Esculpida en piedra. "Un nuevo comienzo." Acto segundo.

Las desgracias nunca llegan solas.




¿Dónde me he perdido que a lo acontecido no encuentro el sentido? ¿Dónde dejé la cabeza? ¿En el embravecido mar durante la tormenta? Me arrastraron los cantos de sirena y lo que pensé que eran riquezas no son más que monedas manchadas de lodo. ¿De qué otro modo se puede llegar a un lugar tan extraño? Tantas preguntas... A buen seguro que me volví loco y como el Quijote veo gigantes donde solo hay molinos. ¿Pero entonces...? ¿Entonces por que es tan real el dolor de este niño? Tanto que puedo sentir como sus lágrimas me mojan la espalda. Peor que los huesos molidos, que la quemazón de los moratones, es el nudo que se me formó en el estómago y me impide seguir teniendo hambre de esta vida. Como la espiga de trigo, que dobla el espinazo bajo el peso de su propia semilla, así me humilla lo sembrado a mi paso. Los que, como yo, nacieron sin un pan bajo el brazo, que llegaron al mundo como los burros a solo recibir palos, no pueden permitirse la soberbia y mucho menos el orgullo.
No me advirtieron las tres Gracias del demonio de piedra. No respondieron a ninguna de mis preguntas. Me abandonaron en este mar de dudas sin la luz de un faro que me guiase. Hace tanto que la suerte no me fía, que confundí con dones sus regalos. Aciago día el que puse el pie en la arena de estas costas. Qué distintas se ven las aventuras que tejes en sueños cuando las vives en las propias carnes. Que yo no soy Simbad, ni tan solo marinero.

Giró la cabeza para mirar a Marcelo, cabalgaba a la grupa de Zupia y se abrazaba en silencio a su cintura. Notaba el tacto de sus pequeñas manos sobre las negras ropas.
- ¿Qué voy a hacer contigo si no puedo cuidar ni de mí mismo?
- ¿Dónde vamos? – Preguntó el pequeño.
- A mi castillo.
- Tenéis un castillo? – En su voz ninguna emoción.
- Solo son ruinas, ruinas es todo lo que siempre he poseído.
- ¿Por qué no ayudaste a mamá? De haber llegado a tiempo, el hombre de hierro podía haberla salvado. – No le respondió. Antes de ponerse camino de regreso a la ciudad, hizo que la armadura de acero desapareciera ante la incrédula mirada de Marcelo. – Sois un mago aunque os empeñáis en negarlo. Estos ojos han visto las maravillas de las que sois capaz. Nada hicisteis por mamá Justine, la dejasteis morir
- ¿Cómo podía saber que era tu madre?
- ¿Y eso importa? Ella estaba en apuros y no hicisteis nada.
- Puedes irte si es tu deseo.
Marcelo se quedó en silencio. Notó el hombre de negro como el niño contenía los sollozos. Se avergonzó de sentir lástima ahora que ya era tarde y su piedad de nada servía.

Cuando llegaron a los arrabales sus habitantes habían despertado a la realidad. Sus casas estaban derruidas y las puertas de la ciudad cerradas a cal y canto. Unos se afligían de sus desgracias, otros; los menos, se afanaban en intentar reconstruir un techo donde cobijarse. Muchos comentaban lo ocurrido, cada cual daba su versión de los hechos. Escondidos durante el combate sin atreverse a asomar la mirada fuera de sus parapetos, ninguno lo tenía demasiado claro. “Un gigante negro puso en fuga a la plaga” “Un caballero de resplandeciente armadura la derrotó” “Dios mandó un rayo contra la plaga y nos salvó.” En solo una cosa estaban todos de acuerdo y es en que, desde las murallas, los soldados no movieron un dedo para protegerlos. “¡Esos malnacidos lo sabían! ¡Por eso nos echaron de la ciudad y cerraron las puertas! ¡Sabían que la plaga atacaría y nos abandonaron a nuestra suerte!”
Era desolador, la gárgola lo había destrozado todo. Marcelo dirigió la mirada hacia lo que fue la casa de Justine, ahora solo quedaban maderos esparcidos por el suelo. No pudo por más tiempo sofocar el llanto y rompió en sollozos.
A medida que se acercaban a los portones de la ciudadela pudo el pícaro percatarse de la comitiva reunida ante ellos. A pocos pasos los pudo ver con más claridad . Era medio centenar de soldados que, al parecer, escoltaban una carroza. Sobre las cotas de malla, la tropa, vestía unas túnicas negras. Estampada en el pecho, una enorme cruz de color rojo. Los yelmos cubrían por completo sus cabezas y no estaban decorados con ningún tipo de ornamento. Los uniformes eran austeros a la vez que intimidatorios. Los escudos, por el contrario, eran blancos. Enormes adargas que se iban redondeando desde el cuello a la base para acabar en pico. También llevaban pintadas unas grandes y rojas cruces en su centro. Cargaban con larguísimas picas que le recordaron mucho a las que utilizaban los tercios de España. De la carroza tiraban cuatro caballos, negros para no desentonar. Las ventanas de las puertas estaban cubiertas por dentro con cortinas que impedían ver a quienes viajaban en su interior. Asemejaba, por el color, un carromato fúnebre. El que parecía estar al mando se había adelantado al resto y les gritaba a los guardias que vigilaban la puerta desde la muralla.

- ¡Abrid las puertas a su excelencia el inquisidor!
Lo que se abrió fue una pequeña portezuela dispuesta dentro de la hoja derecha de la mayor y de su interior surgió un asustado soldado. Era el cabo de la guardia.
- La ciudad está cerrada por orden del Consejo, nadie puede entrar hasta nuevo aviso.
- ¿El Consejo? ¿Acaso tienen más poder un grupo de hacendados y mercachifles que el propio rey? Quien llegó es su enviado, enviado precisamente por la súplica de ese Consejo que ahora nos impide el paso. ¡Vive Dios, que si no abrís las puertas, amaneceréis mañana colgado frente a ellas! – El soldado volvió a desaparecer por la portezuela, al poco rato el rechinar de los portones indicaba que la ciudad de nuevo estaba abierta. Antes de que algún escoria se atreviera a acercarse demasiado, para acabar de un golpe con sus expectativas de regreso, un gran contingente de tropas se dispuso frente a ellas formando un muro. Hicieron un pasillo para que solo el inquisidor y su séquito pasaran. El pícaro se coló tranquilamente tras ellos. Marcelo era lo único que delataba al jinete pero los soldados debieron pensar, por la fúnebre indumentaria de aquel tipo, que pertenecía a la comitiva. Ya dentro, la ciudad se selló nuevamente tras ellos. Se separó del grupo camino de Roca Vieja.
- Escúchame bien. - Le advirtió el hombre de negro al chiquillo. - No le hables a nadie de magos. ¿Entiendes? Lo menos malo que podría pasarte es que te tomaran por loco, lo peor… - A la memoria le vino la imagen de los soldados. Cuánto se parecían a otros que había visto por las tierras de Castilla. También aquí llegó la pérfida inquisición y seguro, con ella, la barbarie de la sinrazón. – …lo peor solo imaginarlo ya duele.








El cielo puede esperar.

Era aún muy temprano cuando se levantó y muchas las tareas que quedaban por hacer. Había elegido una pequeña estancia para acomodarse junto a las habitaciones de sus otras hermanas. Una cama, una mesita, una silla y un armario, todo puro atrezzo, mera ilusión. Nada de ello necesitaba ninguna de las tres Gracias, pero si pasar desapercibidas. Se vistió con sus ropas de criada y bajó al patio del castillo. No lejos de las cuadras, al lado del pozo, había un pequeño huerto. María llevaba una cesta de mimbre donde pretendía recoger algunas verduras y hortalizas para que Carmen preparara el desayuno. Aquellos que acogieron por la noche habían arrasado con todo. Los miró, se habían acomodado de mala manera en las cuadras, apretujados unos con otros para darse calor. Debían sumar poco más de dos docenas. Se preguntó qué harían con aquellas gentes. Roca Vieja era ahora un castillo renovado, sus salones estaban decorados de forma lujosa y no faltaba de ninguna comodidad. La verdad es que todo era un espejismo, una fantasía. El hechizo que ocultaba la realidad a los ojos de los mortales no daría de comer a los refugiados. Solo algunas cosas, como el huerto, eran tangibles, aunque también fruto de la magia. Ni siquiera el robusto portón de acceso al castillo era real. Roca Vieja seguía siendo la misma ruina con la que se encontró el pícaro a su llegada. Los escoria dormían en su mayoría, solo vio a alguno que se levantaba para hacer sus necesidades sin demasiado recato en un rincón. La cesta se llenó de fruta y verduras, estaba lo suficientemente apartada como para que nadie se percatase de aquella maravilla. Cuando entró en la cocina Carmen estaba amasando la harina, el horno desprendía demasiado calor para el gusto de la pequeña pelirroja.
- No tenemos en la despensa suficientes provisiones.
- ¿Estás pensando en los “invitados”? – Le respondió la mujer de piel caoba.
- No dejaron nada del huerto. Cuando desperecen famélicos, poco podremos ofrecerles.
- Lila fue al mercado de la villa, no te preocupes.
- ¿La dejaste marchar después de lo que pasó anoche? ¿No escuchaste a esas pobres gentes? Los soldados podrían arrestarla.
- Demasiado centrada estás en tu papel de doncella mi querida hermana. Recuerda quienes somos. Lila sabrá cuidarse, no te preocupes.
- ¿Cómo está...? Bueno, ya sabes… Ella.
- Duerme como un lirón. Dejé sus ropas en un rincón del agujero en el que se esconde. Roncaba como una bendita.
- No la aprecias. ¿Verdad?
Carmen lo rumió un instante. – Ve a ver si necesitan de algo nuestros nuevos amigos. – Se inclinó por eludir la respuesta.
De nuevo en el patio le llegó a los oídos un sonido familiar. María sonrió y aceleró el paso en la dirección del que provenía. Sus pies se enredaron en los bajos del vestido y a poco no cayó de morros en el suelo. Se los replegó por encima de los tobillos y continuó con su excitada carrera. Se detuvo bajo el techo del cobertizo donde se apilaba la paja y el heno destinado a Zupia. La sonrisa de sus labios se apagó y el semblante se le tornó sombrío. No se encontró con lo que esperaba y la decepción la marcó el rostro.

“Entre los dos el silencio se ha dormido
te cantaré bajito al oído amor mío.
Los temores marcharon de nuestro lado
si cariño mío, por fin se han ido.
Descansa sobre mi regazo y no temas
yo velo tu sueño mi dulce niño
que al miedo eche fuera de nuestra vera
lo quiero lejos, que no vuelva
cerré con llave la puerta.

Sueña tranquilo mi vida
mamá te guarda y te arrulla
mece la luna tu cuna.”

No la vio hasta ese instante el pregonero. María estaba de pie, plantada frente a él a pocos pasos. Sus enormes ojos color avellana miraban lo que tenía en las manos. Orcanario también miró el laúd. Reparó entonces en que estaba sentado y se incorporó de un brinco con la intención de no parecer descortés.
- Disculpe mis malos modales señora, estaba tan absorto en mis recuerdos que no la vi.
- ¿La memoria de la familia? Es a vuestros hijos a quienes cantabais esa bonita nana?
- Oh, no mi señora. Yo no tengo familia. Es esta tonada lo único que de ella conservo. Siendo muy pequeño la perdí y por algún motivo la memoria preservó esta canción que me musitaba mi madre. Siquiera su imagen me acompaña, pero gracias al cielo si su voz. No quisiera aburrirla con mis historias sin antes agradeceros a vos y al dueño del castillo la hospitalidad.
- No tenéis porque.
- De bien nacidos es ser agradecidos. – No pasó desapercibido al pregonero el interés que por el laúd mostraba aquella joven. – Es un instrumento fantástico. No soy ningún virtuoso pero, cuando lo toco, es como si fuesen las cuerdas quienes guiaran mis dedos y no al revés. Con todo, tengo mucho que aprender. Estoy seguro que en las manos adecuadas su sonido alcanzaría lo exquisito. ¡Pero qué digo! ¡Lo sublime!
- Dejad que él os guíe. – María se puso a su espalda y pasó los brazos alrededor de la cintura de Orcanario. Situó las manos de este, la derecha en las cuerdas, la izquierda en el mástil. – No sintáis vergüenza por dejaros llevar, así de limpios sean vuestros sentimientos, así de puros surgirán los acordes. El pregonero sintió el calor del cuerpo de la joven y su fresca fragancia. – Unas notas salieron de las entrañas del instrumento. La criada se apenó.
– Es tristeza lo que alberga vuestro corazón.
- Es la ausencia de recuerdos lo que me acongoja.
- ¿Quién os crió en esa ausencia?
- No me mal interpretéis. Mis padrinos fueron buenos conmigo, pero es como si sintieran devoción por mí y era cariño lo único que yo ansiaba.
- Vuestra voz se apaga.
- Perdonad… Prefería no seguir hablando de esto.
- Quizás compartir esa pena ayudaría a mitigarla.
- Es demasiado dolorosa y, en estos tiempos que corren, no puedo permitir que me venza el desánimo. – Miró al resto de “escorias” como empezaban a desperezarse.
- Permitid entonces que sea yo quien intente que ese ánimo retome el vuelo. – Extendió las manos y Orcanario no necesitó más para entender le rogaba que le cediera el laúd.
Fluyeron las notas cristalinas, su sonido abstrajo de inmediato en un relajante sopor al pregonero. Se dejó llevar por aquella paz que se abría paso hacia interior de su alma. No tardaron en rodearlos el resto de los refugiados. María se le antojó un ángel, por un instante pudo verla en su verdadera y luminosa apariencia.

Sabed que, en un tiempo muy lejano, (tanto, que las ahora viejas encinas, apenas eran un pequeño brote que asomaba tímidamente de la tierra), había un rey y que este rey, (como todos los reyes de los cuentos) tenía tres hijas. La mayor fue fruto de la pasión, del verano, impetuoso y tórrido. Sus cabellos eran de oro y los ojos cristales de singular belleza. Ella fue poesía, su voz, versos, su emisario el viento.
Semilla en primavera fue la segunda, concebida en tiempos en el que el amor se torna sosiego. Ella fue valor y transmitió el coraje necesario para afrontar el invierno.
Nacida en el frío, la menor trasmitió calor con su inocencia, contagiando de alegría a todos aquellos con los que se cruzaba. Ella fue música, sus cabellos fuego y el palpitar de su corazón el ritmo con el que bailaban en el castillo de aquel rey de un reino muy, muy lejano. (Tanto que, ni los pájaros más osados, imaginaron poder alcanzarlo volando.)
Transcurrieron felices los siglos y la Poesía, el Valor y la Música se hicieron mujer. Todo fue bien hasta que el amor que las inspiró abandonó al rey, que sumido en la desesperación, empezó a languidecer. La Poesía pretendió animarlo, escribió el rey sonetos que el viento intentó en vano hacer llegar a oídos de su amada. Fue entonces el Valor quien quiso inspirarlo. Salió el rey en busca de su amor, recorrió el mundo entero, pero no la encontró. Nada pudo tampoco la Música por evitar se hiciera la noche eterna en aquel cuento muy, muy triste. (Tanto, que todas las flores se marchitaron por la ausencia de luz.)

María acompañaba la historia con las notas del laúd y todos la escuchaban ensimismados.

Perdida toda esperanza, el rey se tornó huraño y descuidado. No atendía como debía las obligaciones del reino y también sus súbditos se fueron, poco a poco, abandonando a la desidia. La oscuridad lo cubría todo y nada pudieron ni la Poesía, ni la Música, ni el Valor, por remediarlo. Asistían impotentes al triste espectáculo del declive de aquel reino (otrora paraíso y ahora desierto) tan, tan frío. (Tanto que hasta los carámbanos tiritaban.)
Y cuando el rey por fin se volvió malvado, cuando el dolor y la pena se tornaron gusanos que le corroyeron el alma, tuvieron sus tres hijas que escapar para no ser víctimas de su locura. Como un castillo de naipes se derrumbó su reino, un reino tan, tan podrido, que ni las moscas gustaban de atiborrarse en su inmundicia.
Así, escondidas en el otro confín del mundo, esperaron las tres hijas durante mil años. Esperaron que el tiempo cicatrizara las heridas, que su padre olvidara. Entonces, y solo entonces, regresarían a su lado.
- ¿Olvidó el rey? – Preguntó alguien.
Tanto olvidó, que se encontró solo y perdido como un náufrago en tierra hostil. Ya no era rey, pues sin un reino nadie lo es y él había destruido el suyo ya hacía mucho, mucho tiempo. (Tanto que el polvo cubrió las ruinas, y nunca nadie volvió a encontrarlas.) Vagó sin rumbo, sin saberlo seguía buscándola. Pero si no sabes lo que buscas, solo encuentras preguntas.
- ¿Qué se preguntaba el rey? – Fue el pregonero quien hizo el inciso, pero fue Carmen, la cocinera, quien la interrumpió de sopetón.
- ¿Qué haces ahí perdiendo el tiempo? ¡Hay mucho trabajo por hacer!
- Debo irme. – Se disculpó la pelirroja.
- ¿Nos dejarás en ascuas sin saber el final de la historia?
María miró con sus ojos dulces a Orcanario. – Los cuentos nunca tienen un final, crecen como los niños hasta hacerse adultos. Cada generación aporta algo al relato cuando lo cuentan a sus hijos y estos a los suyos. Os dejo a vos decidir cómo proseguir la historia.
- ¿A mí?
- Estoy segura de que seriáis un narrador formidable.
- Yo solo soy capaz de transmitir los bandos que me dicta el Consejo. Soy muy poca cosa.
- No os subestiméis, de las bellotas que arrojan a los cerdos crecen las poderosas encinas. – Le cedió el laúd. – Tomad, esto os pertenece.
- Son las manos de vuesa merced las que saben sacarle el mejor partido. Sería más justo para los oídos de estas buenas gentes que os quedarais vos con él.
- Oh, no, no por favor. No puedo aceptarlo. Seguro es un preciado legado familiar. – Aquella era una pregunta trampa.
- Ya os dije que no tengo familia. Este instrumento me lo regaló ayer un extraño desconocido.
María tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la sonrisa. – Tengo que proseguir con mis tareas. Nunca perdáis la fé en vos mismo y continuad practicando. Estoy segura que con el tiempo seréis capaz de arrancar hermosas melodías de esas cuerdas. – Corrió junto a la cocinera.
- ¿Te has bebido el entendimiento? Debería ponerte una mordaza para que mantuvieras la boca cerrada. - La recriminó Carmen.
La doncella ya no necesito disimular más su malestar. – ¡No ha tardado ni un día en desembarazarse de mi regalo!
- No es eso lo que debería preocuparte, vigila lo que dices.
- ¡Bah! ¿Qué mal puede hacernos que cuente un cuento?


Apenas podía mantenerse sobre Zupia, Marcelo se había dormido y necesitaba de su brazo sano para sujetarlo. Por suerte la montura se encaminaba por si sola hacia Roca Vieja sin necesidad de que el pícaro la dirigiera con las riendas. Estaba ansioso por llegar y poder tumbarse en algún rincón a descansar. El camino más corto era a través del bosque pero debían avanzar despacio por el estrecho sendero. Un olor que ya le resultaba inconfundible le llegó de improviso.
-¡Sé que estás ahí, sal de tu escondrijo!
No se hizo de rogar, la mayor de las tres Gracias apareció de detrás de un árbol en su apariencia original. El aroma a flores era intenso pero nada empalagoso.
- Heme aquí .
- ¿Qué queréis de mí? ¿Jugáis conmigo como los Dioses con Ulises? Al igual que él me he perdido y no encuentro el camino de regreso a casa. ¿Me sometéis a pruebas como a Hércules? Sabed entonces que no puedo superarlas. Vuestros regalos de nada han servido contra el ser de piedra. ¡Me ha vencido y mi cuerpo maltrecho es la prueba! Necesito respuestas y esta vez no admitiré que marchéis por peteneras.
- Hoy habéis hecho algo bueno. Estoy orgullosa de vos.
- No espero ganarme por ello el cielo. Estad segura de que no era mi intención, que nada de lo ocurrido estaba en mis planes. Ahora solo deseo lamerme las heridas para luego poner tierra de por medio y perderos a todos de vista. Este lugar está maldito, aun me queda suficiente oro como para vivir sin dar un palo al agua en vez de recibirlos mis espaldas. Pero eso será lejos de aquí, donde nunca más me encuentre de cara con esa cosa.
- Alzáis demasiado la voz, despertareis al niño.
- De abrir los ojos seguro creerá estar soñando. ¿Qué sois vos? ¿Ángel o demonio?
- ¿Y vos? Urdisteis maldades, eran vuestros planes viles y sin embargo supisteis elegir prioridades y salvasteis al niño.
- ¡Yo no elegí nada! ¿Qué podía hacer? Me pusisteis entre la espada y la pared. Sigo sin saber qué es lo que esperáis de mí.
- Nosotras no influimos en vuestras decisiones, disponéis de libre albedrío. Tampoco somos responsables de lo acontecido. Estáis perdido, eso si es cierto, pero no podemos indicaros el camino. Nuestro cometido no es ese.
- Lo admitís entonces, reconocéis que tenéis para mí algún tipo de proyecto. ¡Pues no lo acepto! Habéis tejido una maraña, he de escapar de esta tela de araña cuanto antes y alejarme mientras aun conserve el juicio. ¿Cual es el precio a pagar? No debí aceptar vuestros regalos, siempre hay gato encerrado cuando te ofrecen algo sin pedir nada a cambio.
- ¿Qué os retiene? Si es vuestro deseo solo debéis de espolear a Zupia y marchar al galope.
- ¡Los huesos molidos!
- Bajad la voz, despertareis al niño.
- ¡Pues que despierte! Si eso tanto os preocupa, es hora de que me brindéis respuestas. De lo contrario seguiré gritando hasta que los mismos muertos se alcen de su eterno sueño. ¿Dónde me encuentro? Qué lugar es este, tanto se parece a las Españas, tanto difiere. Solo necesito que me indiquéis un muelle donde embarcarme de regreso, y si se trata de un sueño, despierte y de esto nada recuerde.
- No puedo daros respuestas si os negáis a escuchar.
- Soy todo oídos.
- Debo marchar.
- Más bien escapáis. No me importa, nada me interesan vuestros teje manejes. También yo marcharé en cuanto sanen mis costillas y pueda alzar el brazo. Mientras tanto, solo espero no volver a veros si con vos no traéis las respuestas que tanto ansió.
Lila se esfumó, el tipo de negro refunfuñó unas maldiciones y azuzó a zupia. No se había percatado de que Marcelo había sido testigo mudo del encuentro con la ninfa. El pequeño ya no albergaba dudas, cabalgaba junto a un mago capaz de hablar con los mismísimos ángeles. Capaz de todo menos de traer de nuevo entre los vivos a su madre. En su interior sentimientos encontrados, admiración y odio. Admiración por alguien que podía realizar semejantes prodigios, odio por el hombre que no ayudó a mamá Justine.

Se encontró con las puertas del castillo cerradas. Cuando la noche pasada partió del lugar solo eran unos maderos destrozados esparcidos por el suelo. Demasiado agotado para darle más vueltas, ya se había acostumbrado a aquel tipo de "milagros".
La joven pelirroja le abrió sin que tuviera que llamar, como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo. Tampoco se cuestionaba quienes eran aquellas tres mujeres que se presentaron ante él asegurando ser sus sirvientas. Echó un vistazo por el patio y pudo ver deambular a aquellos que había ayudado a escapar de los soldados. Parece que lo consiguieron, no encontró al pregonero. La doncella extendió los brazos y ayudó a bajar del caballo a Marcelo, este fingió despertarse en ese momento.
- Dadle algo de comer y que luego descanse. – La ordenó. – Mas tarde buscadle un trabajo que mantenga ocupada su cabeza. Hoy este muchacho ha padecido la peor de las perdidas, sed amables con él.
- Estáis herido. Dejad que pueda ver ese brazo. – El pícaro dio un tirón de las riendas para alejarse de la joven.
– Solo necesito descansar. – Al apearse de la montura también se dolió de las costillas, quedó curvado sujetando el costado con el brazo bueno. Llegó corriendo la mujer negra, los escoria pululaban sin saber qué hacer y sin poder ver al pícaro. Sin darle tiempo a protestar lo cogió del brazo y lo examinó. Le remangó y recorrió con sus manos la extremidad tanteando cada pulgada de la piel. Cuando intentó librarse el gesto le produjo un intenso y agudo dolor. Quiso reprimir los quejidos sin éxito.
- Es el hombro, está desencajado. – Sentenció Carmen. – Sonó un crujido al ponérselo en su sitio y, ahora si, soltó el pícaro un aullido.
- ¡Maldita sea! ¿Os volvisteis loca?
- No seáis tan llorón. – Marcelo se río del comentario de la mujer de piel caoba, satisfecho de que le hubiese hecho daño al mago, tanto en lo físico como en lo anímico. – Es posible que el antebrazo este fisurado, lo he de entablillar y ponerlo en cabestrillo. Le palpó el costado, consiguiendo saliese de la garganta del maltrecho pícaro un nuevo quejido. – También he de fajar esas costillas.
- ¡Vos no haréis nada salvo indicarme el camino hacia una cama! Descansar es todo lo que necesito.
- No seáis necio, dejadme hacer si no queréis quedar por los restos tullido. Que ese aullido con el que me destrozasteis el oído, es la mejor prueba de lo mal que tenéis las costillas. Podéis probar a dormir, en cuanto reclinéis ese costado seguro veréis las maravillas del firmamento y todas las estrellas que lo pueblan.
No cedió el pícaro, María lo acompañó hasta una de las habitaciones de la planta baja. Todo estaba cambiado, donde ayer no había nada, hoy de nada faltaba. Se arrojó sobre el lecho y, tal como dijo la cocinera, una atroz punzada en el costado lo dejó encogido sobre el mullido colchón.
- Debería dejar que Carmen cuidase de vos, sabe lo que se hace. Mitigará los dolores con cataplasmas e infusiones y si dijo que lo mejor es vendar esas costillas…
- ¡Largo de aquí, quiero dormir!
La doncella hizo una reverencia y obedeció sin rechistar. Cuando quedó solo se puso lentamente boca arriba, cada movimiento era un suplicio. También el brazo le seguía doliendo, aunque mucho menos que antes de que le pusiesen en su sitio el hombro. Tanto el techo como las paredes estaban decorados con coloridos tapices. Antes de marchar, la doncella había corrido las cortinas de las ventanas para que la luz no entrara en la estancia. En la penumbra era difícil apreciar las figuras bordadas en la tela. Cerró los ojos y le vino la imagen de la gárgola de una forma tan nítida que se le antojó real.
- ¿Qué demonios eres tú? ¿Es mi cometido destruirte? ¿Es para ello que el destino me arrastró a estas costas? De conseguir vencerte, a buen seguro que todos y cada uno de los que pueblan estas tierras me estarían agradecidos. ¡Pues que sigan cargando ellos contigo! No merecen estas gentes otra cosa que el que los atormentes. Hubiera gustado ser yo quien lo hiciese, quien diera su merecido a estos malnacidos. Gustoso te cedo el testigo, yo ya acabe aquí. – La imaginó riéndose y llamándolo cobarde. – Es lo que soy y no me avergüenzo, mejor cobarde vivo que leyenda en los libros. De poco hoy no acabas conmigo. El cielo puede esperar a negarme la entrada, habrá un mañana cuando abra los ojos. – Pudo el cansancio al dolor, prácticamente se desmayó.

Había pasado casi toda la noche acurrucada en una esquina del pequeño cuarto en lo alto de la almena. Con la vista fija en la puerta, esperó que en cualquier momento la echasen abajo y entraran por ella para llevársela presa. Debió dormirse ya de madrugada aferrada a la espada que robó al tipo raro de negro atuendo. Le dolían los riñones por la mala postura y tenía frío, reparó en las livianas ropas de seda, ya de por si poco abrigaban, mucho menos hechas girones. No habían venido en su busca, respiro aliviada, la algarabía de por la noche nada tuvo que ver con ella. Por la rendija que hacía de tragaluz entraba la suficiente claridad como para saber que la mañana ya debía de estar muy avanzada. En un rincón vio sus ropas, plegadas con cuidado y limpias. Miró la puerta, estaba cerrada por dentro con un travesaño. De nuevo habían entrado sin que se diera cuenta. ¿Pero cómo? Se vistió, el olor a fresco y la suavidad la confundieron. También las botas brillaban. Quitó el travesaño que bloqueaba la entrada, comprobó si había alguna forma de hacerlo desde fuera. Si la había, ella no fue capaz de descubrirla. Sintió un hueco en el estómago y el sonido de sus tripas no dejaba lugar a las dudas, desfallecía de hambre. Descendió despacio por la escalinata de caracol, vigilando a cada paso no toparse con nadie. Se dirigía a la cocina, cuando a su nariz llegó el agradable olor de la pitanza aceleró el paso. Escucho voces, pegó el cuerpo a la pared y asomó por la puerta la cabeza.
- ¡Comete la sopa! No te hagas el remolón, te hará bien calentar el estómago.
- ¡No quiero sopa!
La "Insidiosa" reconoció al chiquillo, la negra cocinera intentaba convencerlo, sin éxito, de que comiese. No quería verse las caras con él, tampoco quedar en ayunas. Decidió que eran más importantes las tripas que su desagrado por el encuentro.
- ¿Qué hace ese mierdecilla aquí?
Fue verla y saltar el chiquillo de la silla a refugiarse tras las faldas de Carmen.
- ¡No dejes que me pegue, ella es mala! – Imploró Marcelo a la cocinera.
- Te pregunté que hace “ese” en mi casa. ¡Negra!
Carmen tranquilizó al niño. – No tengas miedo, no dejaré que te haga daño.
- No quiero lastimarlo, solo que se largue. ¡Que os marchéis todos! – Se corrigió. – Todos menos tú, aun has de prepararme el desayuno.
- No solo estoy al servicio de tus caprichos y nadie aquí va a marcharse. Acomódese en una silla y le llenaré la barriga, pero ni intente acercarse al niño.
- ¿Y al servicio de quien más estáis? – La cocinera guardó silencio, acercó una perola humeante y luego puso ante la joven morena plato y cuchara. Escanció con un cazó la aromática sopa de verduras. La Insidiosa se abalanzó sobre ella perdiendo el interés por todo lo demás. Se la acabó enseguida, para no perder tiempo prefirió sorberla directamente del cuenco. Miró entonces el que había dejado lleno Marcelo. – ¿No vas a comerte eso..? ¿Cómo he de llamarte pequeña sabandija? – Aunque sabía perfectamente el nombre del chiquillo, pensó en uno más de su agrado. Se rió satisfecha. – Si, eso es. Te llamaré, Cometelasopa.
- ¡Me llamo Marcelo. – Protestó.
- Te llamaras como me venga en gana. ¿Entiendes…Cometelasopa?
- Dejé al chiquillo. – Interrumpió la agria discusión la cocinera. – Bastante desgracia ha tenido hoy como para colmo tener que aguantarte. – Tarde cayó en la cuenta Carmen del error que suponía recordárselo al niño. Marcelo rompió en lloros. A la joven negra se le encogió el pecho ante la pena del crio. – Esta bien, hoy permitiré que te saltes la comida. Voy a llevarte a una habitación para que puedas descansar un poco. Cuando despiertes quiero que comas como es debido. - La Insidiosa los vio salir por la puerta, buscó por la cocina que más podía llevarse a los dientes. Cuando Carmen regresó se la encontró devorando membrillo confitado, también habían restos de lo que, hacía solo un instante, había sido un queso entero.
- ¿Que le ha pasado a ese piojoso? – Preguntó intrigada. - ¿Qué puede perder quien no tiene nada, de que desgracia hablabas?
- Apenas amanecía cuando enterró a su madre y en semejante trance vos lo insultais. Marcelo tiene razón, sois ruin y malvada.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la muchacha de ojos negros como el pecado. Tras un corto silencio dió un manotazo arrojando al suelo todo lo que se hallaba sobre la mesa. Luego de patear la silla salió corriendo escaleras arriba hasta esconderse nuevamente en su agujero de la torre. Acurrucada en una esquina intentó poner en orden sus pensamientos. Por más que lo intentó no fue capaz de llorar.



En bandeja de plata.



Entró sin pedir permiso como era habitual en él, con su rostro barbilampiño y su siniestra sonrisa de niño malicioso. Zinue era un individuo apuesto, de atléticas hechuras y rasgos infantiles, tan subido de estatura como de ego. El arquitecto miraba divertido al burgomaestre mientras este sacaba de un agujero de la pared, ajeno a su presencia, joyas y monedas que guardaba en un pequeño cofre.
- Las noticias vuelan. – Exclamó en fuerte tono para llamar su atención. Consiguió lo que se proponía, de las manos nerviosas de Francisco se escaparon unas gemas que rodaron por el suelo perdiéndose bajo la mesa. El salón del ayuntamiento era amplio, lo habían decorado apresuradamente con cuadros religiosos y colgado en la pared, presidiendo la estancia, un gran crucifijo.
- ¿Vas a salir corriendo? ¿Cuánto tiempo crees que tardaran en dar contigo? Si lo que pretendes es acabar colgando del cuello en un patíbulo, has de reconocer que huir es la mejor manera de conseguirlo. De nada han de servirte las riquezas que puedas guardar en ese cofre.
El alcalde le lanzó lo primero que alcanzaron a atrapar sus manos y eso fue un candelabro. Zinue se limitó a torcer un poco la cabeza para esquivarlo, el objeto de metal pasó muy cerca de su oreja. Francisco comenzó a gritarle histérico. Con un gesto, le indicó el arquitecto que las paredes tienen oídos y consiguió que bajase la voz.
- Llegó el inquisidor antes de lo que esperábamos. No sé tú, pero yo no estaré aquí cuando ese albacea que trajo consigo meta el hocico en los libros de cuentas. Pies para que os quiero, poner tierra de por medio y luego ya veremos. Lo primero es alejar el cuello de esa soga que me auguras y que, a buen seguro, también reservan al tuyo.
- Es por eso, que demasiado estimo mí cuello, tanto que aquí mismo te daré muerte si no te detienes en tu loca carrera. – El arquitecto sacó de la vaina un afilado puñal. - ¡Atiende cobarde del demonio!
También Francisco lo amenazó esgrimiendo una daga. - ¡No oses alzarme la mano! Sigo siendo el burgomaestre y tú solo un asalariado al que, ya que hablamos de ello, podría colgarle el muerto y quizás salir por un tiempo del entuerto en el que me halló.
- No lo harás escapando, eso está claro. No habrá mayor confesión ante juez y jurado que salir por patas como una vulgar rata. Sigamos con lo planeado y no te pongas más nervioso. – Ni en el momento de mayor tensión, cuando ambos villanos se retaban cuchillo en mano, Zinue había dejado de sonreír. El aplomo con el que el arquitecto afrontaba la situación enervaba la sangre del burgomaestre.
– Recuerda que estamos en guerra, que son muchas las cuentas que ha de revisar antes de poner el ojo en las de la catedral.
- Allí donde lo ponga, antes metimos nosotros la mano.
- Seguro también él tiene un precio. – Francisco hizo un mohín que dejaba claro no lo creía así. – Entonces, – Continuó el arquitecto. – lo mejor será deshacernos de él.
- Mandaría el rey a otro. ¿Lo matarías también? Demasiado sospechoso, prefiero que me cuelguen por ladrón a que me empalen por asesino.
- Ganaremos tiempo, tiempo es todo lo que necesito.
- Tiempo es de lo que carezco, en el pleno me espera el Consejo avieso de sangre.
- Si es hambre lo que tienen los perros, démosles carne. Les ofreceremos un chivo expiatorio que sea del agrado de todos. – Ahora que ambos habían guardado las armas estaban más cerca y podían hablar en un tono más bajo. Francisco arrimó la oreja, nunca se daba cuenta de lo fácil que lo manipulaba el arquitecto, llevándolo continuamente por el camino que él trazaba.
- Te escucho.
- He apostado hombres cerca de Roca Vieja y aunque vigilan día y noche, nada se sabe de nuestro “amigo” el embajador. Sin embargo… - Los ojos de Francisco se abrieron como platos, impaciente por saber lo que su interlocutor tramaba. – Escaparon de la redada un grupo de escorias y se refugiaron en el castillo de la loma. Demasiado te demoras en acudir al Consejo, diles lo que acordemos, ahora ya sabes que cabezas ofrecerles.
- ¿Y que ganaremos con ello? Más temprano que tarde descubrirá el fraude ese chupatintas.
- Dame un mes, a lo sumo seis semanas junto a un barco y una tripulación de confianza. – Miró el grueso sello que adornaba el dedo del burgomaestre, era el anillo que trajo como presente el supuesto embajador de ese reino que nadie conocía. – También quiero eso y el cofre.
- ¿Me tomas el pelo? Después de tanto reproche pretendes ser tú quien escape y por si fuese poca la burla, que sea yo quien te subvencione la huida.
- Como siempre, tan estrecho de miras. Vas a hacer el negocio de tu vida y ni tan solo lo sabes. Vas a vender toda una ciudad.
Ahora se le había puesto cara de bobo, miraba el alcalde perplejo sin entender nada de lo que le hablaba el siniestro arquitecto.
- No he tenido demasiado tiempo para meditarlo, pero como bien has dicho, de tiempo estamos tan escasos como el tesoro de crédito. No obstante, podré pulir los detalles durante el viaje. Si todo sale como debiera, no solo escaparemos airosos, también lo haremos podridos de riqueza.
- Explícate, soy todo orejas.
- Admito que nos ahogamos en estiércol, es por eso que no hay otra salida. Esta ciudad nos hará pedazos cuando todos descubran hasta donde alcanza el engaño. Cuando sepan de lo robado, a todos y cada uno de ellos, no se conformarán con ahorcarnos, pero… - Un inciso melodramático. – Siempre se puede robar un poco más.
- ¡Al grano!
- Esperaban un ataque y es lo que les vamos a dar. Vamos a entregar la ciudad a los guanches. Se la serviremos en bandeja, por un razonable precio, claro está.
- ¡¿El miedo te ha sorbido el seso?! Esos criminales nos arrancarán las tripas con sus propias manos y harán nos las comamos estando calientes.
- Siempre han ansiado una cabeza de puente, un puerto seguro desde el que lanzar sus incursiones en Uther. Negociarán, tú solo preocúpate de que el ejército este lejos cuando ellos lleguen.
- ¿Y qué te hace pensar que respetaran nuestro pacto?
- Déjalo todo en mis manos.
-¡Claro! Pero soy yo quien se queda aquí lidiando con las reses y exponiéndose a las cornadas.
- Puedes ir tú si lo prefieres. Seguro que te sientes más cómodo tratando con Héctor el “sanguinario”, un sobre nombre que inspira confianza.
- Conocí a su padre, si el hijo se asemeja e él, necesitarás mucho más que suerte. Tendrás tu barco. – Se quitó el anillo y se lo ofreció. – Llévate el oro que necesites para adular a ese miserable. Que Dios nos guarde.
- Es curioso que pidas la protección de Dios cuando lo que maquinas son maldades. ¿Realmente conociste a Rocco “el usurpador”?
- También yo fui joven e impetuoso.
- Pues ahora solo veo a un gordo taimado y avaricioso.
- No colmes mi paciencia.
- No pongas tú a prueba la del Consejo y acude presto antes de que manden la guardia a por ti. Ya sabes lo que les has de decir. Recuerda, mantenlos a raya durante seis semanas. ¿Podrás hacerlo?
- Si tú puedes tratar con piratas, me sobro para marear a estos cretinos. Si no estás aquí en seis semanas, espero sea porque te cortaron la cabeza esas ratas. Lo tendré todo dispuesto paras tu partida mañana.
- Que el ejército esté lejos a mi regreso.
- Dalo por hecho.










Deudas pendientes.

Perder por fin de vista a Zinue lo reconfortó. Miró por la ventana, el edificio del Consejo estaba justo en frente del ayuntamiento a solo cruzar la calzada. Otros inmuebles se situaban a su alrededor, las lujosas moradas de los “distinguidos” hombres de “pro” de la ciudad, miembros del mencionado Consejo. Tras ellos, visible gracias a que se encontraba en la parte más elevada subiendo una pendiente, la mansión de la condesa y a algunas manzanas, en la plaza nueva, asomaba el lúgubre esqueleto rodeado de andamios, del campanario de la catedral. Sintió un escalofrío al verlo, las obras estaban muy atrasadas y las arcas de la ciudad vacías. Aun siendo mujer, como única noble de la ciudad, era a la condesa a quien correspondían las obligaciones de gobernante. De muy joven se cebaron en ella las desgracias. Nada centrada su cabeza y de pulso poco firme como para sujetar la vara de mando, había delegado hacía décadas en el burgomaestre, cargo que desde entonces ostentaba de forma perenne Francisco. Marchita, recluida en su pena, seguía llorando la trágica pérdida de su familia, pero todos bien sabían, que lo que realmente le pudría el alma, es el haber sido plantada en el altar cuando aún en sus mejillas podía apreciarse el color del rubor de la inocencia.
Se alisó las vestiduras, más en un inconsciente intento de retrasar, aunque solo fueran unos segundos el encuentro con el Consejo, que en la intención de presentarse con buen aspecto.
En la puerta lo esperaba, junto a algunos soldados, su flamante nuevo comandante. Un lechuguino ambicioso y fácil de manipular.
- ¿Has hablado con el inquisidor?
- Acudí cuando me llegó el requerimiento de usía, no tuve tiempo de hacerlo. Ni siquiera lo he visto, entraba la comitiva en los cuarteles al tiempo que yo partía.
- “Es un buen perro. “ – Pensó Francisco. – “Acude presto cuando lo manda su amo.” – Sintió la tentación de acariciarle el lomo y darle una palmada.
- ¿Quién quedó al mando? ¿Es hombre de confianza?
- Su fidelidad es incuestionable.
- Manda entonces a uno de estos guardias con la orden de que lo entretenga. Necesito de unas horas, no me importa como lo consiga. Si es necesario que baile haciendo el pino sobre las manos o le cante desnudo. Que le recite salmos a ese beato o le ruegue oficie una misa. ¡Lo quiero lejos del Consejo!
- ¿No deseáis que sea yo quien se ocupe?
- Te necesito a mi lado, has de dar fe con tu testimonio, de lo ocurrido en la madrugada. ¿Sabe la tropa a quien rinde pleitesía?
- Han tenido ración doble en fajina, tanto en vino como en comida. Saben a lo que se exponen de contradecir las órdenes. Ninguno se atreverá a cuestionar nuestra versión de los hechos.
- Entonces no nos demoremos.

