pero ninguno osaba hablar abiertamente de ello. Se santiguaron y de forma inconsciente alzaron la vista al cielo para toparse con los frescos que adornaban el techo del ayuntamiento. Los santos y arcángeles allí retratados no los protegerían del mal que desde hacía varios meses los asolaba.
- ¡Una nueva plaga ha llamado a nuestra puerta! – Sabía que de aquella manera captaría la atención de sus correligionarios del gremio. – Una con forma de hombre a lomos de algo que parece un caballo, pero, se me lleve el diablo si miento, es un animal surgido del infierno. Un caballero negro con la fuerza de los titanes ha salido de la nada para exigirnos tributo. 10.000 monedas reclama para mañana.
Se miraron unos a otros contrariados, un bochornoso silencio que se rompió en risas enseguida.
- ¿Qué es lo que trama en esta ocasión nuestro querido Francisco? ¿Qué tiene en mente para sacarnos los cuartos? – El que hablaba era un tipo de porte atlético y un rostro barbilampiño que le hacía parecer más joven de lo que realmente era. De expresión siempre mal intencionada, Zinue, el maestro arquitecto recelaba de todo y de todos pues, sabiendo que no se equivocaba, de la misma ralea eran que él mismo. - ¿Debemos pagar diezmo a un solo caballero? ¿Con quién habéis confabulado tamaño despropósito?
- Si hubieses estado allí también vos sentiría miedo. – El capitán de la guardia relató lo acontecido. Contó con pelos y señales como más de veinte hombres nada pudieron contra el negro caballero. Como se derrumbó oculta entre humo una almena tras un estruendo y enseñando el yelmo, mostró el índice asomando por el redondo agujero. – Me señaló con el brazo y de su dedo salió fuego, voló por los aires mi casco y aseguró que en la próxima ocasión seria mi cabeza lo que se desprendería del cuerpo. Toda la guardia puede corroborar mis palabras.
Quedaron mudos con los ojos fijos en el soldado y su casco. No tardaron los murmullos y las miradas desconfiadas se clavaron en capitán y burgomaestre.
- ¿Un solo hombre ha dejado en ridículo a nuestra tropa? Quizás sea el momento de pensar en renovar el jefe al mando. Pudo ser un simple rayo lo que cayó en la torre. - Razonó el arquitecto..
- ¡El cielo estaba despejado! - Protestó el soldado.
- ¿Qué pasó después? - Inquirió Zinue.
- Partió al galope, salió por la puerta y se perdió más allá de los arrabales. – Ni a Zinue ni al resto convencían los argumentos del oficial. Retomó la palabra el burgomaestre.
- No olvidéis que también yo me encontraba en el lugar. El extraño guerrero interpeló mi presencia y fui yo quien atendió a sus exigencias. Creo, que si bien dudáis de las palabras de un soldado, no cuestionaréis las mías.
- Las tuyas más que las de ningún otro, que nos conocemos Francisco.
- ¡Me estoy cansando de tus insinuaciones Zinue! Si me has de acusar de algo, ¡hazlo! Ten el valor y deja las chanzas de tu tono.
- Reconoce lo ridículo de todo esto. ¿Por qué deberíamos de temer a un solo hombre? Dices que regresará mañana para recaudar las monedas. Que lo haga, cerraremos las puertas y desde las almenas lo obsequiaremos con diez mil flechas. No es lo acordado, pero a mí me parece un buen trato.
Un hombre más anciano de pobladas y encanecidas cejas, escaso pelo blanco y profundos surcos en la frente, se incorporó lentamente de su asiento exigiendo la palabra. La condesa por una vez mostraba interés en lo que se trataba en aquella sala.
- Dejad hablar a Javison, él es el más anciano. Demos un voto de favor a la experiencia.
- Ser más viejo no te hace más sabio, solo se incrementan los achaques y las lagunas en la cabeza. Matemos sin más a ese que se atreve a chantajearnos y asunto zanjado. - El arquitecto era de ideas tan sencillas como punitivas.
- Si no se lo tienes a ninguno de nosotros, muestra al menos respeto por la condesa. Ella es quien representa al rey en la ciudad. – Zinue se río de las palabras del anciano, solo la mirada asesina con la que le obsequio el burgomaestre hizo que retomara asiento y guardara silencio. Javison hizo una leve reverencia a la noble para dirigirse a continuación a sus compañeros.
- No debemos dejar de lado cualquier posibilidad. Un solo hombre no se atrevería a retar a todo un ejército. ¿Quién nos asegura que vino solo?
- Ningún informe tenemos de una invasión. – Aseguró el capitán. – Si es a los piratas guanches a quienes teme maese Javison, recordarle que hace más de una década que no se otea en nuestras costas vela alguna de sus naves. Por otra parte, en nada se parecía aquel hombre a los piratas, ni en hablares ni en su coraza.
- En cualquier caso… - Un individuo rechoncho y bajito que atendía al nombre de Pose tomó la iniciativa. - …No podemos ceder ni a uno ni a mil. ¡Diez mil monedas, que desfachatez! Ni el mismo rey dispone de semejante fortuna.
- 1000 más cada semana a partir de mañana. – Les reveló maese Francisco.
De nuevo murmullos seguidas de clamas a los cielos. – ¿Si no es un pirata guanche podría, tal vez, tratarse de un “pies sucios”? – Ahora fue un estrépito de risas, todos se carcajearon de las palabras del anciano. Todos salvo la condesa que los observaba en silencio. El burgomaestre se recompuso, los ojos empapados en jocosas lágrimas.
- Esos salvajes harapientos jamás osarían descender de las montañas. Visten con pieles y sus lanzas no son más que palos afilados. Este del que hablo llegó acorazado, embutido en una armadura formidable que nuestro acero fue incapaz de dañar.
- Estando solo nada hemos de temer de él. Apoyo a Zinue, apostemos nuestro ejército en las murallas, cerremos las puertas de la ciudad y esperemos. Lo recibiremos con una lluvia de piedras, flechas y aceite hirviendo. – Todos estuvieron de acuerdo con Javison.
- Así sea. – Sentenció la condesa. – Tenedlo todo dispuesto. – Ordenó al capitán y dirigiéndose al burgomaestre muy seria lo increpó. – Espero no sea todo esto alguna de tus retorcidas maniobras. No tendría ninguna gracia, como tampoco ver tu cuello rodeado de una soga. Ten presente que a muchos de los reunidos eso les haría sumamente felices.
- Mi señora, si hay algo con lo que no juego, es con el dinero.
- Nunca hacéis otra cosa, aparte de acosar a las mozas. Cuidaos de soñar con demasiadas riquezas y pensad más en vuestro cuello.


Lo encontró cubierto de polvo y rodeado de cascotes. Estaba inconsciente pero con solo zarandearlo un poco fue suficiente para que abriera los ojos. Se llevó las manos a la cabeza para luego, al mirarlas, ver que estaban manchadas de sangre. El crio se asustó mucho pero aun seguía medio conmocionado. El tipo de negro examinó el chichón y la pequeña brecha en la que ya se había formado una costra, el zagal saldría de esta.
- Me duele la cabeza, me duele mucho.
- Te has portado como un hombre hasta ahora, no lo estropees con llantos de niña. Vámonos de aquí antes de que sean los guardias quienes te encuentren.
- ¡Pero es que me duele!
Lo corroyeron los reproches de las Tres Gracias durante todo el trayecto de regreso. Tras cruzar las murallas dejó a Zupia en los corrales, no sin antes propinarle una buena patada en las posaderas al mozo que cuidaba las cuadras. – Te advertí que vigilaras mi montura y te atrapé durmiendo. Si en vez del dueño hubiera sido un ladrón ahora rendirías cuentas por tu ineptitud.
Subió a toda prisa las escaleras hacia la almena donde dejó al chiquillo y respiró aliviado al encontrarlo vivo. Aún era intenso el olor a pólvora, los soldados vagaban desconcertados evitando por todos los medios acercarse al sitio que consideraban maldito. Pensaban, en sus cortas entendederas, que habían sido objeto de un ataque de magia negra. El pícaro pasaba por su lado sin que ninguno pareciera poder verlo. Una bendición del cielo estos aperos, enfundado en las ropas negras era prácticamente una sombra que se deslizaba furtiva. No era, sin embargo, invisible el niño por lo que debían de caminar con cuidado.
- Deja de quejarte, si sigues sollozando a gritos atraerás a toda la guardia.
- No pude ver nada. ¿Qué es lo que pasó?
- Les dimos una buena lección a esos cabrones.
- ¿En serio? – La emoción hizo que Marcelo se olvidara por un instante del dolor.
- Sí, recordarán por mucho tiempo este día. Puedes estar orgulloso como yo lo estoy de ti. Cumpliste con tu cometido. Si he de ser sincero, no contaba con ello.

Ya estaban lo suficientemente alejados de la muralla. El truhan echó un nuevo vistazo a la cabeza del zagal. El chichón desaparecería en unos días y la herida era más escandalosa que grave.
- Es el momento de separarnos.
- ¡Dejadme ir con vos, puedo ser vuestro aprendiz!
- Regresa a casa mocoso, no necesito de lacayos que no levantan del suelo dos palmos.
- Yo no tengo casa.
- No me conmoverás poniendo esos ojos de cordero. Sécate las lágrimas gañan, tampoco yo tengo hogar donde reposar mis huesos. Créeme, de mí, mejor contra más lejos.
- Yo puedo hacerle compañía, servirle, aprender el oficio de mago. No seré un estorbo, se cuidarme solo.
- ¿Mi aprendiz? – A punto estuvo de soltarle un capón cuando reparó en la ensangrentada cabeza del chiquillo. Se mordió el nudillo para ahogar las carcajadas. – Nada bueno tengo que enseñarte. – Metió la mano en uno de los zurrones y cuando asomó de nuevo portaba una moneda de oro en los dedos. – Toma, es un justo pago por tu trabajo. Cómprate algo, come que estás muy flaco.
Marcelo cogió la moneda y se la quedó mirando.
- En cuanto la enseñe dirán que la he robado.
Bien sabía el pícaro cuan cierto era aquello. Lo acusarían de ratero y serian ellos quienes le cambiarían la moneda por un bofetón y un par de patadas. Qué fácil es aprovecharse de los miserables, más aun si son niños. Se sintió mal, justo era eso lo que él había hecho. Buscó en sus calzas y en algún lugar palpó las redondas monedas. Eran varias de modesto cobre, se las tendió al muchacho.
- Nadie podrá acusarte de hurtar estas, cualquier mendigo las consigue llorando a las puertas de la iglesia. No me puedes seguir. Lo siento niño, nada más puedo hacer por ti. – Ya se alejaba unos pasos cuando dio media vuelta. A Marcelo se le iluminó el rostro al verlo regresar.
- Algo más. – Le puso en la mano una bolsita de cuero cuyo extremo estaba cerrado por una cuerda. Era pólvora de la que empleaba para recargar sus pistolas. No la había gastado toda en la almena, solo la mitad. El resto la guardó para futuras ocasiones. No le pareció un derroche excesivo desprenderse de aquella poca.
- Toma, es polvo mágico. Llévalo contigo siempre, te traerá suerte.




De juglares, pregoneros y embusteros.


No soportaba que lo miraran con ojos de perro abandonado en busca de dueño, dejó atrás al pequeño Marcelo alejándose a toda prisa. En su errático caminar se iba topando con los lugareños que comentaban lo sucedido aquella madrugada. Nadie había visto nada pero prácticamente todos se despertaron sobresaltados por el estruendo de lo que creían había sido un trueno.
- Un rayo ha caído sobre aquella almena, no ha quedado piedra sobre piedra. – Señalaba con el dedo hacia la muralla un tipo vestido con estrambóticas ropas. Quien lo escuchaba no tenía mejor gusto a la hora de elegir indumentaria. Formando con la mano una visera para proteger sus ojos del sol los entrecerraba y miraba hacia la dirección que le indicaban. Parece como si alguien hubiera hecho correr una consigna, había sido el impacto de un rayo el responsable del destrozo, ni una sola mención al caballero negro. No importaba, no tardaría en estar en boca de todos cuando en el siguiente acto hiciese su entrada triunfal. Todos podrán verlo, todos podrán temerlo y todos darán gracias de que el forastero recién llegado se encontrará allí para detener la amenaza. Un plan muy sencillo, dejaría que Wardoll campase un rato a sus anchas haciendo algunos destrozos antes de que él , en su papel de heroico paladín, lo retase para en buena lid derrotarlo. Pero antes debía de dejarse ver, debía de averiguar muchas cosas de aquel lugar del que siquiera conocía el nombre.

Con andares decididos, lucía con orgullo su desgarbado porte intentando inútilmente que sobresaliera el pecho más que el abdomen. El mentón elevado, rojizos mofletes y mirada miope. Ataviado con ropas de vivos colores se asemejaba a un gallo pavoneándose en el gallinero. En la mano un pequeño cornetín de metal. Se dirigió presto al centro de la plaza e hizo sonar el instrumento, soplando con todas sus fuerzas hasta que su rostro adquirió un tono morado. El estridente y agudo sonido no pareció captar la atención de los viandantes que pasaban por su lado ignorándolo. Solo el pícaro se sobresaltó por el desagradable sonido y se quedó atento, pendiente de lo que hacía aquel estrambótico individuo. Rellenó sus pulmones con una buena bocanada de aire y repitió con el mismo escaso éxito la operación, así hasta cuatro veces. Apenas ya sin fuelle desistió en el empeño, recuperó el aliento y comenzó a gritar su cantinela.
- Por orden de su excelentísima señora la condesa, se hace saber a todas las gentes que moran la villa... – Alargaba enormemente la última sílaba de la última palabra al final de cada frase, dándole un monótono tono musical. – ...que a media tarde de hoy, antes de que el sol se ponga, se cerraran las puertas de la ciudad y nadie podrá entrar ni salir hasta que así lo disponga la autoridad. – Algunos, que de casualidad lo escucharon, se acercaron intrigados y empezaron los cuchicheos, otros se fueron arremolinando poco a poco alrededor del pregonero. – Así también advertir, que todos aquellos escoria que no dispongan de techo que les cobije, deberán abandonar la ciudad antes de que quede cerrada y que, aquellos que no lo hicieran, serán detenidos por la guardia, multados y encarcelados. - Ahora los murmullos eran casi un clamor, unos se preocupaban por enterarse del motivo de sellar la villa mientras que otros, indignados, gritaban lo injusto de aquel bando.
- ¡No pueden echarnos fuera!
- ¿Por qué nos encierran como al ganado? ¿Acaso nos rondan los lobos? ¡Por dios, dinos algo más! – Ahora todos aquellos que vestían ropas viejas y sucias hacían piña en su exigencia de recibir mayor información.
- ¡Si algo nos amenaza, con más razón deberían permitirnos permanecer a este lado de las murallas!
- ¡LA PLAGAAAAAAA! – Gritó una mujer antes de desmayarse, todos los presentes se santiguaron y miraron al cielo.
- Mantengan la calma. Esto es todo lo que sé, solo soy el pregonero. De nada serviría cerrar a cal y canto las puertas de la ciudad contra la plaga, eso es algo que todos sabéis. Sus razones tendrá la condesa y el Consejo, yo me limito a transmitiros el mensaje.
- ¡No pueden echarnos como a perros! Bien que nos necesitan para el trabajo pero a la menor amenaza se desentienden de nosotros. ¡No obedeceremos una orden tan injusta!
Por un lado los “escoria” coreaban que se resistirían, por otro, los elegantes “ciudadanos”, les recriminaban y advertían que caerían en rebeldía si lo hacían.
- ¡Pagad un albergue y no tendréis que marchar! ¡Gastad vuestras monedas en otra cosa que no sea vino y dejad de incomodar a las gentes decentes!
- ¡Con lo que nos dais por limpiaros el culo apenas nos llega para una comida! ¿Si no podemos permitirnos siquiera la cena, como entonces pagar hostal?
- ¡Trabajad más, haraganes!
El pícaro observaba divertido el cómo se calentaban los ánimos entre los dos bandos, de ahí a llegar a las manos no había más de un paso. Para su desilusión apareció la guardia y le chafó la diversión. Despejaron la zona pero solo los “escoria” se llevaron los palos. El pregonero quedó solo en medio de la plaza.
El pícaro necesitaba información y tenía ante sus ojos quién había de dársela. Sonrió de forma maliciosa, se acercó consciente de que no lo vería con la intención de darle un buen susto. Para su sorpresa no fue así, lo vio venir desde bien lejos. Estando ya juntos le dio el pregonero un repaso de arriba abajo con sus pequeños ojillos miopes.
- Extraño atuendo el suyo. ¿Está de luto?
- Tanto como vos de carnavales.
Le hizo gracia aquella respuesta y no contuvo la risa. – Es mi uniforme, lo detesto pero no tengo más remedio que cargar con él. En este oficio te has de dejar ver tanto como oír. – Cambio de tema. – Nunca lo he visto en la ciudad y, créame, soy muy buen observador. Recuerdo de todos el gesto, la voz y claro está… el rostro. Pero vos lo ocultáis.
- No soy amigo del sol, me quema la piel con demasiada facilidad. No quiero creáis que me escondo, solo soy un extranjero perdido en tierra extraña. De ahí que mis vestidos os resulten chocantes, también a mi los vuestros me llaman la atención. ¿Qué lugar es este, a qué reino pertenece?
- Por lejos que vengáis, raro es no sepáis el lugar en el que os allais. – Aquel hombrecillo empezaba a incomodarlo, era él quien debía recopilar información y no el sometido a interrogatorio. El tono amable del pregonero no le hizo bajar la guardia.
- Naufragó mi nave, desperté en la costa apenas hace dos días y caminando he llegado a esta villa. No reconozco vuestro acento, estoy seguro de que no me encuentro en Castilla por obvias razones y sin embargo empleáis mi misma lengua.
- ¿Castilla? – Ahora era en las alforjas que portaba colgadas al hombro el pícaro en lo que se fijaba el pregonero sin ningún disimulo. Bajó la vista hasta el cinto clavando la mirada en los, a sus ojos, extraños objetos que llevaba sujetos. Nunca había visto unas pistolas.
- ¡Pardiez! ¿Qué clase de ignorante sois vos que no escuchó hablar de Castilla?
- Esa clase de ignorante que guarda la compostura y no pierde las formas ni los modales cuando atiende, de manera amable, las dudas de alguien del que nada sabe.
- Mis disculpas, perdóneme lo descortés. Estoy muy confuso, aun guardo muy reciente la tragedia de mi naufragio y pierdo con facilidad las buenas maneras, cómo perdí a toda mi tripulación en la embravecida mar.
- ¿Sois capitán?
- Mi nombre es Simbad. – Le alargó la mano.
- El mío Orcanario. – Se la estrechó con fuerza.
- Curioso nombre el suyo, amigo mío.
- No más que el vuestro mi buen señor. – En su voz el retintín de la desconfianza.

Lo acompañó en su itinerario y, entre pregón y pregón, le iba sacando la información que necesitaba. El pícaro tenía que recortar sus largas zancadas para adaptarse al cansino paso de Orcanario. Le enervaba la sangre lo pachón de su acompañante y, ya con el tímpano dolorido por soportar el estridente ruido del cornetín de aquel individuo, llegaron a la gran plaza de la catedral. Los peones, en una larguísima fila que se perdía al girar la esquina de la calle que llevaba a los muelles, acarreaban a la espalda las pesadas piedras con las que se edificaba el templo. De nuevo la pequeña corneta y el monótono mensaje que, de tanto escucharlo, había acabado aprendiendo de memoria con puntos y comas. Era el último pregón, ya habían recorrido toda la ciudad.

- Nunca había escuchado hablar de este reino. ¿Uther? – Lo meditó en silencio un tiempo. – No, estoy seguro de ello.
- De muy lejos debéis haber venido, sin duda del otro confín del mundo para no conocerlo. No hay mayor reino que Uther ni rey más poderoso que nuestro bien amado regente Arturo. - ¿Uther, Arturo? Empezaba el pícaro a pensar que el hombrecillo le tomaba el pelo aprovechando la leyenda del héroe de la pérfida Albión. ¿Pero con qué intención?
- ¿Y dónde mora ese rey, quizás en Kamelot? ¿Reunido en la mesa redonda junto a sus caballeros?
- ¿Se burla de mí? No entiendo nada de lo que me dice. ¿Dónde va a estar si no en la capital? En la gran Ciudad Roja. Tampoco yo escuche hablar jamás de esa Castilla, ni de que haya nada más pasadas las Islas Afortunadas. – Quedó en silencio y lo escrutó nuevamente de arriba abajo. – ¿No seréis un espía guanche? No lo parecéis, perdonad mi desconfianza, pero es que todo de lo que habláis es demasiado extraño.
- Ni si quiera sé quiénes son esos guanches que mencionasteis. Háblame de este lugar.
- ¿Qué es lo que queréis saber?
- Todo lo que me digáis me será de gran ayuda. Empecemos por lo más sencillo, el nombre de la villa y el de quien la gobierna.
- Esta es la mayor ciudad del reino después de la capital, es por ello que resulta chocante que atienda al gentilicio de pueblo. Pueblo Ignoto, este es su nombre y es la condesa quien lo gobierna. Más, de todos es sabido, que la noble dama no es más que una marioneta del Consejo, y que el Consejo lo manda el burgomaestre Francisco Lebrija.
- ¿Quiénes forman ese Consejo?
- Los comerciantes y hacendados más ricos del lugar, obviamente.
Recordó al tipo gordo del enorme mostacho con el que había hablado aquella madrugada. Exigió la presencia de quién estaba al frente de la ciudad y apareció él por lo que lo más probable es que se tratase del susodicho burgomaestre.
- Habladme de la condesa.
- Antonia Karmona Alameda Solís, hija de Andrade. Condesa del Soto y marquesa del Real, pero para abreviar todos la llaman Akasha. Una historia triste la suya, la abandonaron al pie del altar y desde entonces su cabeza está más fuera que dentro de este mundo, situación que aprovechó el Consejo para tomar las riendas del poder.
- ¿Entonces no hay un conde?
- No, no lo hay.
Intentó reprimir el pícaro la sonrisa y bajo las telas de su turbante se dibujó una siniestra mueca. - ¿Es hermosa?
- ¿La condesa? Pues no sé, nunca me paré a pensarlo. Digamos que es una flor marchita a la que, si un buen jardinero la cuida, podría recuperar parte de su anterior belleza.
Alguien se interpuso entre bribón y pregonero, se arrojó a los pies del segundo sin que pareciese haber visto al primero. El pícaro la reconoció en seguida, se trataba de la loca con la que se topó en los arrabales. Estaba muy sucia, su pelo negro apelmazado y grasiento. Agarró por las muñecas a Orcanario, parecía que le hacía daño pero no hizo nada por liberarse de ella. Los ojos empapados en lágrimas y en su voz la súplica desesperada.
- ¡Debes dar un pregón! ¡Transmite a todos mi ruego buen pregonero! ¡Necesito ayuda para encontrar a mi hija! – Entre gritos y balbuceos era difícil entenderla. – Orcanario la miró conmovido y con gran delicadeza se libró de las manos de ella.
- Lo siento, bien sabes que no es posible lo que me pides. Me está prohibido dar otros mensajes que no sean los del Consejo. No solo me juego el puesto… - Justine lo interrumpió, sacó de la manga una reluciente moneda de oro y se la ofreció. El pícaro sonrió complacido, parece que la loca finalmente se tragó el orgullo y recogió del barro su dinero.
- ¡Te pagaré!
El pregonero puso la moneda en la palma de la mano de ella y la obligó a cerrarla. – Aunque lo hiciera nadie te ayudaría, guarda tu oro para cuidar tu cuerpo, come un poco y reza por tu hija.
- ¡Ya lo has oído, piérdete loca, interrumpiste nuestra conversación! - Hasta ese momento no vio Justine al tipo de negro, también ella reconoció la voz y las ropas del pícaro.
- ¡Vos! – Lo miró con desprecio y escupió en el suelo justo al lado de sus botas. Marchó cabizbaja, ninguno de los dos hombres vio como la moneda se deslizaba por sus dedos hasta caer al suelo.
- Ha sido cruel con esa pobre mujer, no hace apenas un mes que perdió a su hija. Parece que ustedes ya se conocían.
-También a mí me abordó con el mismo cuento, no tengo tiempo para los lamentos de plañideras pedigüeñas. Ya conozco cómo consiguen monedas los que son como ella. Una historia triste para aprovecharse de tu pena, no las creas.
- Vos cree que lo sabe todo y no es más que un ignorante insensible. Conozco a Justine, conocí a Cecilia su hija. Cuando aquel aciago día apareció en la villa dando voces como una posesa, reconozco que tampoco yo la creí. ¿Cómo hacerlo cuando nos advirtió de la llegada de la plaga? Todos se rieron de ella, la arrojaron piedras y la llamaron loca. Nadie la tomó en serio, nadie quiso ayudarla, pero cuando apareció ante todos nosotros la plaga nos traguemos el desprecio y desde entonces dormimos con el miedo en el cuerpo.
- Bah, es solo una loca.
- Es la locura lo único que la mantiene viva, la locura de pensar que su hija no ha muerto, la esperanza de encontrarla.
- ¿Qué es esa plaga de la que hablas?
El pregonero bajó la voz. – Shhhhh, todos piensan que hablar abiertamente de ella la atrae.
- ¿Tú también crees en semejantes sandeces?
- No haga que me avergüence.
- Estáis todos locos, tanto o más que la pordiosera. Retomemos el tema que nos ocupaba antes de su molesta interrupción. Desde que llegué muchos me han llamado escoria, he tenido que contenerme para no trinchar como patos a más de uno por ello pero… En tu pregón hablaste de los escoria como si se tratase de una especie de clan.
- ¿Allí de donde venís no hay escorias?
- Para responder debería primero conocer a lo que os referís con ese el término.
- Me resulta extraño tener que explicarlo, lo intentaré. En pocas palabras, los escoria son aquellos que no son ciudadanos.
- ¿Los extranjeros?
- No, cualquiera puede ser sobre el papel ciudadano, mediante previo. Pero claro, es caro. Muchos se desloman para conseguir suficientes monedas pero se engañan, avanzan hacia un espejismo que nunca alcanzaran.
- ¿Vos sois ciudadano?
Orcanario se rió pero fue una risa amarga. – Tengo un buen trabajo, limpio y cómodo, no me falta para pagar comida y techo, pero difícil lo tengo para reunir suficiente dinero con el que conseguir la ciudadanía. Aun si lo consiguiera, debería renovarla al año por la misma cuota, de lo contrario perdería mis privilegios.
- ¿Y qué privilegios son esos?
- Derecho a adquirir vivienda propia, a comprar tierras o montar un comercio. Es una forma como cualquier otra de mantenernos esclavos en la ilusión de que somos libres.
- Para ser alguien que trabaja para ellos como vocero no pareces muy contento con las leyes.
Rió de nuevo el pregonero. – En realidad yo siempre quise ser juglar, cantar mis trovas de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. Recitar mis versos, contar historias y esto es lo más parecido que he encontrado.  Bueno, no quiero aburrirle con mis sueños…
- Ya lo has hecho. Solo dime…¿Cuál es el precio de la ciudadanía?
- Una fortuna, no se engañe también vos con esa quimera.
- ¿Cuánto? – Insistió.
- 320 monedas de oro al año.
- Una última cosa, ayer en el mercado hubo un altercado con una rara muchacha…
- No sigáis, si se formó un tumulto sin ninguna duda se trataba de la "Insidiosa”. Se ha hecho muy famosa en poco tiempo. No pasa inadvertida. – Miró al truhan con picardía. – ¿También a vos os ha cautivado su belleza? Tened cuidado con ella, no tiene pelos en la lengua y las de muchos de los de por aquí aseguran que está maldita. Que fue quien trajo consigo a la plaga pues apareció al mismo tiempo que ella. Por ello la temen tanto como la detestan las mujeres y desean los hombres.
- ¿Por qué "Insidiosa"?
- Ya lo he dicho, muchos la envidian, muchos la desean, muchos son a los que ha robado el sueño y estos mismos, que solo consiguen desprecio en vez de su favor, son los que la detestan. Ella nos reta y como saetas lanza palabras envenenadas.
- ¿Vas a decirme de una vez que es esa plaga de la que tanto hablas?
Orcanario acercó los labios y le susurró al oído. – El dragón. – Recordó el pícaro que también el pequeño Marcelo le habló de una bestia de la que también se refirió como dragón.
- No me hagas reír, esos seres no existen.
- Lo mismo dijimos todos y nos burlemos de la pobre Justine, pronto cesaron las carcajadas cuando apareció ese monstruo ante nuestros ojos.
- ¿Por qué piensan estos estúpidos, que esa a la que llamáis insidiosa, tiene algo que ver con la criatura fantástica de la que me hablas?
- Un día después de que Justine nos advirtiera de la presencia del dragón los soldados descubrieron en un cerro, justo en mitad de las tierras de la condesa, un gran castillo. Todos podrán asegurarte que en el día de antes aquella fortaleza no estaba. Las puertas se encontraban abiertas así que entraron y la encontraron sola, retándolos desde lo más alto unas escaleras. – El pregonero, acostumbrado a hablar a gritos, en esta ocasión apenas elevaba lo suficiente la voz para que su interlocutor lo entendiera. - La expulsaron de la que aseguraba que era su casa y nos maldijo. Al día siguiente apareció aquella cosa y empezó a destruirlo todo, parecía que se divertía provocando el caos. Desde entonces la gente teme a la joven a la que muchos consideran una bruja. Incluso el Consejo ha requerido los servicios de un inquisidor que debe de estar ya de camino.
- Todo eso no son más que cuentos de viejas.
- Yo he visto a la criatura, se me trague la tierra si miento. Es un ser pavoroso, doy fe.
- Es todo lo que precisaba saber, que tenga un buen día. Serias un buen juglar, se te da bien inventar tonterías – Le ofreció unas monedas que Orcanario rechazó. – No se avergüence de aceptarlas, es mi forma de agradecer su ayuda.
- No insista, no tomaré un dinero que no he ganado.
El pícaro lo pensó durante unos segundos, dio un fuerte silbido. Zupia salió al galope del establo ante los ojos incrédulos del mozo de cuadras. No tardó en llegar junto a su amo. Cogió algo que estaba sujeto al lomo del caballo y se lo ofreció al pregonero.
- Es un regalo, no me lo desprecie.
Admirado quedó Orcanario por la calidad y la belleza de aquel laúd.
- No…no tengo palabras.
- Guárdalas para cuando las acompañes con la música de esta cosa. Yo no sé arrancarle ni una nota.




Sentado en el centro de una gran sala el burgomaestre miraba y remiraba un pergamino repleto de números y cuentas. Sobre la mesa, esparcidos sin aparente orden, montones de legajos y unos enormes planos de la catedral. A su lado Zinue el arquitecto no parecía compartir el nerviosismo de Francisco, de pie miraba la coronilla desprovista de pelo del alcalde reprimiendo el impulso de soltarle un capón.
- Estamos hasta el cuello de estiércol y a ti no parece te importe. Podrías aportar alguna idea en vez de olisquear mi cogote.
- Apestas a miedo, ya tengo suficiente con contener el aliento.
- Eso no me sirve de ayuda. Mejor que pienses en algo antes de que tu cabeza repose sobre un tronco y tu cuello sienta el frío del hacha del verdugo.
- Fuiste tú quien requirió la presencia de un inquisidor. Debiste pensar que el rey aprovecharía para mandarnos también un auditor.
- Me dan ganas de salir por pies, no veo más opción que desaparecer. Tú suerte está unida a la mía Zinue, la catedral es una ruina y no queda en toda la villa usurero al que no debamos dinero.
- Nunca tuvimos intención de pagarles, eso ya lo sabes. Sigamos el plan acordado, no te será difícil arrestarlos y ejecutarlos con cualquier excusa. También puedes dejarlo en mis manos…
- ¡No más asesinatos!
- En ese caso encontraremos quien pague el pato.
- Debemos recortar gastos, podríamos rebajar más los sueldos de los obreros.
- Eso sería pedirles que trabajasen por nada. Te pudo la avaricia, demasiado has metido la mano y ahora salen vacías del cofre del tesoro. Podrías al menos haberte molestado un poco en disimular el robo, pero no has parado en este tiempo de hacer ostentación de tus nuevas riquezas. Ahora temes perder la cabeza, haberlo pensado antes de emplear todo tu tiempo persiguiendo faldas.
- No me sermonees, también tú te has beneficiado de la estafa. ¿A quién crees que pedirán cuentas cuando vean que la catedral se cae a pedazos? ¿Cuándo comprueben que sus cimientos son de barro y ni un gramo de mármol tapiza sus paredes? ¿De quién piensas que es la firma estampada en las falsas facturas? Ambos estamos en esto y debemos vérnoslas juntos a las duras y a las maduras. – El burgomaestre se quedó pensando un rato. - ¡Destruyamosla, echemosla abajo y culpemos a la plaga del desastre!
- ¿Y cómo lo haremos? ¿ Iremos ambos provistos de mazos y disfrazados de dragón ante los ojos de todos, derribaremos los muros? Amigo francisco… Eres un estúpido.
- Podemos atraer su ira.
- No haces otra cosa que pensar en la Insidiosa. Esa mujer te ha nublado el juicio, pero he de reconocer que es una idea…
El Chamberlain irrumpió en la sala sin pedir permiso con su inexpresivo semblante y su caminar erguido, tieso como si del ano a la garganta lo atravesara un palo. Los dos hombres allí reunidos lo miraron enojados. Francisco no reprimió su furia y le soltó un grito.
- ¡Te advertí no me molestase nadie!
- Asegura que es importante. – Burgomaestre y arquitecto se miraron asustados.
- ¿Llegó el inquisidor?
- No mi señor.
- ¡Siempre en palabras tan parco! ¡Dime de una vez de que se trata y por tu bien espero que no me hagas perder el tiempo!
- Un caballero requiere hablar con vos.
- ¿Te mencionó de lo que se trata?
- Me pidió que le entregase esto, dijo que es un presente.
El sirviente puso en la mano del burgomaestre un rubí del tamaño de una castaña. El reflejo de la extraordinaria piedra hizo que sus pupilas parecieran del mismo color rojo intenso de la joya. También Zinue quedó boquiabierto.
- ¿Qué aspecto tiene ese individuo?
- Me costaría describirlo, pero está claro que no disimula su riqueza.
- ¡¿Y a qué esperas para hacerlo pasar?! ¡No te quedes ahí quieto como un pasmarote!
Apareció por la puerta del salón un tipo enjuto enfundado en ropas de exquisita textura pero que a todas luces le venían grandes. Eran ropajes de terciopelo y seda teñidos de verde y rojo adornados por bordados de oro y joyas, sobre todo en sus amplias mangas. Sobre los hombros un manto semicircular de lana teñida en púrpura. Como calzado unos extravagantes poulaines cuyas puntas debían alcanzar los dos pies de largo y lo obligaban caminar de una forma cómica. La cabeza desprovista de sombrero, al descubierto su largo y negro, en lo más alto ya se adivinaban algunos claros. Mentón afilado, nariz fina (algo femenina) y labios rígidos. Las arrugas de las comisuras le daban un rictus severo. Los ojos de color castaño, cansados con bolsas en los párpados bajos, plagado el blanco de las pequeñas y rojas venillas que suelen “adornar” los ojos de aquellos que no disfrutaron de suficiente sueño. Debía de haber dejado atrás no hace mucho el otoño y empezado a adentrarse en el invierno que conduce al final de los días. Dedos y cuello adornados por cuantiosas joyas y, como disonante nota, dos alforjas de cuero colgando del hombro izquierdo.
Se detuvo ante los dos hombres he hizo una leve reverencia a modo de saludo. Luego, muy erguido, los miró de forma soberbia. Con voz nasal y carrasposa se presentó.
- Mis respetos caballeros. Mi nombre es Juan de Austria, enviado como embajador por el reino de Castilla a estas remotas tierras. Aquí están mis credenciales. – Les entregó unos documentos escritos con torpe caligrafía y estampados con los sellos de supuestas casas reales que jamás habían visto. Tanto el burgomaestre como el Arquitecto estaban perplejos.
- Nunca escuchemos mención alguna del lugar del que asegura que procede. Mi buen señor, debo aclararle que si es un embajador no se encuentra en el lugar indicado… - Zinue puso la mano en el hombro de Francisco y presionó con fuerza en una clara orden de que sellase los labios. Se inclinó y le habló al oído.
- No seas necio, síguele el juego.
- ¿No es esta la capital del reino? - Preguntó el extraño.
El burgomaestre se corrigió como mejor pudo e intentó ser convincente. – Por supuesto que lo es, me refería a que quizás es con la nobleza a quien quisiera presentar sus respetos.
- Me aseguraron que era con el burgomaestre con quien debía tratar lo de la ciudadanía…
- ¿La ciudadanía...? - Ahora si sonrió complacido. - ¡Claro, claro, este es el lugar y yo su persona!

Depositó en una mesa una bolsa de cuero de pequeño tamaño, el burgomaestre la balanceó en su mano, pesaba mucho. Contó las monedas del interior, 320, todas ellas doradas y resplandecientes.
- ¿Son suficientes?
El alcalde ató de nuevo el extremo de la bolsa y abriendo un cajón de su mesa empezó a rebuscar, al poco extrajo un grueso anillo. Se lo ofreció al extranjero.
- Este sello le identificara como ciudadano, llévelo siempre bien a la vista.
- ¿Eso es todo? Cualquiera podría robármelo y asegurar que le pertenece.
- Hacerse pasar por ciudadano está penado, en el mejor de los casos, con el destierro. No tema buen caballero, nadie osaría tal cosa. Si nada más se le ofrece, y sin pretender parecer descortés, le ruego me deje con mis quehaceres. Que tenga un buen día.
- Desde que llegué el trato que he recibido, por ser diplomático, diré que no ha sido precisamente grato. No me importa que me nieguen el saludo, pero siquiera conseguí un albergue donde reposar el cuerpo tras un largo trayecto. Vine de muy lejos, me hablaron de lo hospitalario de este reino y encuentro que me tratan como a un apestado. No amigo mío, no tengo un buen día y a fe mía que tampoco vos lo tendrá. Exijo hablar con un noble, alguien acorde a mi estatus y no con un burócrata patán incapaz de ver más allá de sus narices. Parece que no entiendes con quién tratas, soy archiduque de las Españas.
Zinue no dejaba de examinar las credenciales del embajador. No entendía nada de lo allí escrito ni tampoco reconocía sello alguno de los estampados en el pergamino. Miraba al supuesto diplomático, aquel tipo vestía ropajes elegantes pero sus manos estaban curtidas por el trabajo. Alternaba el escrutinio del recién llegado con el de los legajos y cada vez lo tenía más claro, aquel individuo no tenía ni alcurnia ni cuna. Con todo permaneció callado, observando, sopesando la situación, meditando a dónde podría conducir todo aquello y si de ello podría sacar provecho.
- Perdone usía si lo ofendí, le aseguro que no fue mi intención. No hay más noble en la ciudad que la condesa, pero ella delega en mí sus obligaciones.
- ¿Una condesa? ¿Y que ha sido del rey y su corte? ¡¿Os reís de mí?!
Zinue le dio un codazo a Francisco sin disimulo alguno y le obsequió con una mirada asesina. El pícaro era consciente de cómo el arquitecto miraba sus alforjas. Tuvo muy claro que debía cuidarse de él..
- Su majestad y el resto de nobles disfrutan de la caza, estarán lejos por unos días.
- ¡¿Y quién demonios sois vos! ¿Quién os dio vela en este entierro? – El pícaro sabía que debía mostrarse arrogante en todo momento si pretendía hacerse pasar por alguien de la alta nobleza.
- Mi nombre es Zinue. – Hizo una servil reverencia. – Soy el arquitecto de palacio.
- ¿Un arquitecto? Me venís como anillo al dedo.
- ¿En qué puedo serviros?
- Necesito adquirir una propiedad en la que instalar la embajada..
- Creo que disponemos justo de lo que necesita, algo a la su altura  que seguro es de su agrado. Un auténtico palacio sobre lo alto de un cerro, dominando un hermoso valle y no a mucha distancia del castillo real. – El burgomaestre le dirigió una mirada inquisitiva, Zinue lo tranquilizó con una palmada en el hombro. – Mi buen amigo Francisco, enseñe a nuestro distinguido embajador los planos de Roca Vieja. El burgomaestre cada vez estaba más inquieto, de sobras sabía Zinue que dichos planos no existían.
- No tengo tiempo para eso, me fio del buen criterio del arquitecto de la corte. Ahora solo falta que acordemos el precio.
- Comprenderá, noble caballero, que un palacio como ese no está al alcance de la bolsa de cualquiera.
- ¿Es suficiente con esto? – Volcó sobre la mesa una de las alforjas y de ella cayeron innumerables monedas e impresionantes joyas de todo tipo. Burgomaestre y arquitecto abrieron los ojos como platos, no podían apartar la mirada de aquel tesoro.
- Más que suficiente. – Balbuceo el burgomaestre. – Llamaré de inmediato al notario para que prepare contrato y escrituras.
Apenas una hora para gestionar el papeleo. – El pícaro miró las escrituras que le adjudicaban la propiedad de un terreno llamado Roca Vieja. Algo en ellas lo puso en guardia.
- Hay un error.
- ¿Un error? – Le dio los papeles al alcalde. Notario y arquitecto también los examinaron detenidamente. Al rato se los devolvieron.
- No vemos error alguno.
- ¿Acaso están ciegos? ¿O solo me pretenden estafar?
Los tres hombres se miraron entre si confundidos, cogieron el contrato y volvieron a repasarlo.
- Muy señor mío, por más lo miro no encuentro el error al que se refiere.
-¡La fecha!
Cada vez estaban más perplejos. 15 de septiembre del 1012, año de nuestro señor. - Ninguno de los tres entiende a lo que se refiere usia, la fecha es la correcta. Quizás durante su viaje perdió la cuenta de los días. - ¿Perder la cuenta? ¿En quinientos años? Sin duda en aquel lugar no se regían por el calendario cristiano, pero por otro lado… por otro lado eso explicaría sus raras ropas y su desconocimiento de la pólvora. No, aquello no era posible, no tenía ningún sentido. ¿Pero que lo tenía desde que naufragó en la costa?
- Seguramente ustedes tengan razón, que me confundió el trayecto. Estando ya todo en orden parto impaciente a tomar posesión de mis nuevas fincas.
- Puede acompañarle un lacayo para guiarle.
- Prefiero ir solo, seguiré las indicaciones que me dispensen, tengo buen sentido de la orientación.
Apenas había salido el pícaro por la puerta cuando el burgomaestre se levantó de la silla como si alguien le hubiese puesto un clavo en el culo, cogió por el cuello de la camisa a Zinue.
- ¡¿Estás loco?! Roca Vieja pertenece a la condesa. ¿Qué crees que pasará cuando descubra el engaño? Que le vendimos humo y que no está en la capital del reino. – El arquitecto se libró de las manos del gordo y sudoroso Francisco.
- ¿Acaso no viste lo que parieron sus alforjas? – Sobre la mesa una ingente cantidad de monedas y joyas. – Ni tan solo vació del todo la primera y aún dispone de otra, seguro cargada con más tesoros. Solo el rubí que te regaló por si mismo vale una fortuna. Eres demasiado bobo como para darte cuenta de que ese no es más que un impostor. Seguro que se trata de algún pirata. Déjalo todo en mis manos y da por terminadas nuestras penas.
- ¿Qué tienes en mente?
- Será fácil desembarazarse de ese fantoche y culpar a la Insidiosa. Encontraran el cuerpo en las tierras que asegura que son suyas. Podrás vengarte de todos sus desplantes, voy a ponerla en tus manos.
- ¿Pero… y la plaga?
- La plaga y ese caballero negro tuyo ahora mismo son el menor de nuestros problemas.