Lila ya estaba muy cerca de las puertas de Roca Vieja, ascendía caminando por el sendero de la ladera tirando con suavidad de las riendas del pollino que con paso tranquilo, arrastraba un pequeño carromato vacío. Salir tan temprano por provisiones solo había sido una excusa, bien sabía que se encontraría con una ciudad desierta. Su intención era ser testigo desde las almenas de lo que había de ocurrir. En primera fila, etérea e invisible como una suave brisa, contempló como Wardoll se enfrentaba al ser de piedra. Temió por el pícaro a cada embate de la bestia y mantuvo en un puño el ánimo cuando parecía que no saldría airoso del combate. Ahora no era capaz de borrar la sonrisa del rostro, aun siendo un sentimiento agridulce por la pérdida de aquella desdichada mujer, no podía evitar que su corazón rebosara de gozo por el triunfo de lo bueno sobre lo malvado. El náufrago había salvado al niño en lugar de escapar, aun había esperanza.

Marcelo se desperezaba, la imagen del rostro ensangrentado de mamá Justine, de su cuerpo destrozado, no le había permitido conciliar el sueño. Carmen lo sacó del lecho estirando de su brazo en un gesto enérgico pero no violento. – Hora de darse un baño holgazán. – Se llevó los dedos a la nariz, presionando el tabique mientras agitaba la otra mano en un intento de aventar el hedor del pequeño.
- ¡No quiero bañarme!
- Noquieronoquieronoquiero, no quiero sopa, no quiero bañarme, no quiero ser una personita obediente, prefiero ser un pequeño gorrino. – El tono de la cocinera no buscaba intimidar ni abochornar al chiquillo pero eso era todo lo cariñosa de lo que era capaz. Olivia, la mediana de las tres Gracias, era una guerrero, una mujer de armas. No se sentía cómoda en su papel de cocinera, pero para su sorpresa se había encariñado del niño.

Ya no le hacía gracia fantasear con decapitar a todo bicho viviente. Raspaba las losas del suelo con la punta de la espada, hurgando entre las rendijas, escarbando, sacando arena y grava con la mirada fija en algún punto concreto de la nada. Intentaba en vano poner en orden su mente, la tenía en blanco, tan vacía su cabeza de pensamientos como de sentimientos el corazón. Mamá había muerto y lejos de estar compungida, solo una rabia desmedida la quemaba por dentro. – El “mierdecilla” me ha mentido. – Se repetía continuamente y se aferraba a esa idea. – Él no tiene madre, no hablaba de mamá, debía de referirse a otra. – Agitó con fuerza la cabeza, creyendo que de aquella manera podría desterrar la idea de que se engañaba a si misma. ¿Y a que otra podía referirse? Ni una sola lágrima en los ojos, y si estaban rojos, era debido a la ira. Se odió a si misma por ser incapaz de llorar.
De improviso, la total oscuridad se hizo en la pequeña alcoba para, al instante, entrar de golpe un resplandor cegador. Se vio obligada a cerrar los ojos y al abrirlos le dolieron, el cambio tan brusco afecto a sus retinas que no tuvieron tiempo de amoldarse a semejante contraste. Cuando escuchó aquella voz se levantó de un brinco y dirigió una estocada hacia el lugar de donde provenía. La punta pasó a través del tragaluz para estrellarse contra el enorme y luminoso ojo de la gárgola. La hoja de metal se partió en dos con el impacto.

- Tienes suerte de que te necesite. – La Insidiosa se protegía de la claridad tapándose con el antebrazo los ojos, seguía su mano aferrada a la empuñadura de la ahora inútil espada. A través de la pequeña abertura, el ojo del monstruo seguía los torpes movimientos de la joven.
- ¿Qué me importa lo que necesites? No te ayudaré. ¡Aparta tu horrible pupila del tragaluz, tanta claror me ciega y me hace daño!
- ¿Qué me importa si sufres? - Le devolvió la frase como un escupitajo. - No te lo estoy pidiendo. ¡Te lo ordeno! ¡Sube a lo alto de la torre! Allí te estaré esperando. Colgada de la pared parezco una miserable lagartija.
- Nada tenemos de lo que hablar, todo quedó dicho aquella noche.
- No habrán más noches para ti si no obedeces, no lo repetiré. Corre a las escaleras antes de que pierda la paciencia, derribe el muro y te lance al vacío.

Allí la encontró, sentada sobre sus cuartos traseros, afilando las garras de su pezuña derecha sobre el pecho en toda su depravada magnitud. Durante su encuentro en la ciénaga, aterrorizada como estaba, la muchacha no había mirado directamente ni una sola vez al monstruo de piedra. Ahora si lo hacía, intentó parecer tranquila, incluso soberbia. No necesitaba la bestia ver como le temblaban las piernas, podía oler su miedo.
El ser era enorme, de la envergadura de al menos tres osos. La espalda arqueada parecía una montaña y en su extremo, sujeta por un corto y grueso cuello, la cabeza. Eran aquellos ojos, resplandecientes como un incendio, lo primero que de ella llamaba la atención. En los costados de un cráneo cuadrado, largas y acabadas en punta como las de un perro, las orejas. Todo en ella tenía un tamaño y un aspecto grotesco. El morro alargado como el de los lobos, pero no se distinguía hocico alguno, solo dos orificios que le parecieron totalmente inútiles a la joven. Aquella cosa no hacia ademanes de necesitar respirar. Las quijadas, incapaces de albergar los desproporcionados dientes, dejaban asomasen fuera de los labios de piedra. Todos ellos afilados como estacas, solo colmillos, ni muelas ni incisivos. EL peso de cualquiera de sus extremidades sería capaz de aplastar un caballo con facilidad. Acababan en unas garras, que aun siendo de piedra, brillaban como el metal por lo afiladas. Las rascaba sobre el pecho, desprendían espurnas como cuando entrechocas dos pedernales. Coronando su gran chepa, las alas. Estaban replegadas, la insidiosa las imaginó capaces ocultar el sol dejando en tinieblas a toda la plaza de la catedral. Se asemejaban a las de los murciélagos, por grandes que fuesen… ¿Cómo podrían hacer que se elevase semejante cosa? ¿Qué movilidad podían tener siendo de roca viva? No perdió el tiempo haciéndose más preguntas, volar, volaba… el cómo era tan inverosímil como su propia existencia.
Por último, la voz. Atronadora cuando furiosa, melosa y de tono embaucador cuando buscaba conseguir sus fines de forma más “refinada”. Sonaba como la de una mujer, pero ningún atributo dejaba al descubierto si realmente disponía de género. De labios de su madre, en alguna ocasión había escuchado que los ángeles no tenían sexo. Mamá le había contado muchas mentiras, le había llenado la cabeza de cuentos , pero en eso quizás no la engañó. Si los demonios no lo tienen… ¿Por qué habrían de tenerlo los del otro extremo?

- Ya he subido, aquí hace frío, se breve. ¿Qué cojones quieres?
- Ha crecido más tu lengua que el resto del cuerpo. Tengo algo que proponerte.
- Ya me engañaste una vez. ¿Por qué esta vez he de confiar en ti?
- ¿Qué te engañé? – El tono del ser de piedra se fue suavizando poco a poco, ahora eran casi un susurro. La Insidiosa supo que lo intentaría de nuevo. – Fue un trato justo, ambas conseguimos lo que queríamos.
- ¡Me prometiste un reino y no tengo nada!
- Te concedí la forma de enfrentarte al mundo, de estar a la misma altura de aquellos que te intimidaban. No es culpa mía que hayas elegido quedar recluida, escondida en este castillo.
- ¡Me engañaste! Solo era una niña. ¿Cómo podía saber lo que quería? Con tu palabrería me empujaste a optar por un deseo que no era el mío si no el tuyo. ¿Te sientes orgullosa de encerronar a niños asustados?
- Pero ahora no tienes miedo. ¿No es cierto? – La gárgola sabía que el orgullo de la joven le impediría reconocerlo.
- A nada temo.
- ¿Cómo osas entonces acusarme de mentirosa? Te di lo que ansiabas y a cambio me quedé con lo que no querías. ¿En qué te ha perjudicado nuestro acuerdo?
La muchacha de pelo negro refunfuñó, el monstruo había conseguido de nuevo” llevársela al huerto”, no encontró como rebatir sus argumentos.
- ¿Dijiste que querías algo de mí? Me estoy helando, ve al grano.
- Has de encontrar a alguien.
- ¿No puedes tú dar con él?
- ¿Si así fuese, para que te necesitaría? No hagas más preguntas estúpidas. Cuanto antes acabemos con esto, antes podrás ir a calentarte.
- ¿De quién se trata?
- Desconozco su identidad.
- ¿Cómo es su aspecto?
- El de una sombra.
- ¡Poco me ayudas! ¿Cómo esperas que lo encuentre? ¿Sabrás al menos por donde he de empezar a buscar?
El ser de piedra sonrío maliciosamente. – Si, eso sí lo sé. El niño te conducirá hasta él.
- ¡Demonios! Para engatusarme buena labia te gastas, parca en palabras cuando requieres de mi ayuda. ¡Pardiez! ¿De qué niño me hablas?
- Tu amigo, el pequeño cobarde.
- ¡Acabásemos! Lo tienes durmiendo en alguna de las alcobas del castillo. Baja y se lo preguntas tu misma.
- ¡No me escuchas! He pedido que seas tú quien lo busque y tengo mis motivos. No me expondré a abordarlo yo misma.
- ¿Tienes miedo de un crío? – De los ojos de la gárgola surgieron rayos que de a poco no socarran a la joven.
- Quien busco lo protege, pero tú si podrás acercarte a él y averiguar dónde se esconde.
- No te entiendo, ve entonces a por el niño y lo sacaras de su agujero.
- No puedo olerlo, solo vi una sombra durante un instante. Tengo que saber primero quién es, qué es.
La Insidiosa rio a carcajadas. - ¡Le temes! – La voz del monstruo se tornó tormenta ahogando las risas de la muchacha. – No confundas la prudencia con el miedo, sigues siendo una mocosa estúpida. Se acabaron los rodeos, haz lo que te ordeno y tendrás tu premio. Un deseo y en esta ocasión tienes tiempo más que suficiente para rumiarlo. Pero si me mientes… - Ahora su voz era fría, capaz de helar el tuétano del hombre con más coraje. – Si me mientes a ti si puedo olerte, te encontraré y desearás que te hubiera aplastado en el pantano. ¡Ahora largo!
- Aún no sé a quién he de buscar.
- Busca a un mago.
De nuevo carcajadas. – Los magos no existen boba.
- Cuando lo encuentre será cierto eso que dices.






La reina blanca.


Bullía un caldero, en una esquina de la cocina un barreño lleno de agua. Carmen arrastraba a Marcelo haciendo caso omiso de sus protestas. María sonrió al verlos aparecer, protegiendo las manos con unos trapos, cogió por el asa el caldero y lo escancio en el barreño. Tras comprobar con un dedo que la temperatura era la adecuada se apartó unos pasos.
- Está listo el baño. – Sentenció la doncella.
- ¡No quiero bañarme!
- No le gusta el agua al gato y se defiende con uñas y dientes. – La cocinera intentó quitarle la sucia blusa. – Seguro que tu cabeza está atestada de piojos y liendres. ¿No querrás enfermar de la lepra? Que se te pudran las carnes y nadie se atreva siquiera a mirarte y mucho menos tocarte.
- ¡No quiero! – Consiguió librarse de Carmen, agachó la cabeza y se ruborizó.
- Pobre. – María se dirigió a la joven de piel caoba. – No te das cuenta de que Marcelo ya no es un niño si no todo un hombre. Dejémoslo solo. – Se acercó a él y le entregó un pedazo de jabón y una esponja de mar. El crío nunca había sentido el tacto de algo semejante, mullido y suave. El jabón desprendía un agradable aroma.
- Está bien, ya eres mayor para lavarte solo. – Carmen se mostró autoritaria. - Cuando regrese de aquí a un rato, quiero ver ese cuerpo libre de roña. Frota con fuerza la esponja contra la piel hasta que quede bien roja, o juro que seré yo quien de raspar te la arranque a tiras y poco me importara si sientes vergüenza.
- No le hagas caso, se muestra arisca, quiere aparentar ser dura pero de buena no le cabe el corazón en el pecho. – La voz de María siempre sonaba dulce, su tono era casi el de una niña. Marcelo no pudo evitar le recordase a Cecilia y se entristeció. En tan poco tiempo había perdido a toda su familia adoptiva. Un único responsable, la imagen de la plaga mandando por los aires a Justine pasaba por su mente una y otra vez.
Por fin las dos jóvenes lo dejaron solo, se metió en el barreño sin despojarse de los calzones. No recordaba haber tomado jamás un baño, solo de haber chapoteado durante el verano en el río sin alejarse nunca de la orilla. No sabía nadar y el agua lo aterrorizaba. Esta, al contrario de la del río, estaba tibia, la temperatura era muy agradable. Se sumergió hasta que solo quedó fuera la cabeza. No había descansado en mucho tiempo, solo unas cabezadas mientras cabalgaba a la grupa del mago. Tampoco pudo conciliar el sueño durante la siesta. De poco sirvió lo mullido de la cama, ni aquellas sabanas de una suavidad de la que nunca antes había gozado. Atormentado por el dolor de lo acontecido en la madrugada, no se atrevió a cerrar los ojos. No solo por no revivir la tragedia, temía que el monstruo viniese a llevárselo también a él, como se llevó a Cecilia, como lo hizo con mamá Justine. El baño le trajo por fin el ansiado sueño. Lo invadió el sopor, la pastilla de jabón resbaló de sus manos cayendo al fondo del barreño, se deslizó también la esponja hundiéndose lentamente. Su mente se adentraba en los reinos de Morfeo y por ello no tuvo claro si estaba soñando cuando notó el tacto de una mano sobre su cabeza. El sueño se tornó pesadilla, le faltó el aire y tanto la boca como la nariz se le llenaron de agua. Se revolvía pero todo era inútil, le empujaban con fuerza hacia abajo. Agarró unas muñecas en un desesperado intento de liberarse. También fue inútil pretender impulsarse haciendo palanca con las piernas en los bordes del barreño. Cuando creyó que se lo tragaba el averno lo agarraron de los pelos y emergió su cabeza. Al recuperar el aliento se tragó mucha agua, para luego vomitar la que se había adentrado demasiado camino de los pulmones. No tuvo tiempo de reponer oxigeno, otra repentina zabullida, por suerte más corta que la anterior, lo trasportó de nuevo al infierno. No pudo abrir los ojos, tampoco necesitó mirar para saber a quién pertenecía aquella voz que le llegaba lejana a sus inundados oídos.
- ¿Qué le pasó a tu madre?
Magenta le había encomendado una misión, pero ella tenía otras preguntas cuyas respuestas eran más acuciantes que el atender los deseos de la gárgola. La Insidiosa insistió.
- ¡¿Cómo murió tu madre?!
Marcelo intentó gritar, solo consiguió que el agua entrase a borbotones por su garganta. Tiraron de los pelos hacia arriba.
- Si gritas juro que te ahogo, mocoso del demonio.
- ¡Tú la mataste! – Respondió cuando por fin pudo recuperar el fuelle. – En esta ocasión creyó no lo contaría, la Insidiosa lo mantuvo demasiado tiempo bajo el agua. La violencia de como estiró de su cabellera hizo que le arrancara un mechón de pelo. El crío perdía las fuerzas en cada ahogadilla y ya era incapaz de ofrecer resistencia.
- ¡¿Cómo te atreves a injuriarme?!
- Es lo que dicen todos. – Balbuceo el chiquillo. – Que tú la trajiste contigo, que es a ti a quien obedece. Tú mataste a mamá, tú eres la responsable y ahora vienes a regocijarte, torturándome aun más. ¿Por qué eres tan mala conmigo? ¿Qué he podido hacerte yo para que me atormentes de esta manera?
- ¡No me acuses de tamaña infamia! ¡Yo jamás haría daño a ma… a tu madre!
- Tú trajiste al dragón, y el dragón se llevó a mi hermana. Cuando mamá se enfrentó a la plaga exigiendo que se la devolviera… – Marcelo rompió en llantos. - ¡Tú las has matado!
Que estúpida se sentía, la gárgola era la responsable y aun así había tenido la desfachatez de presentarse ante ella exigiendo su ayuda. Solo un demonio sería capaz de semejante vileza. Cuando quiso darse cuenta el niño casi se había ahogado. De rabia lo había empujado con todas sus fuerzas al fondo del barreño. Lo sacó con más suavidad y le permitió recuperar el aliento.
- No seas idiota, puedes creerme cuando te digo que yo más que nadie tengo motivos para querer acabar con la plaga.
- ¡Tú eres una mentirosa!
- Si vuelves a gritar haré que te tragues todo el líquido del barreño en el que seguro que te has meado. Ahora solo escucha y no abras tu asquerosa bocaza.
Marcelo estaba aterrorizado, su piel estaba arrugada por un agua que ya se había enfriado, tiritaba de frío y de miedo.
- Ahora que estas más calmado, háblame del mago.
Marcelo se sobresaltó. ¿Cómo podía la Insidiosa saber del mago? Recordó lo que este le había dicho.
- No sé nada de magos. ¡Los magos no existen!
- Tampoco los dragones y uno ha asesinado a tu madre. ¿Por qué te empeñas en ponérmelo difícil? Me dirás lo que quiero de todas formas. – Lo sumergió nuevamente, era más de lo que un niño de diez años podía soportar. Al sacarlo y retomar aire, Marcelo comenzó a gritar.
- ¡El mago os matará, os matará a las dos! – La cólera que sentía hizo que acumulara sus últimas fuerzas. La miró con tal desprecio que no pudo la muchacha de negros cabellos contenerse. Le cruzó la cara de un fuerte bofetón.
- ¿Ese mago puede matar al dragón? ¡Mírame y deja de llorar!
- Solo hizo que le desapareciera una pata, pero en la próxima ocasión lo matará, te quedarás sin mascota que te proteja. ¡Entonces irá a por ti y lamentaras ser tan mala!
- ¡Mientes, apenas hace un rato que he visto al monstruo y tenía todas sus pezuñas!
- ¡Lo sabía, eres una embustera! ¡Te manda él! ¡Déjame, déjame, déjame! – Se balanceó e hizo que el barreño se volcase, el agua se desbordó por toda la cocina. La Insidiosa no podría seguir torturándolo.
- ¡Niño estúpido! – La joven se dirigió a la chimenea y cogió un madero que ardía por uno de los extremos. – Agua, fuego, viento y tierra. Dispongo de cuatro elementos para hacer de tu vida un infierno. – Marcelo intentó escapar corriendo pero lo acorraló antes de que llegase a la puerta.
- ¿Dónde puedo encontrar a ese mago? – Le puso la tea muy cerca de su ojo izquierdo. – Si no quieres que te deje tuerto, responde sin dilaciones.
- No lo sé, podría estar a tu lado sin tu saberlo. Nadie ve al mago si él no lo quiere.
- ¡Colmas mi paciencia!
No necesitó de un sexto sentido que la advirtiera, entraron de forma apresurada haciendo mucho ruido. Dió un brinco y esquivó a la cocinera, Marcelo aprovechó para escapar hacia la puerta, se topó con María que lo abrazó cubriéndolo con una manta. La Insidiosa miró a Carmen con sus enormes ojos negros. En un principio pensó en atacarla, recordó su anterior encuentro con la joven de piel caoba y arrojó el madero de nuevo a la chimenea.
- Te entrometes, apareces cuando nadie te ha llamado. ¡Osas levantarme la mano en mi propia casa, como si fueses tú la que manda y no una vulgar sirvienta! Obedece y sal por esa puerta, deja que resuelva mis asuntos y quizás olvide la afrenta de tu arrogancia.
- ¿Tú me das órdenes y me hablas de arrogancia? Tú, que por cada poro de la piel sudas desprecio, que por lengua esgrimes una daga, envenenada en corrosiva saliva. Tú que nos miras por encima del hombro, no salgo aun de mí asombro tras ver como torturabas a un niño indefenso. El brillo de tus ojos te delata, tan negros que devoran la luz de la estancia dejándolo todo en penumbras. ¡Eres malvada!
- No tengo porqué aguantar tus insultos. ¡Aparta de mi camino! Ten por seguro esto no acaba aquí. Te la tengo jurada, más vale que a partir de ahora duermas con un ojo abierto.
Marcelo contemplaba la escena desde el regazo de María. Ya solo tiritaba de miedo, el calor de la manta y del cuerpo de la doncella consiguieron que su cuerpo recobrara el color. La Insidiosa pasó al lado de la cocinera sin mirarla, la propinó un codazo en las costillas. Carmen no reprimió más su furia, la sujetó por el hombro y la obligó a girarse, tal como le dio la cara le encajó un puñetazo. La muchacha cayó al suelo aturdida cubriéndose el rostro y doliéndose de un ojo. Alguien gritó en la sala, no se trataba de María ni tampoco fue el niño.
- ¡Detén tu ira, sujeta tu mano. ¿Es que no ves que lo que se refleja en sus ojos no es su maldad si no tú orgullo? – Ayla, el ama de llaves, había llegado justo a tiempo de ver la disputa. Se dirigió a la doncella. – Llévate al muchacho al patio, ordenó el amo que le buscásemos un trabajo con el que mantener ocupada la mente. Ya es suficiente, por hoy no ha de pasar por más sobresaltos. Cuida de él como si fuera tu propio hijo.
La Insidiosa se había levantado, quiso aparentar dignidad mientras marchaba sin acelerar el paso, ocultando con su mano la vergüenza y un ojo morado.
- ¡No hay más amo entre los muros de este castillo que esta que os maldice!
A su paso junto a la doncella, María protegió al niño, interponiéndose entre él y la Insidiosa. Cuando comprobó que había desaparecido por las escaleras descendió junto al chiquillo en dirección al patio. Quedaron a solas cocinera y ama de llaves.
- ¿Qué es lo que te pasa Olivia? ¿Era necesario pegarla?
- Tú no has visto lo que hizo, de qué forma trató a ese pobre huérfano ¡La hubiera dado de palos, como se varea la lana de un colchón, hasta ablandarle todos los huesos del cuerpo. No lo entiendo, nada comprendo de esa devoción que parece le profesas.
- La juzgas y bien sabes que nadie es del todo inocente o culpable, que no existe solo el negro y el blanco.
- Todo en ella es negro, su pelo, sus ojos, su alma. ¿Cómo puede ella traernos la calma? Nos hará desgraciadas y no soportaré otros mil años de encierro.
- Entonces… ¿Es el miedo el que guió tu mano?
- ¡Se lo merecía!
- ¿Sabes lo que hoy hizo nuestro naufrago? Estamos en el buen camino pero sigues dudando. Ten fe, esta vez todo saldrá bien. Pronto seremos libres y podremos despertar de este mal sueño.
- ¡No, no podremos! ¡Ella lo echará todo a perder como siempre ha hecho! Quedaremos atrapadas por siempre en este bucle hasta que también nosotras enloquezcamos. Puede que sea mejor así, que la única manera de escapar es que pierda el juicio, que solo de esa forma pueda descansar de una vez por todas.
Ayla se acercó e intentó abrazarla para reconfortarla, Carmen la rechazó. La muchacha de los cabellos de oro estaba desconcertada.
- Nunca hasta ahora, ni siquiera durante el cautiverio en el tuvimos mil años para tejer reproches, jamás habíamos discutido.
- ¡No me morderé más la lengua! Si dejaras que lo hiciera a mi manera todo acabaría en un suspiro. ¡Pero no! Ha de ser como dice doña perfecta. – Ayla no pudo ocultar su sorpresa, los ojos muy abiertos, como la boca. Pensó que eran solo sus oídos los que seguían cerrados, que no había escuchado aquellas palabras en labios de su hermana. - ¿Tan difícil es contarle la verdad?
- ¿La verdad? ¿Y qué certeza es esa, piensas que nos creería?
- ¿Cómo saberlo si no lo intentamos?
- Confía en mí, solo es cuestión de tiempo y si algo nos sobra es paciencia. – Ayla sonrió y su rostro pareció resplandecer tanto como sus cabellos.
- ¡Confiar en ti! ¿Cómo confiar en alguien que no es capaz de despachar las tareas más sencillas? Saliste por comida y regresaste con las manos vacías. ¿Cómo he de alimentar a todas esas bocas que el “amo” acogió tan alegremente entre estas paredes? – Se arrancó el delantal y lo arrojó a la chimenea. - ¡Estoy harta, no soy la cocinera de nadie! No es mi nombre Carmen si no Olivia. Me obligas a empuñar cucharones en vez de una espada, a tragar saliva mientras esa malcriada se burla de nosotras.
Ayla retomó su estado original, ahora no era un ama de llaves, era Lila, la resplandeciente ninfa. – No te reconozco… - Olivia la interrumpió.
- ¿Cómo hacerlo bajo estos harapos? – Una intensa luz rodeó su cuerpo, reapareció enfundada en una armadura de cuero, en la cintura un curvado alfanje. La mediana de las tres hermanas se dejó ver en su aspecto más fiero.
- ¿Quieres luchar contra mí? ¿Es por ello que te presentas con todas tus armas? Yo solo puedo defenderme con palabras y sería incapaz de herirte con mis versos por más que me lo propusiera.
- Las palabras también hacen daño.
- No las mías.
- Hablo de las de ella.
- Más me hieren a mi las tuyas.
- Sabes que no pelearía contigo. ¡Es ella la que me enerva la sangre!
- Noto cierta envidia en tus palabras. También he visto brillar tus ojos cuando miras al niño. ¿Es eso?
- ¿Por qué no podemos nosotras dar vida y ella si? ¡Es una injusticia, una vileza! Lo peor de todo es que no puedo reconocerme en ella. ¿Cómo pudo engendrar a alguien tan dulce como Mar? ¿Cómo puede alguien tan mezquino inspirar tu ternura? ¿Cómo puede un ser cobarde...? ¡Ella no puede ser..! - Se mordió la lengua.






Pasaron primero por la boardilla de María. Esta vez el niño se dejó vestir con ropa limpia sin protestar, le pudo el miedo a una vergüenza que no fue capaz de ocultar al sonrojarse. Una sencilla blusa de lino a juego con los calzones y para los pies albarcas de cáñamo. Marcelo siempre anduvo descalzo y se sentía incómodo con ellas. Bajaron luego a las cuadras donde pacía tranquilo Zupia. La doncella se puso de cuclillas para quedar a la altura del muchacho, le acarició los enmarañados rizos en un vano intento de poner cada pelo en su sitio.
- Es un animal precioso. ¿Verdad? – Marcelo asintió moviendo la cabeza. – Es muy manso, no le tengas miedo. – Con un gesto lo invitó a acercarse. El corcel negro lo vio aproximarse con pasos tímidos. Lo miró indiferente y siguió comiendo alfalfa. El niño pasó la mano por sus costillas, el pelaje era muy suave y brillaba bajo los rayos de sol que se colaban por las rendijas del techo del establo.
- Vas a encargarte de cuidarlo. Lo cepillaras y procurarás que no le falte de nada, ni agua ni paja. – No parecía escuchar a la criada, estaba absorto contemplando la esplendida figura del caballo árabe. María sonrió adivinando lo que pasaba por la cabeza al chiquillo.
- ¿Quieres montarlo?
- ¡Si, por favor!
Lo aupó como si nada pesara, colocándolo con cuidado sobre el lomo. Cabalgaría a pelo, sin silla ni riendas. El animal salió del establo despacio, Marcelo se agarraba a su cuello intentando mantener el equilibrio.
- No tengas miedo, ponte erguido, estaré a tu lado para cogerte si caes.
Poco a poco fue ganando confianza, ahora se asía a las largas crines de Zupia. El corcel comenzó a aligerar el pasó haciendo creer al niño que era él quien lo dirigía. Perdido el respeto, olvidado por completo el temor a caer, lo azuzaba presionando con las piernas.
- ¡Arre, arre! ¡Más deprisa!
Nada reconforta más un decaído ánimo que la risa de un niño. Ayla acababa de llegar, tras la discusión con su hermana, aquel era el mejor de los bálsamos. Se acercó a María.
- Pocas veces he sido testigo de tanto júbilo por un trabajo. Has sido muy hábil al darle la faena de cuidar de Zupia.
No resultó el intento de desviar la atención, la pequeña de las tres Gracias no tardó en preguntar por aquello de lo que la mayor no tenía ganas de hablar.
- ¿Qué le pasa a Olivia? Se comporta de forma extraña.
- Es la tensión de un día en el que han pasado demasiadas cosas. No te preocupes, está bien.
- ¿Y tú? ¿Cómo te encuentras? Nunca te había visto tan decaída.
- También yo estoy cansada, es solo eso, nada que el reposo no remedie. – La joven de los cabellos de oro miró a su alrededor. El patio del castillo estaba en calma, echó de menos a varios de los escoria.
 - ¿Marcharon nuestros invitados? Aun es peligroso abandonar estos muros.
- Algunos de ellos salieron al bosque en busca de algo con lo que llenar el estómago.
- No es buena idea, al regresar de la villa vi apostados a varios hombres sobre las copas de los árboles. Nos espían, no quisiera un encuentro que derivara en cruento combate. La culpa es mía, no traje las provisiones que salí a buscar. En vez de ello, me dediqué a vigilar a nuestro náufrago.
- Sabíamos de sobras donde ibas realmente cuando partiste de madrugada. Tampoco desconocíamos el que no encontrarías nada abierto ni a nadie que te vendiera viandas. No pasará nada, a esos hombres que se esconden en las ramas no les interesan nuestros huéspedes. Hablando de ellos… Quiero contarte algo.
- Por como las comisura de tus labios se arquean en dirección a las orejas, diría que es algo importante.
A María se le escapó una risita nerviosa. – Creo que encontré al Narrador.
No pareció que Ayla compartiera la alegría de su hermana, su expresión se tornó seria.
- Mi pequeña, no quisiera que te hicieras demasiadas ilusiones. No soportaría ver como la tristeza te embarga al descubrir que lo que anhelabas con tanto ahínco es solo un espejismo. Puede que sea el deseo de hallarlo lo que te ciega y no veas que solo se trata de alguien corriente.
- Lo sé, sé que no me equivoco. Pude escuchar en los latidos de su corazón los acordes, en su voz la melodía y en sus ojos la pureza de las notas.
- Deberías presentármelo entonces, me intriga alguien que tan buen concepto te ha creado.
María agachó la cabeza apesadumbrada. – Partió con el grupo del bosque. – Ayla le hizo levantar la mirada con un gesto suave de su mano en la barbilla.
- Entonces regresará pronto. – Cambió de tema. – Nuestro naufrago no tardará en salir de su letargo, mejor que estés pendiente de él. Seguro que cuando despierte lo hará lanzando maldiciones. Sería bueno que te encontrase a su lado. – María no se hizo de rogar, se alzó los bajos de la falda y marchó de forma apresurada hacia las dependencias del castillo. Marcelo intentó detenerla.
- ¿Te marchas? Quédate un poco más conmigo.- Zupia se detuvo justo al lado de María.
- Tengo que trabajar, no te preocupes, Ayla se quedará contigo. – El niño miró con desagrado a la joven rubia. Cuando quiso darse cuenta la pelirroja ya había cruzado las puertas que conducían al interior del castillo. Ayla se acercó a Marcelo extendiendo los brazos.
- Deja que te ayude a bajar, se acabó el recreo, has de comenzar el trabajo. – Toda ella era dulce por naturaleza, más si cabe su voz. No se lo pareció así al niño.
- No necesito de tu ayuda. ¡Me caes mal! - De un salto llegó al suelo. – Le recriminaste a la cocinera por pegar a la Insidiosa. Tú estás de su parte, tú también eres mala.
No lo esperaba y no supo reaccionar. Quedó inmóvil en mitad del patio, mirando como el chiquillo se metía en las cuadras. Zupia lo seguía como un perrillo faldero.

Sentía frío, el tacto era duro y sus riñones se resentían. Cuando consiguió abrir los ojos, vio que se hallaba sentado en un trono de marfil, de un blanco tan intenso que dañaba la vista. También sus ropas eran blancas como el mármol, se asemejaban igual de rígidas y pesadas que la noble piedra, tanto que apenas podía moverse. Que se trataba de un sueño lo supo de inmediato, pero eso no lo tranquilizó. A fin de cuentas, desde que naufragó en aquellas costas, todo le parecía irreal, se sentía sumido en un extraño coma. Cuando sus ojos se habituaron a la claror, comprobó que a sus pies se extendían, de forma alterna, unas enormes baldosas negras y blancas. Sin duda alguna, se encontraba sobre un tablero de ajedrez. Enfrente, en perfecto orden, con rostros inexpresivos, parapetados tras unos enormes escudos y armados con lanzas, los peones enemigos. Negros como el azabache todos ellos, incluso los rostros. Más sorpresa le causó reconocer a quienes montaban los caballos. A Olivia, la ninfa negra, ya la había visto con aperos guerreros, pero de aspecto menos fiero que la figura que se elevaba sobre las cabezas de los peones. Fuera de lugar le pareció, por el contrario, Mar, la pequeña de las tres Gracias. Su pelo ya no era del color del fuego si no negro como todas sus ropas, ni rastro de su faz infantil, sus facciones eran duras, rígidas como el ébano del que parecían estar hechas. También los alfiles le resultaban familiares, Zinue, el arquitecto en el flanco izquierdo. En el derecho, Francisco, el gordo burgomaestre. Nada sabía de las torres, no demasiado intimidatoria la del este, una mujer bajita y rechoncha de aspecto poco agraciado. Terrible la figura del oeste, un inmenso guerrero, armado con un martillo de iguales dimensiones. Enigmática la reina, totalmente enlutada, cubría con un velo el rostro. Se le heló la sangre ante la visión del rey, sentado en un trono confeccionado con huesos, teñidos, como no podía ser de otra manera, de negro. Su silueta estaba difuminada, parecía etérea como la de un fantasma y no tenía cara, solo un agujero en una capucha que no daba muestras de albergar cabeza alguna. Era el momento de pasar revista a sus filas. ¡Menuda decepción!
- Comienzan las blancas.
Era la voz de Lila, el pícaro debió suponer que la mayor de las hermanas no podía andar lejos de las dos menores. Era nada menos que la reina.
- Me negué a recibirte hasta que no trajeras respuestas. ¿Por no tenerlas es por lo que te presentas ante mí en sueños? No he de jugar esta partida, en cuanto sanen mis heridas me largaré y nadie podrá impedirlo.
- Él no te dejará marchar. Debes mover ficha, salen las blancas. – No necesitó que le señalaran a nadie para saber que se refería al rey negro.
- ¿Quien se esconde tras esa tétrica sombra? Creí que era el monstruo de piedra mi enemigo. Pero también pensaba que tú y tus hermanas estabais de mi lado. Está claro que pensar no es lo mío, como tampoco elegir a los amigos.
- No siempre se puede escoger el bando, ni son nuestros actos los que nos abocan a estar en uno u otro lado. Debes mover tus piezas, comienzan las blancas.
- ¡¿Mis piezas?! Miró sus huestes, en el flanco derecho, el pequeño Marcelo y en el izquierdo, Orcanario el pregonero. Ese era todo su ejército, dos peones que a nadie intimidaban y que dejaban totalmente desprotegido a su rey. - ¡No es una partida justa! No seré parte de este juego en el que no tengo posibilidad alguna de ganar
- Es un primer movimiento, tendréis tiempo de encontrar aliados más adelante. Procurad elegirlos bien.
Rumió a quien sacrificaría primero, si al niño o al pregonero. - ¿Y qué más da? – Pensó. - En dos jugadas me darán mate. – Optó por Orcanario que avanzó una sola casilla. Se abrieron las filas enemigas dejando vía libre a uno de sus alfiles. Le pareció al pícaro una mala jugada, despejando el camino de la reina el final llegaría mucho más presuroso. Vio como en la oronda cara del burgomaestre se dibujaba una siniestra mueca.

Despertó sudoroso, lo primero fue dolerse del costado, llevándose la mano comprobó que se hallaba desnudo y que lo habían fajado con girones de trapos. Mucho mejor el brazo, apenas le dolía. Que sueño tan extraño, la habitación estaba en penumbra, la luz apenas entraba entre las cortinas. Medio incorporado sobre el lecho, empapado por la fiebre, aún permanecía parte de su cabeza en el limbo, le costó un rato recordar donde se encontraba. Finalmente intentó levantarse, sintió un agudo pinchazo en las costillas, como si le clavasen una afilada daga. Reprimió un quejido, poco a poco consiguió ponerse de pie y se dirigió despacio hacia las ventanas. Hasta que no corrió las cortinas y la luz lo invadió todo, no tuvo la certeza de estar despierto.
- Quizás sea cierto que tenga que reunir aliados, que no pueda escapar sin antes luchar. – Se golpeó la cabeza con el puño. - ¿Pero qué estoy diciendo? Solo fue un sueño, marcharé en cuanto pueda mantenerme erguido. Pero hasta entonces… Ya me la jugó el maldito alcalde una vez y seguro que no quedó contento. – Divagaba en voz alta, sin tener del todo claro si era la fiebre la responsable o el avance de su locura quien guiaba sus decisiones. - Un niño y un botarate no son un ejército, necesito de piezas más poderosas que los tristes peones. ¿Qué figura sobre el tablero da más miedo que una reina? Una reina es lo que he de encontrar primero.
Sobre una silla estaban pulcramente plegadas sus ropas negras. No eran esas las que ahora necesitaba. Intentó recordar el nombre de alguna de sus sirvientas, como no lo consiguió, se limitó a soltar un berrido. Solicita, apareció enseguida María, la doncella. Recordó que estaba desnudo y cubrió sus vergüenzas alcanzando la manta del lecho. El brusco gesto hizo que se retorciera de dolor y a punto estuvo de caer al suelo. María quiso cogerlo en brazos para evitarlo, pero el pícaro la rechazó.
- No es ese el tipo de ayuda que ahora preciso de ti. Toma asiento… - Esperó en silencio que la joven le aclarase su nombre pero esta se limitó a mirarlo con sus curiosos ojillos de cachorro.
- ¿Vas a decirme tu nombre o debo ser yo quien te bautice con uno de mi gusto?
- María, disculpe el señor mi torpeza. – No quiso la criada enojar más a su señor. Una única silla ocupada por las ropas del pícaro. Bastó un gesto de este para que la muchacha lo comprendiera. Dispuso con cuidado las telas sobre la cama y tomó asiento. El tipo, cubierto con la manta, lo hizo sobre el lecho.
- Háblame de la condesa. – Le dijo. – No escatimes detalles, por ínfimos que te parezcan, podrían ser importantes.









Uther.


Con las manos sobre el regazo, las rodillas muy juntas y la espalda recta apoyada en el respaldo, la doncella adoptó una actitud tímida. El nerviosismo era evidente por como jugueteaba con los pulgares haciéndolos girar entre sí. El pícaro lo atribuyó a que se encontraba frente a un hombre semidesnudo. Se cubrió el torso con la manta, pensando que de esa forma la soliviantaría en menor medida. Empezó a impacientarse por el mutismo de la muchacha.
- Ya habrá oído hablar de los guanches. – Dijo al fin.
- He escuchado que se trata de piratas.
- Y es cierto, es lo que son, pero no siempre fue así.
- ¿Qué tienen que ver ellos con la condesa?
María tomo aire intentando contener un suspiro, levantó la cabeza y le miró fijamente. De haber sido un verdadero noble, habría tomado aquel gesto como una falta de respeto intolerable. Pero no lo era y pasó por alto la osadía. Quedó prendado de los ojos castaños de la joven. Custodiados por dos hileras de larguísimas pestañas, fantaseó con la posibilidad de que pudiesen salir volando si parpadeaba demasiado deprisa. No había reparado hasta ese momento de lo hermosa que era. Aquel rostro casi infantil, pero sobre todo los rojos cabellos, le recordaban a alguien, a alguien cuya imagen tenía muy reciente. Por más que se concentró, no pudo dilucidar de quién se trataba.
- Permítame el señor, si dispone de tiempo, que comience desde el principio. Conocer la historia de estas tierras, no solo le ayudará a saber de la condesa, también a comprender a las gentes que las pueblan.
- Abrevia todo lo posible. – En realidad deseaba que se extendiera cuanto quisiera, ansiaba permanecer junto a la joven y deleitarse en su presencia. Todo en ella era cautivador, para su sorpresa, no era su juventud, tampoco el cuerpo esbelto que podía adivinarse bajo las ropas, ni los abultados pechos que subían y bajaban al compás de la respiración. Lo que más le encandilaba era su voz.
- Nuestra historia se pierde en el tiempo, poco sabemos de los orígenes, salvo algunas leyendas que solo permanecen en la memoria de los más ancianos. Diré que fue Uther, el padre de nuestro actual rey, Arturo, quien unificó todos los reinos y dio su nombre a estas tierras. Tras siglos de guerras, por fin parecía que la paz nos bendeciría. Pero Uther nunca tenía suficiente y no se conformó con ser el señor absoluto del norte. Reunió un gran ejército decidido a acabar, de una vez por todas, con aquellos a los que llamábamos despectivamente “pies sucios”.
- También he oído hablar de ellos. ¿Quiénes eran estos pies sucios? – Pensó que así es como debía sentirse el califa cuando Sherezade le robaba el sueño con sus historias.
- Hace décadas que nadie ha visto a ninguno. En sus cantares, los juglares los representan como a animales salvajes. Vestidos con pieles, de tez oscura, más por la mugre que por morenos, dicen que sacrificaban a los prisioneros y devoraban sus cuerpos. Los definen como a las plagas de langosta. Se desplazaban de un lugar a otro arrasando con todo, y no quedando nada, continuaban su camino allí donde los guiase el viento.
En tiempos que no nos matábamos entre nosotros, cuando los señores de la guerra temían más a los salvajes que a sus vecinos, se unían y los combatían. Así había sido siempre. Poco a poco fuimos echándolos hacia los desiertos del sur, eran zonas áridas, de poca o ninguna riqueza, salvo la parte de la costa en la que nos encontramos ahora.
Uther estaba hambriento de gloria. No era suficiente unificar el norte, quería pasar a la historia como el rey que aniquiló a los pies sucios.
Los salvajes también tenían un rey, cacique lo llamaban ellos. Como Uther con los reinos del norte, había reunido en una sola a todas las tribus del sur y partió al encuentro del ejército invasor.
Aquí fue, cuando no existía ninguna ciudad, solo el río partiendo en dos una inmensa llanura, donde se encontraron ambos bandos. Los pies sucios no disponían de caballería, por ello dispusieron el grueso de sus fuerzas donde a los caballos les fuese difícil llegar. La loma en la que se encuentra este castillo esta anegada por la sangre de los hombres que participaron aquel día en la lucha. Desde entonces, se ha considerado a Roca Vieja un lugar maldito.
Las tropas de Uther acamparon en el bosque, pensando que estarían mejor resguardados y que dispondrían de caza en caso de necesitar comida. Las trovas cantan que, durante tres días, se vigilaron los dos ejércitos sin decidirse ninguno de ellos a atacar. Uther estaba confiado, tenía acceso al agua y a provisiones, su rival por el contrario, debía soportar un sol abrasador. A espaldas de los pies sucios, la ciénaga y tras ella el desierto. Decidió el rey que solo tenía que esperar. Lo que no sabía es que antes de su llegada, sus adversarios habían tenido mucho tiempo para confeccionar una trampa. Desde varios puntos, prendieron fuego al bosque durante la noche. El incendio rodeó el campamento del rey y muchos fueron los que perecieron calcinados o ahogados por el humo. La caballería quedó diezmada, la mayoría de las monturas huyeron o murieron.
Los juglares loan el valor del rey que, con un ejército muy inferior, se vio obligado cuando despuntó el día a atacar en campo abierto.
- La historia la escriben los vencedores. – Sentenció el pícaro.
- No estuve allí, solo puedo relataros lo que otros hicieron que llegara a mis oídos.
- Lo contáis como si lo hubierais vivido en las propias carnes. Por el tono y el cómo, casi podría jurar que tampoco vos creéis esa historia.
- Poco importa lo que yo crea. ¿Deseáis que continúe?
- Os lo ruego.
- Los salvajes descendieron por la ladera aullando como lobos. Uther formó a sus caballeros en línea, al frente, parapetados en los escudos, lanzas en ristre esperaron los soldados la embestida. Los arqueros tras de ellos, tensaron las cuerdas y apuntaron hacia el cielo. Una lluvia de saetas cayó sobre las cabezas de los pies sucios, perecieron a cientos pero eran miles. Así es como lo describe Nicanor, uno de nuestros más grandes poetas.
- Y supongo que ese tal Nicanor estuvo también allí, en primera fila.
- Puede ahorrarse los sarcasmos mi señor. Nicanor escribió su oda muchos años después de la batalla, ni tan solo había nacido cuando ocurrió. Recopiló los cantares de otros juglares y se informó en las bibliotecas de palacios y monasterios, así es como relata los hechos, estos son sus versos.
“ Recién nacido el día y ya la muerte estaba despierta. Inquieta por la certeza de que sería buena la cosecha, paseaba sobre el campo de batalla pavoneándose, luciendo guadaña y los huesos desprovistos de carne. Arremetieron los salvajes y la sangre formó ríos carmesís. Pero Dios protege a los justos y nadie es más noble que Uther. Como diez salvajes valía cada uno de sus caballeros, besaban el suelo los pies sucios, mordían el polvo, morían como perros, pues no eran hombres aquellos, sino animales. Los ríos ahora eran mares, roja la yerba bajo los cadáveres. Avanzaban los bravos, cercenando piernas y brazos…”
- Ya es suficiente. – La interrumpió. – Si ese cantamañanas es lo mejor de vuestras letras, creo no preciso saber más de tan penosa literatura. Se le dan peor los versos que lamer las botas del amo. Prefiero que sean tus palabras las que me informen de lo que aconteció, a soportar tanta lisonja.
- Como deseéis. – Prosiguió con el relato. - Se cuenta que se decantaba la batalla a favor del rey, que eran tantos los caídos en las filas de los pies sucios que los caballeros avanzaban pisando cuerpos. Entonces apareció sobre las cabezas de los suyos. Dicen que medía más de diez pies de altura, que sus brazos eran tan gruesos como el tronco de un árbol, el pelo largo hasta los pies y que había pulido todos sus dientes hasta darles la forma de afilados colmillos. Negroe, el cacique de los pies sucios, tenía un aspecto tan fiero como pavoroso, tanto que su mera presencia hizo retroceder a aquellos caballeros a los que ni el cansancio ni las heridas habían infligido flaqueza hasta ese momento. En su mano blandía un enorme hacha, un arma legendaria que se perdió tras la batalla y que hoy día aún muchos buscan. Tan pesada que se necesitarían tres bueyes para arrastrarla pero que el monarca de los salvajes manejaba como si fuera el juguete de un niño. Descargó un golpe sobre la tierra y esta se abrió bajo los pies de los caballeros y por aquella garganta cayeron muchos de ellos.
-No he visto ninguna garganta ni en el bosque ni en el valle.
María lo miró con gesto enojado, cansada de que la interrumpieran. – Esta es la crónica de lo ocurrido, si preguntáis, desde el más necio al más erudito, os dirá lo mismo.
- ¿Qué pasó después?
- Ahora la balanza se inclinaba del lado de los salvajes. Negroe segaba las vidas de los soldados como si se tratase de cebada, con cada giro de su brazo, el hacha mataba a docenas de ellos. Aún eran muchos los pies sucios que quedaban en pie, mayor seguía siendo su número que el de los hombres del rey. Envalentonados por la aparición de su señor, se arrojaron sobre los caballeros que, ya agotados, comenzaron a retroceder. Solo Uther con sus gritos y sus órdenes evitó que huyeran en desbandada dando la espalda al enemigo y a sus flechas. Ambos reyes se encontraron cara a cara, el coloso frente al hombre y entre ambos la muerte.
“Jamás doblar la rodilla, no le tembló el pulso al buen rey. Duró tanto el combate que incluso el sol se recogió a descansar. La luna fue testigo de la desigual justa pero, sintió miedo y no se atrevió a ver la lucha, se ocultó tras las nubes quedando todo a oscuras. Se tapó los oídos para no escuchar los gritos, la pudo la vergüenza de su cobardía, sabía que el buen rey necesitaba de su ayuda pues, como los lobos, parecía que Negroe podía ver en la oscuridad. No permite Dios que triunfe la maldad sobre los justos, le dio fuerzas y guió su mano. Le saltó los dientes con el puño de su espada, y de dos certeros tajos le cercenó los brazos. El pérfido Negroe cayó derrotado frente a los suyos. Escaparon los pies sucios, les dieron caza los caballeros hasta no dejar vivo a ninguno con vida. Con su propio hacha le cortó la cabeza Uther al cacique de los salvajes. Un alto precio a pagar por la victoria, una brecha en el pecho por la que se le escapaba la vida. Con sus últimas fuerzas levantó la cabeza del gigante brindando el triunfo a sus bravos. Durante treinta días lo lloraron, durante treinta noches lo velaron antes de quemarlo…”
- Así lo cuenta Nicanor.
- Conmovedor. ¿Quién puede creerse tamaña patraña? Sigo sin saber que tiene que ver nada de esto con la condesa.
- Tras guardar luto por su padre durante cuarenta días, ascendió al trono con tan solo dieciséis años, Arturo, su único heredero. Unificado el reino y con los salvajes derrotados, parece que por fin sus súbditos podrían vivir en paz. Arturo era más amigo de lujos que de disputas y nunca le atrajeron las armas. Sin enemigos de los que preocuparse, se dedicó a la vida palaciega dejando los asuntos de estado en manos de albaceas y regentes. Una de las prioridades era poblar las tierras arrebatadas a los pies sucios. Prometió posesiones a todos aquellos que partieran hacia el sur. Como era de esperar, miles de escorias marcharon en pos de una vida mejor. Para velar por su seguridad, mandó el rey a un joven noble comandando una pequeña tropa. Andrade Karmona era su nombre y él sería, años más tarde, el progenitor de la condesa.
Nuestras gentes siempre han mirado al mar con desconfianza. Es por ello que nunca ha habido en Uther una verdadera flota. Solo unos pocos barcos de escaso calado dedicados a la pesca de bajura. Pero el espíritu aventurero es innato en muchos hombres y mujeres. Los más prudentes bordearon las costas en busca de un trayecto más corto y seguro entre el norte y el sur. Otros más osados, se adentraron demasiado en el océano. La mayoría de estos no regresaron, pero hubo uno que si lo hizo. Llegó a los oídos del rey los relatos sobre nuevas tierras y mandó llamar ante él al intrépido marino. Este le habló de ocho islas a las que sus moradores llamaban “Las Afortunadas”. Al modo de ver del capitán, aquel nombre no se correspondía con la realidad. Según su relato, la mayoría de estas islas apenas eran unos peñascos que albergaban pequeños pueblos dedicados a la pesca. Las más grandes eran en casi toda su extensión tierra yerma, desiertos de piedras y dunas. De haber llegado aquellas noticias a oídos de Uther poco le habría importado si eran o no buenas tierras. En su ansia de gloria, habría mandado construir una armada y partido a la conquista. Pero Arturo, como ya he indicado, no era nada belicoso. Habiendo quedado claro que poco se podría sacar de las islas, preguntó como eran las gentes que las habitaban.
– Son pescadores en su mayoría, algunos también cultivan la tierra que hábilmente arrebataron al desierto, gentes humildes y pacificas.
- ¿Quién los gobierna?
- Tienen un rey.
Narió era el nombre de su monarca. Le pudo la curiosidad a Arturo y encomendó al marino la misión de establecer relaciones comerciales entre ambos reinos. Partió con el flamante título de embajador y con valiosos presentes para la familia real. En unas pocas semanas regresó trayendo consigo regalos y artículos de las islas. En su mayoría no eran más que extrañas frutas que Arturo hizo probar primero al catador de la corte. Aquellas frutas eran exquisitas, jugosas y frescas, pero no las consideró en exceso valiosas.
En el siguiente viaje los presentes que llevó eran más escasos y junto con ellos una invitación a la corte. Cuando Narió y su esposa se presentaron ante Arturo, este vio en ellos a unos palurdos no muy diferentes de los escorias. Solo los trató durante la recepción de bienvenida, luego se desentendió y los dejó en manos de cicerones de medio pelo. A Narió no pareció ofenderle el desprecio con el que lo trató el rey. Durante las dos semanas que duró su estancia se interesó por todos los aspectos de un mundo que se le antojaba extraño. Si marcó, por el contrario la visita, a uno de los miembros de su séquito. Rocco era primo lejano de Narió y quedó deslumbrado por lo fastuoso de la corte de Uther, casi tanto como indignado por el desdén con el que los trataron, algo que consideró una afrenta imperdonable.

Aunque el pícaro disfrutaba en compañía de María, de aquella voz que conseguía hacer interesante al más insípido de los relatos, se le hacía tarde y la pidió que abreviara.

Durante seis años conspiró Rocco contra su rey y en una noche de agosto llevó a término su infamia. Muchos nobles se unieron a su causa atraídos por las promesas de grandes fortunas y fastuosos cargos. Fue una noche sangrienta, todos los que se interpusieron entre él y el rey perecieron bajo el filo de las espadas. No hubo piedad para nadie, nadie escapó con vida. Aquellos que estaban sobre él en la línea sucesoria fueron asesinados. Ni siquiera se compadeció del único hijo de Narió, un pequeño de apenas cuatro años. Algunos sostienen que en el último momento, unos cortesanos pusieron a salvo al delfín, pero seguramente no es mas que una leyenda con la que intentan mantener la esperanza de aquellos que sueñan con que las Islas Afortunadas puedan volver a serlo algún día.
Rocco copió lo peor de lo que había visto en Uther, sus súbditos dejaron de ser hombres libres para convertirse en escorias sin derechos. Taló todo aquello susceptible de convertirse en madera. Construyó una armada con la que pensaba desquitarse de la “humillación” a la que lo sometió Arturo, y ya de paso, arrebatarle todas sus riquezas. Nadie sabe como consiguió Rocco en apenas una década, convertir a un pueblo pacifico en animales aviesos de sangre. Puede que fuera por el hecho de que, al acabar con la vegetación de las islas, el desierto lo invadiera todo y no les quedara otra forma de vida que la piratería. Su escuadra estaba lista, trasportaría al mayor y mas despiadado ejercito con el que un rey de Uther se había enfrentado jamás. Desde entonces, el nombre de los guanches ha inspirado terror.




La gran guerra. (Día 1.)

El tiempo parecía pasar mucho más despacio en el sur. Cuando llegó, hacía ya 16 años, no había nada, solo tierra virgen. Lo hizo al mando de doscientos hombres, escoltando a un grupo de colonos. Ahora, desde la perspectiva del tiempo transcurrido y la experiencia adquirida, sabía lo afortunados que fueron aquellos primeros aventureros. Llegaron muchos otros, unos a través del vasto desierto, poniendo sus vidas en manos de pretendidos guías que, una vez que los despojaban de todo lo que poseían de valor, los abandonaban a su suerte. Otros, los menos, lo hacían por mar. El precio que pedían los reconvertidos de pescadores a traficantes de hombres por el pasaje, estaba al alcance de muy pocos bolsillos. Pobres infelices, Arturo había prometido tierras a todo aquel que se desplazara al sur. Lo cierto es que, mucho antes de la partida de los primeros escorias, todos los terrenos fértiles ya se habían repartido en los salones y alcobas de la corte. La alta nobleza era dueña de todo en ambos hemisferios. Condes, varones, duques, gordos avariciosos que jamás pondrían un pie en la “tierra prometida”. De esa forma se ganaba Arturo su lealtad, cosas de la política, asuntos demasiado complicados para poder explicarlos a los escoria que, tras meses de duro viaje, no les quedaba otra que disputarse las piedras del desierto. Solo la franja que bordeaba la costa era fértil, el resto inhabitable y en el horizonte las escarpadas e inaccesibles cordilleras nevadas. Corrió el rumor de que en las montañas alguien encontró oro. La desesperación empujó a muchos a aventurarse en ellas, no los detuvieron las historias de que en sus cimas aun campaban a sus anchas los últimos pies sucios. Los menos acabaron cultivando la tierra en calidad de arrendatarios, dando más de la mitad de lo cosechado al dueño legítimo, el resto solo cambio los piojos de la ciudad por los escorpiones del yermo. Como noble menor, a Andrade le correspondía una pequeña parte del pastel que no pudo elegir. El sur era inmenso, aunque solo la costa valiera la pena, seguía siendo mucho terreno a repartir. Le “tocó en suerte” una amplia zona muy rica. En un principio agradeció la generosidad del rey, eso fue antes de caer en la cuenta de que sus nuevas posesiones no eran otras que Roca Vieja y todo lo que la rodeaba. Era un valle fértil, el caudaloso río que lo cruzaba daba vida a aquellas tierras y a un frondoso bosque. La parte desagradable, la ciénaga que se extendía al noroeste. No era hombre de creer en supercherías, no lo intimidaban los cuentos sobre espíritus de pies sucios que deambulaban buscando alimentarse de la carne de los vivos. Su ocupación, más que la de proteger a los colonos, consistía realmente en impedir que estos ocuparan las tierras de los señores. Doscientos eran pocos hombres para cubrir tamaña extensión y los primeros años fueron difíciles. Situó a su tropa en cinco acuartelamientos repartidos a lo largo de la costa de manera equidistante. De esa forma consiguió cierto control, aunque era consciente de que lo más difícil sería contener a su propia gente.
Con el tiempo los nobles enviaron a sus hombres de confianza para supervisar sus posesiones, ellos fueron los que se encargaron a partir de entonces de mantener el orden con mano de hierro. Desprovisto de esa carga, se reinventó convirtiendo sus campamentos en vías de suministros y mensajería. En las nuevas tierras contrajo nupcias y en ellas nació su hija. Antonia ya era toda una mujer, tenía catorce años y habían concertado su matrimonio el mismo día en que cumpliera los dieciséis. Andrade no era un hombre pomposo, tampoco ambicioso en lo material. Su primer hogar no era más que una pequeña parcela arrebatada al bosque y en ella una humilde casa de madera. Con los años fue ampliándola y ahora casi podría pasar por una mansión. Dejó que aquel grupo de escorias que lo acompañaron en su primer viaje se instalaran en su tierras. Las repartió en parcelas de forma equitativa. Muchas veces se lo echó en cara su mujer.
- Cuan generoso eres con esos malcarados, tanto que ahora cualquiera de ellos es más rico que vos. ¿Es que no piensas en nuestra hija? ¿Quién querrá desposarse con ella no teniendo dote que ofrecer?
- Nadie debería poseer más tierras de las que pueda trabajar con sus propias manos. – Esa era siempre su respuesta. Era obvio que la afirmación de su amada esposa era exagerada. En realidad solo unos pocos de los colonos eran más ricos que ellos, eso si, muchísimo más. Siempre hay a quien por uno u otro motivo le van mejor las cosas que al resto, aunque no siempre lo sea empleando fórmulas del todo éticas. Con el tiempo, muchos de sus vecinos consiguieron pagarse la ciudadanía y de ese modo tener derecho a nuevas posesiones y a crear negocios. Pronto se olvidaron de sus orígenes, en cuanto consiguieron su anillo de ciudadanos trataron al resto como basura. Cuando se cansaron de que Andrade se inmiscuyera en sus asuntos, decidieron agruparse. Lo que primero fue una especie de gremio y después llamaron de forma pomposa El Consejo. La unión hace la fuerza, la unión de muchas bolsas de monedas. Sus quejas fueron atendidas por la corte y Andrade fue destituido como gobernador de la zona. Por aquel entonces alrededor de Roca Vieja había surgido una próspera ciudad, el Consejo la proclamó de forma unilateral “la capital del Sur” y aligerando un poco el peso de sus bolsillos consiguieron el beneplácito del rey y se adjudicaron el gobierno. Entre los ilustres componentes del Consejo había un recién llegado. Su fortuna no era lo suficientemente grande como para tener demasiado peso en la organización, aunque se fue acrecentando rápidamente. Se trataba del joven capitán de un barco, pronto se hizo armador de otros tres. Nadie sabía exactamente a lo que se dedicaba, atracaba en el puerto con las bodegas vacías y regresaba al norte con no mucho más de lo que llegaba. Su nombre era Francisco.
Desde entonces Andrade dedicaba su tiempo a dar largos paseos por el valle y el bosque. Nadie quiso establecerse en ellos y permanecían en el mismo estado que cuando llegó. No halló, en todos aquellos años, indicio alguno del incendio que se cuenta en las crónicas que provocaron los pies sucios para acabar con el ejercito de Uther, tampoco ninguna garganta. Había subido por la colina innumerables veces, la conocía como la palma de su mano. Un estrecho sendero natural llegaba hasta la cima, alcanzarla desde cualquier otro lugar seria harto complicado, más aun para un hombre equipado con escudo y armadura. Ni que decir tiene que para un caballo sería totalmente imposible. Los únicos restos de la famosa batalla que encontró, fueron algunos huesos humanos quemados por el sol. Pensó que, aunque pertenecieran a salvajes descreídos, merecían sepultura y el mismo los enterró.

Dedicaría el día, como tantos otros, a cazar. En el bosque había abundancia de jabalíes, corzos, junto con conejos y variedad de aves, pero era demasiado frondoso. No le apetecía regresar con las carnes llenas de arañazos y las ropas hechas jirones. Menos aún el tener que soportar a la postre los reproches de su cónyuge. Dejaría a mujer e hija en compañía de su futura familia política. Llegaron en visita de cortesía y ya llevaban más de un mes vaciando sus despensas. No los soportaba, unos barones caídos en desgracia y no por ello menos engreídos. Concertaron la boda cuando Andrade aún era gobernador. Sería un matrimonio “ventajoso” para ambas partes, su hija se haría con un título nobiliario mayor y a cambio, sus consuegros esperaban conseguir un trato de favor a la hora de hacerse con tierras. Pero, relegado de su cargo, ahora parecía que no mandaba ni en su propia casa y sus invitados no veían tan claro lo de las nupcias. Los habría mandado de regreso a puntapiés de no ser porque Antonia había hecho buenas migas con Miguel, el hijo de los nobles. Parecía un buen muchacho, era un año menor que Antonia pero se le notaba espabilado.
Hoy no cabalgaría intentando lancear a ningún animal, dejaría fuera su halcón quien hiciera todo el trabajo. La cetrería siempre fue una de sus mayores pasiones. En las cuadras lo esperaba Víctor, su lugarteniente y amigo desde el comienzo. Víctor era un soldado curtido, había participado junto a Uther en la campaña contra los pies sucios. Cualquiera estaría orgulloso de ello y sin embargo, en cada ocasión que le preguntaba por tan gloriosa batalla, respondía con evasivas.
- ¿Por qué quieres que te aburra repitiendo una historia que hasta los niños más pequeños conocen?
- Me gustaría escucharla de labios de quien estuvo allí y no de unos trovadores pedantes.
- Fue tal como afirman los cantares. – Como de costumbre se desentendió de una conversación que a todas luces le resultaba incómoda. – Siempre he querido poseer un animal como ese. – Se refería al espléndido halcón que se aferraba con sus poderosas garras al guantelete de Andrade.
Cruzaron la ciudad, apenas había amanecido y las calles estaban desiertas. En las afueras, cerca de las ciénagas, los escorias habían construido un pequeño asentamiento de chabolas. Desde que el Consejo había tomado las riendas de Pueblo Ignoto, las condiciones de vida de los “no ciudadanos” habían empeorado considerablemente y muchos de ellos se habían visto obligados a establecerse en el extra radio.
- No me mires con esa cara. - Se excusó Andrade - .¿Qué puedo hacer?
- Deberías de escribir al rey, esos mercachifles están matando de hambre a sus semejantes.
- En peores condiciones se hacinan en la Ciudad Roja y poco le importan a su majestad. Me he dejado las manos por ellos, de sobras lo sabes, pero a poco que me descuide cualquier día acabaré haciéndoles compañía.
- ¡Maldiga Dios al Consejo!
- No pierdas los nervios Víctor, disfrutemos de una jornada de caza.

Cabalgaron en dirección a la costa y ya lucia el medio día cuando llegaron al acantilado que se extendía, como una muralla natural, entre la tierra y el mar. A Andrade le gustaba sentarse con los pies colgando sobre el vacío y contemplar las olas en su eterna batalla contra las rocas. Lo relajaba verlas embestir una y otra vez, en un titánico empeño por demoler los muros de piedra. Se apearon de sus monturas y continuaron el último tramo del trayecto a pie, el cielo estaba completamente despejado y el sol comenzaba a quemar más de la cuenta. El halcón estaba inquieto. Cubierta su cabeza con una capucha permanecía ciego, pero no sordo, escuchaba la excesiva algarabía de las gaviotas aquella mañana. Cuando los dos hombres se asomaron al despeñadero no podían dar crédito a lo que vieron sus ojos.
- ¡Dios nos asista! – Exclamó Víctor al tiempo que se santiguaba de forma inconsciente. Andrade se mantuvo en silencio, pero incluso el ave de presa sintió a través de la muñeca de su dueño cómo se le aceleraba el pulso.
Las velas se perdían en el horizonte, centenares, puede que miles de navíos cubrían por completo la superficie del mar. Pudieron observar como la vanguardia ya había desembarcado en la playa a apenas una milla de donde se encontraban. Se arrojaron al suelo y desde esa posición siguieron los movimientos de los recién llegados. Aquellas eran naves de guerra, su tamaño y el espolón que esgrimían en la proa no dejaba lugar a dudas. Su quilla las obligaba a mantenerse a una distancia prudencial de la costa para no embarrancar y los hombres arribaban en botes. No podían verlos bien, tampoco necesitaban hacerlo para entender qué se trataba de soldados.
- ¿Quiénes pueden ser?
Víctor se encogió de hombros. – Jamás, en todos los años que he servido en el ejército, he sido testigo de algo semejante.
- ¿Qué noble ha podido construir en secreto tan imponente flota?
- ¿Y porque un noble concentraría un ejército tan lejos de la Ciudad Roja? No amigo mío, estos llegan de fuera del Imperio.
- Nada hay más allá, salvo las cataratas donde se despeña el mar en el abismo del fin del mundo. Nada aparte de… - Tomó aire. - …aparte de los guanches, pero estos solo son pescadores.
- ¡Bien nos han tenido engañados todos estos años! Tan claro como que no han venido a reclamar solo estas tierras. Hemos que dar la voz de alerta, poner a salvo a tantos como podamos y mandar aviso al rey.
- ¿Por qué Dios me pone a prueba? Somos soldados, es nuestra obligación hacerles frente. ¿Qué puede un puñado de abejas contra semejante enjambre de avispas?
Víctor señaló el halcón. – Mire mi señor a tan poderosa ave. ¿De qué le sirve su afilado pico? Cuan inútiles son sus garras si las privas de unos ojos que las guíen. Arrancaremos los de la serpiente, ciega arrastrara por tierra el vientre de forma lenta y pesada. Es algo que aprendí de los pies sucios.
- Pero los salvajes fueron derrotados.
Víctor no dejaba de observar como seguían desembarcando más y más hombres. Suspiró. – Si, lo fueron.


Cabalgaron hasta extenuar a sus monturas, conscientes de que el tiempo era un bien escaso y de que no tardaría en aparecer alguna avanzadilla de los invasores. Dieciocho hombres era toda la dotación militar de la que disponía Andrade. Sin demora, mandó a trece de ellos a recorrer tierras y granjas para dar el aviso. Otro partió acompañado de dos caballos de refresco hacia el primero de los campamentos repartidos por la costa. Repicaron largo rato las campanas de la iglesia hasta que alrededor de ella se reunieron los habitantes de la ciudad.
- ¿Atravesar el desierto? ¡Es una locura!
Tanto escorias como ciudadanos estaban de acuerdo con la afirmación de Javison, el burgomaestre de la villa.
- Hemos visto su flota, pueden bordear la costa mucho más deprisa del paso de una caravana. -Andrade intentaba hacer entrar en razón a sus conciudadanos. - El grupo mayor necesita de grandes playas como las nuestras para desembarcar, pero otras naves de menor calado, seguro ya están de camino hacia puertos más pequeños. La costa no es segura. Solo hay una vía de escape y esa es el desierto. Partiréis con lo puesto, aquellos que carguen con más de lo necesario y retrasen al resto, quedarán atrás.
- ¡¿Vamos a abandonarlo todo!? – Protestaron muchos.
- Portareis la vida con vosotros. Si lo preferís, podéis dejarla aquí junto con vuestras posesiones. – Andrade gritaba hasta dejarse la voz para que todos fueran capaces de escucharlo.
- Dispongo de cuatro barcos, por un precio razonable puedo poner a salvo enseres y personas. – El que así habló fue Francisco, el joven armador. Víctor lo agarró por el cuello.
- ¡Perro miserable! En semejante trance osáis traficar con el miedo de estas pobres gentes. Solo conseguiréis que se maten por un pasaje mientras el enemigo llama a nuestra puerta.
Francisco le dedicó una amplia sonrisa. – Oh, no lo crea mi señor, solo aquellos que dispongan de un buen número de monedas, gozarán del privilegio de embarcar en el muelle. Vos y los soldados cuidaran de ello, seguro que hay un hueco para vuestra familia y la de nuestro buen señor Andrade.
Víctor desenfundó su espada y lo golpeó con el puño. Teniéndolo postrado en el suelo lo amenazó presionando con el filo la garganta del marino. Del cuello de Francisco comenzó a manar un hilillo de sangre. – Debería matarte aquí mismo. – Andrade detuvo su mano.
- Contén tu ira, necesitamos de este miserable y de sus naves.
- Sabía que mi buen señor pensaría con la cabeza. – Francisco miró a Víctor de forma burlona. – No como este estúpido que solo la utiliza para colocarse el yelmo y darse humos. – Apenas acabó la frase cuando recibió una patada en el costado, su sorpresa fue mayúscula al darse cuenta que fue Andrade quien se la propinó. Andrade se dirigió a los asustados habitantes de Pueblo Ignoto intentando poner orden.
- Si nos apresuramos podemos poner a salvo a niños pequeños y a ancianos que no soportarían el desierto. Nuestro puerto se resguarda de temporales entre un muro de acantilados que también lo mantienen oculto. Si nos asiste la suerte, tendrán una oportunidad de escapar antes de que los intercepten los navíos enemigos. ¡Solo ancianos y niños! Las madres que deban amamantar a sus hijos también partirán. - Andrade amenazó a Francisco. – Responderás de sus vidas con la tuya. – Volvió a dirigirse a la multitud. – Recoged solo lo que podáis llevar a lomos de las monturas, comida, mucha agua y ropa de abrigo para las frías noches del desierto. Asnos, mulos y caballos vendrán con nosotros. ¡Quemad casas y cultivos, sacrificad al resto de animales! Nada ha de quedar de lo que puedan sacar provecho los invasores.
- No solo nos pides que lo abandonemos todo. ¡También pretendes le peguemos fuego! ¡Tú no eres quien manda si no el Consejo. Como burgomaestre es a mí a quien corresponde poner a salvo la ciudad.
- Y seguro lo harás embarcando el primero en el muelle. – Los cuatro soldados que le quedaban a Andrade, junto con Víctor, tomaron posiciones al alrededor de Andrade con las armas desenvainadas. - ¡Estamos en guerra y yo soy la autoridad militar! Soy consciente de que no dispongo de suficientes tropas para imponerme ante el Consejo, pero dejaré que este les explique a los escorias el por qué los abandona a su suerte. – Javison miró a su alrededor, el odio estaba presente en la mirada de todos y cada uno de los escoria. Solo el respeto que sentían por Andrade impedía que se abalanzaran sobre los miembros del Consejo y los despedazasen. – Ahora el tiempo es nuestra única riqueza, no lo malgastemos.
Con gusto comenzaron los “no ciudadanos” a incendiarlo todo. No teniendo apenas nada que recoger de sus chabolas, obedecieron presurosos las órdenes de Andrade. Niños y ancianos embarcaron en las cuatro naves mercantes, aún eran demasiados y se hacinaron en bodegas y cubiertas. El futuro consuegro se acercó al comandante mientras este supervisaba la operación.
- ¿Permitirás que tu familia se quede en tierra? ¿Vas a obligar a tu hija a morir en el desierto? Sabes que es una locura, permite que embarquemos.
- ¡Desaparece de mi vista! – Se le encogió el corazón al ver las miradas suplicantes de su mujer e hija. Cogió por los hombros a Antonia y la miró a los ojos. - ¿Ni siquiera tú confías en tu padre?
- Tenemos miedo.
- Todos lo tienen. Nos corresponde dar ejemplo. ¿Qué autoridad moral me quedaría, de permitirlo, para pedir al resto que me sigan? Eres mi hija, llevas mi sangre, si algo nos hace nobles es el honor y no las riquezas.
Los barcos salieron por fin del puerto, no se apreciaban velas enemigas en el horizonte, quizás lo consiguieran. Andrade se acercó hasta Víctor.
- Perseguiste a los pies sucios a través del desierto, ningún otro lo conoce mejor que tú. Solo a ti te puedo encomendar esta misión. Sé que puedes hacerlo, guíalos como Moisés guió a su pueblo.
- ¿No vendrás con nosotros?
- Soy un soldado, los soldados luchan.
- También yo lo soy.
- No te envidio, yo solo he de medir mis fuerzas con las de otros hombres. Tú lo harás con el desierto.
- Son muchos esos hombres, parecen tantos como las arenas del yermo.
- Seguiré tu consejo y cegaré a la serpiente. – Le estrechó la mano. – Buena suerte.





Fantasmas.

Hacia un buen rato que se había rendido al relato de la doncella, olvidándose por completo de todo lo demás. Recostado sobre el lecho, su cuerpo se fue resbalando poco a poco hasta quedar tumbado. Se le cerraron los ojos y ya no supo en qué momento se fundieron las palabras de la muchacha con su imaginación. Se veía en la piel del aguerrido Andrade, enfrentándose Goliat y a otros enemigos, si cabe más viles, ocultos en su propia casa. En un último momento, en esos segundos que separan lo lúcido del sueño, sintió un profundo desprecio por el padre de la condesa. Odiaba su integridad, su valor y determinación. Ahora no era un caballero, era el ruin, el mezquino y egoísta armador. Si, se parecía demasiado a Francisco y en nada a Andrade, saberlo le revolvía el estómago. Él también habría intentado sacar partido de la dramática situación en beneficio propio, o aún peor, seguro que escaparía el primero de forma cobarde sin importarle lo que pudiera pasarle al resto. Él no era un héroe desinteresado, él solo era un busca razones viejo y cansado, muy, muy cansado.
Los ronquidos silenciaron las palabras de María, pospondría la continuación de la historia para cuando despertara. Le tocó la frente con el reverso de su mano izquierda, aún estaba muy caliente, la fiebre era alta. Había conseguido su propósito de mantenerlo en la cama, de que desistiera de su empeño de salir del castillo estando tan débil. Cuando la muchacha lo privó del tacto de su mano se movió de forma inquieta, balbuceando algunas palabras ininteligibles. María sonrió, acercó sus labios muy cerca del oído del enfermo y le susurró una tonada.

- Pobre naufrago,
deja de soñar y descansa.
tu balsa hace aguas
y aún le cantas baladas
a la mar salada.
Si no sabes nadar. ¿Qué harás?
Cuando se te trague la mar.

Después de arroparlo se dirigió a las ventanas, era media tarde. Corrió las cortinas quedando todo en penumbra. Cuando cerró tras de sí la puerta, la habitación se sumió en la más completa oscuridad.


En su trasiego había acabado en el patio. El ojo le dolía terriblemente, estaba tan hinchado que apenas podía ver a través de una fina rendija. Conocía a todos con los que se cruzaba y, por como la miraban, también ellos a ella. Alguno sonrió descaradamente, sin disimular el gozo que le proporcionaba contemplar su maltrecho parpado. Lo cubrió con el pelo, no les daría la satisfacción de verla herida en el orgullo. Ninguno de aquellos fantoches podía ser el que buscaba, con todo, los observaba intentando dilucidar algún detalle que los delatara como sospechosos. Nada raro había en ellos, se trataba de jornaleros del barrio obrero. Rastreros lameculos que en un claramente desventajoso trueque, cambiaban su salud por unas pocas monedas que apenas les permitían subsistir.
Aquel tipo la aseguró que regresaría, pero no lo vio por ninguna parte. No se tenía que ser muy suspicaz para recelar de alguien que vestía completamente de negro, que ocultaba el rostro bajo un raro velo y hablaba tonterías con un extraño acento. ¿Un mago? Realmente no lo creía, ciertamente no lo parecía. También las tres sirvientas eran de lo más sospechoso, aparecieron de la nada y al poco de su llegada el castillo cambió por completo como por arte de magia. Magenta le dijo que solo había visto una sombra, quizás no fuese “un” sino “una”, o tal vez tres. Tres arpías, como las odiaba, sobre todo a la cocinera. El trio de brujas comentaron servir a un señor. ¿Sería su amo el mago? ¡No tenía nada, ninguna respuesta! Solo una horrible quemazón en el ojo. Corrió hacia uno de los pilones de las cuadras a refrescarse, de camino pudo ver a Marcelo montado en un caballo, riendo feliz. A Justine seguro aún no se la habían llevado consigo los demonios y el desagradecido crio ya parecía haberla olvidado. Lo dejaría en paz por el momento.
Sumergió por completo la cabeza en el abrevadero, el agua casi helada le alivio el dolor a cambio de quemarle la cara, le pareció un trato justo. El pelo empapado, chorreaba cascadas sobre sus ropas. Hacia un día cálido y agradeció el fugaz frescor con el que la obsequio el líquido elemento. Se giró de forma brusca aun con los ojos cerrados, el uno por libre albedrio, tan inflamado, que había perdido todo control sobre él. Tropezó contra algo, en un movimiento reflejo alargó los brazos para sujetarlo. Fue un fuerte impacto, había derribado con el hombro a alguien que a punto estuvo de caer al suelo. Lo asió con fuerza y le ayudó a incorporarse. Era un individuo ataviado con una especie de hábito que parecía, de raído, se desmenuzaría por el agarrón. Fueron sus manos en lo primero que reparó la Insidiosa, quedó petrificada, tanto que no fue suficiente la repulsión que la dominó para apartar las manos. Cuando las del hombre agarraron las suyas para levantarse, sintió cierto alivio. Lo que había confundido en un principio con lepra, en realidad eran unas espantosas quemaduras.
- Discúlpeme, debí de poner más cuidado.
Era la voz apagada y melancólica de un hombre. Ahora lo tenía de frente, el propio miedo fue quien ahogó un grito de horror. La capucha de los harapos solo cubría una parte de la cabeza, pero el rostro quedaba totalmente al descubierto. Un rostro desfigurado por las cicatrices que deja el fuego, y lo más pavoroso, unas cuencas vacías, huérfanas de globos oculares.