Deseaba llegar lo antes posible a su nuevo hogar y desprenderse de aquellas ridículas e incómodas ropas. Las había robado poco antes de visitar el ayuntamiento. No le fue difícil sustraerlas gracias a su mágico atuendo negro. Podría haberlas comprado pero prefirió el hurto, no tenía intención de darles una sola moneda a aquellos comerciantes engreídos, por otro lado, adquirirlas dinero en mano habría suscitado sospechas.
Hacía mucho que había dejado atrás los últimos edificios de la ciudad pero no había cruzado ninguna muralla. Atravesaba un frondoso bosque a lomos de Zupia, el sendero era estrecho. Debía andarse con cuidado. Se trataba de pinos, en su mayoría jóvenes, por lo que su altura era la justa para que alguna rama saliente pudiera golpearlo en un descuido. Un lugar perfecto para una emboscada. El negro corcel árabe emitió un inquieto relincho, le dio una palmada en el cuello.
- Tranquilo, amigo. También yo los escucho. Sean quienes sean, no les preocupa que sepamos de su presencia. – Pensó que podrían ser simples viajeros con los que coincidir en la ruta. Miró a su alrededor, la vegetación era tan espesa que le resultaría imposible avanzar si se salía del camino y frente a él nada indicaba la proximidad del final de la espesa arboleda. Su mano derecha se frotó el pecho de forma nerviosa. Le bastaría golpearlo por tres veces para aparecer enfundado en Wardoll y ser invulnerable a cualquier ataque, pero eso perjudicaría sus futuros planes. Nadie debía de sorprenderlo al trasformarse en el caballero negro. Esperaría a ver lo que pasaba sin bajar la guardia. A sus espaldas, los cascos de al menos dos caballos se escuchaban cada vez más cerca, estaban forzando la marcha.
- Mantén  la calma. – Intentó tranquilizarse a sí mismo. – Salir al galope como alma que lleva el diablo no sería buena idea. – No tratan de sorprendernos. – Ahora hablaba con Zupia, sentirse acompañado, aunque fuese por un caballo, lo tranquilizaba. – No tardaran en dejarse ver y sabremos lo que quieren, de haber deseado atacarme por sorpresa les habría sido muy fácil hacerlo y estos hacen demasiado ruido. – Para aparentar tranquilidad no giró la cabeza en ningún momento, tampoco eso era buena idea. No era el momento de continuar  fingiendo su papel de arrogante noble, mejor seguir siendo un cobarde vivo, que altivo cadáver. Se habían separado, tan solo uno continuaba siguiéndolo, ya no había ninguna duda de que se trataba de una encerrona. Era el momento de mirar al peligro de frente, hizo girar a Zupia y esperó. Apareció un rufián a lomos de un jamelgo castaño, en el rostro una mueca de complacencia y en las manos una ballesta. No lo apuntaba con ella pero en la cara llevaba escritas sus perversas intenciones.
- Veo que enviaron un perro en mi busca. ¿Qué te prometieron tus amos? – Señaló las alforjas que estaban bien sujetas a la grupa de Zupia. - ¿Qué parte de la pieza te corresponde? Sin duda las sobras. Debes ser muy estúpido, muy fácil es adivinar quién te ha mandado tan vil encargo. ¿Cuál de los dos ilustres ciudadanos se esconde en el bosque? ¿El arquitecto, el alcalde, o ambos? Cobardes, no se atreven a hacer por sí mismos el trabajo y mandan a un bastardo a ensuciarse las manos.
- Hablas demasiado.
- Es posible, pero aún sigo vivo. ¿Esperas que te suplique?
- Reconozco que no esperaba ese temple en un alfeñique como vos. – Ahora si lo apuntó con su ballesta. – Simplemente no me gusta disparar por la espalda.
- Seguro disfrutas viendo el terror en los ojos de tus presas. No estás lo suficientemente cerca para apreciar en los míos el miedo. ¿Dudas? Puedes ver que mis manos están desnudas, no tengo otro arma que una oferta.
- ¿Pretendes comprar tu vida?
- Te aseguro que tiene un alto precio.
El sicario miró hacia el interior del bosque. Ahora el pícaro sabía la dirección en la que se ocultaban el resto de “cazadores”.
- Parece que eres tú quien tiene miedo. ¿Temes a aquellos que no se atreven a dar la cara? Como sicario dejas bastante que desear, no tengo claro que valga la pena tratar con alguien tan poco codicioso. Llama a tus amos con un par de ladridos, está claro que me conviene más hablar con ellos que contigo. Lo siento amigo, lo más seguro es que te quedes sin hueso.
- Me estoy cansando de tu palabrería. Encomiéndate a Dios fantoche, reza tus oraciones. – El asesino estaba tranquilo, las provocaciones no parecían causar el efecto que el pícaro esperaba. Emplearía su última carta, cogió las alforjas despacio sin hacer ningún movimiento brusco, liberó la hebilla de las correas y las lanzó a los cascos del caballo del criminal. El oro y las joyas cayeron de su interior.
- Comprenderás que no viajo con toda mi fortuna a cuestas, eso no es más que una pequeña parte. ¿Qué pueden ofrecerte tus amos? Se acaba nos acaba el tiempo a ambos, hora de decidir.
El matón sonrió despectivamente, alzó la ballesta, la apoyó en su hombro y apuntó a su presa.
 – Más vale pájaro en mano...
- Lo dicho, eres un truhan muy poco ambicioso. Permite que te muestre un último tesoro.
- Solo a modo de última voluntad. Podre luego saquear a mi antojo tu cadáver, me ahorraras tener que buscar.
- Muy amable de tu parte. Que suerte la mía, topé con un villano condescendiente.
- Al grano, me resultas un tipejo de lo más impertinente.
- Te mostraré algo, seguro que tus ojos no vieron en la vida tamaña maravilla. – Deslizó una de las pistolas fuera de la funda que había fabricado artesanalmente para llevarlas. Al contrario que su pareja, no necesitaba de mecha. Diseñada y construida por los jesuitas con toda su piadosa bondad, se trataba de la herramienta más rápida, moderna y eficaz para mandar junto al Creador a nuestros semejantes. Se la enseñó al criminal sin que en ningún momento pareciera que le apuntaba con ella.
- Puede vuesa merced acercarse más para apreciar tamaña maravilla.
- La contemplaré debidamente cuando la recoja de vuestro cadáver.

- “Y agora muy mayor la desventura
de aquesta nuestra edad, cuyo progreso
muda de un mal en otro su figura.
¿A quién ya de nosotros el exceso
de guerras, de peligros y destierro
no toca, y no ha cansado el gran proceso?
¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vio su vida
perder mil veces y escapar por yerro?
¿De cuántos queda y quedera perdida
la casa y la mujer y la memoria,
y de otros la hacienda despendida?
¿Qué se sacará de aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios agradecimiento?» (*)

- ¿Acaso es el momento de recitar versos? ¿Qué demonios es eso que portáis en la mano? No parece que tenga ningún valor. Decid adiós a la vida, que Dios os maldiga con el fuego eterno.
- Vos sois quien invocó al fuego. ¡Mirad fijamente el extremo por el que saldrá la bala que os mandará al infierno! – En un rápido movimiento extendió el brazo y apretó el gatillo. Por suerte, la curiosidad pudo con el criminal, que se aproximó del todo ignorante de a lo que se enfrentaba. Demasiado cerca como para errar el tiro. Le alojó el plomo entre los ojos.
Se apresuró a empuñar en su izquierda la segunda pistola, esta si era de mecha y, a diferencia de la de pedernal, no podría dispararla sin acercarle primero lumbre. Confiaba en que el resto de maleantes no tendrían la más remota idea de lo inútiles que eran ambas en ese momento, de lo indefenso que se encontraba. Les gritó desafiante.
- ¡Portad mi mensaje a esos miserables de arquitecto y alcalde! ¡Nadie arremete contra Don Juan de Austria y sale indemne! ¡Han provocado mi ira, desde ahora se cierne mi venganza sobre sus pérfidas cabezas! ¡Que no duerman, que no vivan en paz, en la certeza de que pagaran por su vileza!
Escuchó alejarse un caballo entre el follaje del bosque. Descabalgó y se agachó junto al cadáver del asesino. Tenía los ojos muy abiertos, los dos que le dio Dios y un tercero con el que él le había obsequiado. Le escupió en la cara. – Ya se ocuparán los cuervos de velar tus despojos, de arrancarte los ojos para que te presentes ciego ante el demonio. - Lo despojó de la ballesta y birló de su montura una excelente espada. Ciertamente no era de noble acero toledano, pero le sería útil. Recogió del suelo las alforjas y las riquezas que habían quedado tendidas entre polvo y la yerba. Finalmente montó en Zupia y continuó su camino.


*(Garcilaso de la Vega.)


Con todo lo vivido, con todas sus tretas y argucias, toda su experiencia en el engaño y la estafa y se había dejado enredar por aquel par de mezquinos facinerosos. Fue salir del bosque y ver el amplio camino que le ocultaron para que se adentrará en la trampa de enrevesadas ramas y tupido follaje. En frente un precioso valle y en el aire el aroma a espliego tomillo y romero. Respiró hondo y sus pulmones se llenaron de aire limpio. Lo reconfortó una suave y fresca brisa, limpio de nubes el cielo y el sol en lo más alto irradiando calor y luz. Se abandonó ignorando el tiempo, disfrutando de aquel instante, de aquella paz que le inundó el espíritu. Se detuvo un conejo junto a los cascos de Zupia y quedó mirando a montura y jinete con ojillos curiosos, movió el morro unos instantes y desapareció a toda prisa en su madriguera.
Re emprendió la marcha sin forzar el paso del caballo para poder regocijarse, empaparse del inmenso y verde paisaje que se extendía mucho más allá de lo que podía abarcar con la vista. Zumbaban las abejas en su frenética tarea polinizadora, el otoño no parecía haber llegado a los campos y las flores silvestres engalanaban el valle con sus vivos colores. Solo algunas encinas esparcidas rompían el suave relieve, árboles seguro por el tamaño ya centenarios. Anidadas en sus ramas, palomas torcaces, urracas y avutardas. Reconoció el inconfundible piar del cuco. Así se sentía él, como un cuco, un intruso en nido ajeno. Demasiado bello, de nuevo debía de estar soñando, se encontraba dentro de un cuento y en cualquier momento esperaba toparse con el castillo donde reside cautiva una hermosa princesa. Jamás pudo imaginar conseguir hacer suya una hacienda como aquella, unas tierras vírgenes que no han sufrido la herida del arado, un prado inmaculado bendecido por la mano de algún olvidado Dios. Uno al que no le importan las tribulaciones de los hombres, que gozaba creando belleza y no inspirando odios y miedos.
- Un lugar así no merece dueño. – Se dijo así mismo. No reparó en el tiempo transcurrido, embebido como estaba de aquella maravilla. Pasada la última encina vislumbró el cerro y en lo alto de la colina un castillo.
- ¡Roca Vieja! – Exclamó henchido de orgullo. – Mi hogar, la lar que durante tanto tiempo me negó el destino se alza ante mis ojos, contrastando la negra piedra con el azul del cielo. Imponente silueta, ya veo erguirse las almenas como orgullosos titanes al final del camino. ¡Y todo es mío! – Una estruendosa carcajada escapó, no de su garganta, sino de un corazón que por una vez palpitaba entusiasta y no afligido.
Subió por un sendero zizzagueante bordeando la colina. Desde su posición en el centro del valle el castillo parecía un colosal gigante, vigilante de que nada dañase aquel paraíso en la tierra.
- Mi bello Rocinante. – Le musitó a Zupia. – Si he perdido el juicio y me encuentro perdido en los delirios de mi enferma cabeza, no permita Dios que regrese jamás con los cuerdos. Prefiero ser Quijote soñador, que señor de mis miserias. Casi me duele pisar esta yerba, me apena respirar un aire, que de tan puro, no creo que merezca. – Llegó a lo más alto. - ¡Ahí está por fin, Roca Vieja!

No había foso, tampoco puente levadizo. La puerta la encontró destrozada y la madera esparcida por el suelo, alguien entró valiéndose de la fuerza. Ya en medio del patio de armas, contempló en todo su "esplendor" el interior de la fortaleza. La piedra de sus muros era negra, enormes cascotes dispuestos y encajados unos con otros como si de un puzle se tratara. Era de un diseño simple, rectangular con torres esquineras. Se dirigió a las caballerizas. El heno estaba fresco, como dispuesto para su llegada y el abrevadero lleno de agua cristalina que, sin duda, alguien había sacado hacía poco de un pozo próximo. En la parte noroeste de la muralla se encontraba el fortín y la torre caballera. Las puertas que daban al interior, al igual que el gran portón de la entrada, habían sido derribadas de forma violenta.
Pensó que la plaza había sido tomada al asalto, pero ni rastro que dejase de relieve hubiera habido batalla. Fuesen quienes fuesen los agresores, no encontraron defensores para plantarles cara. Dejó a Zupia paciendo plácidamente y entró en las dependencias.
Lo primero que hizo es despojarse de las pomposas vestimentas, bajo ellas su indumentaria negra. Se calzó las botas y cubrió cabeza y rostro con el turbante. No se arriesgaría a dejarse sorprender por nuevas traiciones, mejor permanecer oculto bajo los mágicos ropajes. En el salón ningún mueble ni decoración. Las paredes desnudas y en mitad de la gran sala una única y modesta silla, frente a ella la mesa a juego y encima, tintero pluma y cuartillas. Un enorme rosetón dejaba pasar luz más que suficiente, el haz de claror caía justo sobre el austero escritorio por lo que la gran vela encendida que había sobre él era del todo prescindible.
- ¿Quién la habrá provisto de lumbre? – La examinó, apenas se había consumido la cera. Miró a su alrededor agudizando los cinco sentidos. Ni olor, sombra o ruido, delataron la presencia de ningún otro ocupante. - ¿Quien la ha encendido? – Pronto se olvidó de ello al reparar en el papel y la tinta. Sintió la irrefrenable necesidad de regar con palabras aquel desierto blanco y, sin darse cuenta, se encontró curvado sobre el papel pariendo historias.

Estaba tendido, debió de quedarse dormido y con el sentido en el reino de Morfeo, se olvidó por completo el cuerpo terreno. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el duro suelo. Tenía motivos para dolerse de su sufrida cabeza, no así del costado. Comprendió al escuchar una voz que no fue la pérdida de conciencia la que lo arrojó de la silla, sino un puntapié.
- ¡Largo de mi casa!
Desde aquella posición, tumbado en el suelo, la mujer se le antojó mucho más alta. Sus piernas parecían no acabar y la mirada de aquellos ojos, negros como un abismo, le nublaron el entendimiento. Gentiles los rasgos de un rostro en exceso blanquecino pero hermoso. El larguísimo pelo moreno cayendo en cascada sobre hombros y espalda. Labios finos, rígidos y de dura apariencia, La nariz delicada, fina y ligeramente curvada hacia arriba. La cara casi de una niña, el cuerpo estilizado, no demasiado sinuoso, se dejaba intuir bajo las ajustadas ropas. Clavó los ojos en sus pequeños senos. ¿De nuevo viviendo un sueño? Encontró el castillo del cuento y la princesa cautiva le increpaba.
- Te recuerdo, eres el que husmeaba por el mercado ayer. Seguro que eres muy feo y por eso ocultas el rostro bajo ese extraño sombrero. Sigues con la manía de tus incómodos silencios, ahora me soltarás alguna tontería como las del otro día.




De belleza, ciegos y demonios.

- No oculto la cara por vergüenza, sino por respeto, por no ofender con lo abominable de mis facciones, a aquellos con quien me cruce. – Se quedó pensativo un segundo. - ¿Cómo es que me puedes ver?
- ¿Cómo? Tengo ojos en la cara. ¿Estás beodo?
Sabía el pícaro la razón de la pregunta. Desde que llegó a la ciudad, tan solo dos personas lo habían visto bajo las negras ropas. No entendía la razón por la que aquella joven y el pregonero lo vieron sin ninguna dificultad, mientras que para el resto era una mera sombra.
Se incorporó, la muchacha dio un salto hacia atrás guardando las distancias. Comenzó a caminar inquieta a su alrededor. Nuevamente se le antojó un cachorro que dudaba entre la curiosidad y el miedo a lo nuevo y desconocido.
- ¿Qué haces en mi casa?
Prefirió el truhan no revelarle que había comprado el castillo, ni contarle nada de lo ocurrido con el burgomaestre y el arquitecto. Recordó la historia que le contó el pregonero. Aquellos mal nacidos le habían vendido la mansión que aseguraban que surgió de la nada. Allí estaba también su supuesta dueña, la joven a la que tildaban de bruja. La desahuciada había regresado y lo amenazaba de verbo pues, a falta de un arma en las manos, se valía de lo afilado de su lengua.
- Soy un viajero, me trajeron los pies y la necesidad de descansar. No encontré un lugar más tranquilo que este, cansancio y curiosidad me hicieron entrar. Es un castillo demasiado grande para una sola persona. ¿En verdad que os pertenece? ¿Vive aquí sola?
- ¡Este es mi reino! – Se limitó a responder casi a gritos.
- ¿Sois entonces una reina? Una, por las ropas, seguro que modesta. Una a la que no le preocupa la pompa ni el lujo.
- Guárdate la sorna tipo raro. ¿Tienes un nombre? No preguntaré por los apellidos, que a buen seguro os negó vuestro desconocido padre.
- Lo tengo pero podría engañarte, inventarme uno.
- En ese caso tendré que bautizarte. – Las negras ropas acapararon la atención de la joven. Hizo un gesto teatral imitando a un párroco vertiendo el agua bendita sobre la cabeza de un recién nacido. – Te llamarás “negrito.”
- Aceptaré gustoso el nombre que me ofrece la providencia. Ahora sería justo que yo conociera el de vuecencia, no suelo codearme con la nobleza y vos sois, ni más ni menos, que una reina.
- No tengo nombre, al menos no uno que os importe.
- No me deja más opción que el bautizo. Insidiosa no os hace justicia.
- Veo que esos mamarrachos os corrieron con el cuento. ¿Qué más os han contado de mí?
- Que sois una especie de bruja, que fornicáis con dragones y otras lindezas.
- ¡Jah! Sí, soy una bruja poderosa, ahora mismo podría convertiros en sapo.
- ¿Entonces os debo de tener miedo?
- Solo si no marcháis de inmediato.
Reparó el pícaro en como en su devenir inquieto, la joven no quitaba el ojo de las cuartillas esparcidas sobre la mesa.
- Veo que os gustan los cuentos.
- ¡Los detesto! ¡Estúpidas princesas sin otra ambición que someterse a un vanidoso príncipe! Siempre exaltando la belleza, como si sobre la tierra no hubiese otro valor por el que una mujer deba de enorgullecerse.
- Pero vos sois bella. ¡Y además reina! Deduzco por vuestro enfado que no hay ningún rey.
- ¡Sois como todos! También vos pensáis que no hay otro lugar para nosotras que al lado de un hombre. Además…¡Yo no soy bonita!
- Por dos veces os equivocáis, yo no creo eso y además…Si sois hermosa y bien que lo sabéis, como yo sé que ello puede suponer más una maldición que una bendición. Miráis lo escrito sobre la mesa. ¿Lo habéis leído durante mi sueño?
- No me interesan las fantasías de un lerdo.
Pudo el pícaro notar en el brillo de aquellos ojos que mentía, que la carcomía la curiosidad, como también deducir que la muchacha no sabía leer.
- Solo es un cuento.
- Los cuentos son para los niños.
- Con todo, permitid que os lea un párrafo, de no interesaros tan solo debéis interrumpirme. – Interpretó el silencio de la joven como una aprobación. Reunió las cuartillas poniéndolas en orden y comenzó su relato. En realidad se sabía la historia de memoria y no necesitaba de lo escrito.

"Su belleza era tal, que a su paso los hombres enfermaban de lujuria. Lo que podía parecer un regalo del cielo realmente era el peor de los tormentos, pues era solo deseo lo que inspiraba en todos ellos. Ellas la despreciaban. Recelosas, la vigilaban temiendo que les arrebatase a sus maridos. Su hermosura era su suplicio, una maldición cuyo dolor mitigaba en compañía del único en todo el pequeño pueblo con quien podía desplazar por unas horas su soledad.
Todos los días, tras pasar por el mercado, se desviaba hacia la iglesia. Allí, sentado en las escaleras como siempre, mendigaba su único amigo. El anciano vestía con harapos y todos pasaban por su lado ignorándolo. Rara vez el sonido de una moneda cayendo a sus pies lo sobresaltaba. También él esperaba impaciente la visita de la muchacha, y es que el pordiosero era ciego y por tanto inmune a los tristes encantos de la joven.
Ambos hablaban mientras todos miraban. Cuchicheaban ellos, burlándose de la desgracia del ciego por no poder admirar la voluptuosidad de la muchacha. Ellas, de lengua más afilada, más viperina, reían y en voz alta, para que todos las escucharan, escupían palabras envenenadas. Pero ellos eran a todo ajenos, hablaban y durante unos instantes el mundo no parecía tan miserable.

Ya habían pasado algunos años desde que se fraguó, avivada por la soledad de ambos, la relación. Poco a poco, la voz y la ternura de la joven encandilaron al anciano y con el tiempo fue mucho más que amistad lo que por ella sentía. Sabiendo lo imposible de ser correspondido, guardaba celosamente su secreto escondido en el pecho. No faltaron ocasiones en que los villanos quisieron socavar el ánimo del viejo. Intentaban describirla con palabras con la intención de incomodarlo, de provocar en él el mismo deseo del que ellos estaban presos. Imposible, no habían palabras que pudieran definir su belleza. El mendigo hacia caso omiso de los mal intencionados comentarios y seguía esperando que, como cada tarde al medio día, la cálida voz de la muchacha lo saludara. Los ojos de un ciego dejaban por un tiempo de verlo todo negro.

Pasó por allí un día el demonio disfrazado de buhonero y escuchó sin proponerselo, la conversación que sobre la extraña pareja mantenían unos labriegos. Sintió curiosidad y, como no tenía nada peor que hacer, decidió echar un vistazo, convencido de poder de todo aquello sacar algo.
Quedaron muy cortos los comentarios de aquellos palurdos sobre la belleza de la joven. Cuando la vio, solo su condición de diablo lo libró de caer rendido a su influjo. El mismísimo señor del averno sintió miedo de tratar directamente con ella y juzgó más prudente entrevistarse con el pordiosero.
Como era de esperar, lo encontró solo a los pies de la escalinata que conducía a la iglesia. Miró el templo y sonrió, corrompería al desdichado anciano frente a la mismísima casa de Dios.

El tacto de una moneda depositada en su misma mano lo asustó. Salvo la joven nadie lo tocaba, nadie le daba nada y era ella la única, que aparte de hacerle compañía, traía todos los días la poca comida con la que subsistía. Pero aun no era medio día y la piel de aquella mano era áspera. Sin ninguna duda no se trataba de su amiga.
- Que Dios le bendiga.
El demonio río entre dientes.
- ¿Agradeces a Dios estar ciego? ¿El estar mendigando ahí sentado, incapaz de disfrutar de las maravillas que el mundo ofrece a aquellos que ver lo pueden?
- Solo yo soy el responsable de mi ceguera, no siempre fue así. – Acudieron los recuerdos a la mente del anciano. – Fui joven e impetuoso, pero ya hace mucho de ello. La codicia y el ansia por ver mundo, me cegaron mucho más que las heridas recibidas en la guerra. No culpo a Dios, solo yo soy responsable de mi estado.
La voz del buhonero se convirtió en un susurro, acercó mucho los labios al oído del anciano.
- Yo puedo arreglarlo.
- ¿Vos? ¿Qué puede hacer vos que no pudieron sacerdotes ni médicos?
- Puedo conseguir que la veas. – No le fue difícil al demonio darse cuenta por la reacción del pordiosero que estaba enamorado de ella. Pensó que las cosas se ponían a su favor, todo sería así mucho más sencillo.
- Ahora lo entiendo. – Respondió con tono apenado. – Os envía esa chusma que habita este pueblo endemoniado para burlaros de mí. No me importa su hermosura, en su interior es donde realmente se haya toda su belleza, en su inteligencia, su ternura, su bondad.
- Es fácil adivinar en tus palabras, en como de ella hablas, que también la deseas. Estoy seguro que lo darías todo por poder contemplarla.
- Yo no tengo nada que dar, solo soy un desecho, un viejo ciego.
- Ya me aburrí de tus lamentos, vine hasta aquí porque escuché de tu pena y me compadecí de tu desgracia. Quiero ayudarte, te tiendo la mano y la rechazas. ¿Es que no quieres ser feliz?
- Solo Dios puede ayudarme.
- Dios no ha querido escucharte en todos estos años, a las puertas de su iglesia rezas a quien no le interesas.
- ¡Blasfemas! ¿Quién sois vos que viene a insultarle en la misma entrada de su casa?
- Soy el único que puede y quiere ayudarte. No seas egoísta, piensa en ella. ¿Acaso no la haría feliz que no fueses un completo inútil, que pudieses valerte en vez de ser una carga? Podrías ayudarla, separarla por fin de la soledad.
- Aun pudiendo ver, no soy más que un viejo.
- ¡Aaah, conque era eso! Se os tiende la mano y pretendéis tomaros el brazo, no te vasta con un solo regalo. – El buhonero soltó una risita maliciosa. – Se nota no es solo amistad lo que esperas de ella. Has tenido suerte, hoy me siento generoso. No solo puedo devolverte la vista, si lo deseas, si lo quieres, tuya será la lozanía de la juventud. Una nueva vida, una segunda oportunidad no se ofrece todos los días.
- Tú no puedes brindarme nada de eso.
- Solo tienes que pedírmelo.
El anciano asintió, convencido de que solo pretendían tomarle el pelo, que se trataba de una nueva estratagema de los vecinos del pueblo para reírse de él. Los imaginaba reunidos tras el forastero, haciendo corrillo y conteniendo la risa. Para su asombro, empezó a notar como la luz entraba por sus retinas y, en un principio borrosas, las cosas tomaban forma ante él. Se miró las manos, la piel suave, palpose la faz con ellas y la notó joven y tersa. Estaba solo frente a la iglesia, ante él se hallaba un hombre de pelo muy poblado y negro, nariz aguileña, rostro picudo y tez morena, que erguido lo miraba divertido.
- ¿Qué milagro es este? ¿Cómo podré pagarlo?
- No te preocupes, llegado el momento vendré a cobrarme el precio.
Estaba maravillado, embebido con todo lo que le rodeaba y no se dio cuenta de la marcha de su benefactor, hubiera querido darle las gracias. Miró al cielo, se estaba poniendo negro pero aun así le pareció extraordinariamente bello. Una gota cayó en su mejilla y tras los primeros truenos, el tremendo aguacero. Corrió a guarecerse del inesperado diluvio al interior del templo y una vez dentro lo recorrió inquieto de un lado a otro. En su cabeza un millón de preguntas y ninguna respuesta. ¿Cómo se presentaría ante ella? Jamás le creería, dio un salto y se sentó sobre el altar, se sentía ágil, vigoroso. Miró la imagen del cristo crucificado, una talla imponente de tamaño natural y se avergonzó de su comportamiento. Descendió del ara y arrodillado le dio las gracias.
Se tranquilizó, si Dios lo había bendecido con aquel milagro seria por algo, y ese algo sin duda era ella. Nada podía ir mal cuando apareciera, todo iría como la seda. La gran puerta estaba abierta y fuera no amainaba la tormenta. Hoy no vendrá, mejor. – pensó. – Tendría un día para aclarar sus ideas.

La lluvia no la detendría, necesitaba hablar con su amigo, contarle las pequeñas anécdotas acontecidas aquella mañana. Parió una cabra y el gato derramó el tazón de leche del desayuno poniéndolo todo perdido. El manto con el que se cubrió se empapó a los pocos metros de salir de casa junto con el resto del vestido, que se quedo pegado al cuerpo marcando su sinuosa silueta. El chaparrón era muy intenso, no podía ver más halla de unos pocos metros. Ni un alma por las calles, mejor, así no tendría que soportar sus miradas.
Ya estaba en la entrada de la iglesia, el anciano no se encontraba en la escalinata, seguro había buscado cobijo en el interior.
La puerta estaba abierta de par en par, la cerró a sus espaldas. El lugar estaba en penumbra, la única iluminación la proporcionaban las velas. Buscó con la mirada a su amigo, creyó verlo en un rincón y se acercó despacio. Reconoció los harapos pero no al que los vestía. Aquel joven la miraba con los ojos tan abiertos, que parecía se le saldrían de las órbitas, la boca apretada y expresión enferma. Se abalanzó sobre ella enajenado por la lascivia, la muchacha retrocedió unos pasos horrorizada pero quedó enseguida petrificada sin entender que es lo que pasaba. El extraño la atrapó entre sus brazos, la levantó y la arrojó con fuerza sobre el altar. Allí mismo la arrancó las ropas, allí mismo la forzó con violencia. Unos pocos minutos que a la joven se le hicieron eternos, él no escuchaba sus lamentos, ignoraba sus ruegos y en cada embestida aumentaban los gritos de auxilio que nadie oía.
Acabada su vil acción se encontró con los ojos llorosos de ella y sus sollozos lo despertaron de aquella locura. Reconoció su voz y se apartó de un brinco, como si tuviese un resorte en el vientre. Aprovechó la joven el verse libre, para recoger algunos jirones de ropa con los que cubrir su vergüenza y escapar a toda prisa. Él la vio desaparecer por la puerta, en el exterior seguía lloviendo a mares.
Durante unos instantes permaneció rígido, erguido intentando despertar de aquel mal sueño. ¿Qué es lo que había hecho? Vio las ropas rasgadas desperdigadas por el suelo y entre las piernas la mancha sanguinolenta, la prueba del brutal robo de la inocencia. Se postró ante la imagen de Dios, sin saber si pedir perdón o castigo, y allí quedo arrodillado.

Las lágrimas se mezclaban con las gotas de lluvia, la muchacha avanzaba semi desnuda por las calles vacías. Arrastraba los pies por el barro, la mirada perdida fija en el horizonte, por fin llegó a su destino. El río estaba crecido, a punto de desbordarse a causa de la tormenta. Sobre el puente miró la corriente. Nadie la vio caer, nadie escuchó el chapoteo al hundirse en las aguas.

Por fin escampó, unos labriegos encontraron el cuerpo en la orilla del río y corrieron a dar la voz. No tardó en reunirse todo el pueblo. Arremolinados alrededor del cadáver, ya no sentían deseo ni envidia al contemplar los despojos hinchados de la joven, solo pena y rabia. Pensaban que, de alguna forma, eran culpables del trágico destino de la muchacha, que eran responsables del prematuro final de aquella vida.
La cubrieron con una manta y la alzaron en brazos entre varios, se dirigieron en fúnebre cortejo hacia la iglesia con la intención de hacerle una misa antes de darle sepultura. Durante el camino fue uniéndose a la comitiva el resto de vecinos.

Todo había sido real, ahora lo había aceptado. Él, al contrario que todos los demás, la amaba y sin embargo ningún otro había llegado a un acto tan depravado, tan miserable. Alzó los brazos implorando a la imagen, Cristo en su cruz seguía mudo. Ya no pudo más con los remordimientos, con sus propias manos se arrancó los ojos y se los ofreció a la imagen.
- ¡Quédate con tu regalo yo no lo quiero! Por favor te lo ruego, haz que nada de esto haya ocurrido, deja que despierte de esta pesadilla.

Cuando entraron, encontraron a un extraño arrodillado frente al altar. Las manos ensangrentadas y por el suelo, los restos de lo que todos reconocieron como el vestido de la joven. Se adueñó de ellos la ira, depositaron con cuidado el cuerpo de la desdichada y se lanzaron en tropel contra el joven harapiento. Pelearon por hacerse un hueco y poder llegar a él para golpearlo. Puñetazos y patadas, algunos se armaron con palos. El mendigo, hecho un ovillo, soportaba el aluvión de golpes sin soltar quejido. Aún estaba vivo cuando lo clavaron en la pared y reunieron a sus pies todo aquello que podía arder.
La iglesia se llenó de humo y el hedor a carne quemada los impregnó a todos. Las llamas devoraron al joven pordiosero y, cuando por fin cesaron sus gritos, los allí reunidos miraron el cuerpo calcinado. El silencio era sepulcral, habían profanado el templo al dar muerte a aquel miserable, se sabían malditos.
Abandonaron el lugar cabizbajos, olvidando los cuerpos de aquellos dos desafortunados. Al poco la iglesia ardía por los cuatro costados y con ella el recuerdo de todo lo acontecido.

En los aposentos del averno, el demonio fumaba su pipa complacido, todo había ido a las mil maravillas. Bien sabia lo peligroso que es para los hombres que sus sueños se hagan realidad y que se bastan ellos mismos para tornarlos en pesadillas. Chupó una nueva calada y exhaló el humo mientras se regocijaba con los gritos de agonía de sus dos nuevos invitados."

Lo miraba intentando adivinar lo que el hombre de negro ocultaba bajo las ropas. Un mohín de desagrado en el rostro.
- Eso no es un cuento, es un mal sueño. – Dijo tras un largo silencio.
- ¿No te gustó?
- ¡Es horrible! – El pícaro sonrió, vio muy claro en el gesto de la muchacha, que había disfrutado de cada una de las palabras.
- Pues siento sea así, son mis historias la única moneda de la que dispongo para pagar tu hospitalidad. – La joven rompió en carcajadas, más aún al ver el desconcierto en la cara del pícaro. Corrió hacia un rincón y de la oscura penumbra sacó las alforjas repletas de riquezas. Ahora el truhan echó mano al cinto, pero no halló la espada que recogió del cadáver del sicario. Respiró aliviado, aun seguían sus dos pistolas bien sujetas por el cinturón. Consideró que no las necesitaría para recuperar su oro.
- ¡Eso me pertenece, devuélvemelo!
- ¿Qué más secretos me ocultáis, además del rostro y de que sois un embustero enormemente rico? ¡Bah, me trae sin cuidado! Tanto o más que vuestro oro. – Le arrojó a los pies las alforjas. Miró el pícaro el rosetón, la luz del sol languidecía, pronto cerrarían las puertas de la ciudad. Debía darse prisa, tenía mucho que hacer por la noche si pretendía que su plan funcionara. Recogió las alforjas.
- Regresaré, me gusta este lugar, es lo suficientemente grande para albergarnos a ambos. Ahora debo marchar, he de resolver algunos asuntos..
- No serás bien recibido, la próxima vez que te encuentre dormido, te dibujare una sonrisa de oreja a oreja con un cuchillo.
El hombre de negro hizo oídos sordos a las amenazas de la muchacha, recogió a Zupia en los establos y se dirigió al portón de salida. No acababan las sorpresas aquel día, frente a él, tres jóvenes. Aunque vestían con ropas de sirviente nada disimulaba sus facciones, con todo, por algún tipo de extraño hechizo, el hombre no reconoció a las Tres Gracias.
- ¿Quiénes sois?
La que parecía mayor hizo las presentaciones. – Ella es Carmen, su cocinera. – La mujer de piel negra hizo una reverencia. Luego, la muchacha alta de rizos dorados señaló a una jovencita pelirroja. – Y ella es María, su doncella. – También esta hizo una grácil reverencia. – Y yo soy Ayla, su ama de llaves.
No se hizo ninguna pregunta, las aceptó como si realmente las esperara.
- Tenéis mucho trabajo que hacer. Regresaré cuando despunte el día. – Azuzó a Zupia y salió al galope.




El lucrativo negocio de la guerra.

El salón de plenos había sido un hervidero, todos pretendían imponer sus decisiones lo que obligó al burgomaestre a desalojar a la mayoría. Solo quedaron el comandante de la tropa y el capitán de la guardia para discutir el plan a seguir. Al contrario que el capitán, un hombre sumiso y afín a Francisco, el comandante era curtido en el “arte” de la guerra y llevaba al frente del ejército desde mucho antes de que el Consejo se hiciese con el control de la ciudad. Había servido a las órdenes del padre de la condesa, un noble, más en el aspecto personal que en el de la sangre, que se había preocupado más de lo que era costumbre en el reino por los “escoria”. El comandante, al que la edad le confería los dones de la experiencia y la prudencia, discutía acaloradamente con Francisco. El capitán se limitaba a guardar silencio, relegado a un plano casi decorativo. Sobre la gran mesa rectangular, los planos de la ciudad, Víctor, que así se llamaba el comandante, se empecinaba en convencer al burgomaestre de lo negligente de su propuesta.
- Apenas alcanzamos un millar de hombres, de ellos la gran mayoría son escorias que se alistaron por rancho y techo, saldrán corriendo al menor contratiempo. Debemos apostar a nuestros mejores efectivos junto con las catapultas en la muralla del puerto y poner a salvo nuestra flota. – Señaló con el dedo puntos estratégicos en el mapa. – Estoy seguro, que de haber un ataque, será por ahí por donde los guanches intentarán desembarcar, por el lugar menos fortificado de la ciudad.
- Sigues en la creencia de que son los piratas quienes están detrás de todo esto.
- Con todos mis respetos, un hombre solo no asalta ciudades. Tampoco es fácil esconder un ejército en su avance por tierra.
- ¿Que sabemos de los "pies sucios". - Se atrevió por fin a preguntar el capitán, más por que supieran que seguía ahí que por verdadero interés.
- Dudo mucho que los pies sucios se atrevan a bajar de las montañas. - Víctor no disimuló cierto enfado por la pregunta.. -  Hace décadas que no sabemos nada de ellos, imposible pensar que se hayan organizado tanto como para osar atacarnos. Ninguno de nuestros exploradores ha dado con nada que indique un desembarco en la costa, solo han encontrado los restos de un naufragio. Si existe una amenaza, sin duda llegará por mar y no tenemos otros enemigos que los piratas guanches.
- Siempre que alguien menciona a los pies sucios os ponéis nervioso mi buen comandante. - Francisco despreciaba a Víctor pero muchos en la ciudad le debían demasiado al anciano, hasta que hallara el medio de deshacerse de él tendría que seguir aguantando el que le llevase la contraria. - Dispondremos todos los efectivos en la puerta principal, también las catapultas. Quiero que esté preparada la pez, lo recibiremos con una lluvia de fuego griego. No hay más que hablar.
- ¡Me permito protestar! Dejar desprotegida al resto de la ciudad es, y no me retractare de mi afirmación, una locura digna de un lerdo. De atacarnos por la puerta principal se toparían con los arrabales, no podemos hacerlos arder con los que allí moran.
- ¿Desde cuándo te preocupan tanto los escoria? No debimos dejar que esa chusma construyera sus chabolas tan cerca de la ciudad. Los arrabales pueden servir de refugio al enemigo, razón de mas para que de una vez por todas eliminemos del bello paisaje ese feo asentamiento.
- Me preocupa que sean personas al igual que nosotros. Más aun su número, nos superan cinco a uno. Bastante crispados están sus ánimos por culpa de los abusos a los que los sometemos, como para que destruyamos sus casas. Los necesitamos para el trabajo pero los tratamos como animales. Si seguimos por ese camino no tendremos peor enemigo que ellos.
- Eres un anciano Víctor, creo que es el momento de que te retires. La ciudad agradece los servicios prestados durante todos estos años, pero va siendo hora de cambiar a manos más jóvenes la vara de mando.
- ¡No puedes relevarme por no estar de acuerdo con tus inconscientes medidas!
- Te equivocas, si puedo. Tengo el poder que me otorga estar al frente del Consejo.
- ¡El Consejo y vos no sois más que unos parásitos!
- Hazte un favor y sal por la puerta, lo harás con honores. De lo contrario... Bueno, puedes imaginar que será de otro modo. Como bien has dicho, el ejército está compuesto por escorias haraganes y cobardes, en él ya no cuentas con ningún apoyo. Disfruta de un retiro digno amigo mío.
- Transmitiré mis quejas a la condesa, espero que mañana no sea ya demasiado tarde.
- Ve con Dios, mañana podrás darle recuerdos de mi parte a la gentil dama.