Ahora si se libró violentamente de las manos del ciego. Aun con la repulsión que le provocaba no podía dejar de mirarlo, como tampoco articular palabra. Recorría aquel rostro deformado perdiéndose en cada matiz. Los labios habían desaparecido, como también la nariz de la que solo quedaban, ampliados grotescamente, los agujeros de las fosas nasales. Donde debían haber ojos, dos cráteres ennegrecidos y vacíos. Sobre ellos ni rastro de cejas, y en la parte inferior, unos pómulos muy marcados. En un fantasmagórico contraste, los dientes estaban intactos, no parecía le faltase ninguna pieza y, de blancos, relucían rodeados de toda aquella carne muerta. La cabeza quedaba lo suficientemente al descubierto bajo la capucha, como para poder apreciar que estaba desprovista de pelo, todo junto le daba un aspecto calavérico. La necrosis había acabado con la mayor parte del tejido cutáneo y las cicatrices seguro profundizaron hasta muy dentro de la carne afectando a los músculos. Era una cara rígida, inexpresiva, tan plana como el tono de su voz en el que no se adivinaba emoción alguna. El silencio llegó a hacerse incomodo, la Insidiosa estaba plantada frente a aquel al que costaba definir como hombre, indecisa entre darle la espalda y alejarse o dar vía libre a la morbosa curiosidad que comenzaba a dominarla.
- Nunca os había visto hasta ahora, y a bien seguro alguien como vos no ha podido olvidárseme. ¿Qué demonio sois, que el fuego os ha consumido pero no ha sido capaz de mataros? ¿Por qué os disculpáis si he sido yo quien, teniendo ojos, tropecé por llevarlos cerrados? Más me valdría haberlos dejado así, en la ignorancia de vuestra presencia, ahora esa imagen no ha de dejarme dormir por las noches.
- Aceptad de todas formas mis justificaciones. Aun no siendo el mejor medio, responder a interrogantes con más preguntas… ¿Cómo podía saber si mirabais o andabais a oscuras? Es por como la mayoría reacciona del mismo modo que vos, por lo que no me dejo ver más de lo necesario y no… no soy ningún diablo, y aunque si es cierto que me consumió el fuego, no fueron las llamas mi tormento, como también siento el perturbar vuestros futuros sueños.
- ¿Intentáis apelar a mí curiosidad? No preguntaré sobre lo que os pasó, que a buen seguro lo merecíais. Lo que me intriga es que hacéis aquí.
- ¿Acaso ignoráis lo que ocurrió anoche?
- Dormía como un tronco, desperté esta mañana y el mundo se había vuelto loco. Quizás vos podréis solventar mis dudas.
- La locura no llegó con las sombras. Siempre ha estado aquí, lo mismo bajo la luz del sol que de la luna.
- Debí suponer que os saldríais del camino para sortear una respuesta sencilla, eso es una solemne tontería. Demasiadas sandeces últimamente. ¿Es moda hablar de esa forma?
- Escapé de los soldados. ¿Os parece está respuesta, lo suficientemente escueta y clara?
No pudo ver la susceptibilidad en el rostro de la joven, pero le bastó lo sarcástico del tono de su voz para saber que no le creía. – Claro, seguro corristeis por las callejuelas de la ciudad hasta llegar al bosque. Esquivasteis troncos y ramas antes de salir al valle. Luego, ágilmente, alcanzasteis la cima de la loma por el estrecho sendero, ignorando el despeña perros, para finalmente llegar al castillo.
- Es cierto que no tengo ojos que puedan ver y que la mayor de las veces dejo sean mis pies quienes elijan el camino, pero no por ello estoy ciego. Os tengo ante mí y sé que tu voz no se corresponde al tacto de vuestras manos. Debería oler la transpiración de una joven, la fragancia de su sexo, pero solo me llega el aroma de la inocencia de un niño. Puede que el destino me haya privado de uno de mis sentidos, pero ha agudizado el resto, también mi ingenio.
- Vos no tenéis nariz, no tenéis boca ni orejas, tampoco ingenio. Sois un esperpento. ¿No queréis responderme? Pues dejad a vuestros pies proseguir su camino.
- Dispongo de un lazarillo. Él es quien me guio por todos esos sitios que mencionasteis.
- ¿Y dónde está? No os vi llegar a ninguno de los dos con el resto de palurdos.
- ¿Por qué estáis enfadada conmigo? ¿Es mi aspecto lo que os incomoda?
La Insidiosa estaba perpleja por lo que el extraño había dicho sobre su olor. También sentía cierta compasión por él. Una vez habituada a su presencia ya no le parecía un monstruo. También ella era capaz de ver prescindiendo de los ojos, y por la voz y la manera de hablar del hombre quemado, supo que estaba ante alguien lo suficientemente listo como para llamar su atención por otros motivos que no eran la apariencia.
- No sois vos… Hoy me hirieron varias veces y es el dolor quien hace me comporte así.
- ¿Un dolor físico?
- Ese no me causa congoja. – Se palpó el ojo hinchado que ocultaba bajo el pelo. Ahora comprendía el por qué seguía conversando con el extraño, el por qué hacía rato que no lo había mandado al infierno. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien. ¿Quién mejor que un desconocido que no podía verla, para desahogarse?
- Vos habéis perdido muchas cosas. ¿Cómo sobreponerse a ese dolor? ¿Cómo se soporta saber que no te queda nada? ¿Cómo se escapa del miedo a la soledad?
- De haberlas, las respuestas están dentro de cada uno. De tenerlas, no te servirían las mías.
- Deja sea yo quien juzgue eso.
- No las tengo, creo que nadie las tiene. Pero se puede minimizar el sufrimiento.
- ¿Cómo?
- Acepto que no estas disgustada conmigo. ¿Con quién entonces?
- ¡Con todos! Con todos y cada uno de estos bufones. ¡Con esta ciudad miserable sobre la que debería desplomarse el cielo y no dejar ni los cimientos! ¡Con el mundo entero, un mundo injusto!
El hombre quemado sonrió, sus dientes perfectos quedaron al descubierto. La Insidiosa pensó que siempre hay algo de valor, incluso dentro del más desfavorecido. – No hay que pretender abarcar algo tan amplio como es el mundo, poco a poco muchacha. Puede que encuentres cierta paz poniéndote a bien, primero, con aquellos que tienes más cerca.
Tentada estuvo de contarle que mamá Justine había muerto y que se sentía responsable. Que no pudo estar junto a ella cuando ocurrió, que ni siquiera sabía dónde reposaban sus restos y lo peor, que era incapaz de llorarla. Tentada estuvo de contarle cuan acertado estuvo en su deducción, de cómo no solo se sentía sola, privada literalmente de su infancia, también estaba perdida. Tentada estuvo de contárselo todo, pero no lo hizo.
- Discutí con unas personas, tres brujas a las que detesto.
- ¿Y porque las detestas?
- Una de ellas me pegó.
- ¿Se acercó a ti y te pegó sin ningún motivo?
Está claro que no tenía intención de entrar en detalles. - ¡Me dio un puñetazo en el ojo! ¡Nadie me pega sin que a la postre reciba su castigo!
- Un terrible sentimiento la venganza, pueden mis carnes dar fe de ello. Pero peor aún es saberse merecedor de ella. ¿Eso quieres?
- ¿Quién dijo venganza? Hablo de justicia.
- Mencionaste a tres. ¿Qué ofensa te afligieron las otras dos?
La muchacha de larguísimos cabellos negros lo rumió un instante sin saber que responder. – Son unas harpías. – Fue todo lo que alcanzó a decir.
- También yo estuve muy enfadado. – Parecía imposible que el lánguido tono del ciego pudiese apagarse aún más, no obstante lo hizo y fue tan triste su voz que la Insidiosa no pudo reprimir un condolido suspiro. - Hace tanto de ello… Los odiaba por considerarlos malvados. Me creía mejor que todos ellos. – Agachó la cabeza en un gesto de vergüenza. – Maldecía a mis vecinos, no por ser crueles conmigo, si no por ser mezquinos con quien creía que amaba. Ya entonces no podía ver, no por carecer de ojos, residía la ceguera en mis anhelos de ser correspondido.
- ¡Amor! – Lo interrumpió. - ¡Menuda patraña! Es solo deseo. Os ciega el humo del fuego y ya es tarde cuando caéis en la hoguera. Dejáis entonces que os consuma, finalmente solo quedan cenizas y llegan los lamentos. El viento las esparce y como recuerdo de tan estúpida aventura, una mancha negra en el suelo. Pero el amor no deja tan terribles cicatrices en la piel… ¿En que pueden ayudarme tus quejas? Dijiste había un medio de mitigar el sufrimiento. ¿Llorar es vuestro remedio? En ese caso no me sois de ninguna ayuda.
- Hice algo terrible. – Continuó. – Algo por lo que no puedo esperar el perdón. Se cumplieron mis deseos y me dejé arrastrar por ellos. Ahora ya es tarde, imposible enmendar errores, pero vos aun estáis a tiempo.
- ¿De qué me acusáis? Juzgáis sin conocerme. – La joven comenzó a irritarse.
- Dejad de odiar, impedid que el rencor se instale por siempre en vuestro corazón. Si se siente cómodo en él ya no querrá marchar y os hará desgraciada.
- ¿Debo dejarme pisar entonces? ¿Humillarme? ¿Vivir postrada? ¿De rodillas sin levantar la mirada? ¡Hacéis me avergüence de solo imaginarlo!
- Me preguntasteis que puede hacerse para escapar de la soledad. Podéis rodearos de enemigos y recelar de todo lo que os rodea. Esperando que en cualquier momento una sombra ponga punto y final a la incertidumbre. Asustada por siempre, solo la muerte os librará de una existencia miserable.
- No temo a mis enemigos y ninguna sombra ha de sorprenderme. Se defenderme. ¡Que lo intenten! – En un movimiento preciso que no esperaba, el ciego puso la mano sobre su ojo lastimado sin que pudiera evitarlo. Fue más el calor que desprendía que la hinchazón lo que percibió el hombre quemado.
- Debió ser un puñetazo terrible. No parece que os defendáis tan bien como aseguráis. Ya conozco a tres de vuestras antagonistas. Habladme ahora de tres de vuestros amigos.
- ¡Esta conversación llegó a su fin! ¿Quién demonios os creéis que sois? ¡Petulante engreído! Para ser poco más que un fantasma os dais muchos humos. Meteos vuestros consejos por el camino más corto, que de todos es sabido es el recto. – Con un golpe del antebrazo apartó de su rostro la mano del ciego y se dio media vuelta. Un maullido le llegó a los oídos.
- Noté como se rozaba contra mi pierna y lo recogí a tientas, debe de haberse perdido. Yo no puedo cuidar de él y aún es demasiado pequeño para valerse solo.
La insidiosa giró sobre si misma. El hombre quemado tenía en las manos un cachorro de gato de pocas semanas. Era totalmente negro y sus ojos verdes brillaban como si irradiaran luz. El animalillo miraba fijamente a la muchacha. El ciego se lo brindó y la joven lo recogió sin apenas darse cuenta de sus actos. El gato dejó de maullar en ese mismo instante, le arañó la camisa, giró un par de veces sobre si mismo y se recostó plácidamente entre los brazos de la joven. Bajo el hábito se ocultaba un zurrón, debió ser de allí de dónde extrajo al minino, metió la mano de nuevo.
- Como podrás imaginar, vivo de la caridad. Hombres y mujeres de lo más pio, han extendido su mano sobre la mía dejando limosnas de lo más variopintas. Bien sabe Dios que se lo agradezco, pero… - Sacó del interior de la bolsa un objeto. - ¿Para qué quiere un ciego un espejo? Le ofreció el nuevo presente, la joven lo cogió intrigada.
- ¿Para qué quiero yo esto?
- Es un regalo. También el gato, hará compañía a quien necesite de ella. En cuanto al espejo…
No parecía tener ningún valor, rodeaba al cristal un metal que debía ser hojalata. La Insidiosa lo asió por el mango y pudo ver reflejado en él su ojo morado, lo apartó de inmediato.
- ¡No lo quiero! – Se lo devolvió extendiendo los brazos, cayó en la cuenta de que no podía verla. Algo en el ciego la puso alerta, era como si fingiera no darse cuenta de lo que pasaba.
- En ese caso podéis dárselo a alguien. Un presente siempre ayuda a limar asperezas. Extrajo un colgante y también se lo ofreció. – No lo rechacéis, desconozco si vale algo, solo sé que es mejor si engalana el pecho de una dama que el de un mendigo.
- Yo no soy una dama. ¿Por qué me colmáis de obsequios?
- No son más que bagatelas de las que no preciso y vos, aunque no lo creáis, habéis sido más amable conmigo que la mayoría. Os ruego no los rechacéis, podréis deshaceros de ellos, si ese es vuestro deseo, pero hacedlo sin yo saberlo. ¿Le haríais ese favor a un pobre ciego?
Cogió el colgante. Una fina cadenita oxidada en cuyo extremo colgaba una piedra negra, un extraño zafiro. Lo bordeaba un metal, que bien podía ser plata por el color, pero no por el peso.
- Está bien, esperaré a estar lejos de vos para desprenderme de ellos y no he de hacerlo a mucho tardar. Ahora he de marchar.
Se quedó solo el ciego bajo la sombra del corral y fue de las penumbras de donde pareció materializarse una tétrica figura. Una mano apretó con fuerza el hombro del hombre quemado que no se sorprendió en absoluto.
- Yo he cumplido mi parte del trato, cumple ahora tú con la tuya. – Esperó una respuesta que no llegaba, pero que supo cerca cuando notó en el cuello un gélido aliento aproximándose al orificio de su cabeza donde antaño hubo una oreja.

- ¿Realmente pensaste en algún momento que cumpliría con lo prometido? – Ahí estaba por fin aquella voz que tanto tiempo llevaba atormentándolo. Hacía mucho que olvidó el rostro que la acompañaba, a fin de cuentas solo la había visto durante unos breves instantes. Era otra la imagen que no podía borrar de su mente, tan breve, tan interminable, tan indeleble en el tiempo. Podía sentir la excitación en la respiración de aquel que le hablaba, notaba como se movía de forma inquieta a su alrededor. Aquella era una faceta nueva, le resultó incluso cómica, jamás imaginó posible la impaciencia en alguien que presumía de ser eterno. Pero la posibilidad de que lo hubiese engañado de nuevo, la idea de que incumpliese lo acordado, no era en absoluto divertida.
- ¿Por qué entonces me pediste hiciese esto para ti? ¿De verdad necesitabas mi ayuda para algo tan sencillo? No tienes otra cosa con la que mercadear aparte de tu palabra. Si tan poco valor le das, malos te auguro futuros negocios.
- Los años te han colmado de sapiencia.
- Más sabe el demonio por viejo que por demonio. Es lo que dicen.
- Cierto. No te necesito, pero quería hacerte participe, cómplice en esta partida donde nadie juega limpio. Deseo seas testigo de mi jugada maestra.
- Alabo a Dios por haberme dejado ciego y no poder ver tus vilezas.
- Eso no te exime de culpa, bien sabes son pérfidas mis intenciones y eso no ha impedido colabores en ellas. Claro que podrás verlas, ya me he ocupado de darte otros ojos para que no pierdas detalle.
- Mi alma está perdida, podré soportar arrastrar a otras hacia la oscuridad, pero no puedo seguir escuchando sus gritos. Ella es inocente, déjala marchar, es lo que acordemos.
- ¿Inocente? Es una suicida.
- Yo la obligue a tan terrible acto, fueron mis brazos los que la empujaron.
- ¿Por qué es mejor que esta otra joven? ¿No te importa lo que puedan depararle mis artimañas?
- Rezaré por ella, porque no caiga en tu tela de araña.
- ¡Rezar no sirve de nada, estúpido, bien lo sabes!
- ¿No has de cumplir tu promesa?
- Eres más sabio que cuando nos conocimos, pero no lo suficiente. En el ajedrez hay que anticipar las jugadas, predecir que piezas moverá el adversario y tú sigues siendo un rival demasiado pobre. La dejaré marchar pues es una ficha más en el tablero y ha de serme útil, así fue desde el principio. De ti solo preciso te enfangues más en la culpa.
- No me importa cargar con ella si la liberas.
- Sabes que hará mucho daño, que arrastrará a otros hacia la locura igual que hizo contigo.
- No es culpa suya.
- ¿De verdad lo crees?
- Déjala marchar y regresemos.
- De eso nada, has de disfrutar del espectáculo, es solo para ti este vodevil siniestro que he preparado. Es toda tuya la grada del teatro, ponte cómodo, la oscuridad no es un obstáculo cuando se dispone de los ojos de un gato. No podrás perderte ni un detalle.
- Déjala marchar.
- Ya es libre, por el momento, esperaré su regreso. Vámonos de aquí, dame la mano, no temas. Soy tu “lazarillo”, no te dejaré caer mientras no descienda el telón.
Pocos fueron los que vieron al ciego y a su acompañante salir del castillo y perderse bajando la ladera.




Atalayas y pozos negros.

Tal como esperaba, lo recibieron con una acalorada “bienvenida”. Pasó entre los furibundos ciudadanos, flanqueado por una docena de soldados de confianza que no dudaron en golpear a aquellos más osados que se acercaron demasiado al burgomaestre. Francisco era un buen actor, caminó con paso decidido hacia su butaca, el mentón elevado y actitud arrogante, ignorando los insultos y amenazas de los presentes. Nadie ocupó sus asientos, permanecían de pie, sudorosos por el ambiente cargado en exceso, como también sus tobillos debían soportar el peso de sus desmesuradas carnes. Tampoco Francisco se sentó, a su derecha el comandante de la tropa, en frente los soldados y como siempre, la condesa a su espalda. Era la única que descansaba las nalgas sobre el trono elevado en una tarima y, desde ahí arriba, se suponía dirigía el Consejo. En un gesto poco habitual, el comandante subió los cuatro peldaños situándose junto a Antonia. Echó la mano al cinto en busca de la empuñadura de su espada. Alzó la voz que resonó amenazante sobre las cabezas de los reunidos.

- ¡Silencio! – Como un solo hombre, los doce guardias desenvainaron. Por fin un poco de calma, solo alterada por algunos tímidos y asustados cuchicheos. El burgomaestre también subió a la tarima, la condesa lo miró a él y al comandante entre enojada y perpleja, pero sobre todo, intrigada. Francisco recorrió uno a uno los rostros de los miembros del Consejo con ceño fruncido e intimidatoria mirada. Estaban todos, a muchos de ellos, en los años que llevaba ejerciendo de alcalde, apenas los vio en unas pocas de las reuniones. Más cómodos entre los brazos de sus amantes que preocupados por los lances de la política, delegaron su voto en Francisco. Necios como esos, despreocupados haraganes, fueron quienes con su dejadez le dieron las llaves de la ciudad. Sus ojos se detuvieron en Javison, el anciano casi pudo sentir como se le clavaban en la yugular, el sudor le empapó pecho y espalda, notó le faltaba el resuello y le abandonaba el valor. Siguió pasando revista, algunos agachaban la cabeza, otros eludían sus ojos girando la cara, los menos, se mantuvieron firmes. Francisco tomaba nota mental de estos últimos, calculando cual podía ser el valor real de su fuerza, si su altanería era fundada o solo estúpido orgullo. Ahora fue el turno de Víctor, el recién depuesto comandante del ejército. El viejo era peligroso, aun achacoso y decrepito, seguía siendo respetado por unos pocos, pocos en número pero de comprobado coraje, veteranos de la guerra contra los guanches. Después de un largo silencio, cuando se supo seguro de controlar la situación, habló por fin.

- Muchos veo aquí. A algunos, de tanto como no asomaban el hocico por esta sala, se ha encargado el tiempo de borrarme el recuerdo de sus semblantes. Ahora os tengo delante, amenazándome y gritando como energúmenos. Tanto han engordado otros, que reconocerlos se me hace harto difícil. Os han ido bien las cosas, de eso no hay duda, proporcional es el tamaño de vuestras barrigas al peso de las riquezas que atesorabais mientras yo me desvivía por vosotros. Desagradecidos, habéis afligido mi ánimo. – Fingió apesadumbrarse. – No somos animales. – Prosiguió. – No nos comportemos como tales. - Cedió la palabra a Javison. El anciano fue burgomaestre durante algunos años, pero tras la guerra, el rey devolvió la vara de mando a Andrade por su lealtad y valor. El Consejo perdió casi la totalidad de su poder pues, Investido Andrade como conde, nadie osó cuestionarlo de nuevo. Fueron malos tiempos para los negocios, por suerte no duraron demasiado.
- Agua pasada no mueve molino. También vuestro vientre se hinchaba junto con el nuestro. No ha habido ningún otro al que le haya sonreído tanto la fortuna todo este tiempo como a vos. Pero si hoy estamos indignados es porque cruzasteis la raya. Nos habéis mentido, aprovechando como excusa un ataque secuestrasteis nuestros bienes. Ahí fuera se pudre el resto de la cosecha, abandonadas nuestras haciendas sin que nadie cuide de ellas. Estamos cautivos a este lado de los muros de la ciudad, expulsados los escorias toda actividad se ha paralizado. ¿Pretendes que comamos de tu mano? Y de ser así. ¿Cuál será el precio? Encontraremos la forma de que nuestras quejas lleguen a oídos del rey si no abres las puertas y nos resarces de todo este desaguisado.
Francisco se acercó a Javison, lo hizo sin escolta. Los ilustres ciudadanos abrían un pasillo a su paso. De momento las cosas no iban tan mal para el burgomaestre. El anciano retrocedió cuando lo tuvo cerca pero enseguida sus espaladas toparon con un muro humano. Cuan decididos estaban apenas hacia unas horas. Así sopla el viento, como veletas cambian de postura los cobardes.
- ¿Qué os mentí? – El burgomaestre era un poco más alto que el viejo, también su envergadura era ligeramente superior. Juntó su cabeza calva con la canosa testa del Javison, estaba tan cerca que pudo verse reflejado en los ojos del antaño alcalde. No buscaba someterlos por la fuerza o por miedo, en cuando saliesen del Consejo y se sintiesen más seguros confabularían contra él, debía convencerlos. Se separó del viejo, giró sobre sí mismo un par de veces extendiendo los brazos hacia el cielo.
- Mientras vosotros dormís plácidamente a mí no me está permitido conciliar el sueño. Mientras vivís como los ciegos, ajenos a los peligros que os rodean, yo soy vuestros ojos y oídos. Disfrutáis de todo lo bueno que puede otorgaros la vida, lujos, riqueza, y lo más valioso, sin preocupaciones. Sois todo lo felices que permite la ignorancia mientras yo me ocupo de que nada falte en la villa y de ahuyentar a los lobos cuando la rondan.
- ¡No nos atacaron los guanches! – Gritó alguien. – No pretendas embaucarnos. ¿De qué lobos nos hablas?
Ignoró al exaltado dirigiéndose a Javison. – ¿Quieres quejarte al rey? Hoy llegó su emisario, podrás hablar con él cuando lo desees. – Los murmullos subieron poco a poco el tono hasta convertirse casi en un clamor. - ¡El inquisidor está aquí! – Se felicitaban unos a otros, aquella noticia pareció calmarlos un poco. – Mientras tú le lloras, yo deberé informarle de todo lo ocurrido. Estáis obsesionados con los piratas, pero los guanches no son todos los males de este mundo. Ellos están muy lejos, un mar nos separa, pasáis el tiempo oteando el horizonte, temiendo en cualquier momento se dibujen en él sus velas. No os dais cuenta que el enemigo está mucho más cerca, que se cobija bajo vuestro mismo techo.
Un tipo que atendía al apellido de Méndez y que representaba a los terratenientes lo interrumpió.
- Todos aquí saben que nuestros ojos hace mucho que no vigilan el mar con temor, que es el cielo lo que nos da miedo, por ello está aquí el inquisidor. Hablo por boca de aquellos que ya se han resignado a perder parte de su grano, pero no toleraran se les robe también el ganado. El trabajo en el campo debe reanudarse y las reses regresar con sus amos. No nos asustes con cuentos de vieja, mi techo no alberga otro enemigo que a mi mujer.
Se escucharon algunas risas.
- No es lugar para banalidades ni chascarrillos. – El momento que más temía Francisco había llegado, era fácil manejar a la mayoría de aquellos mentecatos, pero menospreciar a Víctor no era una buena idea. Puso todos sus sentidos en aquello que pudiera decirle. - Pocas son las veces que he estado de acuerdo con el burgomaestre, aunque su forma de proceder a la hora de organizar la defensa de la ciudad es muy cuestionable, los protocolos previos cuando se espera un asedio fueron los correctos La pregunta es. ¿Quién nos asedia? Esta mañana no se me permitió subir a la muralla...
- Vos ya no sois un soldado, debéis recordarlo. No, no sois soldado, como tampoco miembro del Consejo. Ni esta mañana en las murallas, ni ahora aquí, vuestra presencia es necesaria. Aceptad que sois un civil, pudo el comandante arrestarte por no respetar el toque de queda, al igual que ahora expulsarte de esta sala. - Francisco le dio la espalda y regresó a la tarima.
- Aunque pretendas mantenernos ciegos, no necesito ver más allá de los muros para saber que mientes.
- ¿De qué me acusas? Piensa bien en lo que ha de salir de tu boca, puede que te tenga que cortar la lengua si de lo dicho no aportas pruebas. Estoy cansado de las calumnias de estos botarates, pero a ti… a ti no he de perdonarte una ni media.
- A pie de las almenas pude ver lo suficiente, pero fue más revelador lo que oyeron mis oídos, para ser más exactos, lo que no escucharon. – El burgomaestre lo miró perplejo. – El fragor de una batalla es siempre ensordecedor. Los gritos de guerra, las arengas de los oficiales, los lamentos de los heridos, el estruendo del metal entrechocando. Solo me llegó el silencio.
Pude apreciar a la tropa, estática como estatuas sobre la muralla, observando los arrabales. Solo más tarde llegó el tumulto, pero no era el que causa un ejército enfurecido abalanzándose contra los muros de piedra, eran los gritos de quienes huyen aterrorizados de una amenaza. Fue entonces cuando tu flamante nuevo comandante me invito mediante empujones a abandonar la plaza.
- Reconocéis entonces que no estabais presente cuando se desarrolló el combate.
- ¡Por lo más sagrado! – Por un instante Víctor perdió la compostura. - ¡¿Qué combate!? La tropa regresó ya a sus acuartelamientos. ¡Sin ninguna baja!
- Ni una sola, cierto.
- Ojala fuesen así de cruentas todas las batallas. – Víctor cargó el tono de sarcasmo en un intento de no escupir de malas maneras toda la bilis contenida. – Cuesta creer qué la terrible amenaza que se cernía sobre nosotros haya sido ahuyentada de forma tan efectiva.
- Eso es porque no cuentas con la pericia de nuestro comandante y el valor de los que ayer eran tus soldados. Poco conoces a tus hombres, eso no es algo que hable demasiado a tu favor.
Javison retomó la palabra, lo que permitió que el anciano exsoldado pudiese recobrar el aliento y las formas. – Tiene sentido lo que Francisco nos relata. Qué perdidas debíamos lamentar, que batalla haber escuchado cuando, a fin de cuentas, era un solo hombre a quien se enfrentaba nuestro ejército. – Maliciosa mirada la que clavó el antiguo alcalde en el burgomaestre. Creyó tenía en la mano los triunfos suficientes como para desquitarse de la anterior afrenta. – Ese… ¿Cómo lo llamastéis? – Una estratégica pausa para acentuar el desasosiego en su rival. – Ese… ese caballero negro que escupe fuego por los dedos. – El efecto de sus palabras no fue el deseado, Francisco ni se inmutó.
- Debo disculparme por haberos mentido. – Un rumor de indignación recorrió la sala, Javison sonrió complacido seguro de su triunfo. – Pero os aseguro que nada innoble podréis encontrar en el hecho que omitiera la verdad.
- ¡Reconocéis entonces que nos habéis engañado!
- El mundo no es blanco o negro mi estimado Javison, son demasiados los matices, los claro oscuros. – A continuación alzó mucho la voz para no dejar lugar a dudas que no lo intimidaban las acusaciones de los dos ancianos. – Ya he dicho que el enemigo se cobija bajo nuestro mismo techo y es por ello que he debido ser cauto en exceso. – Una breve pausa para tragar saliva. - Pero de no haberlo sido, posiblemente ahora los aquí reunidos, de seguir vivos, tendrían mucho de lo que lamentarse.
Méndez lo interrumpió a voz en grito. – ¡De nuevo nos hablas de fantasmas! No somos niños a los que puedas asustar con cuentos de miedo.
Francisco sacó de su manga un legajo y lo desenrolló con delicadeza, cuidándose de que la condesa, la única a su espalda, no pudiese percatarse de que estaba en blanco. Hizo el ademan de comenzar a leer. Todos lo miraban expectantes, solo unos segundos en silencio, más que suficientes para que la impaciencia se adueñase de los ilustres ciudadanos. De forma teatral lo volvió a enrollar lentamente.
- No necesito apoyarme en ningún texto, después de tres meses… ¡Doce semanas! ¡Noventa días con sus respectivas noches sin apenas conciliar el sueño! Recopilando datos y testimonios, investigando los extraños sucesos que en este tiempo han ocurrido en la villa, tanto los he repasado que me los sé de memoria. Algunos de ellos son de todos conocidos, pero bajo la mala yerba que podemos ver se ocultan las raíces y estas son tan profundas, tan arraigadas en la tierra, que me ha sido imposible arrancarlas del todo. No obstante, si dejáis de llorar y me brindáis vuestro apoyo… ¡Vuestra confianza! – Puro y despectivo reproche. - Quizás, solo quizás, salgamos airosos de este lancé. – Por las expresiones asustadas de los presentes supo que las palabras habían calado hondo en sus cobardes corazones.
- ¡La plaga! – Gritaron algunos.
- ¡Si, la plaga! Mientras vosotros os escondíais sin haceros preguntas, rezándole al altísimo y esperando fuera otro quien os sacara las castañas del fuego, yo investigaba y jamás pude imaginar a donde me llevarían mis pesquisas. – Incluso Víctor se mantenía expectante. ¿Sería posible que aquel inepto avaricioso realmente hubiese averiguado lo que a él le resultó imposible?

Todos recordáis como hace tres meses, recién comenzado el verano, apareció corriendo y dando voces el escoria que respondía al nombre de Ezequiel. Irrumpió en la plaza camino del puesto de guardia resoplando, con la mano en el costado doliéndose del flato, la boca seca y los ojos en blanco. En vano intentó darse a entender, ininteligibles en un principio sus explicaciones, tuvo el cabo al mando que amenazarlo con darle una tunda si no se calmaba. Este tal Ezequiel era un pastor al servicio, como sabe mi señora, de usía. – Un mohín de desagrado en la faz de la condesa, bien conocía la historia, no tenía ningunas ganas de rememorar lo acontecido. Expectante el semblante de Víctor, impaciente por intervenir debía sujetar su lengua con los dientes. Continuó el burgomaestre. – Recobrado el fuelle, relató una retahíla de incongruencias, comprobó el cabo el aliento del pastor, según su informe apestaba a vino agrio.
- Ezequiel cuidó de mis rebaños desde aún vivo mi padre, yo lo conocía bien y jamás le vi beber. - La condesa se había adelantado hasta el borde de la tarima, posicionándose cara a cara con Francisco. Estaba indignada. – Sabemos el desenlace, aun siento vergüenza. ¿Es realmente necesario seguir cubriendo de inmundicia su memoria? Aun mora en mis tierras su familia, lo que dejasteis de ella.

- Con mis respetos señora, me atengo a los hechos que aquí constan. – Le mostró los legajos enrollados. - Todo debidamente firmado por testigos y sellado de mi propia mano. Conocemos el buen corazón de la señora condesa, que es su bondad la que a veces la ciega, que es de esa fe en las personas de la que muchos son los que se aprovechan. No tome a ofensa mis palabras, pero señora, pecáis de buena.
- ¡¿Cómo os atrevéis…?! - En ese momento Víctor se interpuso entre ambos. Antonia se apartó unos pasos intentando en vano contener su rabia.
- Personalmente hablé en su día con el cabo y nada de eso me dijo. – Ahora era el antiguo comandante el que se encaraba con el burgomaestre. - ¿Y cómo es que esos documentos jamás han pasado por mis manos? Hasta ayer yo estaba al mando del ejército y por tanto también de las investigaciones concernientes al caso que expones.
- Si sigues interrumpiendo nunca llegaremos al “porqué” que me exiges. Seguro que muchos de los presentes no están al tanto de todo esto y también ellos me han pedido respuestas. Te estarán agradecidos si me dejas proseguir. – Un murmullo de asentimiento recorrió la sala.
- ¡Proceded entonces y exponed vuestras mentiras!
- Muy amable de tu parte Víctor. – Mordaz el tono del burgomaestre. – Ahora que los ánimos parece que se han calmado puedo proseguir. No fueron suficientes unas metódicas bofetadas para que el pastor recobrase el ceño, solo balbuceos salían de su garganta. – Francisco sonrió ampliamente e hizo una burlona reverencia. – Me inclino ante el talento de ese Ezequiel, desconozco su valía cuidando de ovejas y cabras, pero como actor no tenía precio. – Víctor tuvo que sujetar a la marquesa.
- Señora, no ceda a sus provocaciones. – Le susurró al oído. - Deje que sea yo quien se ocupe de este gordo mezquino. – Francisco los observaba de reojo, complacido de verlos tan contrariados a ambos. Continuó con su diatriba.
- Por fin, tras enfriarle las ideas hundiéndole la cabeza en un barreño, pudo la guardia entenderlo. Pero una cosa es entender y otra muy distinta creer, pues de tratarse de niños y no de soldados, quizás se hubiesen tragado el cuento. Habló de un ser al que describió como un demonio, que, al contrario de lo que todos hasta la fecha sabemos de boca de monjes y clérigos, no asomó de bajo tierra si no que descendió de los cielos.
- ¿Por qué tanto sarcasmo en tus palabras? ¿Alguno de los presentes se considera un niño ahora que todos hemos visto a ese demonio?
- Vuelves a interrumpir Víctor.
- V e al grano y déjate de rodeos, no son mis interrupciones lo que impacienta a tus oyentes si no tus divagaciones. – Ahora los murmullos estaban de lado del viejo soldado.
- Paso a paso llegaremos al grano y ten por seguro que le sacaremos la pus. No me andaré con más rodeos. Partió una patrulla hacia los campos donde el pastor aseguró que ese ser se había abalanzado sobre el ganado no hallando rastro alguno de cabras ni ovejas. Se procedió entonces a su arresto y, tras interrogarlo, se registró su casa encontrándose en ella 600 monedas de plata bajo el colchón de la cama. El reo confesó entonces que había vendido el rebaño a un perista de los arrabales. Ezequiel fue juzgado y ahorcado públicamente en la plaza mayor tal y como establecen nuestras leyes. Yo personalmente no quedé satisfecho, solo cortemos la cola pero había que encontrar y decapitar a la serpiente, había que dar con el comprador. Este fue el comienzo de una larga y ardua investigación que me llevó por sendas oscuras y parajes cenagosos, hasta un desenlace tan sorprendente que roza lo increíble.
- Fácil es arrancar una confesión mediante tortura, fácil hubiera sido para alguien tan “inteligente” como vos, para un “tenaz investigador”, obligar al delincuente a conduciros hasta ese presunto comprador y sin embargo mucha fue la prisa que os disteis por colgarlo al extremo de una cuerda.
- Olvidas las pruebas Víctor. ¿Qué me dices de las 600 monedas?
- Yo no escatimo el pago a aquellos que me sirven. Ese pobre hombre había ahorrado toda una vida, privándose a veces de comida y abrigo, con la esperanza de conseguir comprar para él y los suyos la ciudadanía.
- Le devolvimos esas monedas a usía como pequeña compensación por la pérdida de su rebaño, sé que el valor era mucho mayor y siento no haber podido hacer más que hallar a uno de los culpables.
Intentó no llorar delante de todos. Víctor estaba lo suficientemente cerca como para apreciar el brillo de las lágrimas en los ojos de la condesa. – Yo devolví esas mismas monedas a los legítimos dueños. ¿Cómo no apartar la mirada cada vez que me cruzo con ellos? Ni una más ni una menos pues sé que el dinero no suple la pérdida a viuda y huérfanos de un hombre bueno. La vergüenza de haberos creído en aquel momento, me impide desde entonces conciliar el sueño.
-Hacéis mal en torturaros, el pastor era culpable.
- ¡¿Culpable?! – Víctor estaba colérico. – ¿Aun ahora no sois capaz de reconocer vuestro error imperdonable? Yo intenté por todos los medios averiguar la verdad y el Consejo no hizo más que atravesar palos en los radios de mis ruedas. ¿Acaso negáis la existencia de la plaga?
- La posterior aparición de la plaga no fue más que una coincidencia.
Víctor se llevó las manos a la cabeza incapaz de creer que alguien pudiese ser tan cínico. – Ahorcasteis a un inocente. ¿Por qué no sois capaz de reconocerlo? ¿Qué me decís de la mujer que un día antes se presentó ante el mismo cabo hablando de un monstruo semejante al que describió el pastor? ¿También fue casualidad? Por qué no cotejaste ambos testimonios antes de mandar a la horca a aquel pobre desdichado?
Francisco dio la espalda a Víctor. - ¿Te refieres a la puta? – Dijo de la forma más despectiva de la que fue capaz. - Justine, una furcia muy conocida en los arrabales, la sífilis seguro la ha vuelto loca. ¿A quién importa lo que diga una ramera? Imploró a la guardia que la ayudara a arrebatar de las garras de un demonio de piedra a su hija. Armó mucho alboroto y seguro el pastor quiso aprovecharse del revuelo causado por esa absurda historia en beneficio propio.
-Todos hemos visto al demonio de piedra y aún aseguras que su historia no era más que un delirio provocado por la enfermedad. ¿También yo deliraba cuando mis pesquisas me llevaron al mercado dentro de la plaza mayor? Se vendió carne ovina durante varias semanas muy por debajo de su precio. Todas las puertas se cerraron ante mis narices, sobre todo las del Consejo cuando mi dedo señaló al “ilustre” Méndez, cabeza visible del gremio de ganaderos aunque no de sus intereses. ¿Cómo se consiguen beneficios vendiendo por debajo del precio de costé y como eso repercute en los pequeños propietarios?
El tal Méndez se abrió paso hasta la tarima puño en alto, escupiendo salivajos por la boca y clamando improperios al cielo. - ¡De nuevo tus calumnias! – Le gritó a Víctor. – Se desestimaron tus cargos y, solo por el respeto que yo y el Consejo te tenemos, no exigí en su momento una compensación por el daño hecho a mi honor. ¡Osas de nuevo llamarme ladrón! En esta ocasión no seré tan condescendiente si no cesas en tu empeño de injuriarme.
Francisco hizo una señal a su comandante y este interpuso a la tropa entre el acalorado comerciante y el anciano ex soldado. – Muy excitados están hoy los ánimos en la sala, parece que a ninguno nos ha hecho gracia nos sacaran tan temprano de la cama, pero ya es media mañana y quisiera estar en casa antes de que se enfríe la comida en la mesa. - En ningún momento el burgomaestre dejaba su tono burlón, estaba satisfecho, sorprendido del buen camino que tomaba su improvisada disertación. – Ya me rugen las tripas y no toleraré más interrupciones. El asunto del rebaño fue zanjado, el pastor enterrado y el buen Víctor dejara de provocar las iras de los ilustres y honrados miembros del Consejo. – Lo miró amenazante. - ¿No es cierto? – Fue la condesa la que, apretándole el brazo con fuerza, tuvo que contener ahora al anciano.
-¡Por lo más sagrado! – Le susurró al oído. - ¿Habéis perdido el juicio? Si ponéis al Consejo en vuestra contra ni yo misma podre evitar os coloquen la soga alrededor del cuello. Por favor, os lo ruego, dejad de lado el orgullo y mirad hacia otro lado. Ya no sois comandante, ni siquiera soldado. Francisco ha ganado, por más que nos pese hemos de aceptarlo.
- Señora. – Apagada la voz del anciano, mas agotado por la frustración que por los años, el antaño héroe era ahora tratado como villano, ignorado y vilipendiado. – Solo una cosa ha hecho que me mordiese la lengua durante tantos años y es las promesa que hice as vuestro padre de protegeros.
- Su lugar tomasteis a mi lado cuando lo perdí, no quiero perderos también a vos. Por favor, no señaléis con el dedo a ningún otro miembro del Consejo. Están irritados con Francisco, debemos tenerlos de nuestra parte y no en contra.
Sin prestar atención a la conversación que tras de él mantenían Antonia y Víctor, el burgomaestre había reiniciado su exposición.
- Cinco días más tarde de todos estos desagradables acontecimientos, fue cuando otros sirvientes de nuestra señora la condesa se presentaron ante ella con el corazón en la boca. Aseguraban no dar crédito a lo que habían visto sus ojos, que necesitaban fuesen los de otros los que les sacaran de la duda de si seguían cuerdos o por el contrario estaban locos. Ella misma dudo de su buen juicio cuando tras acompañarlos lo vio. En lo alto del cerro de Roca Vieja, donde la mañana anterior no había nada, ahora se erigía un castillo. El propio Víctor fue quien, al mando de veinte soldados, subió por el estrecho camino para investigar el extraño suceso. Reconoció que todos tenían miedo cuando traspasaron las murallas, la puerta destrozada, no hizo falta forzarla, y aunque los muros eran recios, construidos con enormes piedras, el estado del interior era deplorable. Como una ruina lo describieron en su informe. Tras registrarlo todo a conciencia, solo encontraron a una joven oculta en la penumbra de un rincón... – Se giró quedando cara a cara con Víctor. – Dijo interrogarla y que, en una nueva muestra de su ineptitud, tras ello simplemente decidió expulsarla de allí. Nada más sacaron en claro de todo aquello, nada que resolviera el misterio de cómo había aparecido el castillo sobre el cerro. – Nuevamente dio la espalda al viejo comandante y se dirigió a los miembros del Consejo, estos permanecían en silencio, expectantes de todo lo que el burgomaestre decía. – Y yo me pregunto… - Pausa teatral para a continuación girar bruscamente y señalar con su índice a Víctor. - ¿Por qué nuestro buen comandante dejó marchar con tanta facilidad a la única testigo que se hallaba en el lugar?
- ¿Testigo? ¡Que testigo ni que ocho cuartos! – Protestó el anciano. – Solo era una muchacha que a buen seguro buscó un techo donde resguardarse de la noche.
- Ya. – Desconfianza bien mediada en su tono. – Aseguras que la interrogaste y ni tan solo la sacaste su nombre. Una veintena de curtidos soldados tenían miedo de acercarse al castillo y tú me dices que esa joven simplemente entró a pasar la noche. – Víctor no supo cómo rebatir aquel argumento, ciertamente ahí le había cazado el alcalde.
- La muchacha no me pareció importante.
- A nuestro buen comandante no le pareció importante la muchacha. – De nuevo cara a los miembros del Consejo, con los brazos en alto y esforzándose en aparentar incredulidad. - No se lo debió parecer tampoco, cuando la joven se dejó ver por la ciudad instigando a la los escoria a revelarse. Cuando con todo el descaro, injurio en medio de la plaza al Consejo y a los ciudadanos de la villa. ¡Si, de la misma “inofensiva” muchacha se trataba, unos de los guardias que te acompañó en el castillo la reconoció. Tampoco entonces el buen comandante consideró en arrestarla. A mi si me pareció de relevancia, fuerzas oscuras demasiado poderosas podían ocultarse tras ella como para no actuar con prudencia. Decidí que lo mejor sería espiarla, que quizás ella nos conduciría hacia las respuestas. Continuó despotricando impunemente contra leyes y gentes, la que, desde entonces a falta de otro nombre y por aclamación popular, todos conocemos como la “Insidiosa”.
- No me hagas reír, todos podían verte seguirla como un perro faldero, jadeando con la lengua fuera, babeando a su paso. – Socarrón ahora Víctor. – Una forma muy sutil de espiarla.
- Aparentar, mi buen Víctor, aparentar ser estúpido para que el enemigo baje la guardia.
- Para eso, para que bajase la guardia, caminabas tras ella siempre con el “arma” erguida.
- Sí, ríete. ¿Pero qué has averiguado tú de todo este enigma? Me cuesta creer que nada y sin embargo este, del que ahora te burlas, está muy cerca de aclararlo todo.
Víctor sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo, empezaba a comprender por donde iba el juego del burgomaestre. Miró con preocupación a la condesa.
- ¡¿Qué tiene todo esto que ver con la plaga y con el supuesto asedio!? – Gritó uno a viva voz. Los presentes se impacientaban, al unísono la misma exigencia de respuestas.
- Tres meses de trabajo me ha llevado todo esto, y si algo he resuelto ha sido gracias a la paciencia. Doy por supuesto que los ilustres caballeros me honraran confiándome un poco de la suya. – Asintieron refunfuñando.


- ¿Cómo olvidar la fecha? Quince de agosto, el día nefasto en que se mostró ante nuestros ojos. Quién sabe si fue Dios o el demonio quien la envió. Corrí hasta la plaza mayor cuando recibí el aviso, el mismo Víctor me agarró del brazo y me obligó a ocultarme nada más llegar al lugar. Todo el ejército de la ciudad estaba allí, escondido en callejuelas y edificios colindantes a la catedral, expectantes la mayoría de soldados, otros pocos expulsaban a los curiosos más osados.

- ¿Qué demonios pasa aquí Víctor? Tu mensajero no ha querido aclararme nada.
- No lo habrías creído, debes verlo con tus propios ojos.
- ¿Ver qué?
Víctor señaló hacia la catedral con la punta de su espada. Su mano se aferraba temblorosa a la empuñadura. El burgomaestre pudo ver uno de los andamios que se había venido abajo y a varios obreros despeñados inertes en el suelo.
- ¿Tanto revuelo por un accidente? Los tenemos casi a diario. ¿Se niegan a trabajar los escoria? ¿Es eso? – La punta de la espada del comandante siguió elevándose, Francisco seguía con la mirada el itinerario de destrucción. Uno de los muros del ala oeste se había desmoronado y, colgados de los andamios unos, otros aplastados por peñascos, más cadáveres. Nada de aquello sorprendió al burgomaestre que seguía sin entender donde residía la importancia del evento. Por indicación de Víctor siguió alzando la mirada hasta que su nuca se topó con la espalda.
- Allí, en lo más alto, justo sobre el campanario. – Le susurró Víctor, como asustado de que pudieran oírlo.
Petrificado quedó el burgomaestre, ahogada su voz. Sus piernas comenzaron a temblar como cuajada fuera de un recipiente. – Que el buen Dios me golpeé y despierte de este mal sueño. ¡Por lo más sagrado! ¿Qué demonios es eso?
- Eso, maese Francisco, es el motivo por el que ajusticiasteis a un inocente.
Algo enorme recorría los muros del campanario con la misma facilidad que una lagartija trepa por una pared. Se movía de forma inquieta, de vez en cuando desplegaba sus inmensas alas, semejantes a las de un murciélago, y de un salto pasaba del campanario al ábside para al poco, de un nuevo brinco, retomar su posición inicial. Los soldados intentaron inútilmente bloquear los accesos a la plaza, los curiosos no hacían más que llegar, media ciudad estaba allí. Tan pronto como veían al extraño ser corrían a buscar donde esconderse. Algún avispado residente de la plaza llegó a cobrar por un lugar seguro en su morada desde el que poder espiar a aquella cosa. No se la podía apreciar bien desde tanta distancia, algunos que habían presenciado su llegada aseguraban lo hizo volando, constancia daba de ello que poseyera alas. Los obreros que trabajaban en ese momento en los andamios, y que por tanto pudieron verla más de cerca, aseguraban que era un demonio con enormes dientes y cuernos, otros desmentían a los primeros. – Es un dragón y su boca escupe fuego. Bajó del cielo como un rayo seguido del estruendo de los truenos, destrozó muros de piedra como si fuesen de barro, hizo añicos andamios matando a los que allí trabajaban.
- ¿Qué hacemos aquí Víctor? – Preguntó inquieto el burgomaestre.
- Mirar. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
- Manda a tus arqueros abatir a esa cosa, quiero verlo de cerca y averiguar si es cierto que es un demonio o si tan solo se trata de un extraño animal.
- Ni siquiera las ballestas tienen tanto alcance.
- Pues que trepen y se acerquen, un millar de soldados tienes aquí, sácales alguna utilidad.
- Ellos no saben volar, esa cosa si. No arriesgare tan a la ligera la vida de mis hombres.
- ¡Manda traer las catapultas! De una forma u otra hemos de bajarlo de ahí.
- ¿Quieres destrozar aun más la catedral?
- ¡Quiero a ese animal muerto o fuera de mi ciudad! ¿Qué importa si el precio a pagar son algunos soldados o un pequeño retraso en las obras?
Víctor mandó acercarse a uno de los arqueros, le arrancó su ballesta de las manos y la colocó violentamente en los brazos del burgomaestre. – Bájalo tú. – Le increpó.
- ¡Atajo de cobardes!
Se escuchó multitud de gritos, cientos de gargantas al unísono exclamaron asustadas. Aquellos que se habían atrevido a asomar el hocico fuera de las casas corrieron a refugiarse de nuevo en el interior. La “cosa” había bajado de un brinco a tierra. Era la oportunidad que esperaba el viejo comandante, a su orden un millar de flechas salieron de las ballestas hacia la presa. No encontraron carne sino piedra. Todas ellas se rompieron, las puntas aplastadas, trancadas las cañas, quedaron alrededor del ser esparcidas. Los soldados corrieron también a esconderse y tanto Víctor como el burgomaestre, petrificados y con expresión bobalicona, no podían dar crédito a lo que habían visto sus ojos.
La cosa giraba sobre si misma como un perro buscándose el rabo, miraba y olfateaba los restos de las flechas. Todos podían verla ahora claramente. Su enorme y cuadrada cabeza semejante a la de un lobo, sus, por pavorosos, inenarrables dientes, todos ellos colmillos, ni molares ni incisivos. Una enorme giba su espalda de la que surgían unas alas que, ahora plegadas, no podían apreciarse bien. Sus extremidades poderosas, gruesas como columnas, caminaba a cuatro patas. También su cola, semejante a la de las lagartijas, era robusta. Hacía que se moviese de un lado a otro como una serpiente con vida propia y lo más inquietante, su piel parecía de roca viva.
- No le hemos hecho ni un rasguño. – Se lamentó Víctor.
- Es enorme. – Se maravilló Francisco. – Mayor es su tamaño que el de tres osos.
- Parece una quimera.
- Sin duda es un demonio. – Sentenció el burgomaestre.
La cosa dejó de dar vueltas, movía la cabeza como intentando ver en el interior de las casas en las que se escondían tanto soldados como civiles. En realidad no tenía ojos, o si los tenía, parecían tallados en su cara como todo lo demás. Ni su tamaño, ni su apariencia de piedra fueron sorpresa para los presentes mayor que aquello que ninguno esperaba.
- ¡Monos estúpidos!
¡Aquel ser hablaba! Su voz era de mujer, poderosa pero a la vez melosa, todos pudieron oírla. Tras esta última sorpresa, la cosa de piedra se limitó a buscar un lugar elevado, desplegó sus alas y salió volando perdiéndose en los cielos.
- Estas en lo cierto Francisco. – Dijo Víctor en un hilo de voz, incapaz de cerrar por completo la boca. - Se trata de un demonio.
El burgomaestre se cuidó de omitir en la historia aquellos detalles que lo dejaban en mal lugar, Víctor, por su parte, revivió la escena en su mente como si de nuevo se encontrase en la plaza de la catedral. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y el sudor le empapó la frente. Los presentes en el Consejo también recordaban lo sucedido, toda la ciudad se reunió aquel día en la plaza para ser testigos de la presentación en sociedad de la “plaga”.
- Desde entonces. – Prosiguió Francisco. – La abominación no ha dejado de asolar estas tierras. Ha arrasado cultivos y ganado, y lo peor, continuó matando a inocentes ciudadanos. Proseguí con mis pesquisas, estaba seguro que algo unía a la Plaga con la Insidiosa. Mandé vigilarla noche y día, bien sabía que la joven había regresado a Roca Vieja y que allí vivía sola. Ordené la dejasen tranquila en la esperanza de que ella nos conduciría hasta el monstruo. La extraña muchacha continuaba bajando a la ciudad para soliviantar a las gentes con sus insultos e injurias y se disiparon mis dudas cuando Macario Ribadulla, propietario de bastas tierras, intentó propasarse con la doncella. No pasaron dos días cuando ardía su hacienda, todos murieron, señores y sirvientes, evidentes eran las huellas del ser de piedra.