Y así, zanjada la cuestión, es cómo casi por arte de magia ascendió el capitán a comandante. Una vez el relevado militar abandonó la sala pudieron hablar sobre los planes que habían ocultado al venerable anciano y que a sus espaldas hacía horas que estaban en marcha.
- ¿Cómo va el avituallamiento? - El capitán sacó pecho satisfecho con su nuevo cargo y respondió intentando ocultar lo jovial de su espíritu.
- Prácticamente todo el grano y ganado de granjas y campos está ya dentro de la ciudad. Si sufrimos asedio, podremos resistir muchas semanas. Gracias a haber expulsado a los escoria seremos muchas menos bocas que alimentar.
- Bien, bien, bien bien… - El alcalde comenzó a dar cortos pasos de un lado a otro de la mesa mientras daba forma a la punta de sus bigotes con los dedos. – Vamos a sacar un gran provecho de todo esto. Cuando nos desembaracemos de ese caballero negro tendremos mucho con lo que comerciar. Bajo el estado de guerra el Consejo, o lo que es lo mismo yo, tiene la potestad de organizar todos los bienes. Mi buen capitán, vamos a hacernos muy ricos.
Cuando lo vio entrar su semblante cambió, frunció el ceño y despidió al capitán.
- Sigue con todo tal como lo hemos planeado, mañana bien temprano nos veremos en las murallas. – Una vez hubo salido el oficial, dirigió una inquisitiva mirada al arquitecto que permanecía quieto a pocos pasos.
- ¿Dónde has estado durante todo el día? He llegado a pensar que me la habías jugado, que te había podido la codicia y habías olvidado a tu buen amigo Francisco. No veo las alforjas. ¿Dónde está mi oro?
- No hay oro. – Se limitó a responder Zinue con tono tranquilo.
- ¿No lo hay? ¿Se evaporó como el rocío a medio día?
- Las cosas no han salido como esperábamos.
- Pues has tardado mucho en venir a decirlo. Espero que tengas una buena explicación, me sobran motivos para poner en duda cualquiera de tus excusas. Quiero mi parte del tesoro tanto como tú estimas tus tripas, esas que ordenaré te saquen del vientre en vida si no lo tengo en esta mesa ahora mismo.
- Nuestro amigo el “embajador” ha resultado ser un nido de sorpresas. Lo bueno es que ahora solo seremos dos a repartir cuando nos hagamos con el botín.
- ¿Nos hagamos? No insultes mi inteligencia, sé que lo tienes y tú sabes que te arrancaré la información de uno u otro modo. ¿De verdad quieres jugar a esto? No ganarás y de poco sirve la riqueza cuando descansas bajo tierra.
- Háblame de ese caballero negro tuyo. De lo que pasó esta madrugada en la plaza.
- ¿Cambias de tema? – Estoy a esto – juntó los dos índices dejando un pequeñísimo espacio entre ellos. – de llamar a la guardia y hacer que te arresten.
- Siempre tan impetuoso, si razonaras un poco antes de abrir tu enorme bocaza, seguro que nos irían a ambos mejor las cosas. Háblame de esa magia, la que hizo que volase por los aires el casco del capitán. Es importante, si de verdad quieres el oro.
- Le señaló con el dedo, de la punta salió fuego y el aire se impregnó de un hedor a azufre. Aquel no era hombre sino demonio. ¿Qué tiene que ver el caballero en todo esto?
- Sois un mercachifle inculto, por ello no os recrimino vuestra ignorancia ni que creáis en cuentos de brujas.
- ¿Me insultas? A buen seguro que perdiste el ceño.
- Soy un hombre de ciencias y me cuestiono aquello que veo antes de clamar al cielo pidiendo ayuda a exorcistas y curas. Ese tipo, el “embajador”, mató a Felipe pero no con el dedo sino con un arma. Una cuyo funcionamiento desconocemos, que por su extremo escupe fuego, pero si bien es cierto que no entiendo el mecanismo, sin ninguna duda se trata de un arma y no de magia. – Ahora si parecía el burgomaestre que tomaba en serio a Zinue.
- ¿Qué demonios pasó en el bosque?
- Al estúpido de Felipe siempre le gustó regocijarse en la angustia de sus víctimas y confiado le salió al paso mientras que yo quedé oculto entre el follaje. Ese payaso es un auténtico charlatán, hizo que bajase la guardia y lo señaló con lo que parecía un palo decorado con raros grabados. La cabeza de Felipe se abrió como una sandia al impacto de una piedra. Reconozco que me pudo el miedo y en un primer momento salí huyendo. Escuchaba a mis espaldas sus amenazas mientras me adentraba en lo más espeso del bosque. El tipo sospecha, es demasiado obvio que estamos detrás de la conjura y bien merecida tenemos ganada su inquina.
- ¡¿El andoba sigue vivo y nos ha amenazado!?
- Relaja tus flácidas carnes, no estés tan tenso. ¿Qué nos importa si sospecha no teniendo pruebas? ¿Qué hemos de temer…? A no ser…
- ¿Qué te ronda por la mente? No me tengas en ascuas.
- Podría tu caballero y nuestro ahora diplomático enemigo ser la misma persona.
- Imposible, yo he visto a ambos. El caballero es un individuo enorme, casi un gigante. El alfeñique del “embajador” no podría soportar siquiera el peso de la armadura negra.
- En ese caso tengo motivos más que suficientes para pensar que están compinchados, que uno y otro dispongan de los mismos artefactos de muerte no puede ser una mera coincidencia.
- ¡Mierda! - Exclamó el burgomaestre asustado. - ¿Y si… y si ese Reino de Castilla no es un mero embuste? ¿Y si realmente existe y su ejército, provisto de esas fantásticas y aterradoras armas, se dirige hacia aquí? Nada podremos para detenerlo.
- Relájate gordo, mantén la compostura o conseguirás te dé un telele. Me preguntaste al principio por mi tardanza. He estado investigando. Decidí esperar oculto a que el tipejo se alejase y entonces me acerqué a examinar el cadáver de Felipe. En su frente un agujero y dentro del cráneo esto. – Le enseñó una pequeña bola de plomo algo deforma por el impacto.
- ¿Le hurgaste en la testa? ¡Eres vil y repugnante, no respetas ni a los muertos!
- Tú vacías sus bolsillos tanto a muertos como a vivos. ¡Mantén la boca cerrada y deja que continué! Esto es lo que salió del supuesto mágico palo con más fuerza que la más veloz de las saetas. Una vez de regreso a la ciudad me llegaron los rumores de unos recientes robos en las tiendas de ropa más exclusivas. Lo hurtado coincidía demasiado sospechosamente con lo que cubría el enjuto cuerpo de nuestro extranjero. De ello supuse que aparte del oro llegó con lo puesto.
- ¿Y porque siendo tan rico no compró las ropas?
- Eso no importa, pero si los informes de los exploradores que salieron en busca de un supuesto ejército enemigo. Me puso al corriente uno de ellos del descubrimiento que hizo en la costa, los restos de un naufragio y allí que fui. En efecto, los maderos esparcidos por la arena daban fe de la marítima tragedia.
- ¿Insinúas que se trata de un vulgar naufrago?
- Vulgar no, uno que trajo consigo el botín de seguro muchas anteriores tropelías.
El burgomaestre sonrió satisfecho por las buenas nuevas. – Un hombre solo, quizás unos pocos piratas de quien sabe que lejano lugar. – Musitó casi para sus adentros. Se encaró de golpe con el arquitecto.
- ¡Quiero ese tesoro y esas armas! Si descubrimos su funcionamiento nada podrá detenernos.
- Paciencia, veremos mañana hasta dónde llega el poder de los extranjeros. Encárgate del caballero negro que yo haré lo propio con el charlatán de su amigo. – El sombrío rostro del arquitecto siempre inspiraba miedo a aquellos con los que hablaba y en esta ocasión el mismísimo burgomaestre sintió un frío calambre que le recorrió la espina dorsal desde la rabadilla hasta la nuca. - En la próxima ocasión no me cojerá desprevenido.

Mar (o María, que era el nuevo nombre con el que se había presentado ante el pícaro en su rol de sirvienta) corría de un lado a otro del salón como una niña curiosa que descubre mundos nuevos. Por su parte Lila (Ayla) y Olivia (Carmen en su estado de cocinera) contemplaban el lugar sin tanto entusiasmo.
- De nuevo en el principio. – La muchacha de los cabellos de oro se cruzó de brazos mientras observaba el enorme y vacío lugar. – Cierto que tenemos mucho que hacer.
Unos únicos enseres justo en medio de la sala. Mesa y silla no se correspondían con la pompa que se le supone a los muebles de una mansión, más dignas de un modesto pastor que del noble propietario de un castillo. Olivia se acercó y cogió los papeles que se amontonaban sobre el tablero. Después de echarles un ojo su rostro se ensombreció súbitamente.
- ¿Qué te pasó Olivia? Parece has visto un fantasma.
- Y es exactamente lo que he visto. – Le entregó las cuartillas a Lila que las leyó con más detenimiento que su hermana.
- No temas, no lo dejará salir.
- ¿No? ¿Cómo puedes estar tan segura? Ya ha liberado a su ira, que impide que escape también… - Dudó en el término a emplear. - …Que salga “eso”.
- Nosotras estamos aquí para impedirlo.
- A veces te envidio. – Le comento apesadumbrada. – Envidio la confianza que depositas en todos. – Ahora era a Mar a quien miraba. – Envidio la infantil despreocupación de Mar. No comparto tu optimismo. ¿Qué pasará si te equivocas?
- No digas esas cosas, si alguien ha de sentir envidia soy yo de ti.
- ¿De mí? No tienes ningún motivo para ello.
- Tú eres la fuerte del grupo, la guerrero. Sabrás defendernos si llega el momento.
- Ese cumplido no me tranquiliza. – Se le escapó una leve sonrisa. – Esa es demasiada carga sobre mis espaldas. – Lila le devolvió la sonrisa.
– Entre las tres podemos conseguirlo.
- De todas formas será mejor que no le comentemos nada de estos escritos a la pequeña Mar. Me gusta verla así de ilusionada. Dejemos que siga sin tener motivos para preocuparse. – La joven rubia asintió.
- Seré una tumba. – Miró sobre su cabeza, parecía que intentase ver a través de la sólida piedra del techo. – Comencemos el trabajo.




Ignominia.

- Vos, que os asemejáis a un cerdo, que gozáis revolcándoos en vuestra propia inmundicia. Vos, miserable alimaña, babosa sanguijuela, seréis el primero en probar el hierro. Podéis suplicar, arrastraros a mis pies implorando clemencia. ¡El que me la hace me la paga! Os hundiré mi daga en el vientre para deleite de mis pupilas el ver cómo se os salen las tripas. ¡Muere burgomaestre! – Puso todas sus energías en la imaginaria estocada. - ¿Qué es lo que os queda ahora de todo vuestro poder? Contemplad cómo se os desbordan las entrañas y la sangre se mezcla con la mierda de los caballos. – Giraba sobre si misma blandiendo la espada que le había birlado al tipo raro de las negras ropas. Lanzaba coléricos mandobles pero solo cortaba el aire. En la pequeña habitación no había otra cosa que la poca claror que entraba por una rendija que hacía las funciones de tragaluz.
- ¡Zas, zas! Ruedan las cabezas de aquellos que no huyeron prestos o no supieron esconderse lo suficiente profundo en sus madrigueras. ¡Morded el polvo rastreros! ¿Me odiáis? ¡Más os detesta esta a la que llamáis Insidiosa! ¡Trágate tus rosas boticario! Contadle a vuestra esposa las mismas cosas que me lloráis al oído. ¡Zas, zas! Va mermando el número de cretinos. – Apenas podía andar cuatro pasos antes de toparse con las paredes.
- Ahora es tu turno tipo raro. Osaste adentrarte sin permiso en mi hogar y tamaño atrevimiento solo la muerte lo salda. ¿Me dais la espalda? Huis como una rata. ¡Nadie se me escapa! ¡Zas, zas! – Hizo como si lo decapitara y recogiese del suelo la cabeza separada del cuerpo. – Ahora que veo lo que ocultabais bajo los trapos… ¡Dios, sí que sois feo! ¡Ja,ja,ja! No está aún saciada mi ira, no hasta que uno a uno todos muerdan el polvo y, sangrando como cerdos, reposen sus cuerpos en el suelo junto a los excrementos. También hay para vosotras raposas, que os levantáis las enaguas ofreciendo las vergüenzas a la menor ocasión y luego corréis a la iglesia a presumir de virtud. Hipócritas, me criticáis a mí, que nada os hice, solo porqué no sabéis sujetar la correa de vuestros hombres y estos corren tras de mí como perros en celo. ¡Zas…! – Se olisqueó la axila. - ¡Uf, apesto! – Peor que el olor, el vacío de sus tripas, el sonido que emitían exigiendo viandas que las mantuvieran en calma. Un súbito mareo hizo le temblasen las piernas y un calambre, acompañado de sudores fríos, le recordaron que al hambre no lo aplaca la venganza, menos aún si era imaginaria. Maldijo, se sentó en el suelo de fría piedra y lanzó la espada contra la puerta quedando clavada en la madera. Estaba sucia y famélica, más aún que enfadada.
- ¡Menuda mierda de reino! – Ya oscurecía y como de costumbre nada tenía que llevarse a la boca. Se acurrucó en una esquina, mientras dormía el hambre no era tan intensa. Cerró los ojos e intentó desterrar de su cabeza todos aquellos pensamientos que pudieran distraerla de su objetivo. Morir en sueños durante unas horas.

No eligió el camino del bosque, aunque más directo, la densa vegetación impediría que Zupia pudiera galopar libremente. A su derecha vio a lo lejos la mansión de la condesa y pensó en lo estúpido que había sido al dejarse engañar tan fácilmente por el burgomaestre y su compinche. Ya ajustaría cuentas con aquellas dos sanguijuelas cuando llegase el momento. Ahora debía llegar a las puertas de la ciudad antes de que las cerrasen y quedase recluido. Debía aparecer al otro lado de la muralla cuando despuntara el día. Con la luz del alba se presentaría el caballero negro exigiendo tributo, dejando a sus espaldas los arrabales para que todos aquellos pobres miserables lo viesen y fuesen testigos de su terrible poder. Aún no conocía apenas la ciudad y se encontró perdido en las oscuras y estrechas callejuelas del barrio de los obreros.
- ¡El diablo me lleve! Esto es un laberinto, espero no encontrarme al minotauro al cruzar una esquina. – Hizo que Zupia avanzara al paso, la oscuridad era tal que apenas podía ver más allá de unos palmos frente a sus narices. Miró al cielo en busca de la Osa Mayor, creía recordar que la gran plaza se encontraba al norte y solo las estrellas podrían orientarlo entre aquellas tinieblas pero descubrió que aún era de día. Tan lúgubre era aquel lugar que ni la luz se atrevía a entrar. No a demasiada distancia vislumbro la claror de las antorchas y no mucho tuvo que agudizar el oído para percatarse del alboroto. Cuando quiso darse cuenta estaba rodeado por las teas. Algunos hombres pasaron corriendo por su lado, vio a los soldados irrumpiendo por la fuerza en las destartaladas viviendas de los peones, para salir al poco arrastrando a familias enteras. Alguno se resistió y allí mismo lo degollaron. Un niño pequeño se escabulló pasando por debajo de las patas de su montura, pero a los pocos pasos lo interceptó la tropa. Los conducían a palos como si fuesen ganado, sin embargo nadie parecía verlo a él.
Se cruzaba con la guardia, se repartían las pocas pertenencias que encontraban en las chabolas de aquellos pobres miserables. Vio como algunos llegaban a llevar las manos a sus cintos en busca de la espada, para solventar de malos modos las riñas, como buitres disputándose la carroña. Una silueta se ocultaba entre la penumbra, tras ella varias más. Aun sin las extravagantes ropas que el oficio le obligaba a portar, reconoció al pregonero, llevaba colgado de la espalda el laúd que le había regalado.
- ¿Qué está pasando aquí? - Le preguntó cuando lo tuvo más cerca.
- Por lo que más quiera en el mundo, baje el tono. – Susurró el pregonero. Un pequeño grupo de mujeres y niños se apretujaban tras él asustados. – Atraerá la atención de los soldados. – Por la voz reconoció el “cantamañanas” al pícaro. Tanto las negras ropas del jinete como el zaino pelaje de la montura los camuflaban perfectamente en la penumbra. El resto del grupo aun intentaba vislumbrar con quien hablaba aquel que intentaba ponerlos a salvo de los guardias.
- Lo haré cuando me respondáis.
- Nos echan, nos expulsan de la ciudad.
- Pero en tu pregón decías que expulsarían solo a aquellos que no dispusieran de techo.
- Esos canallas mintieron. Nos están cazando como a conejos. Desvalijan las casas y matan a aquellos que osan hacerles frente. ¡Cobardes! ¡Nada tenemos con qué defendernos!
- Ahora sois vos quien levantáis la voz. Mantened la calma. – El pregonero lo miró contrariado. - ¿Cómo pasasteis entre todos ellos? – El hombrecillo no podía darse cuenta de que solo él era capaz de ver al pícaro enfundado en las negras ropas. – Debí suponer desde el principio que sois un espía. – Interpuso su cuerpo entre el jinete y aquellas gentes. - ¿Cómo sois capaz? Miradlos. – El pícaro repasó uno a uno los rostros asustados de los escoria. - ¿Ninguna piedad sentís por unas mujeres y niños desvalidos que a nadie hicieron daño?
- No soy un espía. – Le enseñó el dedo donde lucia el anillo que lo distinguía como ciudadano. – Fue la casualidad la que hasta aquí me trajo. – Se quitó el grueso sello y se lo ofreció. – Acéptalo y ponte a salvo, lúcelo en el dedo y los soldados no osaran tocarte un pelo.
- Todos aquí saben quién soy. Me reconocerían y de poco serviría el distintivo de la ignominia. Esta es mi gente y no los abandonaré a su suerte. En poca estima tendría mi pellejo si lo hiciera y la vergüenza sería peor condena que el exilio o la propia muerte. Agradezco el gesto, pero no se enoje si no acepto el presente.
- Es la actitud valiente de un inconsciente. Cuando esta mañana os vi en la plaza, reconozco que pensé eráis un payaso. Me equivoque, solo sois un necio. No avancéis en esa dirección. – Señaló el Sur. - Esta atestada de hombres armados, pero por aquellas otras callejuelas apenas vi a ninguno. Marchad hacia Roca Vieja por el camino del bosque. Lleva contigo a todos los que puedas, mi señor Don Juan de Austria os dará asilo en su castillo.
- Roca Vieja es un lugar maldito. – Todos se estremecieron al escuchar a Orcanario pronunciar el nombre. – Es la morada de la Insidiosa y dicen que en sus torres es dónde se esconde la plaga.
- En tus manos está elegir entre supercherías o lanzas y picas. De allí vengo y te aseguro que no alberga amenaza mayor que la que supone pretender esconderse en esta ratonera. Encabezaré la marcha para advertiros de posibles peligros pero deberéis indicarme el camino. No conozco estos lares lo suficiente y estoy perdido. ( ¿Por qué pierdo un tiempo precioso en ayudar a estos zarrapastrosos? Si me cierran las puertas todo mi plan se irá al garete. ¡¿Qué me importa lo que les suceda!?) –
Avanzaban despacio en fila, agarrados unos a otros a una distancia prudencial de jinete y pregonero. En varias ocasiones, a la señal de un peligro, acabaron largos en el suelo tiritando de miedo. Pasada la amenaza proseguían, algunos otros se unieron a la triste comitiva. El pícaro no dejaba de mirar el cielo, oscurecía deprisa. Por fin llegaron al camino del bosque.
- Continuad por el sendero hasta el castillo sin deteneros.
- ¿Por qué deberíamos confiar en la generosidad de vuestro señor? A fin de cuentas es un noble.
- Supongo que poco vale, pero tenéis mi palabra.
- Lo que hoy habéis hecho por nosotros le da un valor incalculable. ¿Cómo podemos agradecéroslo?
- Indicadme el camino de regreso. El más rápido que me permita llegar a las puertas de la ciudad.
- Vos seguro sabéis algo más. Los rumores hablan de que esperan un ataque de los guanches. Que la ciudad se prepara para el asedio y por eso expulsan todas aquellas bocas que no consideran dignas de alimentar. De ser así debo ir con vos, he de regresar a los arrabales para, al menos, ponerlos en aviso. No puedo mantenerme al margen y dejarlos indefensos esperando ignorantes a que los maten.
- Nada temáis de los guanches.
- ¿Cómo podéis estar tan seguro?
- Confiad nuevamente en mí.
- Seguid por la linde a la izquierda del palacio de la condesa. No torzáis de nuevo por el barrio pobre. Cruzad al galope la plaza de la catedral por la calzada más amplia hasta llegar a la vieja iglesia. Torced a la derecha y llegaréis a las puertas que dan a los arrabales. Suerte en lo que quiera que sea tanto os urge hacer. – Le tendió la mano. – Siempre estaremos en deuda con vos. - Se la estrechó y en el gesto a poco estuvo de caerse del caballo. Volvió a fijarse en el laúd que colgaba del hombro del pregonero.
- ¿Por qué, entre todas vuestras pertenencias, solo habéis salvado ese trasto?
- Ninguna otra cosa tengo de valor.

Siguió a pies juntillas las indicaciones y llegó por fin a las puertas de la ciudad, había un gran ajetreo. Tanto como, para suerte del pícaro, haberse demorado en el cierre. En una dirección, escoltados por los soldados, una larga fila de escorias abandonaban la ciudad. En la ruta inversa, carros repletos de víveres y ganado de todo tipo se apresuraban en atravesar las murallas. Ya en los arrabales fue testigo del caos que allí reinaba. Nadie parecía dispuesto a acoger a los recién llegados que se hacinaban en las callejuelas sin saber dónde guarecerse del frío de la noche. No tardaron las trifulcas, poco o nada se vislumbraba de la supuesta hospitalidad que se atribuye a las gentes humildes. Demasiada miseria conlleva que cada cual se preocupe tan solo de salvar el propio culo. El pícaro se vio a sí mismo en aquellas gentes. En el lomo de Zupia las alforjas repletas de oro. Vil metal que se interpone entre los hombres como la mayor de las murallas. Rabia es lo que sintió el jinete negro. Al alba comenzaria su venganza pero para ello debía primero prepararlo todo. Comprobó el tonelito repleto de pólvora y luego miró como las enormes puertas de la ciudad se cerraban a su espalda. Acarició el tonel, era todo el polvo negro que le quedaba.
- Espero que sea suficiente. Ahora todo depende de ti.


- No sea perezosa, ha de levantarse para la cena. – Le llegó un agradable aroma a flores, pensó que estaba soñando y se dio media vuelta. El dolor de riñones y las extremidades entumecidas no dejaban dudas al respecto. ¡No era un sueño! Se incorporó aun somnolienta e intentó correr en la dirección donde recordaba quedó la espada clavada. Entre ella y la daga, una joven de rubios cabellos que resplandecían a la luz de las velas del candelabro que llevaba en las manos.
- ¿Os he asustado? Disculpadme, llamé varias veces a la puerta pero no respondisteis. – La muchacha miró la pequeña habitación. – Disponéis de todo un castillo. ¿Por qué os escondéis en un lugar tan minúsculo? Mal tratáis los huesos dejando que reposen sobre el duro suelo. – Se acercó y el hedor de la joven de negros cabellos casi la ahoga.
- Creo, primero necesitáis un baño.
La Insidiosa la miraba atónita, se frotó con fuerza los ojos y cuando los abrió de nuevo la joven rubia seguía ahí, sonriéndole.
- ¡Por los clavos de Cristo! ¿Quién demonios sois vos? Parece que hoy organizaron una fiesta y nadie me invitó aun siendo en mi propia casa. – La amenazó esgrimiendo los puños. - ¡Marchad por donde vinisteis! ¿Cuántos más se colaron? ¿Es cosa del alcalde? No acepté nunca ninguno de sus regalos y eso es algo que no tengo intención de cambiar. No necesito de niñeras. – Quedó pensativa unos instantes. - ¿Cómo diablos me encontraste?
- Soy el ama de llaves, nada sé de ningún alcalde. Calentaré unos barreños de agua, no se demore, se hace tarde y la cena se enfría. – La muchacha de los ojos profundamente negros giraba alrededor de la de cabellos dorados que permanecía estática con las manos en el regazo. La examinaba de arriba abajo y tentada estuvo de agarrarla de los pelos para comprobar si era o no un sueño. Desclavó la espada de la puerta y la puso entre la garganta de la extraña y su mano.
- ¿Cómo habéis entrado? La puerta estaba cerrada con llave, aquí la tengo colgada de mi cuello.
- Ya os lo dije, soy el ama. Las cerraduras no me suponen un problema.
- ¿Esperáis os crea? Nadie pidió de vuestros servicios. Que este castillo no lo habita otra que no sea yo y no necesito de asistentas que se entrometan. Nadie sabe vivo aquí arriba, nadie hasta hoy se atrevió a adentrarse en mi baluarte salvo vos y el cuenta cuentos de la mortaja negra. ¡Quiero respuestas!
- Se os enfría la cena.
- ¿Os burláis de mí? Os seccionaré la garganta y se os quitaran las ganas de chanza.
El ama de llaves no mostraba temor ante las amenazas de la joven morena, lo que irritó mucho más a esta última.
- Seguidme señora, prepararé el baño. Mientras arrancamos toda esa mugre del cuerpo, la cocinera preparará alguna otra cosa. A buen seguro que el asado ya se habrá enfriado.
-¿¡COCINERA!?




Cuentos de hadas.


Tras el desahucio decidió que, ante posibles futuras incursiones de los soldados, lo mejor sería instalar su refugio en aquella pequeña habitación ubicada en lo más alto de la torre principal. Fue una idea estúpida, si la hallaban allí no tendría lugar por el que escapar. Con el tiempo se había acostumbrado a la minúscula sala, que precisamente por reducida, era el rincón más cálido del castillo. Era una suerte que las gentes de la ciudad tuvieran la boba creencia de que allí habitaba el “dragón” o “la plaga”, como llamaban al ser que aterrorizaba la región. Ningún otro había estado tan cerca de la cosa de piedra como ella. Guardaba un vago recuerdo de lo ocurrido aquella noche, pero era imposible olvidar la pavorosa imagen del monstruo, al que el destino había querido que fuese ella quien diese nombre. Lo cierto es que desde entonces no la había vuelto a ver.
Nadie osaba adentrarse en “sus dominios” desde que por algún motivo aquellos engreídos unieron el destino de la “Insidiosa” al de Magenta. (Podía elegir entre miles de nombres. ¿Porque entonces uno tan poco apropiado?). La muchacha de negros cabellos disfrutaba sabiéndose temida y, gracias a ello, la dejaban relativamente tranquila. Hasta hoy.
Cuando quiso darse cuenta estaba bajando por la escalera de caracol siguiendo a la desconocida. Los peldaños eran altos y estrechos. Se debía tener sumo cuidado, un traspié y el descenso sería rodando. Una caída muy larga y dolorosa. Eso no impedía que la muchacha rubia se moviese con agilidad. Encabezaba la marcha alumbrándose con el candelabro, los bajos de su falda ocultaban sus pies, junto a lo grácil de su caminar daba la impresión, de que más que andar, se deslizaba como un fantasma.
Llegaron a la primera planta, todo estaba cambiado.
No podía salir de su asombro, tapices con escenas campestres decoraban las paredes, enormes alfombras ocultaban la piedra del suelo. Lujosos muebles de noble madera barnizada brillaban a la luz de las antorchas. Nada de aquello estaba cuando subió a la almena tras su encuentro con el hombre de negro. Algunas armaduras situadas en las esquinas parecían custodiar la sala y por todas partes un escudo de armas en el que se veían grabadas tres torres. Entraron en un amplio cuarto, presidia el lugar un gran espejo bordeado por un marco de oro con vistosas filigranas, e incrustadas, todo tipo de piedras preciosas. Junto a él, una bañera de porcelana de la que se elevaba el vaho del agua caliente.
- Si no estoy soñando, sin duda me habéis hechizado. Sé que mis ojos me mienten, que lo prudente sería salir por pies de esta jaula. Que me habéis preparado una trampa y es todo este brillo el queso al borde del resorte que me partirá el cuello. ¿Por qué el cuerpo no acata de mí cabeza las órdenes? ¿Por qué no responde?
Estaba frente al espejo, no podía dejar de mirarse en él. La muchacha rubia comenzó a despojarla de las ropas.
- ¿Tanto miedo os da el agua? No permitiré que os ahoguéis y seguro que la esponja no muerde. –El ama de llaves comprobó la temperatura del agua metiendo el dedo. – Esta caliente, os hará bien. Quien cuida el cuerpo por fuera, no solo limpia la piel, también se desprende del peso de sentimientos más negros que la propia mugre. – Poco a poco la fue librando de cazadora y camisola. – Debo quitaros las botas. – Se sentó en una silla y dejó hacer a la joven rubia sin ofrecer resistencia. Nuevamente de pie, sus calzas se deslizaron hasta los tobillos una vez librado su talle del cinto. Desnuda por completo se miró en el espejo sin reconocerse.
- Triste reflejo el que me devuelve el espejo. – Susurró. – Que esa, que arrogante me mira, no soy yo. No son esos mis ojos ni esas mis manos. No son estos mis senos… - Pasó la mano por sus cabellos. - …Solo mi pelo permanece fiel al recuerdo. ¡Dios santo! ¿Qué he hecho? ¿Porqué marchó la memoria donde no alcanzo? ¿Qué detiene a mi brazo en su deseo de destrozar el espejo y así acabar con la extraña que lo habita? – Ahora era una niña vestida con harapos quien la miraba erguida sobre sus pies descalzos. Retrocedió asustada tropezando con el borde de la bañera. De no ser porque la joven rubia la sujetó, habría caído de espaldas golpeándose con el duro mármol. Sintió cómo se desvanecían las cadenas invisibles que la sujetaban recobrando el control del cuerpo.
- ¿¡Que es lo que pretendéis!? ¿Quién sois vos? ¿Qué es esta magia con la que me habéis apresado?
- Soy el ama de llaves. Más lo repito más me negáis. Hacéis preguntas pero no deseáis oír respuestas.
- ¡Bruja, te arrancaré los ojos!
- Sorda por no querer escuchar, por negar la evidencia, ciega. Suerte que la providencia no os dejó también muda. Relajaos, disfrutad del baño antes que el agua se enfríe. – La voz del ama de llaves era cálida, casi un susurro hipnótico pero, al contrario que el tramposo tono de la gárgola, no ocultaba intenciones perversas. De nuevo la Insidiosa cayó en una especie de ligero sopor. Se metió en la bañera sin rechistar. Entró otra joven, esta casi una niña de pelo rojo como el fuego. Sonrió e hizo una leve reverencia, luego recogió las ropas y las dobló con cuidado. Atónita, la Insidiosa la contemplaba sin ser capaz de articular palabra.
- No tema, se las devolveré limpias y perfumadas. – Tomó también las botas y desapareció por donde había venido.
- ¿Cuántos más han tomado mi casa sin ser invitados? – Pudo quejarse tras un rato en silencio.
- Ella es vuestra doncella. – Le frotaba con fuerza la esponja por todo el cuerpo al tiempo que se lo untaba con jabón. Poco a poco, libre de suciedad, su piel blanca quedaba al descubierto. Entonces la embadurno con aceites aromáticos. Las cálidas y suaves manos del ama de llaves le masajeaban cuello y espalda. Los dolores y el entumecimiento comenzaron a desaparecer. Tal era el relajamiento alcanzado por la joven morena, que a punto estuvo de rendirse al sueño. El ama la desperezó.
- ¡No se duerma! Carmen se apenaría mucho si después de esmerarse tanto no probase bocado. Seguro que tiene hambre y la cena la espera. A todo esto, que descortés de mi parte no presentarme a estas alturas. Mi nombre es Ayla y, como he intentado explicarle en varias ocasiones, soy su ama de llaves. Aquella que recogió sus ropas nos es otra que María, su doncella.
- Solo sois fantasmas. No me importan vuestros nombres, solo que desaparezcáis cuando abra los ojos. Con todo, los mantendré cerrados un buen rato antes de despertar. – Se le escapó un ronroneo de satisfacción.
Reapareció la pelirroja. En sus manos un vestido de seda y unas zapatillas de lana. – Póngase estas ropas mi señora. – Le dijo. – Debe estar cómoda. – La Insidiosa abandonó la cálida bañera, Ayla la secó con una enorme toalla antes de vestirla. Cuando notó el suave tacto de las ropas sobre la piel se sintió como una verdadera reina. Tanto ella como la seda desprendían un agradable aroma a limpio y flores. – Deje que peine sus cabellos. – Se los cepilló largo rato hasta que cada pelo quedó en su sitio, suave y brillante. Acompañada por rubia y pelirroja descendió hasta la planta baja, hasta el comedor. Una enorme mesa de caoba y una sola silla. Junto a ella aguardaba estática una mujer de piel negra y pelo rizado del mismo color. Fruta fresca sobre una bandeja y una humeante olla en el centro de la tabla. También queso tierno, un pan blanco que desprendía olor a recién horneado. La sentaron a la mesa y le sirvieron en un cuenco de porcelana abundante sopa de hortalizas. El sabor le pareció exquisito, tanto que ni el terrible hambre que tenía pudo impedir que la saborease despacio, deleitándose en cada cucharada.

Las tres sirvientas la observaban complacidas y de vez en cuando intercambiaban miradas cómplices. Acabada la sopa se dejó de remilgos. Soltó un estruendoso eructo y acto seguido se lanzó sobre el pan y el queso como un lobo sobre el ganado. Cada bocado la trasportaba al paraíso, no había placer mayor que vengarse del hambre matándolo con deliciosas viandas.
- Cuando acabe de zamparme esto… - Les dijo a las tres jóvenes con la boca llena. – Os echaré de aquí a patadas. Pero antes… - Como leyéndole el pensamiento, Carmen le trajo una jarra de vino.


El pregonero encabezaba al resto de huidos del barrio obrero. Avanzaban con dificultad por el estrecho sendero del bosque. Ya era noche cerrada y para que ninguno se extraviara, se mantenían sujetos unos a otros por las ropas. No se veía nada, ninguna antorcha con la que alumbrarse. Las ramas y zarzas los herían a cada paso, caminaban despacio, en silencio, atemorizados de que los soldados pudieran estar siguiéndolos. Por suerte no había otro camino que aquel y, aunque fuese a tientas, podían seguirlo sin temor a torcerse y perderse.
- La Insidiosa nos arrancará el alma y se la dará de comer a la plaga. – Se quejó la mujer que caminaba justo tras Orcanario. Tiritaba y no era de frío.
- ¿Prefieres que te alojen una espada en el pecho? Eso o el destierro en los arrabales. Mi amigo me aseguró que su señor nos acogería en el castillo.
- ¿Tu amigo? Solo algunos vimos como hablabas con una sombra.
- ¿Pero qué decís? Cabalgó al frente hasta traernos al bosque. ¿No visteis a caballo y jinete?
- Escuchemos una voz, pero por mas que lo intentemos ninguno vio a nadie.
- Estaba oscuro y viste de negro.
- Es un demonio, seguro que vasallo de la Insidiosa. Nos ha engañado, para que por propio pie, la cena le llame a la puerta.
- ¡Eso son tonterías! Asustas a los niños con esos cuentos de vieja.
- Nadie escuchó nunca hablar de ese Juan de Austria. Nadie en sus cabales se alojaría en Roca Vieja.
- Si es tu deseo, puedes darte la vuelta.
La mujer miró al resto de la comitiva. Posiblemente sus palabras las dictó el miedo, que no hubo intención lácerosa, pero probablemente sin proponérselo, consiguió que todos observaran con recelo al pregonero.
- ¿Ninguno de ustedes lo vio? – El temor en los rostros era respuesta más clara que cualquier palabra. - ¿También pensáis que os conduzco a la boca del lobo? ¿Por qué entonces habéis llegado hasta aquí?
- Escondámonos en el bosque. Es lo suficiente frondoso para ocultarnos y su proximidad con el castillo mantendrá alejados a los soldados. – El que así habló era un anciano de piel rugosa y nudosas manos. Escuálido como la mayoría de los que formaban la comitiva.
- ¿Aguantarán el frío los niños? Prendamos un fuego para calentar el cuerpo. Cocinemos unos cuantos conejos para que de bien lejos vean el humo y sepan dónde estamos. Yo confió en el hombre de negro y en que su señor nos dará protección y cobijo. – Sin siquiera darse cuenta llegaron al final del bosque. – No soy quien para imponer el camino. A media hora se eleva el cerro y sobre él Roca Vieja. A partir de ahora si seguimos lo haremos al descubierto. Mejor forzar la marcha y no tentar a la suerte. Quienes lo deseen que se queden en la arboleda en espera de que los cacen como animales. Ya habéis visto lo que hicieron a todos aquellos que se resistieron.Es demasiado tarde para retroceder.
Los escoria se miraron los unos a los otros. La mujer que comenzó la disputa agachó la cabeza.
- Lo siento…tenemos miedo.
- No tienes porqué disculparte. Tampoco a mí me llega la camisa en el cuerpo. ¿Estamos todos de acuerdo? – Como respuesta el silencio. – En ese caso, continuemos.

El alboroto era mayúsculo, por todos los rincones se sucedían las riñas. Los más violentos se disputaban las chabolas con los inquilinos. No tardaron en aparecer las primeras víctimas de aquel caos. En su camino, el pícaro se topó con los cuerpos acuchillados de algunos hombres. Por doquier trifulcas. Los residentes formaron grupos y, armados con todo aquello susceptible de herir, marcharon en busca de los recién llegados. Exiliados dentro del propio exilio, los expulsados acabaron en su mayor parte en las afueras del arrabal muy cerca de las ciénagas. Allí prendieron hogueras y esperaron, sin demasiada convicción, que a la salida del sol las cosas mejoraran. El rumor de un ataque guanche se había extendido como el fuego en un pajar. Escuchó a muchos su intención de escapar a las montañas con la luz del día.
- Prefiero enfrentarme a los pies sucios que a los guanches. – Era la frase que más se repetía.
No estaba satisfecho el pícaro con la forma en que se estaban desarrollando los acontecimientos. No fue su intención perjudicar de esa forma a los escoria, pero el mal ya estaba hecho y de nada serviría lamentarse. Había llegado el momento de ponerse manos a la obra. Libró el tonel de pólvora del lomo de Zupia y se acercó a las puertas de la ciudad sabiendo que nadie lo vería mientras escarbaba un agujero donde, llegado el momento, dejaría oculto el tonel.
 Aún faltaba mucho para el amanecer. Buscó un lugar lo suficientemente oculto a miradas indiscretas y chasqueo los dedos.
Wardoll apareció de la nada en toda su majestuosidad.




Se sentó en el suelo cruzando de piernas, el codo apoyado en la rodilla y la cabeza en la palma de la mano. Desde allí abajo Wardoll se veía aún más enorme. Estática, parecía una de esas armaduras que decoraban los salones de los señores. En su brazo izquierdo el gran escudo rectangular que le cubría el costado desde el tobillo al cuello. En la diestra lo que para cualquier hombre normal sería un mandoble, para la negra carcasa era una simple espada tirando a pequeña.
- Que miedo das, realmente pareces salida de un mal sueño. Por estúpidos que los crea, difícil ha de serme el convencerles de mi victoria. Que toda la gloria depende de que muerdan el anzuelo y no veo la manera, de que lo que pretendo sea un drama, no se lo tomen como comedia. Ni media bofetada abarca mi huesuda cara. Mis brazos asemejan sarmientos. Frágiles y menudos, dudo que ninguno crea puedan derribar a semejante coloso. Pensé en todo, en el modo de echar abajo las puertas, la forma teatral cómo debías entrar en la ciudad despanzurrando soldados. La vanidad me ha cegado, no me ha dejado ver lo que, por obvio, estaba tan claro. Que soy un mamarracho.
Cogió la espada, la armadura, dócil como una mascota, se la cedió sin tapujos. El pícaro intentó levantarla con las dos manos. Al alzarla sobre su cabeza el peso casi lo hizo caer de espaldas. Recobrado el equilibrio, reunió todas sus fuerzas y las concentró en un golpe contra el escudo. Saltaron chispas, la vibración que produjo el impacto casi le descoyunta todos los huesos del cuerpo. Examinó el filo del mandoble, aun habiendo golpeado el borde de la defensa, estaba intacto. Tampoco en el escudo quedó ni un rasguño, ninguna marca. Tanto arma como armadura parecían indestructibles lo que lo desmotivó por completo. Frustrado y en medio de un monumental cabreo, pensó en la manera de desquitarse.
- ¡Baila!
Wardoll se movía de forma torpe. Sin nadie dentro que la dirigiera era una carcasa sin alma, una marioneta cuyos hilos manejaba un inexperto titiritero. El pícaro la observaba complacido, esa era su infantil forma de vengarse de aquellos que siempre habían confiado en la fuerza para humillarlo.
- Danzas como un pato. Espero se te dé mejor manejar la espada. Mañana vas a enfrentarte a un ejército y no quisiera que creyeran te presentas ebrio. Veamos de lo que eres capaz. – Descubrió que la armadura obedecía todos sus deseos con tan solo pensarlos. Le devolvió la espada, de un solo tajo partió en dos un árbol de grueso tronco. Como si no pesara más que una pluma, lo levantó y arrojó lejos. Demasiado estruendo, miró a su alrededor el pícaro, temeroso de haber llamado la atención. En los arrabales seguían solventando disputas foráneos con moradores de malos modos. Ocupados como estaban en matarse los unos a los otros, no se percataron de nada de lo que ocurría en el apartado lugar donde se hallaba.
- Parecerás un toro bravo arremetiendo contra todo y todos. Ya veré cómo me las ingenio para que esos lerdos se crean el sainete que les tengo preparado. Aún es temprano, monta guardia y despiértame cuando amanezca. – Se tumbó en el suelo sobre un costado quedando dormido enseguida. Zupia pacía plácidamente junto a él mientras Wardoll vigilaba a su señor.


- ¿Qué es ese jaleo? – La Insidiosa se levantó de un brinco de la silla. María salió a toda prisa del comedor desapareciendo por la cocina. La joven de pelo negro se acercó a la chimenea y agarró un tronco por el extremo que no ardía. Estaba furiosa por aquel inesperado alboroto que le había interrumpido una placentera digestión. Ni Ayla ni la cocinera parecían saber tampoco qué es lo que ocurría. Tras unos segundos de incertidumbre la mujer negra salió corriendo tras de la pelirroja. El ama de llaves intentó tranquilizar a la muchacha de los ojos negros como el pecado.
- Me habéis entretenido mientras esperabais que llegara la guardia. ¡Sabía que era una trampa! – El ama intentó acercarse pero la mantuvo a raya con la improvisada antorcha. - ¿Qué sentido tenía esta farsa? Podían haberme sorprendido mientras dormía sin necesidad de montar toda esta pantomima. ¡No han de cogerme viva! Prefiero arder junto al castillo a verme a merced del malnacido burgomaestre. No le daré la satisfacción de forzarme, bien sé cuáles fueron siempre sus intenciones. Razones más que suficientes tengo para preferir acabar en cenizas antes que mancillada por esa rata. ¡Aparta si no quieres acompañarme en este inflamable viaje!
- Cálmese.
- Entonces era eso. – Se arrancó la seda que la cubría el cuerpo. – Me habéis adecentado para él. Perfumado como a una ramera y lavado para que, mientras me arrebata con violencia la pureza, no interfiera el olor de mi miseria con el hedor de su bajeza.
- No sea niña. No son voces de riña las que llegan de ahí fuera. Ninguna jauría llega para portaros presa.
- ¡Pues yo escucho a los perros aviesos de sangre! ¿Os prometieron un hueso por entregarme? No hay más cera que la que arde. En el fuego pongo la mano sin miedo a quemarme, cuando aseguro que me has traicionado.
María y Carmen regresaron, se encontraron con Ayla acorralada contra la pared. Medio desnuda, blandía muy cerca de su cara una tea la Insidiosa. Olía a pelo quemado, se habían chamuscando las puntas de la rubia cabellera del ama de llaves. La cocinera corrió en su ayuda, ante la nueva amenaza, la joven morena retrocedió agitando el tronco ya casi consumido. María intentó calmar los ánimos poniéndola al corriente de lo que sucedía.
- Son un grupo de jornaleros los que gritan. Mujeres, ancianos y niños pidiendo asilo. Parecen muy asustados. Los dejemos golpeando las puertas pero me apena la aflicción que demuestran y no sería de bien nacidos el no ayudarlos.
La cocinera jugaba al ratón y al gato con la Insidiosa sin que quedase claro el papel desempeñado por cada una de las mujeres. Giraban la una alrededor de la otra calculando las fuerzas de su oponente. La joven de piel caoba se enfrentaba con las manos desnudas, la de larguísimo pelo negro, con los restos chamuscados de la leña.
- Abre el portón a esas pobres gentes, no te demores. – Ordenó la rubia a la pelirroja. La Insidiosa protestó airadamente perdiendo de vista a la cocinera, que aprovechó el descuido para desarmarla de un manotazo. María no se hizo de rogar, salió de nuevo corriendo por la cocina. La muchacha morena se creyó perdida y escapó por las escaleras en dirección a las almenas. Ayla no la siguió, salió junto a Carmen a recibir a los recién llegados. Se encontraron con ellos en el gran patio del castillo. Seguían a María con paso lento y mirada asustada, escrutando todo lo que los rodeaba como temiendo que en cualquier momento el cielo se desplomara sobre sus cabezas.