- Sin herederos que las reclamasen, fue el ayuntamiento el que se quedó con esas tierras y de todos es sabido quien las administra ahora. Providencial, aunque en inversa medida, el ataque de la Plaga para vos y el desdichado Macario. Nadie desconocía entonces la mutua animadversión entre ustedes dos, nadie sospechó, nadie puso en duda la versión de un Consejo que salió de esta sala con los bolsillos llenos de oro.
- ¡Por Dios Víctor, estáis volviendo a hacerlo! – Antonia había regresado junto al anciano soldado y lo agarró con fuerza del brazo. Bajó el tono para susurrarle al oído. – El Consejo os detesta y el ejército ya no os apoya, solo os quedo yo y no soy más que un títere. Sois vos mismo quien os buscáis la ruina. El Consejo está enojado con Francisco pero, de seguir por ese camino, conseguiréis que se olviden de él para ser vos el depositario de su ira.
Los gritos e insultos en contra de Víctor inundaron la sala. El anciano los miró desde la poca altura que le brindaba la tarima. Los rostros desencajados por la furia, los puños en alto amenazantes, todo un contraste con el semblante sereno y sonriente del alcalde. No le faltaba razón a la condesa, el viejo soldado rumió si proseguir o morderse la lengua. Eligió callar, sin él, la condesa quedaría sola ante la avaricia de Francisco. Se tragó el orgullo y esperó que las airadas voces del Consejo se fuesen diluyendo en el silencio.
- Todos estamos cansados de tus insinuaciones. – El burgomaestre se sentía cómodo, las cosas iban mucho mejor de lo que esperaba. Había conseguido que Víctor se sulfurase y que arremetiera contra el Consejo. Ahora, como bien le había advertido Antonia a Víctor, los allí reunidos apenas se acordaban del motivo por el que habían exigido la presencia de Francisco. Parece que ya nadie recordaba el asedio, era preferible creer los embustes del alcalde que escuchar las incomodas acusaciones de uno que ni siquiera era de los suyos. – Continúas interrumpiéndome. ¿Acaso pretendes desviar la atención? ¿Cuál es el motivo real por el que parece que te molesten tanto mis explicaciones? ¿Es porque queda en evidencia tu incompetencia o..? – Breve pausa y sonrisa malévola. - ¿O acaso temes que, concluido mi relato, debas ser tu quien rinda cuentas? – En ese instante la condesa fue por fin consciente del peligro que sobre ella y Víctor se cernía. Apretó con fuerza el brazo de este para acabar, de forma inconsciente, abrazada a él. El anciano acarició las manos de Antonia sin girarse a mirarla, temía encontrarse con el angustiado rostro de ella, sentía que la había fallado. Ya no había ningún motivo por el que seguir renunciando al orgullo, su suerte estaba echada.
- Insinuaciones las llamáis, insinuar es todo lo que hago cuando asevero, que solo los pequeños propietarios han sido víctimas de la ira de la Plaga tras el incidente de Macario. Que solo aquellos que no pertenecen al Consejo han sufrido en sus carnes la maldición de sus ataques. Solo “insinuó” que para vos y los aquí reunidos, ha sido más una bendición que un castigo su aparición.
- No creo se deba a vuestra avanzada edad que os falle la memoria, más bien pienso que vuestras lagunas son intencionadas. Recordad, si vuestro estado “senil” os lo permite, que yo mismo he sido víctima de sus ataques, que unas de mis naves fue hundida perdiéndose en el océano su valiosa carga. Aun hemos de congratularnos de que no tuviéramos que lamentar coste de vidas.
- Mis piernas han perdido vigor pues ni músculos ni huesos las sostienen como antes. Tampoco mi pulso es tan firme como cuando joven, pero si lo suficiente para señalaros con el dedo sin que me tiemble la mano. Dios me ha conservado la vista para que la luz de la verdad no se torne opaca y acabe perdiéndose en las tinieblas de la corrupción. ¡Lo recuerdo muy bien, señor! Para haber sido hundido tan cerca de la costa no hallé ni un resto del naufragio. No obstante si he de felicitar a Javison por la espléndida mansión que se está construyendo. Los revestimientos de mármol en sus paredes interiores son de un gusto exquisito.
- Divagas como un viejo chocho. ¿Qué tiene que ver mi buen amigo Javison en todo esto?
- Parece que es vuestra memoria la que ahora falla, mi “buen amigo” Francisco. ¿No recordáis cual era el cargamento de vuestra naufragada nave? Dejad que este viejo chocho os la refresque. ¿Acaso no era el mármol destinado a la catedral? – Sintió las manos de Antonia aferrarse a su brazo hasta hacerle daño. No quiso ver como los ojos de la condesa le suplicaban que se callara.
- Más insinuaciones sin fundamento, mi “amigo” Víctor.
- ¡Bastardo! ¡¿Cómo osáis sugerir tamaña infamia?! – Javison estalló en cólera, los que estaban a su alrededor tuvieron que calmarlo.
- ¡Mi paciencia tiene un límite! Tu empecinamiento en interrumpirme comienza a ser recalcitrante. No toleraré una sola calumnia más contra un miembro del Consejo, pues sin pruebas que las sostengan, eso es lo que son vuestras acusaciones, injurias sin razón ni fundamento.
- ¿Pruebas? ¿Qué mayor prueba que la evidencia? Todos los aquí reunidos, salvo una excepción, - Apretó la mano de la condesa. – son ahora mucho más ricos de lo que eran antes de la aparición de la Plaga. Que el Consejo acapara la casi totalidad de las tierras y el comercio, que aquellos que no han cedido a su chantaje e intentado conservar sus posesiones, solo ellos han sufrido en las carnes los supuestos ataques de la Plaga. Me hablas de insinuaciones, de difamaciones. ¡No! ¡Yo os acuso! Ladrones avariciosos, habéis convertido esta ciudad en un pozo negro en cuyo fondo se acumula vuestra inmundicia. – La presión en su brazo ya no era una súplica sino una orden.
- Detén tu lengua Víctor, esta desbocada, cabalga hacia el precipicio y por él os despeñareis de no detenerla a tiempo. Si he de cortarla lo haré, que prefiero teneros a mi lado mudo pero a salvo, que muerto y enterrado. – Intentó la condesa parecer autoritaria sin conseguirlo. Temblaba su voz como también sus manos, los ojos inundados en lágrimas.
- ¡No callaré más mi señora! Y perdonad sea incapaz de moderar el tono, que romo está el filo de mi cuchillo, pero no el de mi lengua. Que es la verdad la que sostiene mis palabras, bien lo sabéis, bien lo saben todos los aquí reunidos. ¡Corruptos y cobardes! Esperabais al inquisidor en la esperanza de que él os libre de la Plaga, pero yo también escribí al rey y con él llega un notario para comprobar las cuentas de la ciudad. – Se giró hacia Francisco, el rosto de este ya no estaba tan sereno como hacia un instante. – Solo le pido Dios que el albacea de su majestad sea un hombre honesto. Vas a tener que explicar muchas cosas mi querido burgomaestre.
Se hizo el silencio en la sala tras aquella revelación, solo Francisco estaba al corriente de la llegada del contable. Lo había imaginado desde el principio, desde que llegó la respuesta del rey notificando el envío del inquisidor y su incomoda carga. Maldijo a Víctor por dentro, su intromisión le había supuesto un auténtico quebradero de cabeza. Al alba debía partir sin demora Zinue hacia las Islas Afortunadas para llevar a cabo su plan. Necesitaría un mes de tiempo hasta su regreso, no era el momento de derrumbarse, ya se ocuparía del chupatintas cuando fuese necesario.
- Ordenaré que te amordacen de no cerrar esa bocaza.
- Ya no parecéis tan confiado.
- ¡Por Dios, callad! – Ahora si miró a la condesa, el semblante de esta estaba pálido en contraste con el rojo de sus ojos. Un vacío en el estómago de Víctor al verla así, sintió derrumbarse su ánimo. ¿Qué sería de ella si la abandonaba a aquellos lobos? Ahora tenía claro que la única esperanza de ella era el inquisidor, mientras el representante de la iglesia estuviera en la ciudad, Francisco no se atrevería a tocar a un noble. Pero él se sabía perdido.
- Mi señora, escuchadme con atención. Si algo me pasase, partid junto al inquisidor cuando él marche de la ciudad. El rey os acogerá en la corte y allí estaréis a salvo, por lo más sagrado os lo suplico, no os quedéis aquí.
- El rey me detesta casi tanto como yo a él. ¿Por qué debiera siquiera recibirme?
- Porque, si bien no silenciara con ello su conciencia, si acallará las lenguas de aquellos que aún recuerdan a vuestro padre.
- Disculparos ante el Consejo y nada de eso será necesario.
Francisco los interrumpió. – Hablo en serio, no me obliguéis a la humillación que os supondría os pusiera un bozal como a un vulgar perro. Guardad silencio, aún no he terminado mi exposición. – Víctor y la condesa permanecían abrazados, los ilustres miembros del Consejo los miraban con ojos maliciosos. En los rostros de algunos, sarcásticas sonrisas, en los de otros incertidumbre. A ninguno le hacía gracia la llegada del contable y ahora que sabían que fue Víctor quien lo había llamado, despreciaban aún más al viejo soldado. La condesa no era depositaria de más simpatías que el anciano, pero de cara a la corte, tener a una noble manejable y sumisa era bueno para el Consejo.
- Al cabo de unos meses algo me llamó la atención. – El burgomaestre prosiguió con su tergiversación de los hechos. – La Plaga no atacaba a los escoria, algo sumamente sospechoso que supuso un giro en mi investigación. ¿Había algún tipo de relación entre ellos? Como todos sabemos, la Insidiosa no ha escatimado medios para ponerlos en contra del Consejo. Por fin las ansiadas respuestas comenzaron a tomar forma. – La expectación dejó mudos a los ilustres ciudadanos, incluso había conseguido captar la curiosidad de Víctor y la condesa. – La joven no nos condujo hasta la bestia como pensé en un principio, pero si hasta otros animales, no por más pequeños menos peligrosos. ¡Si mis queridos amigos, me reitero, el enemigo está bajo nuestro mismo techo! – Todos se miraron intrigados. – Las ratas están en nuestras bodegas, nuestras despensas, en los campos. Se esconden en todos los rincones, lavan nuestra ropa, hacen nuestra comida e incluso cuidan de nuestros hijos. Las ratas esperan, esperan el momento de mordernos la mano.
- No entendemos. ¿De qué ratas nos hablas? – Preguntaron algunos, otros más avispados comenzaban a comprender.
- ¿Ahora entendéis porqué he expulsado a los escoria de la ciudad?
Un murmullo en toda la sala, algunos se miraban incrédulos, otros comenzaron a proferir insultos y amenazas en contra de los escoria.
- En efecto amigos míos, ellos son el enemigo en la sombra, doy gracias al cielo porque mis desvelos por fin dieron fruto. La Insidiosa conjuraba, conjuraba en nuestra contra y yo no podía confiar en nadie, debía andar con pies de plomo si quería descubrir a los cabecillas.
- ¿Puede ser eso cierto? – Preguntó Antonia al viejo comandante.
- No mi señora, eso no tiene ningún sentido.
- Pero esos gusanos no tienen cerebro, ni arrestos para fraguar una conjura de tal envergadura. No hacia más que darle vueltas a las mismas preguntas. ¿Quién, o quienes, se esconden realmente tras el complot? ¿Qué los mueve, que quieren? Una sublevación, aun teniendo éxito, seria pronto aplastada por las tropas, que sin ninguna duda mandaría el rey en nuestra ayuda. La plaga es un demonio sí, pero… ¿Y si no está solo? Cabe la posibilidad de que se trate de un explorador, de una avanzadilla, una punta de lanza…
- ¿¡Nos amenazan más engendros!? – Manifiesto se hizo el terror en la sala, un ejército de “plagas”. De solo imaginarlo los intestinos de los reunidos se aflojaron y no resbalaba la saliva hacia sus gargantas. Incluso el joven comandante y sus hombres miraban asustados al burgomaestre. Sorprendiose este, de cuan convincentes sonaban unas explicaciones que, sobre la marcha, iba improvisando.
- Reconozco que llegué a pensar en esa posibilidad y, como ahora vosotros, estuve aterrado. – Pocos sabían de todo esto, entre ellos un capitán al que encomendé las tareas de investigar, en el hipotético caso de un ataque de demonios, todas las posibles alternativas de defensa de la ciudad. Un joven oficial en el que podía confiar. Puesto que, era imposible saber cuántas manzanas estaban ya podridas en el cesto, la discreción era nuestra única arma. Contento estoy de su trabajo y he premiado su lealtad con un merecido ascenso. – Puso la mano sobre el hombro del nuevo comandante apretándolo con fuerza. Lo que para todos fue un gesto de agradecimiento, para el soldado era una orden muy clara. Debía mantener la boca cerrada y disimular. Ahora que sabía que todo era un bulo, el comandante respiró aliviado.
-¡Legiones del averno van a asolarnos y tu pides la ayuda de un inquisidor! ¡El rey ha de mandar un ejército en nuestro auxilio y no a un clérigo! – Empezaba a desencadenarse la histeria, preguntas y exigencias, los gritos se confundían en una algarabía de lamentos. Antonia se aferraba al brazo de Víctor asustada, este no tenía claro si reír o llorar ante la grotesca escena. Todo era un despropósito, un desmedido absurdo. ¿Cómo podían tragarse aquella retahíla de patrañas?
- ¿Cómo contarle al rey lo que yo mismo, de no haberlo visto, consideraría un disparate? Pero tranquilos, he descartado esa posibilidad. Pensad, ¿para que necesitaría una horda de engendros a los escoria? La plaga está sola, nada puede constatar que hayan más como ella.
- ¿A que nos enfrentamos entonces? – Javison fue el que preguntó primero.
- Alguien maneja los hilos, alguien más listo que los escoria, alguien capaz de controlar a la plaga. – Francisco disimulaba su entusiasmo, no debían ver en su rostro alegría si no preocupación. Piara de estúpidos crédulos, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no estallar en carcajadas.
- ¡La Insidiosa! – Se apresuró a afirmar alguno.
- No amigos míos, ella solo es una pieza más en el rompecabezas. Aquellos que conspiran nunca dan la cara, mandan a sus peones.
- ¿Entonces quién? ¿Los guanches?
- Al igual que Víctor, estas obsesionado con los guanches Javison. Pero quizás los motivos de nuestro anciano ex comandante no estén tan claros como los tuyos.
- Ahora sois vos quien insinúa. – Le reprobó Víctor. – El burgomaestre lo ignoró.
- La amenaza de los guanches siempre está presente y sopesé esa vía para enseguida descartarla. En el mar su flota es invencible, pero no creo que se hayan recuperado de su total derrota en tierra, hace ahora 20 años. Es imposible que puedan reunir un ejército lo suficientemente grande como para atreverse a asediar nuestras murallas.
- ¿Ni siquiera con la ayuda de los escoria y la plaga? – No dejaban de atosigarlo e interrumpirlo con preguntas.
- Estas muy callado. ¿Qué te ronda por la cabeza Víctor? – La condesa le habló muy cerca del oído para que sus palabras no se perdieran entre los bramidos de los miembros del Consejo.
El anciano hacía rato que se había desentendido de las explicaciones del burgomaestre.
- Mi señora, recordad lo que os dije hace un rato. De pasarme algo no debéis permanecer en la ciudad.
- No seáis tan agorero, dejad de verlo todo negro, nada ha de pasaros si mantenéis sosegada vuestra lengua.
Víctor quiso sonreír pero en su cara solo se esbozó una mueca desencantada. – Intentaré doblegarla, pero no os prometo nada señora. – También el alcalde intentaba doblegar el ánimo de los miembros del Consejo, asustados como los tenía, creerían todo lo que les dijera a cambio de la promesa de salir enteros del lance.
– ¡Dejad de lamentaros como mujeres histéricas! – Poco a poco los gritos se tornaron murmullos hasta que se hizo el silencio. Francisco tragó saliva, agradeció con un gesto de la mano que se sosegaran los ánimos.
- Ayer el enemigo mostró por fin una cara, la de su emisario, la del caballero negro. ¡Oro es lo que quieren! Pude tachar de mi larga lista la pregunta del “que” pero el “quien” y el “porqué” aún eran una incógnita. Por suerte, los hombres que infiltre entre los escoria me habían traído reveladoras informaciones sobre sus planes. Si no accedíamos por las buenas a su chantaje, abrirían las puertas de la ciudad desde dentro y todo el arrabal irrumpiría pasando por las armas a los ciudadanos. Lo tenían todo bien pensado, la noche antes envenenarían el rancho de las tropas leales. Pero yo iba un paso por delante de ellos, arresté de forma discreta a los cocineros y confiné a la guarnición disidente donde pudiera controlarla. Por último, aparté del mando a Víctor.
Como un solo hombre, todos se apresuraron a preguntar lo mismo. ¡Que tiene que ver Víctor en esta traición! Había llegado el momento de desembarazarse por fin del único que durante años lo había cuestionado, el momento de vengarse de quien consideraba un molesto grano en el culo. Francisco sonrió y buscó procurarse la cercanía de los soldados por si Víctor tenía otro de sus arrebatos violentos.
- Que os lo diga él.
La condesa no entendía nada, aferrada al brazo del anciano, lo miraba suplicando respuestas. Víctor callaba, esperaba que el burgomaestre enseñara sus cartas, que lo acusara abiertamente. Francisco iba de farol, pero aun así, sabía de antemano que iba a perder la partida.
- Ahora que se te permite hablar nada dices, revelador silencio. ¿A qué se debe tu mutismo? No es lo mismo cuando es a uno a quien señalan. ¿Callas?
- Es momento de escuchar. – Fue su escueta respuesta.
- Que escuchen todos entonces. – El burgomaestre se alejó, no demasiado, de la protección que le brindaban los soldados. – Conocía los nombres de los traidores dentro de la ciudad, los cazaríamos en sus madrigueras llegada la noche. Por ello no expulsé con el resto a aquellos que tenían trabajo y techo. Algo más pasó ayer, algo que no esperaba, su gerifalte dio por fin la cara. Se presentó en el ayuntamiento el pretendido embajador de un reino desconocido preguntando por Roca Vieja. Era obvio que el extranjero era ajeno a que estábamos al tanto de la rebelión. Le seguí el juego, indíquele el camino y le ofrecí un guía. De haberlo arrestado de inmediato, a buen seguro sus espías habrían dado la voz de aviso. Lo apresaría discretamente en el camino, ese era el cometido del cicerón, lejos de miradas indiscretas. – Los miembros del Consejo seguían boquiabiertos el soliloquio del alcalde. Por su parte, Víctor dilucidaba un desenlace nada halagüeño en lo que a él se refería.
- Ahora que se te permite hablar nada dices, revelador silencio. ¿A qué se debe tu mutismo? No es lo mismo cuando es a uno a quien señalan. ¿Callas?

- ¿Era un guanche? – Preguntó alguien.
- Puedo aseguraros que mis oídos jamás han escuchado un acento tan extraño como el de aquel tipo. Tampoco sus rasgos ni el color de su piel se correspondían con los de los piratas. Era un individuo enjuto en hechuras, de tez blanquecina y enfermiza. Más que arrogante, petulante, demasiados aires para alguien que, aunque disfrazado de noble, bajo las ropas esconde su condición de tunante. No albergaba duda de que ante mí se hallaba un vulgar ladrón, craso error.
- ¿Qué pasó? – Exclamaron varios al unísono.
- Cuando mis gentes intentaron apresarlo en el bosque mató a uno de ellos con el dedo. El resto huyeron, no se lo reprocho. Al igual que el caballero negro, el extranjero no es hombre corriente. Perdimos su pista pero no es difícil imaginar que se esconde en Roca Vieja.
- ¿A qué te refieres con lo de que “no es hombre corriente”. – Javison se autoproclamó portavoz de las inquietudes del Consejo.
- Alguien cuyos dedos escupen fuego no puede serlo. Las cosas se complicaban. – Prosiguió. – Si el “embajador” daba la voz de alarma todo podía irse al traste, las ratas escaparían. Aposté un grupo de hombres en las inmediaciones de Roca Vieja, si el extranjero asomaba el hocico lo llevaríamos preso. Mis temores fueron fundados, al llegar la noche comenzó la redada, dimos caza a muchos pero los cabecillas, sin duda alertados, escaparon. – Murmullos de indignación en la sala. – No os preocupéis amigos míos. – Intentó Francisco tranquilizarlos. – Sabemos quiénes son y donde se ocultan.
- Queremos nombres! – Exigió Javison.
- Solo uno de relevancia, en realidad.
- ¡¿Quién?! – Gritaron a coro.
- Orcanario el pregonero.
De la indignación pasaron a la incredulidad. Víctor fue el primero en reaccionar.
- ¡Eso es absurdo! El pregonero es incapaz de hacer daño a una mosca, bien lo conozco.
- Y bien lo sabemos Víctor. – Sarcasmo en el tono del burgomaestre. – Bien sabemos que es tu protegido, pero lo que quizás no todos sepan, es que Orcanario es un guanche. ¿Incapaz de matar a una mosca? Como buen cobarde se preocupa de que sean otros los que manchen sus manos de sangre.
- ¡Muchos fueron los guanches que combatieron en la guerra junto a Andrade, entre ellos los tutores del pregonero. El valor que demostraron fue justamente recompensado con el reconocimiento del propio rey.
- ¿Hay algo más deleznable que quien lucha contra sus propios hermanos? En la sangre llevan todos ellos la traición.
- ¡Es una acusación vil y repugnante!
- Siempre habéis sentido demasiada simpatía por los escoria, casi tanta como aversión al Consejo. Empeñado en darles derechos, en ganar su apoyo, en socavar la autoridad de esta sala. ¿Con que real propósito? ¿Caridad? No lo creo, creo que añoráis el tiempo en el que vos tenías las llaves de la ciudad. Se os presentó la oportunidad pero salió mal.
Intentasteis convencernos de poner el grueso de la tropa en el puerto, de que por ahí llegaría la flota pirata. No cedí a tus exigencias y, cuando por la mañana el caballero negro y sus huestes de escorias esperaron se abrieran las puertas, solo se toparon con una lluvia de flechas. Apareció entonces tal como esperaba, la plaga. Nuestras catapultas la mantuvieron a raya.
- Varias han sido las veces que intentemos eso mismo contra ella. Solo conseguimos enfurecerla y que lo destruyera todo.


- ¿Ineficacia o incompetencia premeditada? Víctor, Víctor, Víctor. – Repetía el nombre con breves pausas intermedias, con la cabeza gacha y pretendido semblante apesadumbrado. – El plan ha fracasado, el caballero negro y los suyos han sido puestos en fuga. La plaga derrotada, los traidores acorralados en Roca Vieja. Ahora dime…¿Qué debemos hacer contigo?
Fue la condesa quien salió en defensa del anciano. - ¿De qué acusáis a Víctor? Su lealtad al rey y al imperio es incuestionable. No permitiré lancéis la piedra para luego esconder la mano. Sois vos quien en ningún momento calla. Habláis y habláis para no decir nada, nada nos aclaras. – Ahora se dirigió a Víctor. – No cedáis a sus provocaciones, es fácil ver lo que pretende el burgomaestre. – Se soltó de su brazo y adelantándose unos pasos se situó al borde de la tarima. Desde allí se encaró a los miembros del Consejo. – La gran mayoría de los aquí reunidos, yo incluida, le debemos la vida. Selectiva memoria la vuestra, que solo recordáis aquello que os interesa. Francisco habla de conjuras, de amenazas amagadas en todos los rincones. Yo solo veo mi propia sombra, no me asustaré de ella ni de ninguna otra.
- Habláis con el corazón, señora mía. Desde niña os ha acompañado Víctor, todos sabemos que él ocupó el lugar de Andrade a vuestro lado cuando esté murió. De bien nacidos es ser agradecido, no olvidamos lo que por nosotros hizo el anciano. Es por esa gratitud que le debemos por la que le ofrezco enmienda y una salida digna. Solo ha de colaborar, reconocer su implicación a cambio del destierro.
Por fin Francisco había abierto la caja de Pandora, escapando de ella toda la infamia de su negro corazón. Un colérico histerismo se adueñó de la sala, Antonia intentaba inútilmente hacerse oír entre el griterío que exigía la cabeza de Víctor. El anciano sufrió un fortuito mareo, era como si una mano invisible hubiera sumergido su cabeza bajo el agua. Las voces sonaban lejanas, distorsionadas, le faltaba el aire y a poco estuvieron de fallarle las piernas. Todo le daba vueltas y la náusea corrió desde la boca del estómago hasta la garganta. Hacia un buen rato que esperaba algo así, pero una voz interior le repetía una y otra vez, intentando convencerse a si mismo de lo contrario, que el burgomaestre no se atrevería a llegar tan lejos. Luchaba por mantenerse en pie, porque nadie notase su flaqueza, en especial la condesa. La mirada fija en un punto imaginario, como hacen los borrachos para mantener el equilibrio. Cuando el Consejo entró en la sala hacia tan solo una hora, era a Francisco a quien iban dirigidos todos los reproches. El alcalde no se conformó con desviar hábilmente la ira sobre el viejo soldado, lo acababa de condenar a muerte. Fueron los zarandeos de la condesa los que consiguieron que se centrase de nuevo. Sintió un ácido amargor cuando tragó la bilis.
- ¿Dónde se pierden tus pensamientos? ¿No escuchas a estos advenedizos? ¡Por lo que más quieras, di algo! – No podía articular palabra, sintió una aguda punzada en el pecho. Esta vez, de no haberse podido apoyar en la condesa, habría caído al suelo. Antonia sujetó su peso muerto como mejor pudo, le habló al oído. – No desfallezcáis ahora, os lo ruego. Necesito del valor de un soldado y no de los achaques de un viejo. ¡Vos nunca se ha rendido, que no sea ahora la primera vez! ¿No lo veis? ¿No lo oís? ¡Por Dios, defended vuestra honra!
Francisco había conseguido, que la turba de enfurecidos ciudadanos, dejara de gritar. Todos miraban al anciano expectantes.
- Esperamos una respuesta Víctor. – Pero no la hubo, el anciano se irguió poco a poco y se separó con delicadeza de los brazos de la condesa, esta lo vio dirigirse despacio hasta el borde de la tarima, muy cerca del burgomaestre. Allí se detuvo y los miró uno a uno desafiante. Aquella actitud altiva fue más de lo que algunos pudieron aguantar.
- ¡La traición se castiga con la muerte, no con el exilio! – Gritaron los más exaltados.
Sorprendiendo a todos, Víctor desenvainó su acero. Francisco dio un salto hacia atrás y cayó de culo sobre los soldados que se apresuraron a rodearlo. La punta de sus espadas interponiéndose entre el anciano y el burgomaestre. La tropa miró a su comandante esperando una orden y este hizo lo propio con el alcalde. El antiguo comandante asió con ambas manos la empuñadura de su arma con el estoque hacia abajo y, de un fuerte golpe, la clavó en la madera.

- ¿A qué viene todo este teatro?
No expondré el por qué,
el cómo, ni el cuándo.
Condenado de antemano,
por juez y jurado,
me voy caminando despacio,
hacia el árbol del ahorcado.
Mira el verdugo la hora
y comprueba la soga,
que corra el nudo en vez del aire.
Se hizo tarde y el tiempo apremia
por silenciar mi lengua.
Y ahora ya sin discurso,
ni me reinvento ni me reescribo,
solo me repito.
Y si me arrepiento de algo,
es de no haber gritado más alto.

- ¡Nooooooooooooooooo! – Desgarrado grito el que escapó de la garganta de la condesa. - El orgullo hará que os cuelguen. – Corrió hacia Víctor, tentada estuvo de arrojarse a sus pies y suplicarle. - ¡Lo jurasteis, le jurasteis a mi padre que me protegeríais!
El anciano había recuperado parte de sus fuerzas, con los ojos la imploró que no se humillara delante de todos.
- ¿Cómo he de protegeros desde el exilio?
- ¿Cómo habéis de hacerlo si dejáis que os maten?
- ¿Queréis que admita un crimen que no he cometido? Mi vida no vale tan poco.
- ¡Limpiaremos tu honor más tarde!
- Imposible hacerlo si ahora me avengo.
Antonia intentó arrodillarse ante él, pero se lo impidió. – Solo una cosa queda de nosotros tras la muerte y son nuestros actos. ¿Cómo queréis recordarme, como a un cobarde?
- Perdí a mi madre, más tarde a padre. Solo me quedáis vos, si os dan muerte no podré soportarlo.
- Os lo ruego mi señora, no seáis tan egoísta. ¡Demostrad que sois fuerte, la digna hija de Andrade!
- ¡Maldito testarudo! Yo os recordaré siempre como al buen hombre que sois, pero no será hoy ni mañana. ¡Aun os queda mucho por vivir! Sois un soldado, retirarse no es una derrota si al alba podéis seguir luchando.
- Os equivocáis. – Víctor le regaló una limpia sonrisa. – Yo ya he vivido lo suficiente, si otros quieren seguir luchando solo puedo dejarles mi ejemplo. – Cogió las manos de la condesa entre las suyas. – Lo siento señora, siento que os quedéis sola pero ahora solo me queda la honra.
- ¡Os enterraran con ella como mortaja!
Sabía que era el miedo y la desesperación quienes habían dictado aquellas últimas palabras de su señora. La dio la espalda y ofreció a los guardias sus muñecas.
- Nada honrosa será tu imagen cuando te balancees colgado del cuello. – Francisco no disimulaba su satisfacción por la decisión de su antiguo adversario. Habría preferido desembarazarse de él expulsándolo con el san Benito de traidor. Muerto seguiría siendo una peligrosa referencia, sobre todo para los escoria. No importaba, gustoso, de no ser por guardar las apariencias, el mismo tomaría el puesto del verdugo.
- ¿Es tu última palabra?
Víctor pasó revista a las caras de los miembros del Consejo, a todos les satisfaría verlo muerto. Sintió rabia, y tentado estuvo de retractarse para privarlos del espectáculo del patíbulo. Quiso convencerse así mismo de que hacía lo correcto, de que no era su maldito orgullo quien lo dirigía al cadalso.
Una última mirada a la condesa, ningún lazo de sangre los unía pero la había querido como a una hija. El único legado que la dejaría es el ejemplo de quien actúa correctamente fiel a unos principios que considera virtuosos. Ya no albergaba ninguna duda.
- ¡Acabemos con esta farsa!
- Que así sea. ¡Soldados, apresad al traidor!
No se hizo de rogar la tropa para acatar la orden del burgomaestre, el propio comandante se encargó de maniatar a su predecesor. De nada sirvieron las protestas de la condesa que intentó, de forma infructuosa, hacer valer su título nobiliario. El Consejo ya tenía un chivo expiatorio y no estaba dispuesto a dejarlo escapar, por mucho que Antonia les gritara en nombre del rey y apelase a la memoria de su padre. A fin de cuentas, todos detestaron en secreto a Andrade y, al igual que ahora con Víctor, desprenderse de él fue un alivio. Desesperada, sin voz ni fuerzas, ya no le quedó otro argumento que maldecirlos.
- ¡Miserables! ¡Son vuestros pecados los que han atraído a la plaga! Ella es el castigo a tanta vileza. Avaricia, envidia y egoísmo es lo único que os mueve. Sois tan ruines, tan mezquinos, tan malvados que, impaciente, el demonio ha sido incapaz de esperaros en el infierno. Por eso ha venido, para llevaros con él. Ofrendáis en sacrificio al único hombre bueno de esta sala, en la esperanza de que su sangre aplaque la ira de la bestia. ¡Porque la bestia la lleváis dentro! ¡En cada uno de vosotros, en vuestros negros corazones!
- La señora condesa esta en exceso nerviosa. Es comprensible que la situación haya nublado momentáneamente su juicio. Descubrir, que aquel en quien confiamos, es en realidad un traidor, no se digiere con facilidad. Créame cuando aseguro que para mí también ha sido un duro golpe. Todos los aquí reunidos respetábamos a Víctor, todos estamos afligidos, mayor incluso, es nuestro pesar que la indignación. Vos apeláis a quien fue, a lo que hizo en el pasado por nosotros. Su crimen es el más deplorable de cuantos me vienen a la mente. No sé qué lleva a un hombre a cambiar tanto. Quizás la vejez, los achaques de la edad que no solo afectan al cuerpo sino también al cerebro. Tal vez los malos consejos, o unos ideales que creemos honestos pero están equivocados. Dices que somos monstruos, demonios desalmados, pero él es quien urdió un plan para asesinarnos. Con todo, hemos puesto sobre la balanza sus actos, y aun inclinándose hacia el castigo, le hemos ofrecido el perdón. El destierro en vez de una muerte, que sin ninguna duda merece. Ahora solo puedo prometer que tendrá un juicio justo.
La condesa se vino abajo, se dirigió tambaleándose hacia su butacón, dejándose caer sobre él apesadumbrada. – Conozco la justicia del Consejo, la que le brindó a Ezequiel, la que ha otorgado a tantos otros. – Sus palabras fueron inaudibles, un susurro.
- Mi señora está agotada, demasiadas turbias emociones. Lo mejor es que se retire a descansar. – A una señal del burgomaestre, el comandante y los dos soldados que no custodiaban a Víctor se acercaron a ella. Antonia miraba como se llevaban al anciano. Los miembros del Consejo habían abierto un pasillo y entre ellos pasaba, bajo una lluvia de insultos. A la condesa se le encogió el corazón al verlo arrastrar los pies, maniatado y preso como un delincuente.
- ¿También yo soy vuestra prisionera?
- No digáis eso señora, solo me preocupo por vuestra salud.

El escandalo de lo que, sin ninguna duda era una pelea, llegó a través de la gruesa puerta que separaba la sala de plenos con la estancia de la entrada. Los ilustres ciudadanos se alejaron apresuradamente de ella, situándose tras la tropa y Víctor. Aquellos cobardes se temían lo peor, imaginaron a los escoria irrumpiendo y pasándolos a cuchillo. Las puertas se abrieron, los soldados formaron en línea, talón izquierdo clavado en tierra, pierna derecha adelantada y espadas en guardia. Fue otro soldado quien apareció, magullado pero no herido. Tras de él, dos más igual de asustados.
-¡Señor, el…el… - Fue lo único que tuvo tiempo de balbucear antes de que irrumpiesen otros soldados muy diferentes, eran enormes, altos y fornidos. Iban enfundados en túnicas negras sobre las cuales había bordada una enorme cruz roja. Bajo las ropas, pesadas cotas de maya. En la cabeza, los yelmos ocultaban por completo cabeza y cara, dejando solo unas pequeñas ranuras por las que podían ver. El más grande apartó de un empujón al soldado llorica, tras él llegaron más cruzados. El comandante contó medio centenar, él solo disponía de poco más de una veintena de soldados, suponiendo que el resto de los que dejó vigilando la entrada siguieran vivos. El silencio era turbador, como agónica la incertidumbre de la espera.
- ¡Abrid paso a su excelencia el inquisidor!
La tropa bajó sus armas, los recién llegados hicieron lo mismo. Formaron un corredor, los miembros del Consejo se apretujaban tras ellos pero apenas podían apreciar quien pasaba por el centro. Desde la altura que les ofrecía la tarima, Francisco, su comandante y la condesa si pudieron verla. Al lado de los soldados parecía que tenía la estatura de un niño, vestía un humilde hábito de monje pero todos los dedos de sus manos estaban engalanados por lujosos anillos. El silencio era tan sepulcral, que podía escucharse el sonido de sus botas al caminar. Francisco maldijo su suerte, todo estaba yendo tan bien y tenía que aparecer precisamente ahora el inquisidor. Cuando lo tuvo más cerca se fijó mejor en él. Pequeño y rechoncho, no imponía demasiado respeto su presencia. Tras él caminaba un tipo alto con ropas elegantes pero de corte nada presuntuoso. Su talle no se correspondía con el pelo totalmente blanco, era esbelto y aunque entrado en años apuesto. Juntos, el inquisidor y el canoso parecían personajes antagónicos. El primero se libró de la capucha del hábito que le cubría la cabeza. Media melena castaña, mofletes caídos y marcadas patas de gallo. El inquisidor resultó ser una mujer, una mujer realmente desagradable a la vista.
- ¿Vos debéis ser la condesa.? – Su voz no era mejor que su aspecto, cavernosa y carente de feminidad.
Francisco se apresuró a interponerse entre las dos mujeres. – Soy Francisco, burgomaestre de la ciudad. Quiero dar en nombre del Consejo la bienvenida a su ilustrísima.
La mujer lo miró con desprecio.
- Tú eres el imbécil que me ha hecho esperar en unos sucios acuartelamientos. ¡Apartaros, es con quien rige la ciudad con quien he de hablar.
- Precisamente, lo tenéis enfrente.
- ¿Vos sois la condesa? Rasurad entonces ese bigote y cubrid con una peluca las calvas. Ya me habéis hecho perder demasiado tiempo. Me envía el rey, como representante suyo me debéis el mismo respeto que a él. ¡Inclinaros pardiez! - Todos los reunidos le brindaron una reverencia, todos salvo la condesa, conocedora de los protocolos. Tampoco Víctor se inclinó, intentaba ver a través de los soldados a la inquisidora.
- No soy la condesa. – Se río de forma falsa y servil. – Pero yo soy quien dirige el Consejo, y este a su vez el destino de la villa.
- Vos no tenéis linaje. ¿Desde cuándo los plebeyos están sobre la nobleza?
- Desde mi llegada todo ha sido un despropósito. Hemos sorteado cadáveres por el camino, nos hemos “deleitado” con el desolado paisaje de los arrabales. Como bienvenida, las puertas de la ciudad cerradas. ¡Se nos negó la entrada!  ¡Abrase visto mayor desfachatez, tamaño desprecio a la enviada del rey! Más, teniendo en cuenta, que fue la ciudad quien imploró la ayuda.
Se nos ha recluido en unos barracones atestados de chinches y, a mis exigencias de ver a la condesa, solo evasivas. Con mal pie nos hemos levantado hoy todos. Alguien ha de responder a tanto insulto, y no me han de ser suficientes unas simples disculpas. Ahora debo entregar mis credenciales a la condesa. ¡Aparta mentecato!
Obedeció el burgomaestre. La inquisidora subió los tres peldaños de la tarima y, tras una leve reverencia, le ofreció unos legajos enrollados. Antonia estaba ausente, sus ojos fijos en un punto. La enviada del rey interpretó el gesto como un desprecio y giró la cabeza contrariada.
- ¿Quién es el reo? – Preguntó señalando a Víctor. - ¿Tan importante es, como para ignorarme?
Francisco volvió a entrometerse. – Excelencia, hemos pedido auxilio al rey por unos buenos motivos, testigo ha sido usía a su llegada de ellos. He de excusarme pero, a buen seguro, entenderá las razones por las que he pospuesto el encuentro con la señora condesa. Esta misma mañana hemos sofocado una revuelta. Ese por el que preguntáis, es uno de los cabecillas de la insurrección. Doña Antonia lo tenía en muy alta estima, por ello está compungida y es incapaz de atenderos como os corresponde. Disculpadla y permitid que abandone la sala, yo os pondré al corriente de todo.
El comandante y dos soldados la invitaron a acompañarlos. No se resistió, estaba en estado de shock. La sacaron del Consejo, los presentes la observaban con inquina. No fue ajeno Víctor a aquellas miradas, su señora corría grave peligro. Necesitaba a toda costa hablar con la inquisidora. Aprovechando la distracción de la tropa, se acercó todo lo aprisa que pudo. Un muro humano le cortó el paso, uno de los cruzados lo golpeó brutalmente en la cabeza. Todo se volvió negro en un instante.
- ¡Llevaos al traidor y arrojadlo en una mazmorra! Ha intentado agredir a la inquisidora. ¿Necesitáis más pruebas de su deslealtad? – Los soldados de la ciudad obedecieron al burgomaestre presurosos. Alzaron en volandas al desvanecido anciano, sacándolo a toda prisa de la sala. – Un nuevo contratiempo por el que disculparme. Hoy está siendo un día desolador por muchos motivos. Pero, no perdamos las buenas maneras, yo recogeré sus credenciales y las entregaré en un mejor momento a la condesa. Lo correcto, ahora serían las presentaciones. Como ya he dicho, es mi nombre Francisco y soy el alcalde de la ciudad. – Hizo una leve reverencia, y en aquella actitud quedó en espera de la respuesta de la inquisidora.
- Si ya habéis solventado vuestros problemas, para nada me necesitáis. Me habéis hecho perder tres semanas en el viaje y otras tres en el de regreso. Estas tierras son el infierno, calor, polvo e insectos. Tened bien seguro que informaré al rey de mi descontento, y que vuestro nombre figurará en todas mis quejas. No son asuntos terrenales los que me atañen. ¡Revueltas de escorias! ¿Era ese el asunto tan importante? ¿Para qué requeristeis a un inquisidor?
- Esperaba conocer vuestro nombre antes de explicaros todo. Después considerareis si fue o no correcta nuestra llamada de auxilio.
- Podéis llamarme Atalaya. Es el nombre que escogí al tomar los hábitos, pues soy la torre desde la que la iglesia vigila y vela por sus ovejas. ¿Dónde está la herejía? ¿De qué asuntos he de ocuparme?
- El mal asola la región, la revuelta de los escorias solo es la piel del demonio.
- Proseguid.
- Acompañadme al ayuntamiento, hablemos en privado en un ambiente más sosegado. Nos llevará largo rato. – Francisco seguía intrigado por el tipo del pelo blanco y ya no pudo contenerse en preguntar. - ¿Quién es el caballero que la acompaña?
- Ellos son los Caballeros del Temple, monjes virtuosos y guerreros feroces. Tratadlos como lo que son, guías de la fe
- No, no eminencia, me refería al señor de plateados cabellos.
- Él no es un caballero, es un escriba, un albacea del rey.
- Mi nombre es Runflar de Monedero.  A su servicio. – Hoy era el día de las reverencias.
-¡El contable! – Pensó Francisco. Con ese aspecto no imaginó que pudiese serlo, esperaba a un individuo de piel blanquecina y ojos de topo. No le desagradó, parecía un tipo… pensó en un término para definirlo. Un tipo “terrenal”, dado a los placeres que la vida ofrece. Quizás pudiera manejarlo, sobornarlo de alguna forma. Quizás debería detener el descabellado plan de Zinue. El arquitecto  zarparía hacia las Islas Afortunadas al alba. No dispondría de tiempo suficiente para averiguarlo. Ahora debía centrarse en la inquisidora.
- Va a tener mucho trabajo, maese Runflar. Hay que hacer inventario de todo lo almacenado en la ciudad. La amenaza de la insurrección no está del todo sofocada, lo más seguro es que todos tengamos que permanecer largo tiempo  confinados dentro de las murallas. Lo mejor es que hoy descanse, el viaje desde la Ciudad Roja es largo y agotador. – Se dirigió a Atalaya. – Acondicionaremos la iglesia vieja para sus caballeros guías. Seguro en ella se encuentran más a gusto que en los cuarteles. Vayamos al ayuntamiento, hoy será un día largo de preparativos y mañana no auguro sea mejor. Mucho he de explicaros primero, antes de adentrarme en tantos otros quehaceres.
Burgomaestre e inquisidora se dirigieron al edificio del ayuntamiento, los cruzados los escoltaban. Tras ellos, salieron los miembros del Consejo. Cada mochuelo a su olivo, y ninguna duda resuelta. Seguían presos en la ciudad, sus bienes confiscados y sus miedos a flor de piel. A cambio de todo ello, Francisco les había ofrecido la vida de Víctor. Ahora, con la cabeza más fría, a ninguno de ellos les parecía suficiente.