Apenas el sol había asomado de forma tímida por el horizonte, cuando apareció el caballero negro sobre el enorme y acorazado percherón. Avanzó despacio hacia las puertas de la ciudad dejando atrás los arrabales. Tras la tumultuosa noche anterior, parecía que al fin dormían en calma. Sobre las murallas lo esperaba el ejército junto a catapultas y mangoneles cargados con proyectiles incendiarios. La imagen podía parecer grotesca. Pensó el pícaro que los defensores pretendían cazar moscas a cañonazos. Un millar de ballestas lo apuntaban, sin dejarse amedrentar por lo desproporcionado del recibimiento, siguió aproximándose a paso lento. Ya muy cerca de la entrada vio aparecer sobre la muralla la cabeza del burgomaestre. Mucho tuvo que torcer el cuello para verlo. A tan corta distancia las máquinas de guerra eran del todo ineficaces pues, de arrojar su carga, sobrevolaría al caballero para caer sobre los chamizos del arrabal.

- Me sorprende que aparezcas solo. - Le gritó Francisco desde lo alto. - Ya no albergo dudas de que sois un loco. No veo que portéis trompeta alguna que tañer para, con su sonido, echar abajo las murallas. Vos no sois Josué ni son estos los muros de Jericó. ¿Cómo entonces pensáis salir airoso de este lance sin que antes os alcancen un millar de saetas? De nada os servirán esta vez vuestras tretas. Antes de que el sol ascienda a lo más alto, tu cabeza clavada al extremo de una pica adornará la muralla.
- Oveja que bala pierde bocado. Mucho hablas. ¿Por qué no bajas y me escupes las palabras cara a cara.
- Porque sería de necios, teniendo la mejor baza, rendir mis cartas ante el farol de un fanfarrón. Sois vos quien aún está a tiempo de entregar las armas. Os prometo una muerte rápida.
- Si morir es la única opción que me brindáis, mejor hacerlo pasando la ciudad a sangre y fuego. ¿Tenéis mi dinero?
- Me hacéis forzar inútilmente la voz. Dejasteis hace rato de inspirarme risa. Si tanta prisa tenéis por reuniros con vuestros antepasados en el infierno, que así sea. Os obsequiaré con una lluvia de flechas.
- Proceded entonces. Claras dejé ayer mis condiciones y lo que os aguarda de no ser complacidas. Da la ciudad por perdida. Tendrás que rendir cuentas a muchas viudas, quedaran huérfanos muchos cachorros. Te dejare solo con todos ellos para que les expliques el motivo por el que perdieron padre y marido.
- ¡Me cansé de vuestras tonterías! – El burgomaestre hizo una señal al comandante de la tropa. Por un instante las flechas cubrieron el cielo, impidiendo pasara la luz del sol entre ellas. El caballero golpeó una vez su pecho mientras las saetas rebotaban sobre la coraza negra. Apareció el pícaro allí donde dirigió la mirada, sopló la mecha que guardaba en ascuas y el extremo se puso al rojo consumiéndose. Había dejado el tonel de pólvora la noche anterior junto a las puertas de la ciudad, posicionado donde creyó que sería más efectivo. Prendió el reguero de pólvora y vio cómo avanzaba deprisa camino de provocar la explosión. Desde una distancia segura veía como desde las murallas intentaban inútilmente de herir a Wardoll. Le arrojaron todo lo que encontraron una vez se quedaron sin flechas y lanzas. Armadura y montura ni se inmutaban ante el aluvión de piedras y aceite hirviendo que caía sobre ellos. La serpiente de fuego llegó a su destino. Las enormes puertas de madera saltaron en mil pedazos junto con algunos soldados. Tuvo el pícaro que buscar donde parapetarse para que astillas y cascotes no lo alcanzaran. Sobre la muralla, el burgomaestre intentaba respirar entre la nube de humo. Cuando esta se disipó vio horrorizado como el caballero negro se adentraba tranquilamente en la ciudad sobre su terrorífica montura. Muchos de los soldados emprendieron la huida, Francisco los precedía a todos arrastrando sus flácidas carnes. Asustados por aquel estruendo, los moradores de los arrabales empezaron a asomar el hocico fuera de sus chabolas. Aprovechó la confusión el pícaro para colarse también en la ciudad. Azuzados por los oficiales, las tropas que no habían escapado se enfrentaban a Wardoll cuerpo a cuerpo. La armadura los rechazaba como si se trataran de molestas moscas. Quedaron a cientos lisiados y maltrechos. Finalmente la rodearon.
Ninguno de los que aún seguían en pie osaba acercarse al alcance de la espada del caballero negro. Era el momento de hacer su entrada. Se vistió sobre el negro atuendo con las ropas que había escondido por la noche. Una vez se quitó turbante y vendas que le cubrían cara y cabeza, quedó visible. Ataviado con las vistosas ropas de embajador hizo su aparición en el papel del duque Juan de Austria. Se abrió paso entre las tropas que lo observaban sin entender lo que pretendía aquel alfeñique. El pícaro le quitó al mismísimo comandante la espada y prosiguió su caminar hacia la armadura. Wardoll descabalgó y lo esperó pie en tierra.
Para sorpresa de todos, lo que a todas luces se intuía un combate desigual, declinó en una lucha de titanes. El caballero era lento, descargaba sus mandobles con furia pero el extraño recién llegado esquivaba cada embate. Descargó un golpe en el costado del caballero negro, saltaron chispas y la espada se partió en dos. Ante los ojos atónitos del ejército, el coloso se tambaleó. Un soldado arrojó su pica al recién llegado.
Todo iba a las mil maravillas, se estaban tragando el anzuelo. Haría durar un poco más la comedia. Arropado por los vítores y gritos de apoyo de aquellos cretinos, tuvo que comedirse en sus ademanes para que no se le viera el plumero. También la lanza se partió al impactar sobre el peto del caballero negro. En esta ocasión dobló una de las rodillas. Otro soldado arrojó su maza cerca del “héroe”. La alcanzó de un salto, y en un rápido quiebro, se abalanzó sobre su oponente golpeándole el yelmo con todas sus fuerzas. Ahora también hincó en el suelo su otra rodilla.
- Sois un digno rival. Postraros ante mí, juradme lealtad y os perdonaré la vida. – Los soldados gritaron indignados. - ¡Acabad con él, no mostréis piedad!
El gigante de hierro se incorporó lentamente, el pícaro creyó escuchar risas dentro del casco. Pronto se tornaron carcajadas, no entendía nada. ¿Qué demonios pasaba?
- ¡De rodillas engendro! – Wardoll no obedecía. A su alrededor, los soldados lo observaban en silencio con ojos burlones.
-¿Qué diablos te pasa? – Le susurró. - ¡Obedece! – Las carcajadas de la armadura parece que contagiaron a todos. – Un clamor de risas, un hilarante tronar se elevó sobre las murallas. También desde los arrabales se reían de él. Apareció el burgomaestre acompañado del arquitecto, a lo lejos vislumbró a la Insidiosa con la mandíbula desencajada y los ojos llenos de lágrimas. Todos se burlaban de él, el mundo parecía girar a su alrededor a vertiginosa velocidad.
- ¡Malditos, malditos todos! – Les gritaba, pero ya solo podía ver a Wardoll. Una densa neblina ocultó a sus ojos todo lo demás. En el aire tan solo el clamor de las burlas.
- Es de día. – Escuchó que le decía el caballero negro antes de propinarle una patada y mandarlo por los aires.

Se despertó empapado en sudor. Wardoll lo azuzaba con el escarpe, clavándole la punta en el costado. La miró contrariado, aún medio dormido no tenía claro ni en donde se encontraba. La armadura no reía, estaba muda y así es como debía de ser.
- ¡Que mal fario! ¿Acaso fue una premonición de mi fracaso semejante sueño? – Amanecía y todo parecía en calma.
Chasqueó los dedos y la armadura desapareció ante sus ojos. Se acercó hasta Zupia y le acarició el hocico. El hermoso alazán árabe lo miró en silencio, como entendiendo que el gran momento había llegado. Descargó el tonel de pólvora del lomo, pesaba como un muerto. – No malgastaré más que la justa. – Había comprobado que las puertas de acceso a la ciudad eran gruesas y su madera resistente. No las tenía todas consigo de que dispusiera de suficiente pólvora como para echarlas abajo. Bajo el muro de piedra, justo al lado del saliente de una almena a poca distancia, encontró un lugar seguro en el que refugiarse de la explosión. Caminó de espaldas esparciendo por el suelo un fino hilillo de polvo negro hasta que llegó a las puertas. Allí dejó el barril, encajado en el agujero que cavó por la noche. Comprobó que sus pistolas estaban preparadas. Tanto la de mecha como la de pedernal alojaban en su interior carga y proyectil. Solo una bolsita guardó para unas pocas recargas. Alzó el cuello, estuvo tan concentrado en su labor, que no se había dado cuenta hasta ese momento del gran número de soldados que se habían concentrado en las murallas. Igual que en su sueño, también habían máquinas de guerra. Una sombra ocultó la luz del sol durante un segundo. El pícaro miró el cielo, que extraño, ni una sola nube. Todo estaba preparado, era el momento de volver con Zupia e invocar a Wardoll.
Regresaba sobre sus pasos cuando de nuevo se oscureció el cielo. El sol estaba muy bajo, la bóveda celeste despejada, no le dio más importancia. Pasó por la linde de los arrabales. Los destrozos en algunas viviendas daban fe de la violenta contienda ocurrida por la noche. Debió de ser extenuante, ni un alma por las sucias calles, salvo algún perro escuálido que lamía los charcos de sangre. Un silencio sepulcral que se vio mancillado de improviso. El pícaro giró sobre sí mismo de un brinco sobresaltado. Solo pudo ver como un techo que sobresalía entre el resto de barracas se desplomaba. Comenzaron los gritos, muchos corrían alejándose de los arrabales. Tras ellos, una a una, se venían abajo las chabolas. El polvo comenzó a cubrirlo todo. El tipo de negro quedó petrificado, mas y más gritos, todos huían despavoridos. No temblaba la tierra, no se trataba de un terremoto. Al mirar hacia las murallas también pudo notar la inquietud que se adueñaba de la tropa. Veía sus pequeñas figuras moverse de un lado a otro. Los chamizos seguían desplomándose uno tras otro hasta que algo emergió de entre todo aquel destrozo.
- ¡Que el diablo me lleve! – De forma inconsciente se santiguó. Desde que escapó, siendo aún casi un niño de casa de su tío, no se había encomendado a Dios hasta ese momento. No podía dejar de mirar sin acabar de dar crédito a sus ojos. Una enorme mole se divertía aterrorizando a los escoria. Saltaba sobre ellos como un gato juega con sus presas antes de darles muerte. Ciertamente, ratones se asemejaban los hombres al lado de aquella cosa. Parecía más interesado el monstruo en la destrucción que en verter sangre. Se le antojó un cachorro que explora un mundo que desconoce.
- ¡La plaga, la plaga! – Gritaban todos aquellos que, sin verlo, pasaban corriendo por su lado. Entonces era cierto, frente a él lo inenarrable, no existía un nombre que darle a aquel ser. Monumental su tamaño, de su lomo surgían unas enormes alas de murciélago. Al desplegarlas derribaban los edificios como si fuesen de paja. Caminaba sobre cuatro patas, columnas asemejaban y más acertado le pareció así definirlas cuando, teniéndola ya muy cerca, comprobó que aquella cosa era de piedra. El pícaro no podía huir, estaba tan aterrorizado ante la visión que sus piernas no le respondían. Temblaba como una novia la noche de bodas.
Afiladas garras, dientes como estacas sobresalían de una boca que parecía una fosa directa al infierno. Sus ojos era lo único que no tenían el color del granito, de ellos manaba una inquietante luz. Era maldad lo que irradiaban. Pronto quedó sola en mitad de las ruinas, girando sobre si misma persiguiéndose la cola. De nuevo un silencio sepulcral, la cosa de piedra no estaba más allá de unos pocos pasos del pícaro. Al igual que los hombres, tampoco ella parecía capaz de verlo. En las murallas los soldados no se atrevían apenas a poco más que respirar.
- ¿Qué hacemos? ¿Atacamos? – Preguntó el comandante al burgomaestre.
- ¿Y provocar su ira? Esperemos, quizás se canse y se marche. Dejemos que se divierta destruyendo las chabolas. Con suerte la plaga nos ahorrará el trabajo.
- ¿Estarán confabulados el caballero y ella?
- Cosas demasiado extrañas han pasado en el último ciclo de luna como para descartar ninguna posibilidad. Espero fervientemente que no sea así.
La gárgola se tumbó en el suelo dejando reposar su cabezota sobre las pezuñas delanteras. - ¿Qué hace ahora? – Se preguntó el pícaro.
-¡Me aburro! – Alucinado quedó el tipo de negro al escuchar una melosa voz de mujer, a la vez poderosa, a la vez hipnótica. ¡Aquella cosa hablaba! No acabaron ahí las sorpresas.
- ¡¿Os aburre el desprecio!? ¿El que procesáis a aquellos que no os inspiran piedad? ¿Qué te hicimos? ¿Qué afrenta pudo causarte una niña pequeña? ¿Qué daño os hizo una madre para robarle a su hija? ¡Devolvédmela o llevadme con ella!
- ¡Escapa maldita loca! – El pícaro no pudo reprimir gritarle a la mujer que avanzaba hacia el monstruo. Solo lo exclamó por dentro, su cuerpo estaba helado. Falto de valor y de aliento, siguió observando la escena. El ser miró indiferente a la desaliñada mujer. Se trataba de Justine, aquella que lo abordó cuando llegó a la ciudad. La que le imploró la ayudase a encontrar a su desaparecido vástago. Armada con una horca de remover la paja, seguía acercándose con paso decidido. No era el despojo, abatido y suplicante, que tan solo un día antes se arrastraba en busca de ayuda. Sin duda había perdido el poco juicio que le quedaba. Nada entendía él, como en su momento le aseguró aquella mujer, del dolor que produce la pérdida de un ser querido. Solo veía a una loca buscando la muerte.
- Me aburrís vos. Tu hija tuvo un trato justo, te lo aseguro. No me amenacéis, no puedo permitir que me pierdan el miedo, y es por ello que estoy obligada a dar su merecido a todo aquel que ose hacerlo. Aun estas a tiempo de dar media vuelta, no hagas que pierda la paciencia. Escapa ahora o quizás crean que muestro clemencia. Podrían pensar que me vuelvo débil y perderme el respeto. – Le hizo una señal despectiva con la garra invitándola a marcharse.
- Solo quiero que me digas dónde está mi hija. Si está viva, marchare en su búsqueda enseguida y no te molestaré nunca más. Si muerta…¡Si muerta, pagarás por ello!
- De no ser tan patética incluso me reiría. – La gárgola se irguió sobre sus poderosas patas. – No suelo cumplir los deseos de aquellos que no tienen nada con que pagarme. Haré una excepción contigo, tanto insistes en que te aplaste que no he de demorarme en dejar tu cuerpo incrustado en el suelo. – Sin que Justine pudiera reaccionar dio un salto cayendo justo frente a ella. De un pausado zarpazo la desarmó. La mujer parece que recuperó cierta cordura al verse acorralada. Se derrumbó, cayó de rodillas en el suelo y agachó la cabeza.
- Hazlo. – Ordenó al monstruo. – Aquí ya lo he perdido todo.

El pícaro vio como acercaba su cabeza a la de ella. Sus fauces podían tragársela entera de un solo bocado. Pensó en intentar ayudarla, pero lo descartó enseguida. Ni Wardoll podría enfrentarse a semejante monstruo. – La ida se lo ha buscado, sacrificarme en vano no está en mis planes. – No pudo evitar cerrar los ojos cuando el monstruo alzó su garra y descargó el golpe mortal. Al abrirlos la mujer estaba tendida muy lejos de la gárgola. La descarga debió de ser brutal para haberla mandado tan lejos. No se movía, parece que para ella había acabado todo. Un pequeño bulto apareció de improviso corriendo entre las derruidas chabolas en dirección a monstruo y la caída. ¡No podía ser verdad! La gota que colmó el vaso de la indiferencia del pícaro. Con el puño cerrado, a pocos pasos del monstruo de piedra, el pequeño Marcelo retaba a la gárgola.
- ¡Aléjate de mamá!
- Ella no es tu madre, piojo. ¿No recuerdas ya como te despreció en el pantano?
- ¡La hiciste daño! Voy… - La determinación del niño decayó rápidamente. - …voy a matarte.
- ¿Es que nunca aprendéis nada estúpidos monos? ¿Tampoco recuerdas lo que dije que les pasa a los que me amenazan?
- No te tengo miedo. Tengo en mi mano el polvo mágico que me dio el mago. Con él te mandaré al infierno. Haré que desaparezcas como hizo el mago con la almena.
- Niño idiota. ¿De qué narices me hablas?
El pícaro bien sabia de lo que hablaba Marcelo. Lo que ocultaba en el puño no era otra cosa que la bolsita de pólvora que le había regalado. La infantil necesidad de creer en algo es lo que lo mataría de manera prematura, y él sería el responsable.
El monstruo dio un paso y el crío retrocedió asustado. Otro más, y otro. A medida que el ser de piedra avanzaba se retiraba el chiquillo.
- ¿A qué esperas para hacerme desaparecer, pequeño mago? – Ante la provocación, Marcelo le lanzó con todas sus fuerzas la bolsita de cuero y se tiró al suelo protegiéndose la cabeza con los brazos. Cayó lejos de la gárgola que quedó quieta mirándola y esperando que pasara algo. Olfateó la pólvora, después la aplastó con su pezuña. Sonó una leve detonación. El niño levantó la cabeza del suelo y sus ojos se encontraron con los de la gárgola que , de un salto, lo había alcanzado.
- ¡BUH! Reaparecí.
Marcelo se sabía perdido. El mago lo había engañado, aquellos polvos no eran mágicos. Volvió a protegerse la cabeza y cerró con los ojos. Deseó con todas sus fuerzas que el monstruo desapareciera, que cuando los abriera de nuevo despertaría de un mal sueño.
De una pesadilla era testigo el hombre de negro y todos aquellos, que escondidos sin atreverse a mover un musculo, asistían mudos al drama. También desde las murallas observaban el burgomaestre y los soldados. Fue más de lo que la conciencia del pícaro pudo soportar, no dejaría que aquella cosa matase también al crio. Respiró hondo y golpeó con fuerza su pecho por tres veces. Apareció enfundado en Wardoll, empuñando su poderosa espada y blandiendo el enorme escudo. Los rayos del sol incidían sobre la armadura haciéndola brillar y que su negro color dejase de ser opaco tornándose brillante. La manejaría él mismo, sola, la armadura era de movimientos torpes. Además, necesitaba provocar a la gárgola para que se alejara del niño.
Todos lo vieron caminar hacia el “dragón”, los más sorprendidos se hallaban en las murallas. El burgomaestre sonrió.
- Mira por donde, la plaga también va a librarnos de este.