Los ojos del gato.



La Insidiosa había regresado a su buhardilla, evitando cruzarse con aquellos a los que consideraba unos invasores. Sin darse cuenta del cómo, acabó jugando con el cachorro de gato. Por un buen rato, se evadió de ese modo de tantas cosas que rondaban su cabeza, sobre todo de la perdida de mamá y de su odio por Magenta.
Pasaba una brizna de paja muy cerca del hocico del animalillo, y este la seguía con la mirada antes de lanzar unos rápidos zarpazos. Cuando se cansó del juego, repitió la operación con el colgante que le había regalado el hombre quemado. Lo alzaba sobre la cabeza del gato, cuando saltaba intentando alcanzarlo, la muchacha lo elevaba haciendo gala de unos magníficos reflejos. Lo balanceaba después, y observaba divertida como lo perseguía en vano. No se dio cuenta, pero por primera vez en meses, estaba sonriendo.
Probó una última cosa. ¿Qué pasaría si se veía reflejado en un espejo? Intrigada por los posibles resultados, cogió el segundo regalo del extraño mendigo y lo colocó frente al cachorro. No esperaba que reaccionara de aquel modo, de haberlo siquiera imaginado, no lo habría hecho. El gato, que no había emitido un solo maullido hasta ese momento, arqueó el lomo con el pelo erizado y exhibió sus afilados colmillos. De un impresionante salto, para un animal tan pequeño, se alejó del espejo.
La joven de pelo negro y ojos sin luz, se rio divertida. – Yo también habría salido corriendo, eres una bestia pavorosa. - Volvió a dejar sujeto entre cuerpo y cinto el espejo. – Pobrecito. ¿No tienes hambre? – El cachorro se había refugiado en un rincón. – Yo estoy famélica, vayamos a la cocina a ver que encontramos. – Lo cogió en brazos, el gato de nuevo parecía dócil y relajado. Bajó por la escalera de caracol, temiendo encontrarse en cualquier momento con alguno de los recién llegados. Ya que no podía echarlos, deseaba evitarlos a toda costa. Habían alterado la paz de su refugio, ya no se encontraba a gusto en el castillo.
Hubo suerte, todos debían estar en el patio de armas. Ahora quedaba un último escollo, no coincidir con la cocinera. Si bien a todos los detestaba, a ninguno más que a las tres criadas y, de ellas, era la cocinera la peor de todas. Maldijo, allí estaba entre pucheros, con su largo y rizado pelo y su piel de ébano. – Es una bruja. – Le susurró al cachorro, acercando los labios a su pequeña cabeza. – Pero sabremos manejarla. – Lo estrujó entre sus brazos. - ¡Vamos!
No fue nada sigilosa, Carmen pudo escuchar cómo se le acercaba por la espalda. No necesitó girarse para saber de quien se trataba.
- ¿Qué quieres ahora? – Estaba claro por su tono, que seguía muy disgustada.
- ¿Tienes un poco de leche?
- ¿De tenerla, porque habría de dártela? Hay muchos estómagos que la merecen más que el tuyo.
- No es para mí.
- ¿Para quién entonces? – Se giró, al ver el ojo hinchado y morado de la muchacha se apiadó de ella. No era el momento de mostrar flaqueza. - ¿Te duele?
- No. – Mintió la Insidiosa.
- Puedo prepararte unas cataplasmas, te aliviaran y bajaran la inflamación.
- ¡Ya te he dicho que no me duele! ¿Puedes o no, darme esa maldita leche?
- Siendo altanera y desagradable, poco probable es que de alguien consigas favores.
- No quiero de tus favores, dijisteis que estabais aquí para servirme. Es una simple orden.
La cocinera volvió a darle la espalda. – Regresa por dónde has venido. No desperdiciaré lo poco que tenemos contigo. Tú ya te saciaste hace poco, otros han tenido que salir a buscar su sustento bien temprano, mientras a ti te lo dan todo hecho.
- Ya te he dicho que no es para mí. – El gato maulló por primera vez en ese momento, como sabiendo que debía hacerse notar.  Carmen dio media vuelta, no había reparado hasta ahora, en el pequeño bulto que la Insidiosa sostenía en brazos. La muchacha lo acariciaba con ternura de forma inconsciente. Le pareció una imagen enternecedora, era la primera vez que la joven mostraba un poco de humanidad.
- Es un animalito adorable. – Sonrió y estiró el brazo con la intención de acariciarlo. La Insidiosa lo ocultó entre los brazos. Un gesto que le pareció más coherente con el insoportable carácter de la muchacha. Contuvo su disgusto, aquella muestra de cariño (aunque fuese por un gato) podía ser un principio.
- Si no quieres dármela, te la pagaré. – Le ofreció el colgante. – Esto por un poco de leche.
Carmen miró el collar, era una bagatela sin ningún valor, pero con un extraño encanto. Pensó que debía de tratarse de algún recuerdo de su madre. Cogió una jarra y vertió en un cuenco un poco de leche.
- Me ofende pienses que pudiera cobrarte por un poco de comida, toma algo más. - La Insidiosa no pudo darse cuenta de donde había sacado aquel arenque. – El gato ya es lo suficientemente grande para una dieta más amplia. Podéis compartirlo.
No supo que responder, quedó en silencio un rato. Finalmente le acercó el collar. – Toma, no es un pago, tampoco un trueque. Acéptalo como un regalo.
La cocinera no esperaba un gesto altruista como aquel. – No puedo aceptarlo, seguro es un preciado recuerdo. No debo permitir que os desprendáis de él.
La Insidiosa contuvo la risa. – Poco cuesta dar, lo que ni se desea ni se precisa. No os preocupéis por eso.
Regresó a su cubil, llevando con cuidado de no derramarlo, el cuenco con leche. El gato acabó el contenido en un suspiro y ahora devoraba la sardina. La muchacha lo observaba sin dejar de sonreír. – Eres todo un glotón. Debería buscarte un nombre. – Meditó un corto espacio de tiempo, del pescado ya solo quedaba la raspa. – Te llamaras Sardino. – Se rio complacida, Sardino le pareció un nombre perfecto. El cachorro ronroneaba, satisfecho por la pitanza.






De barro hasta el cuello.


- Que sin sentido, regresar del infierno a esta vida, para no disfrutar ni un solo día de ella. ¿Ha valido la pena prestarme al juego del buhonero? Que no es de fiar, bien lo sé. Por haber fiado, ahora en vano porfío por no hundirme. Hablo en sentido literal, que mis pies perdieron suelo y el fango llegó ya a mis rodillas. Condenada como está mi alma, rezar no ha de servirme de nada. No me importó lo que tramaba, solo pensaba en ella, en la forma de salvarla del tormento en el que está sumida. Salvarla de un castigo que no merece, de una penitencia de la que solo yo debiera ser depositario.
De expiar mis pecados no hay tiempo. Pensé podría engañarlo, que esta sería mi oportunidad (si bien no en su totalidad) de enmendar el daño que antaño la hice.
¡Que necio he sido! ¡No se puede jugar contra el demonio! Él reparte a su antojo y conoce de ante mano las cartas. Apuesta sobre seguro y es nuestro orgullo quien nos impide verlo. Solo he conseguido traer la desgracia a otros. Muchas cosas escapan a mi entendimiento. Dijo que habría de verlo, que dispondría de otros ojos para contemplar el mal, que del averno me traje de equipaje. No comprendía el significado de las imágenes, como destellos llegaban a mi mente. Lo tuve claro al ver la faz de un gato reflejada en un espejo. Era eso a lo que se refería el buhonero. Pero… si ahora de nuevo muero, no he de ser testigo de sus maquinaciones. ¿Cómo entonces sentirme responsable? ¡No, no, me niego a creerlo! ¡No puedo acabar aquí y ahora! ¡No sin saber si él cumplió su promesa!
El ciemo ya cubría por la cintura al hombre quemado. En la más completa oscuridad de su ceguera, los acontecimientos lo habían conducido, poco a poco (lo mismo que la ciénaga se lo estaba tragando) hasta allí.

Después de entregar a aquella mujer los objetos que el buhonero le había encomendado, ambos descendieron por un empinado sendero. Caminaron largo rato, el comerciante lo guiaba. Escuchó el repicar de unas campanas, justo encima de su cabeza y fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de que estaba solo. En las puertas de una iglesia lo conoció, y frente a las de otra lo dejó abandonado.
No tardaron en llegar a sus oídos los gritos, sin duda volvieron a confundirlo con un leproso. Como a una res, a golpes de unas varas que eran las lanzas de los soldados, le señalaron cuerpo y camino. Solo para él se abrieron las puertas de la ciudad. De no temer el contagio, le habrían propinado un puntapié para arrojarlo a los arrabales. No fueron los escoria mejores con él, de lo que lo habían sido los que moraban al otro lado de las murallas. A pedradas lo condujeron lejos de allí. Dejó de oírlos, ahora era el zumbido de enjambres de mosquitos la música que lo acompañaba. Podía imaginar cómo sus aguijones intentaban clavarse en su piel. Las quemaduras de tercer grado habían destruido por completo dermis y epidermis junto con las terminaciones nerviosas. Los picotazos le eran indiferentes, pero supo que algo no iba bien cuando sus pies comenzaron a hundirse en el barro.
El sol debía estar en su cenit, podía notar el calor en las pocas zonas de su cuerpo donde conservaba algo de sensibilidad. Una repentina brisa lo envolvió por un instante y los rayos del astro dejaron de llegar. El baño de ciemo ya lo cubría por el pecho, moriría ahogado, igual que lo hizo ella. Pensó que en cierto modo era afortunado, pocos debían haber tenido el dudoso privilegio de fallecer dos veces. ¿Qué sería peor, la asfixia o las llamas? No tardaría en saberlo. - Ningún suplicio puede ser comparable a que te quemen vivo. – Intentó consolarse.

- Podría enumerarte docenas de ellos, y si es tu deseo, hacer que los experimentes todos.
- Sabes de sobra cual es mi único deseo. – El hombre quemado no pareció sobresaltarse. En el tono de su voz no se apreció ningún tipo de emoción. - ¿Por qué te escondes tras la voz de una mujer? Bien sé quién eres, no tan claro puedo dilucidar tus intenciones. Ahora sácame de aquí si ya te has divertido lo suficiente.
- Ni remotamente tengo suficiente. ¿Por qué debería salvarte y privarme del deleite que para mis oídos serán tus suplicas?
- No es este el final que me reservas, y de serlo, no saldrá de mi garganta un solo ruego.
La gárgola rodeó al hombre quemado, se puso en frente, cuidándose de no adentrarse en la ciénaga. Reparó en las cuencas vacías de su rostro y en las terribles cicatrices de la piel.
- Incluso alguien como tú, seguro tiene un motivo por el que desear seguir vivo.
- ¿Qué me ofreces en esta ocasión?
Magenta comenzó a intrigarse. - ¿Ya nos hemos visto antes? ¡Oh, perdona mi torpeza! Tú no puedes ver. – Se carcajeo con ganas. – Yo no te recuerdo, pero no es la memoria mi mejor recurso. – El ciego continuaba impertérrito, ajeno a la provocación, aquello enfureció a la gárgola. – Dime que es lo que quieres y entonces considerare, si lo que tienes para ofrecerme a cambio lo merece.
- ¿Ofrecerte a cambio? Ya te pertenezco, nada tengo. Pero hicimos un trato, cumplí mi parte y desconozco si tú hiciste lo propio con la tuya.
- ¡Te estas quedando sin tiempo, estúpido! – Ya solo la cabeza del ciego permanecía fuera de la ciénaga. – Esta claro que me confundes con otro. De poder verme se disiparían tus dudas. Da gracias a tu ceguera por ello, pues a buen seguro, mi presencia te intimidaría más que la muerte que inminente se cierne sobre ti.
- Si no has de ayudarme, no te brindare el espectáculo de escucharme suplicar. No he de lamentarme de mi suerte.
- ¿Sabes? No hueles a nada. No puedo olfatear tu miedo, tampoco de tus poros emana la estimulante fragancia del rencor. Ni un resquicio de ilusiones pasadas. ¡Nada! Estas completamente vacío. ¿Qué eres tú?
- ¿Tú lo preguntas? Soy tu obra.
El monstruo de piedra estaba perdiendo la paciencia. Tentada estuvo de abandonarlo y prescindir de contemplar su final. Pero aquel humano era especial, sin duda. La pudo la curiosidad.
- En lo que acabe de exponer mi oferta, desaparecerá tu cabeza bajo el fango. Así que escucha con atención.
El hombre oía muy próximo el meloso tono de su interlocutara. Sin embargo, teniéndola tan cerca de su cara, no sentía ni el calor ni el olor de su aliento. El buhonero tenía apariencia humana, y como tal respiraba como también olía su transpiración. ¿Y si estaba equivocado y quien le hablaba no era él? ¡Claro que lo era! Estaba jugando, no lo dejaría morir, bien claras dejó sus intenciones. Él deseaba hacerlo participe de sus infamias, ahora tan solo se burlaba, pretendía atormentarlo. No le daría ese placer, se hundiría en la seguridad de que en el último instante lo sacaría de allí.

- Encomiable terquedad la del burro, empecinado en avanzar teniendo delante un muro. Me gustas, cubierto como estás hasta el cuello de mierda, aun conservas arrestos para ignorar mi oferta. – El hombre quemado alzaba la cabeza, en un dramático intento por conservar un instante más de aliento. Solo boca y nariz permanecían fuera de la ciénaga. Los oídos inundados de fango, imposible escuchar a la gárgola. A su ceguera se unió el silencio, en realidad era como si ya estuviera muerto. Una última bocanada del preciado oxigeno. Cerró la boca, pero eso no impidió que por su nariz se colase el lodo y se deslizase hacia la garganta. Era un sabor repulsivo y, cuando su laringe se inundó de inmundo cieno, le fue imposible reprimir tos y arcadas. Las llamas solo eran un vano recuerdo en aquel momento. Abrió la boca, en un tan desesperado como absurdo intento por respirar, sus pulmones se anegaron de inmediato. Morir ahogado, definitivamente, también era un final horrible. Sintió que sus vísceras estaban a punto de reventar, su sangre discurría desbocada por venas y arterias, buscando un oxigeno que no llegaba. El corazón seria lo primero en estallar, seguido por los pulmones. El hecho de estar inmovilizado lo hacía aún más terrible, intentaba en vano revolverse, mover los brazos y nadar hacia la superficie. Con ello solo consiguió hundirse más. – Se acabó. – Pensó. – He apostado demasiado fuerte y las pérdidas son inasumibles. – Maldijo al buhonero. – No a mucho tardar he de veros de nuevo en el infierno. – Se había equivocado en su idea de que lo salvaría. Aquel final no tenía ningún sentido para él, pero a buen seguro el comerciante lo había urdido todo con un buen motivo. Ya nada de eso importaba, no desperdiciaría sus últimos pensamientos en ello. Los dedicaría a ella, a su recuerdo. Rezó al cielo, rogando que el altísimo la preservara de lo que pudiera depararla el demonio.

Algo lo rodeó por la cintura con fuerza. Pensó en una culebra, pero era demasiado grueso, demasiado enorme. Sintió un tirón y la presión a poco le tritura las costillas. Salió despedido por los aires, para a continuación estrellarse contra un suelo lo suficientemente sólido. Intentó librarse de aquello que lo sujetaba, palpó una superficie dura como la piedra. Después de ser arrastrado un rato, la tenaza que lo aprisionaba lo liberó. El aire seguía sin llegar a sus fuelles, embozados como estaban de ciemo. Quedó revolviéndose boca abajo, hasta que algo aplastó su espalda, era la pezuña de Magenta. Se sintió reventar como un grano, pero fue barro y no pus lo que expulsó su boca. Un buen rato vomitando y el aire llegó por fin a sus pulmones.
- Sabía que no me dejarías ahí dentro. – Dijo entre inhalaciones y exhalaciones.
- Pues en ese caso, ya sabias más que yo.
- ¿Cómo lo has hecho? ¿Qué era eso que empleaste para sacarme?
- Eso era mi cola, y ahora por tu culpa, la tengo embadurnada de ese apestoso grumo. – La gárgola estalló en carcajadas. – Deberías poder ver tu aspecto, suerte mi estómago también es de piedra, de otro modo sentiría nauseas. Estas asqueroso cubierto de lodo... – Quedó pensativa un rato. – Hummmm… En realidad no tienes peor pinta que antes.
- ¿Y ahora qué?
- Ahora estas en deuda conmigo.
- Nada te debo, sin antes saber si cumpliste tu promesa.
- Sigues empeñado en creer que soy otro. No tengo idea de lo que me hablas. Pero si he de averiguar el modo de sacar de ti algo de provecho. Ese es ahora mi reto, ese es el único motivo por el que sigues vivo. – Magenta lo olfateó con insistencia de arriba abajo. Por fin sonrió complacida. – Lo ocultas bien, pero no lo suficiente. Ya sé que es lo que temes. – Ahora era la brisa que se colaba entre la mortecina vegetación de la ciénaga, lo que olisqueaba. – También sé que es lo que deseas. – Se movía como un sabueso buscando un rastro. Como impulsadas por un resorte, sus enormes orejas se pusieron tiesas quedando erguidas. – Y lo mejor de todo, sé dónde encontrarlo.
Ajeno por su ceguera a lo que hacía Magenta, el hombre quemado cada vez albergaba menos dudas. Quien le hablaba no era el buhonero, se sintió más estúpido que aliviado.
- Tampoco yo tengo idea de lo que tú farfullas y estoy confuso por lo de esa cola que mencionaste. No sé quién o qué eres, mucho menos lo que quieres pero tienes lo único que puedo darte, mi gratitud.
- Para nada me sirve tu gratitud, ella no aplacará mi hambre. Guárdatela para más adelante, cuando acabe contigo veremos si sigues tan agradecido.
- ¿Debo entonces temerte? Cada vez estoy más confuso.
- No es mi intención hacer favores si no he de conseguir nada a cambio.
- ¿Me salvaste por el único motivo de hacerme sufrir a la postre? ¡Ah maldito, casi conseguiste engañarme! Por un instante te he creído en tu afirmación de que eras otro, te has delatado. No me importa lo que hagas conmigo, solo que cumplas nuestro trato.
- Comienzas a aburrirme. – La gárgola desplegó sus enormes alas provocando con ello una breve ventisca. Buscó por las cercanías un lugar lo suficientemente elevado que la permitiera emprender el vuelo. – Tengo cosas mejores que hacer que seguir perdiendo el tiempo contigo. Pero no te preocupes, volveremos a vernos. – Soltó unas carcajadas mientras miraba las cuencas vacías del hombre quemado, ya había repetido aquel supuesto chascarrillo, pero le seguía resultando divertido.
- ¿Vas a dejarme aquí? En ese caso dudo volvamos a encontrarnos si no me buscas en el fondo de alguna de estas charcas.
- No me he tomado tantas molestias por salvarte, para que vuelvas a caer víctima de tu torpeza. – Le puso una larga vara entre los brazos. – Ve despacio tanteando el camino y déjate guiar por el calor de los rayos del sol.
- ¿No sería más fácil que tú me condujeras?
No le respondió, Magenta había divisado un montículo. De dos saltos se subió a él y con un tercero se elevó lo suficiente para tomar el vuelo. Seguía un olor en particular, uno muy semejante al de aquel mendigo que dejaba atrás. Estaba muy intrigada por el extraño personaje, pero también segura que allí donde se dirigía, se encontraba la forma de castigar su altanería. La ceguera de aquel mono no era excusa para no temerla, y mucho menos para no odiarla. Pronto aquel mentecato lo averiguaría sufriendolo en las carnes.
Por su parte, el hombre quemado siguió los consejos que le había dado aquella extraña mujer para salir de las ciénagas, sin saber a ciencia cierta, si en realidad se trataba o no del maldito buhonero.






El bosque encantado.

Parece que no era del todo cierto el que Dios ayudase a aquellos que madrugaban. Habían salido bien temprano del castillo con la intención de encontrar provisiones. No tuvieron suerte, en el valle solo recogieron bellotas de las encinas y algunos huevos de los pájaros que en ellas anidaban. Él mismo se sorprendió de verse corriendo tras una codorniz y sus perdigones. Se perdieron bajo la yerba, como sus morros entre las piedras. La nariz dolorida, rodillas solladas pero intacto orgullo y autoestima. Cuando se levantó del suelo miró a su alrededor, ninguno de los otros lo había visto. Se sacudió el polvo de las ropas, y probó suerte en la búsqueda de hongos. Ahora se arrepentía de no haber mostrado mayor interés durante las clases de sus tutores. Siempre en las nubes, las palabras atravesaban su cabeza sin apenas dejar semilla que germinara en ella.
Encontró un buen número de setas, pero desconocía si eran comestibles o, por el contrario, ponzoñosas y mortales. No se arriesgó a cargar con ninguna de ellas.
Cuando el sol estaba en lo más alto y el calorcillo de aquel liviano otoño le desentumeció los músculos, estimó la posibilidad de adentrarse en el bosque. No era una idea demasiado atrayente, ahí dentro podían deambular animales peligrosos. Si bien hacía décadas que habían acabado con todos los lobos, seguían habiendo tejones y a saber que otros monstruos de afilados colmillos.
Eran un pequeño grupo de doce los que salieron de Roca Vieja, pero tres regresaron cuando vieron a unos hombres que los vigilaban sin preocuparse de ocultarse demasiado.

- ¡Saben que estamos aquí, avisaran a los soldados y vendrán a por nosotros! – El pregonero era incapaz de tranquilizarlos.
- ¿Cuántos son? – Acabó preguntando.
- Yo he visto a cuatro detrás de aquel grupo de encinas. – Señaló con el dedo un jovenzuelo que parecía más emocionado que asustado.
- Cinco más nos observan desde allí a lo lejos, puedo distinguir sus figuras aun con el sol de cara. – Mucho más preocupado este que el crío. Era Ciriaco, un tipo grande y fuerte, complexión necesaria para quien hasta ayer se ganaba el pan en la fragua. - Mas falta nos harán las armas, que las pocas raíces y bellotas que hemos recolectado. – Todos pusieron una de sus manos a modo de visera para protegerse del sol. En efecto, a media milla de distancia se apreciaban las siluetas de cinco jinetes.
- Otros ocho he visto apostados cerca del bosque. – Rufino era un humilde porteador en las obras de la catedral. Tenía robustas espaldas, pero ya dadas a inclinarse hacia delante, de tanto cargar con el peso de los bloques de piedra. – Asustados, el resto aseguraban haber divisado a muchos otros espías. Decían haberlos visto sobre árboles y bajo las piedras. La histeria empezaba a adueñarse de la mayoría de ellos.
Se miraron los unos a los otros antes de acabar clavando los ojos en Orcanario.
- ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Si nos atenemos al testimonio de aquellos de vosotros que no han visto fantasmas, ellos suman 17. Son más que nosotros y seguro bien armados. De haberlo querido ya nos habrían atacado. No estoy de acuerdo con Ciriaco, en el castillo hay ancianos y niños que necesitan alimentarse.
- No les darán tiempo a morir de hambre. ¡Van a matarnos a todos! – Sin ser conscientes de ello, cada vez se apretaban más los unos a los otros formando un instintivo circulo defensivo. El herrero retomó la palabra.
- Yo regresaré a Roca Vieja. Allí debe de haber una fragua, y con suerte, también alguna herramienta útil. Hoces o guadañas a las que sacar filo por si la necesidad impone que se vierta la sangre. Si han de venir por nosotros, a mí no han de encontrarme con las manos desnudas.
- Mi amigo prometió que su señor nos protegería. – Insistió el pregonero, sin demasiada convicción, en la cantinela de la noche anterior.
El exaltado, un individuo flaco con la piel de manos y brazos manchadas de color purpura, muestra inequívoca de que se ganaba la vida tiñendo lana en los telares, no cesaba en su histeria.
- Ninguno vimos a ese, aseguras que nos guiaba, pero lo cierto es que es a ti a quien seguíamos. Tampoco ese a quien dices que sirve el otro se ha mostrado. El castillo está en ruinas y maldito. ¿Qué noble querría alojarse en un lugar así? ¡Más nos valdría habernos dejado atrapar anoche por los soldados! ¡No hemos hecho nada malo! Seguro nos soltarían del calabozo pasados unos días.
El herrero, pese a su apariencia, era persona sensible y sutil en las formas. Cuando comprendió que el pregonero sería incapaz de calmar los ánimos, presionó el hombro del curtidor lo justo para que el dolor lo obligase a abrir la boca y tragarse las palabras.
- Regresa conmigo al castillo. – Le dijo. - Tras sus muros estarás más seguro. – Se retorció para librarse de la mano de Ciriaco y asintió avergonzado. Cuando ambos empezaron a alejarse los llamó el pregonero.
- Llevaos también al zagal. – De poco sirvieron las protestas del muchacho. Cuando el herrero extendió el brazo, y con el dedo le indicó que lo siguiera, cesó de inmediato en su pataleta.

Los ocho restantes caminaron tras el pregonero hacia el bosque. Quizás allí consiguieran echar mano a algún conejo en su madriguera. Cuando se acercaron a un centenar de metros de la arboleda, los hombres allí reunidos se retiraron en dirección al grupo de las encinas.
- Lo veis, nada quieren de nosotros. Debe tratarse de simples paseantes que disfrutan de este día espléndido. – Si ni el mismo creía sus palabras… ¿Cómo esperar que el resto lo hicieran? Debían correr el riesgo, no regresarían sin nada que ofrecer a los hambrientos estómagos de los que quedaron en el castillo.
- Piensa Orcanario, piensa. – Se repetía mentalmente una y otra vez mientras se adentraba en el bosque. - Recuerda lo que Atticus y Sahara te enseñaron.


Era noche cerrada y solo una vela alumbraba la pequeña habitación, de poco más se componía la choza que habitaban. Sobre la mesa, unos gruesos tomos de hojas ya frágiles y amarillentas.
- ¿Qué provecho he de sacar a ovejas y cabras con la filosofía? ¿De qué ha de servirme conocer a los clásicos mientras empujo el arado? Estoy cansado, trabajamos todo el día como animales y apenas nos llega para comida y cena. – Se giró de medio lado dándole el costado a su profesora. - ¡Vivíamos mejor en el desierto! – Acabó sentenciando.
- La capacidad de razonar es lo que nos diferencia de los animales. La filosofía nos ayuda a comprender lo que nos rodea y a cuestionarnos el sentido de las cosas, de la vida. – Orcanario evitaba mirar de cara a Sahara, a aquellos ojos de un verde tan intenso como un oasis en el desierto. Él nunca había visto una esmeralda, pero si escuchado a muchos comparar los ojos de su tutora con aquellas gemas, ciertamente debían ser unas piedras muy hermosas. La libido del jovenzuelo ya hacía un tiempo que se había despertado y no podía evitar que su cabeza fantaseara constantemente con faldas y escotes, pero aquello que le inspiraba su mentora era muy diferente. Se avergonzaba de semejantes sentimientos. De bien pequeño, desde que le alcanzaba el recuerdo, tanto Sahara como Atticus le dejaron claro que no eran sus padres y como a tales nunca los vio. Con todo, enamorarse de alguien que por edad bien podría ser su madre, hacia que se sintiese sucio.
Ella lo obligó a mirarla girándole la cara con su mano, se estremeció con el contacto de aquella palma callosa, mas debido a empuñar la espada que al trabajo en el campo. Se quedó embobado con la mirada fija y expresión tontorrona. Aquello era algo que el muchacho hacia muy a menudo últimamente y que a ella la incomodaba en sobremanera. Su tez era muy morena, lo que hacía que el color de sus ojos resaltase aún más en un rostro de facciones suaves. El pelo, negro azabache, y en contraste, entre sus cabellos ya asomaba alguna que otra caprichosa cana. Lo llevaba recogido en una larguísima y gruesa trenza. Sus labios sonrieron y a Orcanario le pareció que el pequeño habitáculo en el que moraban se iluminaba de repente.
16 tiernos abriles recién cumplidos los de él, 36 secos septiembres los de ella, y es que Sahara era una mujer dura tanto de carácter como en lo físico. Siempre se preguntó si ello era debido a las circunstancias vividas, o si ya nació predispuesta a enfrentarse de frente a la adversidad. Adversidades, ciertamente, habían sido muchas y las cosas no parecía que fuesen a ir a mejor. Andrade, en reconocimiento al servicio prestado al rey y al imperio, les había recompensado a ellos y a otros guanches con tierras en Pueblo Ignoto, pero los autóctonos seguían mirándolos con recelo.
- Háblame de mis padres. – Quiso cambiar de tema, más por librarse de la tensión de aquel incomodo silencio, que por esquivar las clases que tanto le aburrían.
- ¿Qué puedo contarte de ellos a estas alturas?
- ¿Qué podía tener Rocco contra unos agricultores para matarlos?
- El usurpador asesinó a todos los que no humillaron la cabeza ante él.
- ¿En que podían ellos perjudicarle? ¿Qué peligro le suponían a un rey, unas pobres gentes que no se preocupaban de otra cosa que de extraer de la tierra el fruto?
- Rocco era un hombre cruel.
El muchacho clavó su mirada miope en su tutora, aquella duda siempre lo había atormentado, tanto, como para ahora perder la vergüenza que le suponía enfrentarse a los ojos verdes de Sahara.
- ¿Por qué no escaparon cómo vosotros? ¿Porque me entregaron a ti y a Atticus en vez de ponerse a salvo? No puedo entenderlo, no tiene ningún sentido.
- Hablando de Atticus…  – Ahora fue Sahara la que cambió de tema de forma descarada. - …Hace demasiado rato que salió a dar de comer al ganado en los corrales.

Unos lamentos lo llevaron de regreso al presente. – Lo había vuelto a hacer, de nuevo su cabeza caminaba por un sendero distinto al de sus pies y ahora se veía perdido en mitad del bosque. Ni rastro del resto del grupo.
- ¿Hay alguien ahí? – Los sollozos sonaban cercanos, pero era tal la maleza que se interponía entre él y quien gemía, que le pareció toda una gesta acercarse al lugar del que provenían los lloros. Parecía voz de mujer, pero también podría tratarse de un niño, en cualquier caso no se trataba de uno de los suyos.
- ¿Necesita de ayuda? – Insistió. – Estoy en camino, no tema, soy amigo. – Los sollozos cesaron de improviso.
Poco a poco, y no sin dejarse antes algunos jirones de piel en la punta de las ramas, consiguió llegar al lugar del que creía provenía la voz. Ante él se abrió un pequeño descampado, respiró aliviado al librarse de zarzas y matorrales. Escrutó varias veces el lugar sin ver a nadie, quizás su imaginación se la había jugado.
- No voy a hacerle daño, puede creerme. Mi intención no es otra, que tender la mano a quien la necesita. – Avanzó hasta situarse justo en medio del claro. – Podéis apreciar que no porto armas, y de aquello que no se puede ver, que es la intención, podéis fiaros de las mí. De no ser así, guardad las distancias si preferís no dar la cara. Por favor, os lo ruego, contadme lo que os aflige, y si esta en mi mano ayudaros.
La respuesta tardó en llegar. – Ayudaros a vos mismo y regresad por donde habéis venido.
Ya no había duda de que se trataba de una mujer, por el timbre de la voz, posiblemente joven.
- Si algo os amenaza y teméis que también pueda dañar a mi persona, sabed que otros me acompañan. Entre todos, a buen seguro, podremos hacerle frente. – Entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el lugar del que parecía le hablaban. Por fin pudo distinguir un bulto bajo un árbol. Al acercarse la vio mejor, acurrucada con la cabeza entre los brazos, solo su cabello castaño era visible. Su cuerpo lo mal cubrían jirones de lo que debió de ser un vestido. Le pareció muy extraño el hecho de que estuviese empapada, no había llovido y ningún río pasaba cerca del bosque. De inmediato la desazón se hizo dueña del pregonero que tuvo que girarse. No fue el recato lo que le obligó a ello, tampoco el pensar que la mujer pudiese sentirse soliviantada por la presencia de un hombre al encontrarse casi desnuda. Fue el temor a no ser capaz de resistirse al deseo que desbocado, aceleró su pulso junto al flujo de la sangre en sus venas dirigiendo la mayor parte de ella a su entrepierna.

- He de daros la espalda señora, no han de ver mis ojos, no ha de recordar mi cabeza vuestra imagen, pues si de ella no la destierro, temo que el deseo me domine. Me avergüenzo... - El pregonero agachó la cabeza y cerró los ojos apretando los parpados. También sus manos se cerraron y se transformaron en puños, tanta fue la fuerza, que se clavó las propias uñas en las palmas. - ...me avergüenzo de estos pensamientos impuros. Me puede el miedo de rendirme a vuestro hechizo y ahora comprendo cual es el peligro del que hablabais, soy yo mismo. ¿Qué sois vos? - Recordó las historias que se contaban en las tabernas acerca de ninfas y sirenas. Seres que arrastraban a los hombres mediante la lascivia a la desgracia. De lamias, monstruos que bajo el aspecto de hermosas mujeres esconden un apetito insaciable por la carne humana. No, era él quien se sentía como una bestia, como un depredador despiadado. No debía de ver con los ojos, ni dejarse arrastrar por la promesa de un gozo seguro frenético. Deseó no desear y concentró todas sus fuerzas en enfriar sus pensamientos.
Finalmente se apartó tras de un árbol y comenzó a desnudarse. Se libró de su raído jubón y de unos calzones no en mucho mejor estado. Lo pensó detenidamente, en el saco que portaba para recoger provisiones no habían mas que algunas raíces y bellotas, aquello no daría de comer ni a una ardilla. Lo vació y con una pequeña daga desgarró el fondo. De espaldas, ataviado con su improvisado nuevo traje, se acercó nuevamente a la muchacha. Extendió el brazo ofreciéndole sus ropas.
- Cubrid con estos modestos trapos el cuerpo señora, como ya he dicho, pronto caerá la noche y con ella llegara también el frío. Prometo no miraros.
Sintió como le arrebataban las ropas de un tímido tirón y esperó pacientemente.
- Aun vestida no debéis mirarme.
- Os lo juro. Decidme ahora como puedo ayudaros.
- Sois un buen hombre, también fuerte y valiente...
A Orcanario se le escapó una risita desencantada. - Yo no debo miraros y seguro vos tampoco os fijáis en mi. No soy nada de eso que decís.
- De sobras me habéis demostrado vuestra nobleza. ¿Porque negáis vuestra fuerza? Os habéis  resistido a la naturaleza de vuestros deseos. ¿Que mayor muestra que esa de vuestra valentía?
- No me habéis respondido. ¿Que puedo hacer por vos?
- Todo lo que estaba en vuestra mano ya me lo habéis dado.
- Solo son unos harapos.
- Son un presente muy preciado para mí, pero es mucho mayor vuestro otro regalo.
- No os entiendo.
- Lloraba, lloraba por mi desgracia, que no es otra que una belleza que detesto. Me lamentaba de la raza humana, de los hombres que solo tienen la carne en mente, de las mujeres que por saliva albergan veneno.
- Sigo sin entenderos.
- Hoy me habéis demostrado que también hay hombres buenos. - El pregonero la escuchaba perplejo sin dejar de darle la espalda en ningún momento.
- Ahora, si de verdad deseáis ayudarme, regresad con aquellos que decís que os acompañan-
- ¡No puedo dejaros en el bosque en mitad de la noche! Acompañadme, en el castillo sobre la loma estaréis a salvo.
- Solo lo estaré lejos de los hombres, apartada de sus mujeres. No espero que lo comprendáis.
- No temáis, yo os protegeré.
El pregonero no pudo ver la triste sonrisa que marcó el rostro de la joven.
- Por desgracia, muy pocos tienen la fuerza de voluntad que vos habéis demostrado. He vivido un infierno y es de allí de donde vengo. Mi única opción es la soledad.
- No digáis eso, no perdáis la esperanza.
- Por favor, os lo ruego por última vez, marchad.

- Si hay algo que detesto, es a aquellos capaces de renegar de sus deseos. ¡Nada aborrezco más que a los santurrones!
Fue un cambió demasiado abrupto, la voz de la muchacha se había vuelto malvada y sonó con un tono ensordecedor. El pregonero, en un acto reflejo, dio media vuelta incumpliendo así su promesa de no mirar a la joven. Tanto el jubón como los calzones le quedaban anchos y aún así su voluptuosidad seguía patente. Estaba de pie, petrificada con la cabeza girada quedando oculto su rostro y mostrando solo su larga cabellera castaña. El terror se adueñó del pregonero, un horror mucho mayor que el deseo que le pudiera provocar la extraña mujer. Sin pensarlo corrió a su lado y tiró con fuerza de su brazo.
- ¡Hay que correr, escapemos a lo mas angosto del bosque! - La arrastró consigo hacia los árboles que rodeaban el claro.
- ¿De verdad piensas que os dejaré escapar? - La "plaga" los miraba divertida, de un salto se posicionó entre ellos y la maleza. Orcanario interpuso su cuerpo entre el monstruo y la joven, en la mano temblorosa esgrimía la pequeña daga. - Tú no me interesas, es por la mujer por quien he venido. - De un coletazo mandó al pregonero por los aires, cayó sobre el suelo golpeándose con un tronco la cabeza, Allí quedó inmóvil, de su frente comenzó a manar abundante la sangre.
La mujer miraba a la gárgola con un aire casi indiferente.
- Cuan pronto has venido por mi. ¿Porque entonces me has dejado salir?
El monstruo de piedra aspiró la esencia de la joven.
- Hueles igual que él y dices las mismas tonterías. No hay duda de que eres a quien buscaba.

Todo en aquella humano intrigaba a la gárgola. Al contrario que el hombre del pantano, ella si podía verla y sin embargo, salvo el sobresalto del primer contacto, no parecía que la temiese. En su olor no encontró miedo alguno, si dolor y resentimiento. Con todo, sus aflicciones no eran enteramente mal sanas. Al igual que en el hombre quemado, no podía identificar el extraño aroma que emanaba de sus poros, embriagador le pareció al monstruo de piedra. Un halo de maldad la envolvía y aquella esencia parecía intentar inútilmente poseerla. La humano conservaba cierta inocencia que mantenía a raya a aquello que la acosaba.
La Plaga había escuchado la conversación entre los dos "monos" y aunque no comprendió el comportamiento del macho, de labios de la hembra salieron algunas palabras reveladoras. Castigaría la insolencia del ciego mediante la joven. Corrompería su alma hasta el punto de que el invidente no necesitara de ojos, le bastaría el olfato para sentir el hedor a podrido.
No soportaba la entereza con que la muchacha le plantaba cara, extendió las alas golpeando a varios árboles que se troncharon como si fuesen frágiles brotes. Obsequió a la joven con una panorámica de sus pavorosos dientes y en vista de que todo aquello fue inútil, le acercó su garra derecha y extendió el dedo indice. Entre la uña, afilada como una daga, y la frente de la muchacha no cabría una brizna de trigo. Le apartó el pelo de la cara todo lo delicadamente que le fue posible.
- ¿Porqué no me tienes miedo?
- ¿Miedo por presentarte bajo esa grotesca apariencia?
- ¿No es mi presencia todo lo temible que esperabas? - Magenta volvió a plegar sus alas y comenzó a hablar en susurros. - Por que me estabas esperando. ¿No es cierto? - Quería averiguar quien era aquel con quien, tanto el ciego como la muchacha, la confundían.
- ¿Como no temerte? ¿Como puede no encogerse el corazón de una mujer sabiendo todo lo que le has hecho, todo lo que aun puedes hacerle? Pero también sé, que de nada ha de servirme temblar, gritar o suplicar. Si he de decirte la verdad, ahora lo que más temo es desconocer el porqué me has librado de mi encierro.
- Pues si es ese el modo de hacer que tiembles, te mantendré en la ignorancia, pero... Podemos hacer de esto un juego. Si adivinas mis motivos te dejaré marchar, así, sin más, sin trucos.
- ¿Es lo que somos para ti, un juego?
- ¿Que es la vida si no un juego en el que se gana o se pierde según son de acertadas nuestras decisiones?
- No me harás creer que yo soy la responsable. - Señaló el cuerpo inerte del pregonero. - ¿Decidió el su muerte?
- Decidió no marchar cuando se lo pediste y ahí está el resultado de su errado proceder.
- ¡Tú elegiste por él! Solo tú eres el responsable. No quieras manipularme, sé quien eres, sé que lo único que te mueve es hacer daño. Ahora, si he ganado, déjame marchar.
- No antes de escuchar de tus labios quien soy, di mi nombre.
- "Si adivinas mis motivos te dejaré marchar, así, sin más, sin trucos." Esas han sido tus palabras.
El ser de piedra se hizo a un lado, resignada a no averiguar quien era ese de quien hablaba la muchacha. La joven pasó por su lado sin mirarla, cuando casi la había sobrepasado se topó con la gruesa cola del monstruo obstruyendo su paso. Se giró enojada.
- ¡Nada vale tu palabra!
- No te he engañado, puedes marchar si lo deseas, pero antes te pido me dejes te demuestre que tampoco antes mentía.
- ¿A qué te refieres?
- A que son solo tus decisiones la que te marcan el camino, que solo tú eres responsable de elegir uno u otro destino.
- ¿Otro juego? No soy tan estúpida como para dejar que me engañes. No voy a darte la revancha. - No pudiendo sobrepasar la cola de la gárgola dio media vuelta y se alejó hacia la maleza. En sus prisas a poco no tropieza con el cuerpo de Orcanario. Estaba en el suelo como un pelele de trapo, con brazos y piernas torcidos de forma grotesca, de la testa manando abundante la sangre. Se le hizo un nudo en el estomago.
- Aun queda un hilo de vida en su pecho. Si acercas la oreja a su boca comprobaras que todavía respira. - La voz de la Plaga ahora era especialmente maliciosa. - No ha de ser por mucho tiempo que conserve el aliento. Tu primera elección sera participar, o no, en mi juego. Puedo concederte un deseo, solo uno. Puedo ofrecerte cualquier cosa, y esa sera tu segunda elección.
Puedes marcharte y dejar que el macho muera, o puedes desear que le salve la vida. ¿Y entonces que me dices? ¿Juegas?
La muchacha comprobó que el monstruo no mentía. En efecto, aunque de forma casi imperceptible, el pregonero aun respiraba.
- ¿Puedo pedir cualquier cosa?
Magenta sonrió luciendo sus afilados dientes. - Lo que quieras. - El silencio de la joven era la muestra mas clara de su lucha interior. La gárgola casi podía saborear el triunfo. Impaciente decidió dar un pequeño empujoncito.
- ¿Sano al macho ya? - La estaba poniendo contra las cuerdas, enfrentandola contra un dilema al que el monstruo estaba seguro que la joven no podría vencer. Un solo deseo, cualquier cosa, riqueza, poder, decidir lo suponía un tormento. Decidir una sola cosa y desechar todas las demás, la mas obvia, la vida de aquel zarrapastroso. Magenta apenas podía disimular su euforia.
- He elegido. - Dijo al fin.
- ¿Y bien.?
- Quiero ser fea.
De no serlo ya, se habría quedado de piedra. - ¿Que clase de deseo es ese? Yo ya te veo suficientemente fea. ¿Seguro que no quieres salvar al otro mono?
- Quiero que ningún hombre vuelva a sentir deseo por mi, que todos aparten la mirada cuando con ellos me cruce.
- ¿Y dejarás que ese muera? - Señaló al pregonero.
- No he de sentirme culpable de su muerte, tú eres quien lo golpeó.
- Lo seras si, teniendo la oportunidad de salvarlo, le das la espalda.
- A otros traeré la desgracia de seguir siendo bella. Que Dios se apiade del alma de ese pobre hombre y espero no se me juzgue con dureza, A mi decisión no la mueve el egoísmo. - Respiró hondo y cerró los ojos. - Espero no estar engañándome a mi misma.
- Reconozco que me has sorprendido con tan inusual deseo, pero si el lo que quieres, que así sea.


La gárgola comenzó a girar sobre si misma como un perro que se busca la cola, farfullaba lo que a la joven le parecían maldiciones e improperios. En su inquieto devenir desarraigó algún que otro árbol con la extremidad trasera sin siquiera darse cuenta. No pudo menos  la muchacha, que pensar en la vieja frase, "Cuando el demonio se aburre, mata moscas con el rabo." ¿A qué está esperando? Se preguntaba. Se detuvo, pero para desesperación de la mujer, se limitó a observarla fijamente con sus ojos sin vida y si pasó un buen rato.

- La belleza está en los ojos del que mira. - Dijo en tono solemne al fin. - Es el brillo lo que le fascina a la urraca, otea desde lo alto de su árbol el negro bandolero y a la que te descuidas, rapiña furtiva sin importarle si es plata u hojalata lo que entre las garras atrapa, pues es su único afán el robar y no hay para ella nada mas bello que lo ajeno.
Se le acelera el corazón en el pecho, a la hembra del escarabajo pelotero, cuando al regalarle una gran bola de estiércol, le demuestra su afecto su apuesto pretendiente.
Lo que para unos les luce el oro como el mayor de los tesoros, para otros no son más que las heces que encandilan al escarabajo. Los tachan a estos de tener poca ambición, de pecar de modestos por deleitarse en algo tan sencillo como es mirar el cielo..
En la pasarela, de alta cuna y sopesada alcurnia, se pavonea su alteza luciendo pluma, y no disimula cuando se le escapa un gallo, a sabiendas que sus vasallos no osaran resarcirse tras la mofa bajo pena de destierro o algo mucho peor.
Es la erótica del poder lo que a algunos deslumbra y no comprenden, que bajo tan colorido plumaje, lo mismo el rey que el paje, visten con la misma carne.
Es la codicia lo que solivianta a muchos y, a la menor excusa, se alzan en armas. Esgrimiendo el acero, antes que las razones, se matan los hombres.
Puedo comprender todo esto, en vuestra naturaleza está y de ello me alimento, pero... pero me cuesta imaginar cual es esa belleza de la que reniegas, que yo ya te veo bien fea.
Es curioso como algo que en un principio me pareció tan absurdo como sencillo, se me está complicando.
- Que alguien como vos no pueda de entenderlo no es reprochable. Comprendo que seas incapaz de imaginar que hay de hermoso en el cielo, o en una flor, o en el canto de un pájaro. Vos, que sois maldad en estado puro, solo conocéis la imperfección. Haced conmigo lo que mejor entendéis y dejad de aburrirme con vuestra tonta filosofía. Volvedme "imperfecta". ¿Seréis capaz de algo tan simple?
- Dices que mi maldad me limita, pero te equivocas, yo lo puedo todo. Vuestro Dios, del que decís es perfecto, creó a unos monos en los que he encontrado mas vicios que virtudes. No debe de ser tan "perfecto" cuando en vuestra desmedida vanidad aseguráis que os hizo a su imagen y semejanza.
- También a vos os creó, seguro tenía unas buenas razones, aunque a mi se me escapan. En esta batalla que contra él libráis no podéis ganar, lo sabéis y por ello lo pagáis con el resto de sus criaturas.
- Volvéis a equivocaros, nada tengo contra quien no conozco. De encontrarnos alguna vez, estará por ver quien de los dos es más poderoso.
- Tu soberbia no tiene limites, no obstante, aun no has sido capaz de concederme mi deseo. ¡Arrogante bufón!
- ¡Solo tengo un límite y es mi paciencia!  Al igual que tu Dios, también yo tengo mis razones y son solo ellas las que te mantienen con vida después de soportar tantos insultos. ¿Imperfecta? Solo encuentro imperfecciones en ti. Eres débil, lenta, blanda y mortal. Solo se me ocurre convertirte en un gusano para estropearte más y aun así no se notaria demasiado la diferencia. No obstante, os escuché a ti y al otro mono hace un rato, pero aun sin haberlo hecho, se lo que realmente quieres. Puedo verlo como una niebla que te rodea e intenta adentrarse por tus poros. Lo temes y por eso no lo dejas entrar y haces mal.
- ¿De que estas hablando? No eres más que un farsante. No quieres... - Tono malicioso en las palabras de la muchacha. - ¿O no puedes satisfacer mis exigencias?
- Hablo del rencor, de tus ansias de venganza.
- Yo no busco venganza, solo vivir en paz.
- No me hagas reír. No tengas miedo de reconocerlo. Es lícita la venganza cuando va dirigida a aquellos que te hicieron daño de forma injusta. Es más, estás en tu derecho. No dudes, acepta que ese es en realidad tu deseo.
- ¡No, no lo es! Limítate a lo que te he pedido.
- Está bien. Los hombres nunca más te miraran con deseo y te rechazaran cuando te cruces con ellos. Esas han sido tus palabras. Deseo concedido.

La joven se sintió confusa, en un acto casi reflejo se toco el pelo, Seguía suave, entre sus dedos un mechón, continuaba teniendo un hermoso color castaño. Hubiese querido tener un espejo y tentada estuvo de pedir a la gárgola que e proporcionara uno. Se palpó la cara, la piel suave, pero al llegar a las mejillas sintió que raspaban. Su sorpresa fue en aumento cuando comprobó lo liso de su pecho. ¿Que ha sido de mis senos? se preguntó y al pasar la mano por su entrepierna no fue capaz de aplacar su ira.
- ¡¿Cómo he sido tan estúpida?! ¡¿Cómo he podido siquiera imaginar que cumplirías con lo acordado?! ¡Me has engañado! - Enmudeció enseguida al escucharse. al oír aquella voz grave.
- Yo nunca incumplo un trato, te he dado justo lo que querías y también lo que anhelabas y no te atrevías a pedir. Ahora los hombres no te desearan. Podrás vengarte de ellos seduciendo a sus mujeres y también de ellas al negarles tu amor.
- ¡Yo no busco venganza! Yo no te he pedido esto. ¡Deshaz este entuerto ahora mismo!
El monstruo de piedra se río a carcajadas. - Dudabas de mi. Ahora sabes hasta donde puedo llegar. No te resistas más y acéptalo, déjalo entrar. Deja que el odio te posea, ahora puedes vengarte de todos los que te hirieron. ¿Que te detiene, que temes? Deja que sienta lo que te hicieron. - La gárgola aspiró con fuerza la esencia de la joven. - ¡Oh si! Fueron muy crueles contigo, sobre todo él, tu rencor está justificado.
-¿Cómo puedes saber eso? - Ahora era un hombre joven y apuesto el que rellenaba con puros músculos las vestiduras del pregonero. - No, no, no, yo no he pedido esto. - Se lamentaba mientras luchaba por ignorar al monstruo de piedra.
- No te resistas más, déjalo entrar. Está en tu mano darles lo que merecen. No es venganza, es justicia.
- ¡Nooooo, eso me haría igual a ellos!
- No hay inocentes, todos son culpables, deben pagar su infamia. ¡Haz que paguen!
Solo Magenta era capaz de ver como el rencor conseguía por fin sobrepasar las defensas del ahora hombre y se colaban por todos los poros de su piel.
- ¡Muy bien!. - Exclamó satisfecha. - Seguro que ahora te sientes mucho mejor.
El ceño fruncido, el rictus de la boca y la mirada maliciosa del hombre no dejaban lugar a dudas, su conversión estaba completa. - Alguien se acerca, puedo escuchar sus pasos no muy lejos de aquí. Será mejor que ambos marchemos. El ser de piedra trepó como pudo sobre varios árboles procurando no troncharlos con su enorme peso, desplegó las alas y alzó el vuelo alejándose a toda prisa del lugar.
El joven miró como el pregonero se debatía entre la vida y la muerte, siendo esta última la que llevaba todas las de ganar.
El monstruo tenía razón, si llegaba alguien no sería bueno que lo encóntaran junto al cuerpo de aquel desdichado.
- Lo siento, de veras que lo siento. - Farfulló antes de salir corriendo.








La Desidia.


Rufino fue quien dio la voz de alarma, no tardaron los otros siete en llegar de forma apresurada. Encontraron al porteador inclinado junto al cuerpo del pregonero con la oreja muy cerca de su boca.
- ¿Está muerto? - Se precipitó a preguntar el curtidor de pieles.
- No respira. - Respondió de forma escueta.
- ¿Quien ha podido hacer algo así? - Se lamentaba Telesforo, uno que había sido pastor para la condesa y desafortunado huérfano de Ezequiel.
- ¡¿Acaso no veis que le han robado hasta las ropas!? Esos que nos vigilan son salteadores y no deben de rondarnos lejos. ¡Hay que salir enseguida de este claro y escondernos entre los árboles si no queremos correr su misma suerte!
- No solo eres un cobarde Bernardo. - Rufino recriminó severamente al curtidor. - También pecas de estúpido.
- Poco me importan tus insultos, mas aprecio la vida que una honra que nunca me ha dado de comer. Si por correr me han de llamar conejo, que así sea, no esperaré a que los lobos me devoren.
El resto del pequeño grupo seguía ya al curtidor hacía lo mas espeso del bosque.
- ¿Porqué unos criminales se molestarían en cubrir el cuerpo desnudo de su victima? ¿Perderían el tiempo en agujerear un saco? Seguro les pudo el pudor más que el remordimiento por su innoble acto.
Bernardo le respondió sin molestarse en mirarlo, tenía mucha prisa por esconderse.
- El pregonero debió hacerlo antes de desfallecer.
- Puede que fuese así. ¿Sabéis que es lo más triste? Que Dios ademas de piernas os ha dado ojos, más no les dais uso, como tampoco a vuestra cabeza.
La ofensa, tal como Rufino esperaba, caló hondo en la mayoría de sus compañeros.
- No escuchéis sus provocaciones, estamos perdiendo un tiempo precioso.
- ¿Vais a dejar su cuerpo abandonado para que lo devoren las alimañas?
- Pronto la luz del día será reemplazada por las tinieblas y la luna no aparecerá esta noche. - Mario también trabajaba en la catedral. Era un buen hombre al que Rufino apreciaba. - Debemos buscar un refugio seguro antes de que eso ocurra. Lamento lo que le ha pasado al pregonero pero estoy de acuerdo con Bernardo, no hay tiempo para sepelios ni entierros.
- No hay ladrones en este bosque. Mirad este desastre. - Tanto era el miedo que los había invadido desde que hallaron el cuerpo, que no prestaron atención a los árboles tronchados y caídos. - Las huellas sobre el blando manto de líquenes, aun siendo profundas y enormes, también les pasaron desapercibidas, no así al jornalero.
- ¡Por lo más sagrado! - Exclamaron algunos y todos miraron al cielo al tiempo que se santiguaban.
- ¡Ahora, con mas motivo debemos de huir! Se puede plantar cara a los criminales pero nada podemos contra la Plaga.
- ¡No la mentes! - Gritó uno. - ¡La atraerás!
- Más han de llamar su atención vuestros gritos. - Rufino alzó el cuerpo inerte y se lo colocó en la espalda como si fuese un cordero o una de las enormes piedras que trasladaba desde la cantera hasta la catedral. - Saldremos del bosque antes de que anochezca y regresaremos a Roca Vieja.
- ¡Salir a campo abierto estando tan cerca ese demonio.! ¡Te has vuelto loco!
- Shhhh, baja la voz. - Mario a punto estuvo de amordazar con su mano a Bernardo.
- Esperaremos en la linde del bosque a que la oscuridad lo cubra todo y al amparo de su manto estaremos a salvo.
- ¿Quien nos asegura que el demonio no pueda ver en la noche?
- Quédate en el bosque si lo prefieres, rodeado de alimañas y sin el abrigo de una triste manta. Será una noche muy fría.
Era el momento de decidir a quien seguir, al porteador o al curtidor. Puede que fuese debido a la vergüenza de su cobardía, o quizás a la imagen de Rufino soportando sobre la espalda el peso de 0rcanario. "El porteador es un buen cristiano". Debieron pensar, "Dios no puede darle de lado."
Encontraron el estrecho sendero que los conduciría al valle. Quedaron de acuerdo en turnarse para portar el cuerpo. Mario lo llevó un buen trecho, también él estaba acostumbrado a tareas similares, pero cuando le tocaba el turno al resto lo agarraban entre varios. El curtidor de pieles, pese a seguir renegando, procuraba no quedarse rezagado.
Noche sin luna, una oscuridad casi total, mucho más arriesgado que salir a campo abierto, fue subir por el camino que llevaba al castillo. Respiraron aliviados al encontrarse ante el portón de Roca Vieja. El último turno, el más cansado y peligroso, le tocó en suerte a Rufino. Soportó sin un quejido el terrible dolor de espalda, El duro trabajo y la edad habían castigado demasiado a sus vertebras y de poco sirven los músculos cuando los huesos no responden.
María, la pequeña doncella peliroja, fue quien les abrió la puerta. Se llevó las manos al la boca y reprimió un grito, con todo, de su garganta escapó una especie de consternado silbido. Al sentirse a salvo al otro lado de los muros fue cuando el miedo fue reemplazado por la congoja y comenzaron los llantos. Otros escorias acudieron curiosos, Rufino llevaba en brazos el cuerpo de 0rcanario y a sus preguntas sobre lo ocurrido una terrible respuesta. - A sido la Plaga. - Todos miraban al cielo y se santiguaban.
No hay capellán ni monje en el castillo, habremos de darle sepultura sin oficios. - Se lamentaban.
María encabezaba la comitiva alumbrando con una antorcha. - ¡Aves de mal agüero!  - Gritó alterada en una actitud muy impropia de ella. - ¡Mucha prisa tenéis por cubrirlo de tierra!
- ¿Que otra cosa podemos hacer por él señora? - Le respondió contrariado el jornalero.
- ¿Acaso no veis que sigue vivo?
- No mi señora, está muerto ya casi rígido y frío.
- Sígueme, lo llevaremos donde pueda cuidar de él.
- Pero señora... - Intentó protestar. - ...debemos darle sepultura antes de que se corrompan sus carnes.
- ¡No te demores o cargaras con una culpa mucho mas pesada que la que ahora portas!
Pese a todo acabó obedeciendo. El resto de escorias quedaron en el patio de armas cuchicheando unos, lamentándose otros y todos intrigados por la forma de comportarse de la doncella.
- ¡Es una bruja, una nigromante! ¿Porque otro motivo querría llevarse el cuerpo?¡El castillo está maldito y todos los que lo habitan son demonios! ¡Todo el mundo lo sabe, nunca debimos venir aquí!
Mario propinó un puñetazo en el estómago de Bernardo, haciendo que por un momento perdiese la respiración.
- ¡Calla de una vez! No haces otra cosa que soliviantar los ánimos.
El jornalero dejó el cuerpo del pregonero con cuidado sobre el lecho, estaban en la alcoba de María. La doncella recobró su habitual dulzura y lo invitó amablemente a salir de la pequeña habitación.
- Haré por él todo lo que esté en mi mano, no os preocupéis.
Rufino miró por última vez a Orcanario, no tenia ninguna duda de que hacia horas que había fallecido pero se negó a renunciar a la esperanza que le brindaba la peliroja. Hizo una ligera reverencia y se dolió de la espalda, luego salió cerrando la puerta tras de si.

María colocó el travesaño que atrancaba la puerta y sumergió la antorcha en un cubo con agua. La menor de las hermanas no necesitaba de luz y mucho menos de fisgones. Sabía que Rufino se había quedado al otro lado esperando. Comprendía que era la buena fe lo que lo mantenía velando en el exterior de la estancia, más lo que tenía en mente (por propia seguridad) convenía del mayor de los secretos. Los labios del pregonero se habían agrietado y su piel perdido el color, le palpó el pecho, estaba frío y nada latía en su interior. Se había resistido a aceptarlo, pero ahora debía rendirse a la evidencia, Orcanario estaba muerto.
- Vos no podéis marchar. - Sus ojos verdes se inundaron de lágrimas. - Vos sois parte importante en este cuento. Necesita de vuestro aliento, como el viento precisa nacer primero brisa, antes de tornarse tormenta. Yo misma os necesito para seguir existiendo. ¿No queríais saber que fue del rey y de sus hijas? Como rendijas se ven tus ojos y no lo soporto. - Pasó la mano por la cara del pregonero para cerrarlos del todo.
Mis hermanas han perdido la fe pero yo sé que sois el "Narrador". Me lo dijo vuestro corazón, ese que ahora calla. No necesito de palabras para saberlo, os delataron los gestos, el fulgor de la mirada, esa que ahora se apaga. ¿Como pudo la Plaga darte muerte? ¡No estaba escrito que así fuese! Alguien se entromete, alguien cuya esencia noto muy cerca.
María registró con la mirada cada rincón de la boardilla sin ver nada fuera de lugar, sin reparar en el pequeño espía. Sardino había escapado de la torre mientras la Insidiosa dormía, colándose en la habitación de María. No perdía detalle. Siendo totalmente negro, solo sus ojos lo podían delatar en la oscuridad. Ni siquiera la ninfa peliroja fue capaz de percatarse de la presencia del gato.
- Parece que duermes. ¿Navegas hacia la otra orilla? No sigas la luz como hacen las polillas o acabarás quemándote en la llama.. ¡Da media vuelta y regresa! Que ahora que no estoy presa es cuando más os necesito. Mil años de espera no pueden acabar así. Vos, al igual que padre, sois irreemplazables en esta historia.
La doncella se acercó a la puerta, no tuvo que poner la oreja para escuchar los ronquidos de Rufino.
- También él se ha dormido. - Comenzó a hablar en voz baja. - Voy a indicarte el camino de regreso y si es preciso, te arrancaré de los brazos de la muerte aunque con ello me condene.
Parece que duermes. - Le acarició con ternura los cabellos, como una madre mesa los de un hijo. - Que los Dioses me perdonen. Perdonadme también vosotras, hermanas mías.
Por las rendijas de la puerta escapó un destello semejante a un relámpago, tan intenso que el jornalero se despertó sobresaltado. Cuando intentó acercarse una fuerza invisible le cerró el paso, la luz era tan fuerte que lo cegaba. Asustado, acabó huyendo hacia el patio de armas.
Era Mar, la ninfa, y no María, la doncella, la que se inclinaba sobre Orcanario y juntaba los labios con los del difunto. Lo que en un principio parecía sería un beso, quedó a medio camino. La menor de las tres hermanas entre abrió los labios y un hálito, semejante al vaho del aliento cuando el frío es intenso, salió de su boca para introducirse en la del pregonero. Los pulmones de este sonaron como un fuelle roto y su diafragma se encogió. El corazón comenzó a palpitar de forma muy débil y la pigmentación de la piel fue recobrando el color poco a poco. El efecto era el inverso en Mar, su brillante cabellera roja se fue apagando y la suavidad tornose de una aspereza semejante al esparto. Ahora su pelo eran greñas enmarañadas de un feo color pajizo. El verde de los ojos se oscureció hasta que quedaron negros, y bajo ellos unas pronunciadas ojeras. Su piel se volvió blanquecina y ligeramente amarillenta. También el fulgor que la rodeaba fue apagándose hasta que la habitación quedó de nuevo a oscuras.
- Ya esta hecho. - Sentenció sin apenas fuerzas. La respiración del pregonero era débil pero estable.
El gato negro escapó por una rendija entre la pared y la puerta regresando a la torre.

No lejos de la alcoba de la doncella, el naufrago también dormía, Por como se revolvía entre las mantas, obviando el dolor de sus costillas, su sueño debía de ser tan profundo como inquieto.




La letra con sangre entra.

Su mente estaba mas en blanco que aquellas esplendidas hojas. Se las compró al extraño buhonero que había instalado su parada la plaza de la villa. Era un papel estupendo, excepcional. Siempre utilizó cuartillas sueltas de mala calidad, su economía no le permitía apenas pagar ni por una tinta decente. Llevaba toda la vida escribiendo pero tan solo había conseguido publicar un par de novelitas que no alcanzaron ninguna repercusión.
Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, la loca de Teresa de Jesús, años atrás, y ahora Quevedo, Góngora, Tirso de molina, Calderón de la Barca e incluso ese mindundi de Cervantes, con su ridícula historia sobre un hidalgo loco, habían conseguido fama y reputación.
Miraba las cuartillas, estaban ya encuadernadas, una verdadera excentricidad, pero cuando vio el libro en blanco en el tenderete de aquel comerciante y comprobó la exquisitez del papel, no pudo evitar gastarse lo poco que llevaba en los bolsillos, con todo le pareció un buen trato.
- Una gran adquisición, si me permite que se lo diga, podrá comprobar que las palabras manan limpias y cristalinas del manantial de su mente. Tan solo tendrá que cavar un poco y fluirán como un torrente.
No prestó demasiada atención a la verborrea del inquietante buhonero, había algo en aquel sujeto que no le agradaba. Pagó el precio sin ni siquiera intentar regatear.
Cogió el tomo y se apresuró a regresar a casa, estaba impaciente por moldear con palabras lo que se le antojó comparar con una pieza de hermoso mármol. Su pluma seria el cincel y él se convertiría en el mismísimo Miguel Ángel. Sin embargo, después de varias horas sentado con la mirada fija, la primera página seguía virgen, impoluta e inmaculada. Comprobó nuevamente la calidad del papel, era finísimo, tanto que el borde le produjo un pequeño tajo en el dedo. Una gota de sangre cayó sobre la cuartilla y esta la absorbió sin que quedara rastro de ella. Lejos de asombrarse por aquel extraño fenómeno, el escritor se sintió pletórico, desbordado por un torrente de ideas tal como le aseguró el buhonero que pasaría. Mojó su pluma en la pequeña herida y escribió las primeras palabras. Un titulo magistral que te invitaba a sumergirse en lo que, sin ninguna duda, seria una historia formidable.
El corte del dedo cicatrizó rápidamente. A la mente del escritor regresaron las palabras con que tanto le habían presionado en sus años de estudiante. – “La letra con sangre entra” - Rió a mandíbula suelta. - Que gran verdad es esa. - Se dijo antes de hundir un abre cartas en su antebrazo. Se infligió una herida de varios centímetros a lo largo pero de escasa profundidad. Por desgracia, las ideas fluían a un ritmo mayor que la sangre. En la siguiente ocasión el corte fue mas profundo. Estaba pletórico, las musas formaban un autentico harén, fornicaban con él y de esa copula nacían cientos de ideas que plasmaba sobre el papel, poseído por una pasión desenfrenada. Se desnudo por completo, buscando partes de su cuerpo libres de heridas donde hundir el pequeño cuchillo. El libro mamaba de la sangre como si de un bebe hambriento se tratara. Poco a poco, las páginas se completaban una tras otra y una apasionante historia tomaba forma. Sin ninguna duda seria la mejor novela de todos los tiempos.
La imagen era terrible, el escritor desnudo, cubierto por completo de su propia sangre, escribía a un ritmo febril, como si estuviera poseído por algún tipo de fuerza que no pertenecía a este mundo.
Habían pasado dos días pero el escritor no era consciente del tiempo, ni de nada de lo que le rodeaba. Sus fuerzas habían llegado al limite, en su cuerpo apenas quedaba sangre y el libro seguía hambriento de palabras.
Unas pocas páginas más y la mejor obra jamás escrita estaría concluida. Solo unas pocas palabras, unas pocas letras, y por fin un punto y final.
Exhausto, casi muerto, el escritor quiso repasar su obra. Su horror fue mayúsculo al comprobar que todas las cuartillas volvían a estar en blanco. Maldijo a Dios, a sus arcángeles, a los santos, al Papa de Roma y a toda su iglesia. Se maldijo a si mismo antes de desplomarse sin vida sobre un charco de sangre ya seca.
El buhonero apareció en ese momento en el escritorio de aquel desgraciado al que la vanidad había arrastrado a tan trágico final. Cogió el libro y echó una ojeada. Sin ninguna duda aventajaba a toda la obra de Shakespeare junta, a todo lo mejor de la literatura del pasado, del presente y de la que estaba por venir. Arrancó el corta fríos de la mano del desafortunado escritor y buscó una zona del cuerpo libre de heridas. Su brazo no alcanzó una amplia zona de la espalda, - Será mas que suficiente, - Pensó el buhonero. Lo desolló , curtió la piel y con ella forró el libro. Grabó en la cubierta con hermosos caracteres el atrayente titulo de la obra y en letras mas pequeñas, el nombre de su autor. Por último, encerró el alma de este en su interior y regresó a su destartalado carromato.
Poco después del amanecer abriría su tenderete y pondría a la venta aquel manuscrito único.

Era joven y muy hermosa, aunque la literatura decididamente no era lo suyo,+. Buscaba un regalo para el cumpleaños de su padre y aquel libro, de bella encuadernación y titulo enigmático, parecía perfecto para un lector compulsivo como era su progenitor. Pagó un real de plata, una autentica ganga, no se molestó ni en echar un vistazo a su interior, Tenia prisa por regresar a casa y sorprender a su anciano padre.
Un sujeto de aspecto sospechoso la vigilaba, estaba sucio y sus ropas raídas dejaban bien a la vista su extracción social. Al contrario que él, ella era muy elegante, su vestido debía de ser muy caro. El villano la vio alejarse mientras acercaba, de forma "distraída", la mano a la mercancía del buhonero. Palpó la piel de una mano áspera y peluda. Cuando giró el rostro se encontró de frente los ojos del comerciante. Aquella mirada le heló la sangre. En un acto reflejo dio un salto hacia atrás.
- ¿Cómo te llamas gañan? - El pícaro se despojó de su viejo sombrero en una falsa actitud servil y respondió. – Lucas, Lucas Trapaza para servirle a Dios y a usted.
- Bien Lucas, tengo un trabajo para ti.

El anciano padre de la muchacha estaba entusiasmado con su regalo. Cenó de forma apresurada y corrió a encerrarse en su cuarto.
Pasó una y otra vez la palma de la mano sobre el esplendido cuero de la encuadernación, acariciando la portada. Deslizaba delicadamente la yema de su índice sobre los surcos que formaban el titulo de la obra. Tal era su excitación, que apenas tubo valor suficiente para abrir el libro por su primera página. Respiró hondo al tiempo que cerraba los ojos. Al abrirlos de nuevo, las letras, las frases tomaban forma, surgiendo de la nada en sinuosos caracteres de un rojo brillante e intenso. Era un manuscrito de caligrafía impecable.
Lejos de extrañarse por aquel extraño fenómeno, el anciano se quedó fascinado por el adictivo relato, perdiendo toda noción del tiempo y del espacio. En cada nueva página se repetían las mismas pautas. Ante la mirada del viejo, la hoja en blanco se llenaba de palabras a medida que seguía leyendo de forma compulsiva. Letras en rojo sangre, hermosas e hipnóticas.
Era incapaz de detenerse, la historia lo atrapó, lo amarraba a la silla y su mirada, cansada por la edad, no le supuso un obstáculo, tampoco la mal iluminada habitación. Tan solo necesitaba una vela que alumbrase lo justo para proseguir con aquella enfermiza lectura. Perdía color, palidecía a medida que leía como si el libro le robase la vida, le chupase la sangre. Se notaba desfallecer pero no podía detenerse, ni siquiera cuando comprendió que de seguir moriría.
Encerrada en el interior de la novela, el alma del escritor maldecía su suerte. Demasiado viejo, aquel anciano no conseguiría leer ni la mitad de su gran obra. Si no la completaba de nada habría servido su sacrificio. Su libro merecía ser apreciado por todos, traducido a la totalidad de los idiomas para que el mundo entero reconociera su talento y si aquel maldito carcamal perecía en el intento a medio relato, todo habría sido en vano.
Tal como esperaba, el anciano murió. Le falló el corazón y su cabeza se desplomó sobre la novela. La piel blanca como el papel, sus venas y arterias secas de sangre.

La muchacha llamó repetidas veces a la puerta sin obtener respuesta, era ya tarde y su padre nunca permanecía tanto tiempo despierto. Abrió despacio y entró en la dependencia con pasos furtivos. Sus ojos tardaron un poco en adaptarse a la escasa luz. Las pupilas se le dilataron al máximo y una expresión de horror le deformo su hermoso rostro en una mueca de histeria. Corrió gritando hacia donde se hallaba el cuerpo sin vida de su progenitor. Lo abrazó llena de dolor, sus sollozos podían escucharse en toda la casa pero nadie acudiría, vivían solos. Fue entonces cuando reparó en el manuscrito abierto por sus páginas en blanco. Se maldijo a si misma por haber comprado aquel nefasto regalo, al que atribuyo sin dudarlo la reciente desgracia. Lo asió con ambas manos, levantándolo en un ademan colérico, con la intención de arrojarlo al fuego de la chimenea. No pudo hacerlo, algo la impulso a detenerse, la atrapó la curiosidad y un irrefrenable deseo de echarle un vistazo. Tomó asiento al lado del cadáver olvidándose de él por completo, abrió el libro y quedó extasiada de inmediato. De nuevo el mismo ritual, las letras tomaban forma a medida que extraían su sangre.

Tal como le había asegurado el buhonero no había nadie en la morada. Una moneda de oro por un asqueroso libro era un buen trato, un trabajo fácil. Lucas escudriñaba atentamente todas las dependencias por las que pasaba en busca de joyas o dinero. Los dueños del lugar eran ricos sin ninguna duda, podría sacarse unas cuantas monedas más robando algunas cosas de valor. Se encontró los dos fiambres uno junto al otro.
- Mercachifle hideputa. - Pensó para sus adentros, en la convicción de que el inquietante comerciante le había preparado una encerrona. Permaneció alerta y en silencio unos minutos que se hicieron eternos pero no hubieron sobresaltos, no apareció la guardia para arrestarlo. Respiró hondo intentando tranquilizarse. Sobre las manos de una joven estaba el libro, era tal como lo describió el buhonero. Estaba abierto por sus páginas centrales, Lucas miró las cuartillas y estas de inmediato empezaron a llenarse de extraños símbolos. El pícaro era analfabeto, sin hacer mayor caso lo cerró y guardó en un zurrón el grueso volumen.
Se hizo con una sabana, la expandió sobre el suelo y empezó a depositar sobre ella todo aquello que consideró de valor. Fue entonces cuando la reconoció, era la joven del mercado, pero ahora estaba blanca, de una palidez que le confería la semejanza de una muñeca de porcelana. Vestía el mismo bonito vestido que lucia por la mañana, realmente debía de ser muy caro. Sin pensarlo dos veces la desnudó y arrojó las ropas sobre la sabana junto a candelabros de plata y algunas otras baratijas que había reunido. Hizo un enorme hatillo y se dispuso a huir del lugar pero entonces miro el cadáver de la joven. Lo había dejado tendido sobre el suelo, ahora le prestó mas atención. Era realmente hermosa, aun con la piel totalmente falta de color. El negro vello de su pubis resaltaba sobre la piel blanca y sus senos, pequeños pero redondos y firmes, lo enfermaron de lujuria.
Repicaron por cuatro veces las campanas desde el campanario. Las cuatro de la madrugada, aún faltaban un par de horas para el amanecer, tenia tiempo.


El buhonero no quiso saber nada del resto de mercancía que le ofrecía el pícaro, tan solo se interesó por el libro. Una moneda de oro, ese fue el pago tal y como acordaron.

- Ven a verme esta tarde cuando empiece a oscurecer, tengo mas trabajos para ti.
Lucas se alejó del mercado, el enorme fardo que acarreaba sobre la espalda era demasiado sospechoso, ya buscaría un perista, pero ahora debía ocultar el botín en su mugrienta choza.

Vestía el elegante uniforme de capitán de la guardia. En su cinto el florete y dos pistolas. Altivo y orgulloso, arrojó con desprecio el real de plata a la cara del buhonero que lo atrapó al vuelo.
- No se arrepentirá gentil caballero, le aseguro que es un libro muy bueno, le enganchara desde el primer momento. Le atrapara en cuerpo y…alma. - El comerciante le regaló una amplia e inquietante sonrisa pero el soldado no reparó en ella. Cogió el grueso libro y se alejó sin brindarle siquiera un saludo de despedida.
 – Este es fuerte y robusto. - Pensaba el espíritu atrapado del escritor. - Leerá mi obra y sacará a la luz todo mi ingenio, el mundo tendrá que reconocer por fin mi talento.

Al anochecer se presentó tal como habían convenido. Cuando el comerciante le informó de su nuevo objetivo, el pícaro no disimuló su satisfacción.
La casa del capitán de la guardia estaba en silencio, Lucas se lo tomó como un reto personal y no pudo menos que reír complacido, cuando lo encontró tendido como un pelele de trapo, blanco, con los ojos desorbitados y la boca abierta. El capitán había encerrado varias veces al bribón por hurtos menores y a punto estuvo en una ocasión de mandarlo a galeras. Gracias a su labia, a su habilidad para humillarse delante del juez, burló la condena. El libro estaba abierto por las últimas páginas, lo recogió y lo guardó en su zurrón sin prestarle mayor atención, sin hacerse preguntas.
- ¿Qué ha sido del graaaan capitán? ¿Donde están ahora tus modales de caballerete? ¿Qué fue de tu distinguiiidoo porte, de su chulería de mierda? - Escupió sobre el cadáver pero no le pareció lo suficientemente vejatorio, así que se bajó los calzones y orinó apuntando a la boca abierta. Desvalijó la casa y de nuevo reunió sobre una sabana todo lo que consideró de valor.
Tampoco esta vez se interesó el buhonero por otra cosa que no fuese el libro y Lucas escondió la carga en su cubil.

No era día de mercado y el comerciante tuvo que instalar su carromato a las afueras de la villa. Muy pocos se acercaron a echar un vistazo a sus mercancías y ninguno se interesó por el libro. El buhonero no se inquietó por ello, su paciencia era “eterna”.
Durante todo el día no se habló de otra cosa en la villa, que no fuera el macabro incidente de la casa del notario. De como los habían hallado a él y a su hija muertos, sin una gota de sangre, pero libres de heridas. Lo mas escabroso, lo de la pobre muchacha, la encontraron totalmente desnuda, tendida en el suelo y al parecer la había poseído.
La imaginación de aquellas gentes, analfabetas y supersticiosas, era sorprendente. Se hablaba de brujas, de vampiros, de demonios. Todos estaban aterrados, y mucho más desde que aquella misma mañana había aparecido el cuerpo, en las mismas condiciones, del mismísimo capitán de la guardia. El burgomaestre había escrito una carta al inquisidor de la comarca y otra al señor conde pidiendo más soldados. La histeria se había desatado.
El buhonero los observaba divertido y en el interior del libro el alma del escritor se desesperaba. Ni tan solo aquel fuerte oficial había sido capaz de concluir su obra. Ahora ya no estaba solo, perdidas, sin conciencia de lo que realmente les había pasado, gemían padre e hija junto al soldado.
Cuando estaba a punto de recoger los aperos apareció el palanquín trasportado por dos fornidos mozos. Eran dos esplendidos ejemplares, unos auténticos atletas pero se les notaba agotados. Cuando descendió del habitáculo aquel individuo de carnes flácidas, de una obesidad mórbida desproporcionada, el buhonero comprendió la falta de aliento de los porteadores.
El gordo vestía ropas ostentosas, las manos, dedos y cuello estaban engalanados por joyas de todo tipo, sin embargo aquel mezquino intentó regatear el precio del libro.
- Un real de plata, gentil caballero, ese es su precio. Ni mas, ni menos.

Los fornidos mozos depositaron el palanquín suavemente en el suelo, uno de ellos se apresuró a abrir la puerta. El señor obispo descendió lentamente, parecía arrastrar su cuerpo más que andar y tomaba aliento a cada paso. En la entrada de su mansión esperaba el servicio, el ama de llaves y un jovencito de mirada triste. El zagal vestía elegantes ropas pero no se ajustaban a su fino cuerpo, estaba claro que correspondían a las medidas de un anterior dueño. 
Los porteadores recogieron el palanquín, ahora si corrían ligeros y aliviados hacia el gran patio central, donde se encontraban las cuadras junto con las dependencias de los criados de más bajo rango. 
El ama lo acompaño al salón donde el gordo prelado tenía su despacho. Apoyaba su peso en el hombro del muchacho, parece hacia las funciones de báculo, su rostro carecía de expresión alguna.
El despacho estaba rodeado de estanterías y estas repletas de libros lujosamente encuadernados, pero si alguien se fijaba detenidamente, no le sería difícil comprobar que apenas ninguno de ellos había sido abierto nunca. 
El gordo se dejó caer sobre una amplia butaca, convenientemente acolchada con cuantiosos cojines. Depositó el libro en la mesa. Observó durante un instante la cuidada encuadernación y el sugerente título antes de decidirse a abrirlo. Inmediatamente las palabras empezaron a tomar forma, con aquel tono rojo violento y brillante. Tampoco el obispo pareció preocuparse por aquel fantástico fenómeno, se limitó a empezar a leer como si nada.
El escritor estaba defraudado, aquel tipo casi no podía respirar por culpa de su desmesurado sobrepeso. Imaginó que su corazón estallaría antes de llegar siquiera al tercer capítulo. 
Pasaban las horas y para regocijo del autor, su nuevo lector continuaba vivo. Casi había llegado al ecuador de la novela. Como los anteriores no podía parar de leer, lo hacía de forma compulsiva. A cada página, las palabras se dibujaban en sangre ante la ávida mirada del obispo. Pronto perdió la esperanza el escritor, el gordo ya estaba completamente pálido, sus labios morados y su respiración cada vez era más acelerada. 
Empezaba a ser tarde, muchas horas forzando la vista en la lectura, pidió le trajeran algo para iluminar con más claridad el salón. El ama de llaves no tardó en aparecer con un candelabro de 8 velas en la mano. Lo dejó sobre el escritorio y se sobresaltó al comprobar de cerca el mal aspecto de su señor.