- Cantarán alabanzas de tu triunfo. Una mujer y un niño, toda una proeza para alguien del tamaño de una almena. No te atreves con el ejército que aguarda sobre las murallas que atacas a mendigos y pordioseros. ¿Te conformas con asustar borregos? Así que tú eres la plaga de los que todos hablan. Te he observado largo rato y solo he visto a un perro que intenta morderse las pulgas.
La gárgola se giró divertida. ¿De dónde había salido este nuevo suicida? ¿Cómo es posible que la sorprendiera y que no lo viera hasta tenerlo tan cerca? Lo contempló detenidamente. Por fin un oponente de su agrado, lo despacharía en un suspiro.
- ¿Qué tenemos aquí? – Comenzó a decirle. – Un bravo caballero encerrado en una jaula de hierro. Debes creerte a salvo ahí dentro. ¿Qué llevas en la mano? Ya veo, un mondadientes. ¡Qué miedo! ¿Son alabanzas lo que tú buscas? No obtendrás más que lloros a los pies de tu tumba. Eso si es que alguien te quiere. – Empezó a girar en círculos alrededor del caballero negro. - Me pregunto cuan dura es tu armadura. ¿Le podrá la piedra al acero? Puede que les parezcas grande a tus congéneres pero para mí no eres más que un insecto. ¿Quieres que me enfrente a esos? – Miró hacia las murallas. – No son más que morralla, en cuanto levante las alas saldrán “pies para que os quiero”. Prefiero verme las caras contigo. Cuando te arranque la cabeza y la saque del yelmo nos miraremos a los ojos, y dependiendo de lo guapo que seas, es posible que te dé un beso. – Le obsequió con una panorámica de sus pavorosas hileras de dientes.
- Reconozco que vuestra voz es hermosa. Cierro los ojos e imagino a una frágil doncella suspirando en su alcoba. Pero luego os veo, grotesca y fea, que ni por pena os besaría. Lo mismo que Merlín con Excalibur, hundiré en la piedra mí espada y regalaré tus entrañas a algún escultor para que las transforme en algo bonito. Deberías de estar agradecida.
- Eres gracioso, pretencioso pero gracioso. Ni siquiera entiendo lo que hablas. – La gárgola se había alejado lo suficiente de Marcelo. El caballero dio un agudo silbido y Zupia salió al galope. Antes de que el monstruo de piedra pudiera reaccionar cogió con los dientes al chiquillo arrastrándolo lejos. – ¿Me has distraído para eso? Puedo renunciar a una presa si se me brinda una mayor. A ti no tengo intención de dejar que escapes. También deberías de estar agradecido por acaparar toda mi atención, es un privilegio que concedo a muy pocos.
No había forma de huir. Mareó la perdiz todo lo que pudo pero en cada ocasión que intentó acercarse a los arrabales para perderse entre las callejuelas, el monstruo de piedra daba un salto y le cortaba el paso.
- No puedes engañarme, en cada uno de tus movimientos veo como intentas escurrir el bulto. Has querido abarcar demasiado. Tendrás que luchar, veamos si manejas tan bien la espada como la lengua. – Le lanzó un zarpazo sin demasiada convicción. Esperaba derribarlo sin problemas pero no quería acabar con él demasiado deprisa. Para su sorpresa, aun con lo que seguro era una armadura tremendamente pesada, el caballero negro dio un ágil salto y se puso a salvo. Lo que para ella era una sonrisa de oreja a oreja, para todos aquellos que pudieron verla, les pareció una grotesca mueca. Estaba satisfecha.
- Parece que me equivoqué contigo. Va a ser mucho más divertido de lo que esperaba. Obsequiemos a todos estos mirones cobardes, con una batalla que no puedan olvidar.

El ser de piedra tanteaba al caballero negro. Quería comprobar hasta dónde llegaban sus reflejos, de cuanto fuelle disponía y fuerzas guardaba bajo la coraza. Le lanzaba zarpazos pausados y le cortaba el paso en cada ocasión que su oponente intentaba ponerse a salvo escapando a los derruidos arrabales. Por su parte, el guerrero de hierro no era ajeno al juego de la gárgola. Poco a poco lo iba dirigiendo a la pared de la muralla. Si lo acorralaba, (piedra en frente, muro a la espalda), se habría acabado su suerte y a bien seguro su fantástica armadura no lo libraría de la muerte a manos de aquel demonio. De improviso dio un golpe más rápido que los anteriores, no pudo más el caballero que refugiarse tras el escudo. El terrible impacto lo mando por los aires. Sintió un intenso dolor en todo el cuerpo pero pudo erguirse de nuevo desafiante, Había ganado con aquello un precioso terreno a la cosa de piedra. Poco duró su alegría, de un brinco la tuvo nuevamente a la vera. El escudo estaba intacto, no así su brazo. Seguro que estaba roto y era incapaz de seguir sujetando la defensa. Se lo arrojó al monstruo de piedra impactándole en la cabeza. Ni se inmutó, miró con sus ojos luminosos como el caballero negro perdía la esperanza y aferraba con su mano buena la espada. Pensó que estaba rendido y bajó imprudentemente la guardia. El enorme espadón se estrelló contra sus dientes surgiendo chispas del filo. Aunque el guerrero empleó en el golpe todas sus fuerzas, solo consiguió partir la pequeña punta de un colmillo. Sorprendida, la gárgola retrocedió unos pasos.
- Te he subestimado. – Podía escuchar la acelerada respiración dentro de la armadura. – Serias un oponente temible para cualquier otro. Pero ya ves, aunque el acero de tu arma no se ha mellado un ápice, no sirvieron de nada todas las ganas que pusiste en el golpe. Es mi turno.
La larguísima cola de aquel ser se movía como la de una lagartija al ser separada del cuerpo. De tan rápidos movimientos, era un látigo letal. No pudo más que rodar el caballero para evitar que lo machacase. Estaban ya al pie de las murallas. El pícaro se hacía con el control de la armadura en cada movimiento, ya la dominaba plenamente. Era rápido y ágil, consiguió descargar otro par de sablazos sin conseguir otra cosa que desprender chispas. El brazo le dolía terriblemente, la gárgola volvió a mandarlo por los aires con su robusta cola. En esta ocasión el golpe fue doble, impactó sobre los duros muros de la ciudad. Se sabía perdido.

Mientras caballero y monstruo se enfrentaban, Marcelo había corrido en pos del cuerpo de Justine sin que Zupia pudiera evitarlo. Postrado frente a su madre adoptiva la cogió de la mano.
- ¡No me dejes mamá Justine, no te mueras!
Los ojos de la mujer se abrieron, intentó sonreír. Sus dientes estaban rojos de sangre, reventada por dentro, también sus pulmones se habían inundado del rojo líquido. Tosió sin fuerzas salpicando la cara del niño. Marcelo le apretó la mano esperanzado.
- Aguanta, te pondrás bien.
Justine intentó en vano levantar su otro brazo para acariciar la cabeza del niño. Marcelo la ayudó. La mujer lo miraba con una ilógica expresión de felicidad.
- Mi pobre niño…No llores. Me voy pero no estés triste, voy a reunirme con Cecilia. – Apenas se la entendía entre toses y sanguinolentos esputos.
- ¿Y yo...? ¿Qué será de mí? Ya perdí una madre, no quiero decir adiós a dos.
Justine le mesaba los rizados cabellos. – Perdoname, perdona todo lo que te dije en el pantano. Estaba enojada. Hoy has sido muy valiente al venir en mi ayuda. Te he querido como a un hijo, esa es la única verdad. – Los estertores de la muerte hicieron que se convulsionara y por un instante dejó de respirar. Vomitó más sangre y de una bocanada acumuló todo el aire del que fue capaz. – Nada hay que puedas hacer por mí, voy a morir, también eso es cierto. Ahora debes de seguir siendo valiente.
- ¡No! – Gritó Marcelo. - ¡Buscaré al mago! él es mi amigo y dijo que lo puede todo. Él te pondrá buena e iremos los dos a buscar a Cecilia.
- Es culpa mía… - Marcelo notó, por la presión de la mano, como escapaban las últimas fuerzas de Justine. – Os llené la cabeza con cuentos de hadas. Pero las hadas no existen, tampoco los príncipes, ni los magos… - Suspiró. - Ni los finales felices. De nada sirven todas las historias que os contaba para alejaros de la realidad de esta vida mezquina.
- ¡Pero si son reales! Miradlo vos misma. – La ayudó a incorporar un poco la cabeza para que viese el combate entre Wardoll y la gárgola. – Es un dragón, a él se enfrenta un caballero como el de tus cuentos. El hombre de hierro es el sirviente del mago, seguro que él no anda lejos. Iré a buscarlo pero no me deje ma… Justine.
- Puedes llamarme mamá, pues como una madre te amo. Fue el dolor de perder a Cecilia el que envenenó mi lengua, quien descargó la ira sobre el pequeño Marcelo.
- ¡Traeré al mago, no me deje!

El pícaro se resistía a darse por vencido. Intentaba una y otra vez herir al monstruo. Este se divertía, no esquivaba los golpes. La espada se estrellaba contra su cuerpo, saltaban espurnas pero ni una muesca en su piel de piedra. Lo aplastó contra la muralla presionando con su garra derecha en el pecho del desafortunado caballero. Ya no le quedaban fuerzas y cada uno de sus músculos, cada uno de sus huesos estaba magullado o roto y, sin embargo por fuera, la armadura continuaba intacta.
- Veo que has comprendido por fin que has perdido. Mala idea entrometerte. ¿Entiendes ahora el alto precio a pagar por cruzarse en mi camino?
- Solo descanso un rato. En cuanto me deleite con lo hermoso de este día, re emprenderé el combate. Has de comprender el que necesite aliviar por un instante la vista, que de fea abrumas y el sol ya brilla en lo más alto. Cantan los pájaros. ¿Los oyes? Huelen las flores y sus vivos colores son el contrapunto a la grotesca cosa que tengo enfrente.
No pudo contener la risa la gárgola. – Solo te queda el orgullo y es lo único que te llevarás al otro mundo. Cierto que eres un mono diferente. Muchas veces me he enfrentado en un corto plazo a otros que se pretendían valientes. Todos acabaron llorando, implorando por sus vidas. Sé que no es coraje lo que inspira tus pretendidas ofensivas palabras. Que detrás de ellas escondes tanto miedo como el resto, pero rebosas orgullo para reconocerlo. Agradezco el no tener que soportar más súplicas. Aburrida estoy de plañideros y es por eso, como premio, que estoy dispuesta a llegar a un acuerdo.
- ¿Un acuerdo? ¿Por qué querrías parlamentar ahora? Nadie que no tema propone una tregua.
- No seas cretino. No hagas que me retracte de la gracia que pretendo concederte. Pero te advierto que no regalo nada, que todo tiene un precio.
- ¿Para qué necesita de oro un ser como vos?
- ¿Cuándo hablé de riquezas? ¿Por quién me tomáis? Si hemos de hablar de transacciones va siendo hora de que hagamos las presentaciones. Mi nombre es Magenta. ¿Y el de vos es..?
El pícaro se rió a carcajadas. – Es bien seguro no tenéis padre ni madre. O.., si los tenéis, mal os quieren para bautizaros con un nombre tan ridículo.
- Me lo puso el primer humano con el que hice tratos. No prosigáis por ese camino, con palabras no conseguiréis ofenderme, por suerte para vos. Os hice una pregunta y pido la respuesta que exige el decoro.
- Tengo tantos nombres como pueda imaginar mi mente. ¿Por qué he de conformarme con solo uno? Cuando niño, sin raciocinio ni oportunidad de opinar, alguien decidió por mí. Ahora, con uso de razón, soy yo quien elije como se me han de dirigir.
- ¿Y cómo he de hacerlo?
- Soy el caballero negro.
Las carcajadas del monstruo tronaron, algunos de los que asistían a la escena miraron al cielo en espera de tormenta. – Haceros un favor… - Prosiguió entre risas. - …y dejad que sean otros los que decidan, porque vos de imaginación andáis más bien escaso.
- Hablabas de un trato.
- Estoy dispuesta a perdonarte la vida.
- También mencionasteis un precio.
- No sois tan necio, o al menos gozáis de buena memoria. No voy a irme con las manos vacías, corramos un tupido velo, hagamos como si nada de esto hubiera ocurrido y retrocedamos en el tiempo.
- No te entiendo.
Magenta giró la cabeza y el pícaro vio a Marcelo arrodillado a lo lejos junto a Justine.
- Tu vida por la del niño.
No quería morir, la gárgola pudo sentir como el que se ocultaba bajo la negra armadura consideraba su oferta. - ¿Tanto te cuesta decidirte? Míralo, ha perdido a su madre. Será un niño de la calle y su vida un asco. Con suerte crecerá unos años, y si no lo mata el trabajo que seguro le aguarda, lo hará cualquier otro en alguna tonta disputa. – Ese fue el mismo razonamiento que tan solo un día antes él le dio a la mayor de las tres gracias. No podía dejar de mirar a Marcelo, un crío sin futuro, un mocoso al que no le debía nada. Le vino a la mente el encuentro nocturno con el pregonero durante la redada de los soldados. Igual que ahora la gárgola, fue él quien le ofreció la salvación a cambio de abandonar a los otros a su suerte. Aquel hombrecillo le dio una lección de valor y humildad al rechazar su ayuda. Una voz interior lo animaba a aceptar la oferta del monstruo pero algo en el estómago le suplicaba lo contrario.
- He vivido mucho, no sería justo negar otro al que tanto camino le queda por recorrer, el privilegio del que yo he gozado. No hay trato. – Se sorprendió de haber pronunciado aquellas palabras.
- ¡Bravo! – Exclamó la gárgola. ¡Que valiente, que altruista! Antes de acabar contigo te diré que lo mataré de todas formas. De nada servirá tu sacrificio. Tienes una última oportunidad.
- De aceptar sería la vergüenza la que me consumiría hasta no dejar ni los huesos. Una muerte lenta y miserable, ese es el trato que me propones. Cierto, no soy un necio, he visto a tiempo tu juego. Aun no me has vencido…¡Luchemos! – Haciendo acopio de todas sus fuerzas consiguió escapar de la garra del monstruo. La cola de este volvió a alcanzarlo mandándolo lejos. No podía más, ese último golpe debió partirle más de una costilla y el dolor era insoportable. Aunque Wardoll era impenetrable, indestructible, él no lo era y el acero no absorbía lo devastador de las arremetidas. La gárgola saltó sobre él dispuesta a descargar el golpe final. El pícaro miró las puertas de la ciudad, clavó los ojos en un objeto, en su última oportunidad. Golpeó una vez el pecho de metal y sin que nadie reparase en ello apareció junto a los portones. Magenta golpeaba salvajemente a Wardoll.
- ¿Ya no te ves con ánimos de proseguir en tus provocaciones? ¿Se os comió la lengua el gato? Quiero que veas antes de morir como tu sacrificio será en vano. – Lo alzó con sus dos garras delanteras, la armadura quedó con los pies sobre el suelo balanceándose como un pelele. – Se testigo de la suerte del niño. – Algo extraño ocultaba el silencio de su adversario. No vio el brillo de unos ojos en el interior del yelmo, ni escuchó respiración alguna. ¿Qué truco era aquel? Era solo una carcasa lo que sujetaba. ¿Cómo pudo escapar de ahí dentro su enemigo?
- ¡Maldito! ¿Cómo demonio lo hiciste? – Arrojó lejos a Wardoll y buscó en rededor sin ver a nadie. Olfateó el aire sin que ningún olor delatara donde se había escondido.
- ¡El niño… El niño mencionó a un mago! ¿Es lo que sois? Os encontraré y de nada os servirán vuestros trucos. ¡Dad la cara cobarde! – Algo le tocó con suavidad la punta de una de sus garras. Contrariada miró hacia abajo. Un tonel no demasiado grande había rodado hasta ella. Para hacerlo solo había un camino, una pequeña pendiente que provenía de las puertas de la ciudad. El pícaro sabía de lo improbable que sería conseguir que estallara el tonel de pólvora a causa de un disparo y se encomendó a la fortuna. Apuntó y apretó el gatillo de su arma de pedernal. Magenta solo vio la deflagración del disparo y durante una centésima de segundo le pareció divisar una silueta negra. Hubo una tremenda explosión, todo se llenó de humo. Desde las murallas el burgomaestre y los soldados quedaron atónitos, también los moradores de los arrabales se sobresaltaron e incluso, algunos, se atrevieron a asomar el hocico fuera de sus escondrijos. El pícaro respiraba exhausto, la mirada expectante en la neblina de humo. Aunque permanecía de pie en medio del descampado nadie parecía reparar en él. No pudiendo soportar más el dolor y el cansancio, se dejó caer quedando sentado en el suelo. Lo había conseguido, había acabado con el monstruo. Quiso reír pero entonces el aire dispersó todo el humo. La gárgola seguía ahí, aunque le faltaba su extremidad izquierda. El pícaro no tenía donde esconderse, Magenta oteaba todos los rincones, olfateaba el aire pero por suerte parecía, aún teniéndolo tan cerca, ser incapaz de verlo. Solo la había lisiado, corrió a esconderse tras un saliente de una almena. También las esperanzas de todos los presentes se esfumaron junto al humo. La plaga no había sido derrotada. Para mayor desesperación pudieron ser testigos de cómo, en un instante, la pezuña del monstruo se recompuso como si nada hubiera pasado.
- ¡Un mago, un maldito mago! Quién sabe de lo que es capaz. Ha jugado conmigo. ¡Con Magenta! ¡Nadie se burla de mí! – Murmuraba colérica. – Cálmate, no pierdas la compostura y piensa… Escapó, si…escapó, me teme. ¿Pero entonces..? ¡Maldita sea, hizo que me desapareciera una pierna! ¿Por qué entonces no acabó el trabajo? Piensa…piensa cabeza de chorlito. – Todos la veían trazando círculos sobre sí misma. Solo el pícaro estaba lo suficientemente cerca para escucharla farfullar pero sin entender de lo que hablaba. Marcelo se asustó con la explosión pero siguió junto a Justine. La intentaba mantener recostada entre sus brazos pero pesaba demasiado para un niño de diez años. Cuando la miró de nuevo ya no respiraba. Su rostro era una mueca de dolor, los dientes tintados en sangre y los ojos muy abiertos. La muerte siempre es un espectáculo horrible.

La gárgola buscó un lugar un poco elevado desde el que poder desplegar las inmensas alas y emprender el vuelo. Cuando la vieron alejarse todos salieron y se acercaron temerosos dónde se encontraba tendida Wardoll. Una multitud se arremolinó a su alrededor. La armadura se incorporó lentamente, recogió su espada y buscó el escudo. Todos le abrían paso entre temerosos y admirados. Tras encontrar el escudo apareció un enorme percherón, también negro como la noche en el que el caballero se montó de un salto. Un entusiasta clamor salió de cientos de gargantas al unísono, también desde lo alto de las murallas los soldados vitoreaban a la armadura. Solo el burgomaestre permanecía en silencio muy serio. Wardoll se paseó desafiante bajo las murallas antes de espolear a su montura, dejar atrás las chabolas del arrabal y perderse en el horizonte. Los escoria que no habían huido a las ciénagas durante el ataque de la gárgola permanecieron largo rato observando cómo se alejaba el héroe, que Dios o la providencia, había mandado en su ayuda. Nadie vio al pícaro, nadie hizo caso del niño que llorando se aferraba al cadáver de una mujer. Una mano se posó en el hombro de Marcelo, cuando el niño vio al hombre de negro se secó las lágrimas de los ojos.
- ¡Sois vos! ¡Sabía que vendría! – Bajo las ropas que cubrían el rosto del hombre, el niño no podía advertir lo sombrío de sus facciones. Cojeaba y se sujetaba el brazo izquierdo con el derecho. – Sanad a mi madre os lo ruego.
- No puedo.
- Vos lo podéis todo. Sé que fuiste vos quien puso en fuga al dragón. ¡Yo lo sé! Empleasteis vuestro polvo mágico. Usad vuestra magia para sanar a mamá.
- ¡No puedo!
- Pero porque? ¿Por qué no podéis? ¡Me lo dijiste, me dijiste que lo podíais todo, todo menos mentir!
- ¡No puedo, maldita sea! ¡Mentir es lo único que sé! ¿Tan tonto eres que no te das cuenta?
- ¡Pero vos… vos sois un mago poderoso…!
- Yo solo soy un charlatán, un embaucador.
- ¡Mentís, yo lo vi! ¡Vi como tirabais por tierra la almena, he visto como la misma Plaga os teme! ¡¿Por qué, porque no queréis ayudarme!?
La figura de negro se agachó, con la palma de la mano cerró los ojos y la boca de aquella desdichada para que su expresión pareciera de calma en vez de agonía. – Tu madre se fue y nadie puede traerla de regreso. – La alzó en brazos intentado ignorar el dolor de brazo y costillas. Justine era apenas pellejo y huesos y poco su peso.
- ¡Embustero, embustero, embustero! – Marcelo lloraba y golpeaba con los puños cerrados la cadera del pícaro. Alrededor de ambos se había formado una fiesta espontanea. Algunos sacaron sus instrumentos y comenzaron a tocar, la mayoría bailaban jubilosos, intentando olvidar que sus casas habían sido demolidas pero con la alegría de seguir con vida. Sobre la muralla el burgomaestre ordenó a su comandante replegar la tropa hacia los cuarteles. Miró con desprecio los arrabales. Los escoria habían encontrado esperanza en la figura de un caballero de negra armadura. Peligrosos son los símbolos, tanto o más que las armas.

En los pantanos, lejos de los ojos de todos, reapareció Wardoll sobre Zupia para reunirse con su señor. La armadura escavó un profundo agujero e introdujo en el fondo el cuerpo de Justine con toda la delicadeza que le fue posible. Marcelo no pudo mirar el momento en que la cubrían con tierra húmeda.
- Aquí reposara más cerca de su hija. – Fue todo lo que el pícaro acertó a decirle al pequeño para consolarlo. Luego intentó recordar alguno de los muchos salmos que escuchó de pequeño recitar a su tío. Nada le pareció apropiado, Dios consentía demasiadas injusticias. ¿Qué podían tener entonces de consuelo sus palabras? Recordó otras que le parecieron mucho más apropiadas.
- “Común es el sol y el viento
común ha de ser la tierra
que vuelva común al pueblo
lo que del pueblo saliera” (*)
- Vámonos a casa. – El niño lo siguió sin levantar la cabeza en ningún momento.

* Nuevo mester de juglaría.

Fin del primer acto.



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