Estaba desfallecido, su agotamiento no pasaba desapercibido al escritor que se desesperaba. Tres tercios de su gran obra ya habían pasado página pero no daba la sensación de que el gordo pudiera continuar por más tiempo, y así fue. Dejó el libro abierto sobre la mesa y se tumbó en el respaldo de la silla, desabrocho los botones del cuello de su camisa de seda en busca de facilitar el camino del oxígeno a sus pulmones. Intentó inútilmente levantar la voz, solo un susurro salió de su garganta, pero el ama apareció. Preocupada por la salud de su señor, no lo había perdido de vista en todo el tiempo. El gordo pidió la cena, eso tranquilizó a la anciana mujer, se había hecho muy tarde y el obispo jamás, en los muchos años que llevaba a su servicio, se saltó una cena. 
La mesa se llenó de sabrosas viandas que el gordo devoraba acompañadas por un buen vino. Zampaba casi sin masticar, tragaba enormes trozos de carne que agarraba con la mano prescindiendo de todo cubierto.  Poco a poco empezó a recuperar el color. Cuando se sintió mejor retomo la lectura. 
El escritor desde su encierro montó en cólera, aquel cerdo estaba manchando con sus dedos grasientos su preciado texto. Se tranquilizó, parecía que el tipejo había recuperado las fuerzas y ya le quedaban muy pocas páginas para llegar al sorprendente final de su extraordinaria novela.  Solo un poco más. – Pensaba el escritor.  – Solo unas páginas más. 
El grasiento obispo no dejaba de comer, soltó algún que otro eructo pero continuaba leyendo y eso es lo único que importaba. El escritor estaba convencido de que cuando hubiera completado la lectura, aquel tipo saldría corriendo arrastrando todo su tonelaje hacia una imprenta con el encargo de editar muchas copias de su fantástica novela. Pronto el mundo lo conocería y respetaría como  merecía. 
El gordo se detuvo, el escritor no entendía el motivo. Apenas quedaban 15 páginas para el final y aquel cretino cesó de leer. Se ladeó en la silla alzando las posaderas y soltó un sonoro y prolongado viento. Cogió por el hueso un muslo de pavo que devoro de dos bocados. De nuevo tomó el manuscrito, lo miró unos segundos. El autor estaba perplejo y expectante. - ¿Qué demonios pasa ahora? - El obispo cerró el libro al tiempo que exclamaba. - ¡Menuda basura! - Arrojó el libro al fuego de la chimenea. El manuscrito se consumió enseguida y el alma del escritor sintió como las llamas también lo devoraban a él y a los desafortunados lectores allí atrapados, en una especie de anticipo del infierno que les aguardaba. 
El obispo se quedó dormido, en la mesa los restos de lo que parecía había sido el banquete de muchos comensales.

Lucas apareció una hora antes de que amaneciera, se adentró en la mansión sin dificultad siguiendo las instrucciones del buhonero. Al llegar al despacho lo encontró recostado en un sillón, era un tipo gordo. Tenía los ojos cerrados y la boca muy abierta. El truhan buscó por todos los rincones el libro sin resultado. No tardó en desistir en el empeño. 
Aquella mansión era muy lujosa y sin duda podría sacar de allí un botín mucho mejor que la misera moneda que le ofrecía siempre el extraño comerciante por aquel asqueroso libro. Se fijó en las joyas que lucía el gordo, pensando que al igual que los otros también estaría muerto, intentó arrancarle los anillos sin ningún tipo de cuidado. El obispo despertó y gritó al ver a aquel extraño intentando robarle con tamaño descaro. Lucas no lo esperaba pero no se dejó amedrentar, sacó una gran navaja de un bolsillo, desplegó la hoja y le rajó el cuello de oreja a oreja. 
Para su desgracia, el ama de llaves había decidido vigilar al obispo preocupada por su salud, vio entrar al asaltante y, sabiéndose incapaz de enfrentarse a él, corrió en busca de ayuda. 
Allí apareció junto a los porteadores, justo en el momento en que Lucas mandaba al otro barrio al señor obispo. Sorprendido, intentó inútilmente hacerles frente. Los fornidos porteadores lo redujeron con facilidad.

El buhonero estaba satisfecho, ni siquiera él pudo predecir el giro de los acontecimientos. Reía sentado bajo la luz de las estrellas en mitad de la solitaria plaza del pueblo. Realmente aquel libro era lo mejor que jamás nadie había escrito nunca en el pasado, nadie lo mejoraría en el presente, insuperable en el futuro. ¿Pero qué significa eso cuando topas con la mente de un ignorante? – “Menuda basura.” - Dijo el puñetero gordo. El buhonero soltó una gran carcajada al pensarlo, a su espalda unos pies se balanceaban. Se levantó del banco de piedra en el que descansaba y dando media vuelta miró sonriente el cadáver del ajusticiado. 
Se dieron mucha prisa en colgar al reo. El juicio fue rápido, todas las pruebas eran irrefutables. Lo sorprendieron acuchillando al obispo y al registrar su chabola encontraron enseres de las otras tres víctimas. Todos dormirán más tranquilos esta noche. 
Lucas parecía lo miraba con aquellos ojos muertos y desencajados, la lengua colgando muy fuera de la boca. El buhonero metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de oro y se la arrojó al cadáver.
- Tu pago, buen trabajo.


El pícaro despertó empapado en sudor. Durante unos instantes no sabía ni el lugar en el que se encontraba. Intentó tranquilizarse, solo había sido una horrible pesadilla. Sin embargo parecía tan real...
Se había visto a si mismo tanto en la piel del escritor como en la del mezquino Lucas. Incluso el buhonero le era inquietantemente familiar. 
La habitación estaba a oscuras, recordó donde se hallaba y comenzó a gritar el nombre de la doncella. En su lugar, apareció de forma apresurada el ama de llaves alumbrándose con un candelabro.
- Corre las cortinas, que entre la luz! - La ordenó con la respiración entre cortada.
- Mi señor, es noche cerrada.
Intentó incorporarse y se dolió de las costillas.
- ¿Me habéis dejado dormir todo el día? ¡Maldita sea, tenía muchos asuntos que resolver!
Ayla intentó que se recostara de nuevo pero el naufrago rechazó su ayuda.
- Lo único que ha de hacer es descansar y dejar sanar sus heridas.
- ¡No te atrevas a decirme lo que debo o no debo! ¿Donde está la doncella, donde está María?
- Sin duda descansa, es muy tarde. También vos debéis dormir.
- Insistes en darme ordenes. Demasiado he dormido, no tengo sueño. ¡Ahora ve a buscar a María!
- ¿Para qué la necesitáis? Yo puedo atenderos igual que ella.








El regreso del rey negro.

La luz de las velas resaltaba el dorado color de los rizos del ama de llaves, como también el azul de sus ojos, tan suave que les daban un aspecto cristalino. La nariz, fina y con la punta ligeramente perfilada hacia arriba, bajo ella, unos labios carnosos y brillantes. Hasta ese momento, no se había fijado el pícaro en lo hermosa que era. Seguía teniendo la extraña sensación de que ya la había visto en algún otro lugar fuera del castillo. Intentó en vano recordar dónde.
Bajo un camisón amplio, que más se asemejaba a una sabana a la que habían hecho un agujero para sacar la cabeza y añadido mangas, pudo distinguir unos senos que se movían como agitados por la suave brisa de la respiración de la joven. Su piel era muy blanca, sin manchas y bendecida por la lozanía de una juventud alcanzada hacía muy poco.
Se sintió tentado de alargar el brazo, de agarrarla y forzarla hacia el lecho. ¿Cuanto tiempo hacía que no estaba con una mujer? Una eternidad, sin duda.
Fue Wallizard, la extravagante capitana de "La Carcoma", la última que tuvo cerca. Demasiado ocupado estuvo durante toda la travesía de cuidarse de la tripulación y salvaguardar su cuello, como para preocuparse por romances.
¿Que le impedía llevar al extremo su papel y comportarse como un autentico noble? El ama de llaves rezumaba sensualidad y él estaba realmente necesitado. Ahora era muy rico, tenía su propio castillo y criados a su servicio. Los nobles toman lo que quieren cuando quieren. Para un noble Ayla no tendría más valor que una oveja, un noble no dudaría en tomarla por la fuerza.
¡Como los odiaba! Como detestaba sus pretendidos modales, sus aires de superioridad, el desprecio con el que trataban a aquellos a los que consideraban basura. Toda la vida lo habían humillado, menospreciado, vapuleado en lo físico y en lo anímico. Ella era como él, una criatura menor que Dios había colocado en el peldaño mas bajo. Ella merecía respeto, el respeto que un verdadero noble le negaría.
Intentó apartar de su mente todos aquellos pensamientos lascivos. Demasiado tarde, algo en el brillo de sus ojos lo había delatado y el ama de llaves se alejó a una distancia prudente. Reparó en que había sido descubierto y un acentuado rubor tiñó su rostro. Avergonzado, se acostó dándole la espalda y cuidándose de no dañar sus maltrechas costillas.
- Prefiero que sea María quien me acompañe. - La doncella peliroja no le inspiraba deseo, muy al contrario, sentía por ella algo parecido al cariño paternal. Alejar a la tentación, sin duda alguna, era la mejor de las opciones.
- Os escuché gritar, habéis tenido una pesadilla. - El pícaro no pudo ver la piadosa sonrisa del ama de llaves. - No es una orden, solo un consejo, debéis descansar, conciliar el sueño. Yo estaré a vuestro lado para espantar a quienes pretendan perturbarlo de nuevo.
- He dormido todo el día, me ha de ser imposible forzarlo. - No quiso admitir que tenía miedo de sumergirse en una nueva pesadilla.
- La noche ha de ser muy larga.
- Es por ello que necesito de la doncella. Ella me ha de ayudar a engañar al tiempo con sus historias.
- También yo sé muchos relatos para tal menester.
La voz de Ayla no sonaba tan melodiosa como la de María, no obstante, si tenía un ritmo sugerente que hacia pareciese recitaba todo el tiempo.
El naufrago fue relajándose poco a poco, embaucado por la voz hipnótica del ama de llaves. Finalmente rindió el castillo y accedió a la compañía de la joven.
- ¿Conocéis la historia del padre de la condesa?
- Todos en Uther la conocen mi señor. Muchos son los cantares que sobre él han escrito los poetas.
- ¡Por Dios! No menteis al cretino de Nicanor, os lo ruego. No soporto sus rastreros versos de perro faldero.
- Pobre Nicanor, no menospreciéis su talento tan a la ligera. Él fue uno de nuestros mas grandes poetas, más el precio por el mecenazgo es alto y escribir a sueldo de los poderosos acaba secando tu pluma. Sed mas benevolente y comprended su postura.
- Con todo, prefiero sean tus palabras y no las suyas, las que me guíen en este viaje.
- En ese caso, comenzaré por el principio, serán mis propias palabras las que os acompañen.
El pícaro intentó recordar en que punto se quedo dormido durante el relato de María.
- Conozco los hechos hasta el desembarco de los guanches, proseguid desde ahí os lo ruego.
- Así lo haré mi señor. - Ayla comenzó su relato.
"Como mortajas cubrían el mar las telas de los veleros pirata. De tan numerosos, la vista no los abarcaba y parece llegaban hasta el horizonte. Rocco "el usurpador" llegó a nuestras costas trayendo consigo el mayor y más despiadado ejercito con el que jamás se haya enfrentando un rey de Uther. Frente a él, solo Andrade y un pequeño grupo de hombres se interponen entre el invasor y La Ciudad Roja..."
El pícaro se sintió inmerso en un agradable sopor, transportado a las costas donde se desarrollaron los acontecimientos. Se vio a si mismo en la piel del bravo Andrade, como un héroe de las antiguas epopeyas griegas.

Por primera vez en su larga existencia, María se sentía cansada. No dejaba de observar al pregonero, la brecha de su cabeza se había cerrado, quedando como recuerdo de la trágica vivencia, un enorme chichón y una costra de sangre seca. El pecho de Orcanario subía y bajaba de forma tranquila y su expresión parecía plácida. La doncella sonrió feliz, lo había conseguido, había arrebatado del mismo regazo de la muerte a quien creía fervientemente era "el Narrador." Se acarició el pelo y lo sintió áspero y enmarañado, Lió un mechón entre sus dedos y lo acercó a los ojos. Ni rastro del intenso color rojo. - No importa. - Se dijo. - Era necesario, ha valido la pena.
Se levantó de la silla, y acercando los labios cerca del oído del pregonero, comenzó a musitar una canción. Su voz sonó rota, siendo incapaz de entonar una sola nota. Aquello la apenó profundamente. Sacrificar su aspecto era una cosa, pero renunciar a la música otra muy diferente.
- No importa, era necesario... - En esta ocasión no le pareció tan convincente su aseveración, aparecieron las primeras dudas. Si se había equivocado, el precio de su error sería demasiado alto.
La respiración del herido se aceleró de forma súbita. Aquello inquieto a la doncella que se apresuró a inclinarse y poner la oreja en su pecho. El corazón estaba desbocado, algo no iba bien.
- ¡No, no, no, no! ¡Regresa conmigo! - No le quedaba energía que insuflarle, se sentía demasiado agotada. El miedo se apoderó de ella. - ¿Que está pasando ahí dentro? ¿Sueñas? - Intentó tranquilizarse. - Si, es eso, solo sueñas.


Se sentía etéreo, como flotando en una nube y todo a su alrededor era difuso. Poco a poco el lugar fue tomando forma. Primero las paredes, seguido de muebles, utensilios y finalmente dos siluetas sentadas en una mesa. Reconocía la estancia, a la pareja de ocupantes y lo que había de acontecer. Intentó gritar para advertirles, pero no salió ningún sonido de su garganta. 
El joven y la mujer mantenían una tensa discusión.
- Siempre evitas la conversación cuando saco el tema.
- Yo no evito nada, me preocupa que Atticus se demore tanto.
- ¿Y que le puede pasar en los corrales? ¿Que el burro le de una coz? Lo dudo, de tanto que trabajamos, seguro nos confunde con uno de los suyos. ¿Total, para que? En la ciudad se habla de que el Consejo pretende echarnos de aquí,  que el nuevo burgomaestre no parará hasta conseguirlo. ¿Porqué nos odian tanto?
Sahara no le respondió, se limitó a pedirle con un gesto que guardara silencio, aquello irritó al joven Orcanario.
- ¡No voy a callarme, no me ignores maldita sea!
- Víctor no permitirá que eso ocurra, y ahora calla. - Sahara no apartaba la vista de la destartalada puerta que conducía al exterior. Las juntas estaban tan desencajadas que el aire frío se colaba por ellas, cortante como un cuchillo..
- ¡Bah! - Protestó el muchacho. - Sin el conde, Víctor no tiene poder sobre el Consejo y a la hija de Andrade no le importamos en absoluto. Dicen que hace meses que no sale de sus aposentos. ¡Bah, bah, bah! Tengo las manos cubiertas de sabañones y las palmas de callos. ¡Que importa si nos expulsan! ¡Vivíamos mejor en el desierto! Muchos de los nuestros ya han regresado al yermo.
La mujer comenzó a perder la paciencia. - Dicen, comentan, se escucha... Chismoso, charlatán y llorica. ¿Quieres que te hable de tu padre? Pues bien, a él le habrían desagradado mucho tus modales.
Voy a buscar a Atticus, no te muevas de aquí.
- ¡Ya no soy un niño, no me trates como a tal!

La vio dirigirse hacia la puerta e intentó correr para impedírselo pero le fue imposible dar un solo paso. Era incapaz de mover un musculo, estaba petrificado en un rincón. Tampoco esta vez salió sonido alguno de su boca cuando pretendió ordenarla que se detuviese. Desesperado, cerró los ojos. No se sentía con fuerzas de revivir de nuevo los acontecimientos. De nada sirvió, se dio cuenta de que podía ver a través de los parpados. Rogó mentalmente a Dios que no ocurriese, que cambiase el pasado aunque solo fuese en sueños.
Sahara salió al exterior, el aire helado entró por la puerta como un ejercito colérico, tomando por la fuerza toda la estancia. Allí permaneció estática, oteando los alrededores inquieta. Solo fue un instante, unos segundos de espera que al pregoneros se le antojaron una eternidad. El silbido fue muy claro en el silencio de la noche. Tampoco pudo girar la cara para no ver como la saeta atravesaba el hombro de Sahara.
En el rostro de su pasado una expresión de horror. Su tutora entró tambaleándose en la casa cerrando la puerta tras de si. Tuvo que apoyarse en la pared para no caer abatida por el dolor. El muchacho corrió a sujetarla.
- Estoy bien, trae mi espada.
- ¿Y... y Atticus? - Fue lo único que pudo balbucear el joven.
- Sabe cuidarse, seguro que está bien. No pierdas el tiempo preocupándote y haz lo que te digo.
- ¡Pero si apenas te tienes en pie!
Sonó el crujir de unas maderas sobre sus cabezas.
- Están en el tejado.
- ¡¿Están... Por Dios, quienes están?!
- ¡Mi espada! ¿A que esperas? ¡Obedece por tu vida, maldita sea!
El techo se abrió y por un agujero se dejó caer una sombra. Sahara sacó la flecha de su hombro acompañando el tirón con un desgarrador grito de dolor. Esquivó el alfanje del intruso con un quiebro de su cintura y girando sobre si misma, le clavó la saeta en un ojo con todas las fuerzas que le quedaban. No pudo ya evitar hincar la rodilla en tierra, la sangre manaba a borbotones de su herida. Se ayudó con la espada del caído para reincorporarse.
- No tenemos tiempo. - De un puntapié mandó lejos la pequeña mesa en la que hacia un instante se sentaban tutora y pupilo. Señaló con la punta del sable una esterilla de cañas. - Escapa por la trampilla que hay bajo eso.
- ¡No podemos abandonar a Atticus!
- ¡Haz lo que te ordeno!
El joven Orcanario obedeció. Muchas veces se había preguntado la razón por la que habían construido aquel boquete en la madera.
La puerta se vino abajo en ese instante y aparecieron dos nuevas sombras armadas con ballestas. La mujer interpuso su cuerpo entre los asesinos y el muchacho. Les lanzó el alfanje, alcanzando en el pecho a uno de ellos que cayó muerto. El segundo la apuntó tomándose su tiempo.
- Perdonadme señora por haberos fallado. - La escuchó decir desde su rincón el Orcanario del presente. Nunca entendió el significado de aquellas palabras.
El muchacho había cogido la mesa, y parapetándose tras ella, corrió dando gritos hacia el agresor. Lo embistió con todas sus fuerzas haciendo que cayese de culo. No tardó en ponerse en pie, aquel individuo era mucho mas fuerte que el joven. Liberó la daga que llevaba sujeta al cinto y lo agarró por el cuello con su mano libre.
Orcanarió sintió en sus propias carnes el miedo atroz de aquellos momentos, el como la zarpa de aquel tipo lo asfixiaba. Lo sintió por duplicado, en presente y pasado.
- Quill deam itm orca Narío. - Demasiado horrorizado para comprender un idioma que hacía mucho que no utilizaba. A aquellos asesinos no los había mandado el Consejo. ¡Eran guanches!
El hombre parecía regocijarse en el padecimiento de su victima, tanto que se olvidó de Sahara. Un error por el que pagaría el más alto precio. Bajo unas mantas se ocultaba su antigua espada, el clásico alfanje curvado de los guanches, algo mellado por tantos combates, pero aun letal. Lo último que vio el asesino, fue el fugaz destello del metal antes de incrustarse en su cabeza. El joven Orcanario cayó al suelo intentando recobrar el aliento. Mentora y pupilo pudieron ver a través de la puerta destrozada el fulgor de las antorchas acercándose.
- Si no consiguen entrar nos quemaran vivos. ¡No te demores, has de salir por la trampilla!
Orcanario lloraba como un chiquillo. Había manchado sus calzones y el corazón parecía que le iba a explotar dentro del pecho. Corrió hacia su única vía de escape. La trampilla lo conduciría bajo los cimientos de la casa hasta el campo.
- Arrástrate por las acequias sin levantar la cabeza. Cuando estés lo suficientemente lejos, atraviesa el bosque y busca refugio en casa de Víctor. No confíes en nadie mas.
La cintura de Orcanario ya había desaparecido por el agujero cuando se giró. - ¡Vamos! - Le dijo a su mentora.
- No puedo ir contigo. Alguien debe detenerles si deciden entrar. - Por primera vez en su vida, vio como los ojos verdes de Sahara se humedecían.
- ¡No, podemos escapar los dos!
- Atticus vendrá en mi ayuda, no te preocupes. Todo saldrá bien.
- ¡Atticus está muerto, no vendrá, pero si tú conmigo!
Sahara sacó un pequeño colgante de algún lugar de su vestido.
- Casi lo olvido. Esto perteneció a tu madre, debía dártelo de aquí a unos años pero los acontecimientos imponen que sea ahora. Guárdalo siempre. Pero no se lo enseñes a nadie. ¿Entiendes?
No, no entendía nada. Ni entonces, ni ahora que se veía condenado a revivir aquella tragedia.
Sintió de nuevo el tacto de las manos de Sahara rodeando su cuello para ponerle el medallon y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
¡No quería verlo, no quería revivirlo de una forma tan real! Tan real que, aun sin poder moverse, sentía las lágrimas deslizarse por sus mejillas.
Un nuevo zumbido y los ojos de Sahara se abrieron como platos antes de caer sobre sus brazos con una flecha clavada en la espalda. Ahora era él mismo quien la sujetaba y no su pasado, era él mismo quien huía por la trampilla dejándola atrás. Eran sus propios ojos los que veían arder su antiguo hogar desde la distancia.

Las llamas se fueron consumiendo y la oscuridad de la noche lo invadió todo. El pregonero volvía a ser un mero espectador en aquel teatro del absurdo. Habría querido regresar a buscar los restos de entre la ceniza. No pudo siquiera tragar saliva, su cuerpo estaba petrificado.
Tanto tiempo como le costó superar los remordimientos de entonces y Sahara acababa de morir entre sus brazos por segunda vez. Aquello era mucho más de lo que podía soportar, aún sabiendo que no era real, que solo era un recuerdo pero no por ello menos doloroso.
Todo a su alrededor se fue diluyendo, difuminándose como una acuarela en agua. Él mismo regresó al estado etéreo del principio, quedando solo su conciencia flotando en el vacío. Un macabro pensamiento comenzó a angustiarle. ¿Y si no era un sueño? Sin cuerpo, inmovilizado en la nada, atormentado por las visiones del pasado. ¿Estaba muerto y era esa la forma de expiar sus pecados? ¿Es así como es el infierno? Lo último que vieron sus ojos antes de que llegase la oscuridad fue a La Plaga. El pánico se adueñó de él, se negaba a admitirlo, no quería creer que el monstruo...
Una especie de niebla comenzó a condensarse frente a él y un olor denso, que no supo identificar, le impregnó hasta las papilas gustativas con un sabor amargo. De pronto comenzó a desplazarse a una velocidad de vértigo por  lo que le pareció un túnel luminoso. Se sentía mareado y, de haber tenido estómago, lo habría expulsado por la boca. Si era un sueño, este era el momento en que debía despertar, pero no lo hizo. Quería gritar, gritar con todas sus fuerzas que detuvieran aquella loca carrera. Ya en la convicción de haber perdido por completo el juicio, se rió en su impuesto silencio.
El final del trayecto fue tan brusco como el comienzo. Sintió un terrible dolor de cabeza, era como si su cerebro se hubiese aplastado contra el frontal de su cráneo por la inercia.
- ¡Dios mío, que concluya esta pesadilla por favor! - Rogaba mentalmente una y otra vez.
Volvía a estar rodeado por una oscuridad extrema. Ciego por la ausencia de luz, sordo por el total silencio... ¿Como no volverse loco? Por enésima vez intentó gritar sin éxito.

Una densa niebla comenzó a devorar a la nada, empezando por el horizonte y acercándose despacio. La oscuridad parece se apartaba del paso de aquella especie de humo. Cuando lo tuvo encima pensó que también a él había de tragárselo. Aquello lo rodeó, de nuevo el olor intenso y el sabor amargo.
Poco a poco la niebla fue disipándose y el pregonero pudo distinguir una figura difusa. Parecía una mujer que sujetaba un bulto entre sus brazos.
A medida que su vista dejaba de estar nublada por aquel halo nebuloso, pudo ver con mas nitidez a quien tenía delante a escasos pasos. En efecto, se trataba de una mujer y lo que portaba era un niño pequeño. Estaba sentada sobre una cama muy amplia. En aquella posición no podía apreciar su estatura, pero por su complexión rolliza, imaginó que no podía ser muy alta. Ataviada con un vestido de hechuras impecables pero de corte nada ostentoso. Parte del pelo lo llevaba recogido en una trenza que le rodeaba la cabeza como una especie de diadema y el resto caía sobre la espalda en una trenza mucho mas gruesa. El pregonero no pudo ver bien al niño, la mujer lo ocultaba en su regazo, por el tamaño del fardo aun debía de ser muy pequeño.
Todo iba tomando forma a su alrededor. Que hubiese un lecho, dejaba claro que se hallaba en una alcoba. Pronto pudo ver también las paredes y las dimensiones de la habitación. Era realmente grande.
No podía recordar donde se encontraba, como tampoco pudo reconocer a la mujer ni entender lo que le decía al pequeño. Si comenzó a escuchar un ruido intermitente. Tenía los oídos embotados, como cuando se taponan al zambullirse bajo el agua. El sonido fue in crescendo en intensidad al unisono que su visión se hacía mas clara. La estancia era mucho mayor de lo que le pareció en un principio. Protegida por gruesas paredes de piedra, necesarias para soportar una gran bóveda, se ayudaban de varias columnas. Por el gran tragaluz de lo más alto no entraba la claror del sol, debía ser de noche y eran las antorchas las encargadas de iluminar el lugar. El sonido intermitente se fue haciendo mas violento. Pudo sentir el miedo de la mujer por la angustia con la que apretaba al crío contra su pecho. Este lloraba y ella no parecía capaz de calmarlo.
Dirigió la mirada hacia donde provenía el sonido, que ya era ensordecedor. Una gran puerta de madera maciza vibraba por las acompasadas sacudidas y los travesaños que la apuntalaban, parecía saltarían hechos astillas en cualquier momento.
Dos nuevas figuras se posicionaban, alfanje en mano, entre lo que imagino era una madre con su hijo, y la entrada.
Quedó atónito. Que joven y hermosa estaba. El pelo muy negro, sin rastro de canas, caía en cascada por hombros y espalda. El talle mas estilizado, más esbelta la figura. No la recordaba así, tan sumamente bella y salvaje. Sahara vestía una cota de cuero muy ceñida, como también los calzones. Correajes y protecciones en codos y rodillas, en la diestra sujetaba con firmeza el sable. Aquella escena no era un recuerdo, sin duda su subconsciente le estaba jugando una mala pasada. Junto a la indómita guerrero, Atticus también se veía muy joven. Le costó reconocerlo sin la poblada barba y bajo aquella armadura. Empuñaba una maza y se parapetaba tras un enorme escudo con el que intentaba proteger también a su compañera.
¿Que significaba aquella visión? Debía de tratarse de algún tipo de delirio. Los golpes no cesaban, cada vez mas fuertes y amenazadores. Orcanario intuyó que la desgracia quería abrirse paso de nuevo a través de una puerta.
Cuando se vino abajo en pedazos y el cuarto se llenó de astillas, aparecieron muchos hombres armados. Tanto Atticus como Sahara sudaban copiosamente, pero mantuvieron la posición. Los recién llegados arrojaron al suelo el grueso tronco con el que derribaron la puerta y desenvainaron sus espadas. La mujer ocultó el rostro del niño entre su pecho abrazándolo con mas fuerza.
Los agresores formaron una hilera frente a los defensores y estos les mantuvieron la mirada.
El pregonero no sabía si soñaba, si deliraba o si simplemente había enloquecido. La escena era tan tensa, tan angustiosa, que solo podía escuchar su corazón desbocado.
Los recién llegados se hicieron a un lado dejando paso a un individuo enorme de aspecto fiero. El pelo muy largo y oscuro, la barba muy poblada adornada con pequeñas trenzas en los extremos. También las cejas eran abundantes en cabello, lo que dejaba medio oculto el rostro dándole el aspecto de un oso.  Se fijó en la cicatriz que le recorría toda la cara desde la frente hasta la mejilla izquierda, sin, por lo visto, respetar un ojo que llevaba oculto con un parche.
El niño no dejaba de llorar, la mujer le mesaba los cabellos sin atreverse a apartar la vista de él.
- ¿Que habéis hecho con mi esposo? - La escuchó decir. No tuvo contestación y ahora si los miró. Los rostros patibularios de aquellas gentes eran una respuesta mas clara que cualquier palabra. Contuvo un sollozo pero no las lágrimas.
- ¿Que peligro puede suponer mi hijo? Solo es un niño.
El del parche la miró con su único ojo, de su mano colgaba un hacha que, de tan enorme, arrastraba por el suelo pese a su gran altura. La arrojó a un lado.
- No he de manchar mi conciencia con la sangre de un chiquillo. Pero tampoco puedo responder por la de estos que me acompañan.
- Acércate un solo paso y yo no tendré remilgos en manchar la mía con la tuya. - .El tuerto ignoró la amenaza de Atticus y siguió avanzando. Fue Sahara la que puso la punta de su alfanje en el pecho del gigante.
Sin dejar de llevar al niño en brazos, la mujer se acercó a un arcón y extrajo de el un pequeño cofre.
Alargó la mano libre para dárselo a Atticus y este a su vez se lo cedió al tuerto.
- ¿Es suficiente para inspirar vuestra piedad?
Sin apenas mirar el contenido lo arrojó hacia atrás sobre su hombro. El resto se abalanzaron sobre las joyas como buitres sobre la carroña.
- Pasada esta puerta no podré responder de su seguridad.
- Me aferraré a esa pequeña esperanza. Que los Dioses te guarden. - La mujer se fue acercando a la puerta con el niño en brazos y precedida por sus dos escoltas. Los soldados estaban demasiado ocupados peleándose por el botín como para prestarles atención. El tuerto recogió su hacha y se interpuso entre ellos y la salida.
- Los Dioses nos han abandonado a todos esta noche. - Les dijo con voz severa.
La mujer no necesitó ninguna otra explicación. Le costó conseguir que el niño la soltara. Lloraba y pataleaba agarrándose con fuerza al vestido de su madre. Orcanario pudo verlo bien, no debía de pasar de los tres años. Cuando se lo acercó a Atticus, este quedó perplejo.
- Ahora vosotros cuidaréis de él.
- Es de ambos de quienes cuidamos, señora.
También Sahara protestó. - No iremos a ningún lado sin vos.
- Entonces moriremos todos. - Intentaba parecer tranquila pero le temblaba la voz. -¿Es eso lo que quieres?
- Yo me quedaré a vuestro lado, muchos besaran el suelo primero antes de tocaros un solo pelo.
- En ese caso os lo ordeno, a los dos ¡Marchad!
Atticus arrojó al suelo el escudo, no así la maza, y sujetó con el brazo libre al pequeño que no dejaba de golpearlo con puños y pies.
- Mi pequeño hombrecito. - La mujer le ofreció su mas radiante sonrisa. - No llores, mamá siempre estará a tu lado. - Le colgó del cuello un collar, de apariencia tan modesta que no suscitó la codicia de los soldados. Lo besó en la frente antes de soltarlo. - ¡Marchad y no miréis atrás!
- No puede pedirnos algo así mi señora.
El tuerto interrumpió de forma brusca las protestas de Atticus.  - El tiempo es ahora un tesoro mucho mas preciado que cualquier joya. Obedece a tu señora o moriréis todos aquí y ahora. Puede que logréis matar a muchos de nosotros, puede que hasta yo perezca, incluso que acabéis con todos. - Dejó caer su arma de forma súbita, solo del peso quedó clavada en la piedra del suelo. - Pero vendrán más y esos otros no os darán la oportunidad que yo os brindo.
- La señora vendrá con nosotros. - Sahara se puso en guardia. - La mujer, le puso la mano en el hombro.
- ¿Dejando morir a mi hijo, que lealtad me estáis demostrando?
- Solo pretende que bajemos la guardia, tras esa puerta sin duda no aguarda una emboscada.
- Merece la pena correr el riesgo.
- Mis hombres comienzan a preguntarse, si guardáis mas oro con el que apaciguar sus ánimo. ¿Cuanto tiempo creéis que podre contenerlos? - Tras el tuerto, el resto de soldados habían dejado de pelearse por las joyas.
Orcanario era incapaz de contener las lágrimas, Ahora ya entendía lo que estaba ocurriendo. No importaba si la escena era solo producto de su imaginación. ¿Fue así como realmente ocurrió? Él era muy pequeño entonces para poder recordarlo y ni Atticus ni Sahara le contaron nunca algo que se se pareciese siquiera a aquello.
Todo se desvaneció en cuanto sus dos mentores salieron por la puerta con el niño en brazos. - Mejor así. -  Se dijo, Hubiera sido incapaz de contemplar lo que habría de ocurrir a continuación.
¿Había quedado oculto en su subconsciente hasta ahora? Imposible, se repetía una y otra vez. Mis padres eran modestos agricultores, eso es lo que me dijeron Atticus y Sahara.
Nuevamente en la nada, rodeado de aquel negro que no era exactamente oscuridad, sintió que enloquecía. El extraño olor regresó junto con el sabor amargo.
Había quedado un pequeño resquicio de aquella especie de niebla, humo, o lo que quisiera que fuese. Al pregonero se le antojó una presencia maligna, la raíz de aquella pesadilla. No le cupo la menor duda de ello, cuando advirtió que se condensaba e intentaba tomar forma.
Se comprimía para enseguida expandirse de nuevo. Parecía mantener una lucha y, en cada intento, estaba mas cerca de conseguir su propósito. Lo hizo solo en parte, materializándose en una inquietante sombra humanoide, Era aquella presencia la que expelía el olor, la que le llenaba la boca con aquel sabor amargo. Continuaba estático, impedido de cualquier movimiento, obligado a solo observar.
- Tienes muchas preguntas. - Escuchó que le decía una voz distorsionada y por un momento se alegró de no estar solo. Su mirada se perdió en un horizonte vacío. Quiso preguntar ¿quien anda ahí? ¿Quien y donde se escondía? - No necesitas hablar, solo escuchar. Nada de lo que puedas decirme me es desconocido. ¿Quieres saber donde estas y que es lo que has visto? Bien lo sabes. Has escarbado en tu pasado, como las gallinas lo hacen en la tierra buscando gusanos. Eso es lo que has encontrado, las larvas que devoran los cuerpos de todos aquellos que tuviste cerca. Sin embargo, tú eres tan poca cosa que ni la muerte te quiere a su lado. - La voz se hizo un poco más nítida, como tan bien la inquietante figura. Era la sombra quien le hablaba. - Eres portador de la desgracia, ella es tu única compañía y se ceba en aquellos a los que quieres. ¿Ves este desolado lugar? Es tú interior. Si, ya lo sé, aquí no hay nada. ¿Que debiera de haber? ¿Que has hecho en tu vida? No tienes familia ni amigos. Has pasado por ella de puntillas, temeroso de hacer ruido. Ni tan solo has sido capaz de crecer. Tus mentores quisieron hacer un hombre de ti, pero ante mi solo veo a un niño. ¿Porqué no lo admites de una vez? Eres patético.
Con todo te empecinas en regresar, te aferras a una vida que nada espera de ti. La cosa de piedra te hizo un favor al matarte, créeme. No me mires con esa cara de estúpido. Si, estas muerto y bien muerto. Eso es lo único cierto y este es tu legado. Bueno, en realidad es un poco más complicado, ya te he dicho que a la Parca no le interesas, que no hay sitio para ti ni en el cielo ni en el infierno. Por suerte yo estoy aquí para ofrecerte algo mejor. ¿Porqué? Te preguntaras. Tienes razón, nadie da nada por nada. Tú tienes algo que a mi me interesa y yo algo que ofrecerte a cambio.
Este lugar parece muy frío, tan vacío, tan oscuro. No tiene por que ser así, yo puedo enseñarte como llenarlo de vida. A un soñador como tú no ha de serle difícil aprender como hacerlo. Imagina un lienzo en blanco, tienes todo lo necesario en tu cabeza. Tú imaginación es la única barrera, solo necesitas dominar el uso de los pinceles. Eso es lo que yo te ofrezco, el poder de concebir un mundo a tu medida.
La sombra tomó forma de mujer, la de la enigmática joven del bosque, se le acercó contoneándose. Estaba completamente desnuda, mostrando toda su sensualidad. Lo rodeó con los brazos y sus labios se deslizaron por el cuello del sorprendido pregonero. Sintió su humedad y el calor de aquel cuerpo exuberante, la presión de los senos sobre su pecho, el tacto de una piel suave como la seda.
- La deseabas y se la negaste a tus sentidos. Ahora puede ser tuya en cuerpo y alma, sin los limites que te imponía tu absurda moralidad. Con solo desearlo, surgirán palacios de la tierra donde albergar tu harem. Puedes tener a quien quieras. ¿La prefieres a ella? - La mujer se apartó, frente a Orcanario se encontraba Sahara en su versión mas joven. También desnuda, tal como el pregonero la imaginó en tantas ocasiones. - Te siguen avergonzando tus sentimientos. No tienen nada de malo, nada es tan natural como un hombre y una mujer que se aman. ¿De que otra forma habríamos de venir al mundo?
No era Sahara, aunque tuviese sus mismos rasgos, su misma voz...  sus mismos ojos verde intenso. Con todo, no supo resistirse a sus caricias, a sus besos, a un cuerpo de ensueño.
- Sé un hombre de una vez por todas. Solo has de aceptar lo que te ofrezco. Toma los pinceles y da color a tu nuevo mundo. A cambio solo te pido algo que te es del todo prescindible aquí. Necesito de un cuerpo  de carne y hueso, a falta de otro mejor, el tuyo me ha de servir.
- ¡No lo escuches! De su boca solo salen embustes. Lo que te ofrece no es mas que una prisión, su prisión. Para él solo eres la llave. ¡No puedes dejarlo salir! ¡Por tu bien y el de todos, apártate de ese demonio!
Se asustó al ver que se le acercaba corriendo lo que le pareció una especie de bruja. No pudo reconocer a María bajo su nuevo aspecto, desaliñado y sucio. Tampoco su voz, ahora rota y desagradable.
Sahara dejó de serlo, para transformarse en un individuo delgado, de rasgos angulosos y ojos malvados, que vestía por completo de negro. El pregonero, aun sin poder moverse, no pudo contener su repulsión,
- ¿Que tenemos aquí? Pero si es la pequeña de las tres ingratas. ¿No vas a darle un beso a tu padre?
- Nada queda de padre en vos, en vos solo veo a una abominación moldeada en bilis, cocida a fuego lento en ira y desprecio. Dejad en paz al Narrador, él no ha de servir a vuestro propósito.
- ¿El "Narrador"? - Una mueca de desagrado en su cara. - Que decepción, pensé que era un regalo. He sido muy ingenuo al creer que mi pequeña, mi favorita, había recapacitado y por ello me había enviado un presente.
- Mereces con creces tu encierro. ¿Porqué habría de mandarte otra cosa que no fuese mi indiferencia?
- Pues porque está aquí, en mi cárcel, rezumando tu esencia. Esta jaula es infinita, jamás lo habría hallado sin tu ayuda. No sabes lo que sentí cuando hasta mí llegó tu fragancia, como se alegró mi corazón al escuchar la canción de tu aroma. Por un instante todo se llenó de color, todo fue como antes. ¡Como antes de que mis tres hijas me abandonasen! - Tras ese pequeño estallido de cólera, el extraño individuo tomo aire para tranquilizarse. Orcanario estaba del todo desubicado, no entendía lo que escuchaba y lo que veía carecía de sentido. A falta de una conclusión mejor, pensó que se encontraba ante dos demonios peleándose por la cena. Esa era una idea nada tranquilizadora, siendo él el menú.
- Perdóname, no era mi intención levantarte la voz. Has de comprender como me sentí al verlo, mi frustración al comprobar que no habías regresado a mi lado, que era a un extraño a quien tenía delante. ¡Más, no! Él tenía tu esencia por algún motivo, por alguna razón y de nuevo remontó mi animo, tú me lo habías enviado.
- Pues, como ves, estabas equivocado.
- Si, lo veo, pero no lo entiendo. Mírate, estas hecha un adefesio. ¿Que te ha movido entonces a darle tu vitalidad, si no era la intención de que yo lo encontrase?
María entendió en ese momento lo mayúsculo de su error. Era cierto, en el camino de regreso de la muerte a la vida, el pregonero debía cruzar el limbo, el reino del Innombrable y no contó con que a este le sería muy fácil seguir el rastro de la energía que había insuflado al Narrador.
- Pobre chiquilla. - Comenzó a decirle al ver que no se atrevía a responder. - Para mí eres un libro abierto, te he visto crecer en mis brazos. Reniegas de mi, pero no por ello dejaré de ser tu padre. El "Narrador" es solo una ilusión, un cuento con el que te dormías cuando niña, una invención. Te has sacrificado por una quimera. Pero no te preocupes, yo te devolverte la belleza, haré que regrese la música a tu garganta. He de estarle  agradecido a este botarate por traerte de nuevo a mi lado.
- Deja que se marche.
- Claro, estando juntos tú y yo, ya no lo necesitamos, no necesitamos de nadie. Ven. - Le ofreció sus brazos abiertos e intentó sonreír, solo fue capaz de conseguir una mueca simiesca. - Dale un abrazo a papá.
María no se movió de donde estaba, junto a Orcanario y a una distancia prudente del Innombrable.
- Sigues sin confiar en mi. No puedes ni imaginar lo que ello me aflige. Aquí el concepto del tiempo se pierde, pero debe de ser mucho el que he estado encerrado. Más que suficiente para recapacitar, más que suficiente como para que se cierren las heridas. Puedes creerme, he cambiado. Ahora mi único deseo es reunirme con mis hijas y comenzar de nuevo. Os he perdonado
- ¡¿Perdonarnos?! - María explotó colérica. ¡No has cambiado en absoluto! Sigues sin ver más allá de tus narices sin importarte otra cosa que tu mismo. No te importa todo el mal que hiciste, no admites tu responsabilidad. ¡La culpa siempre es de los otros y disfrutas en tu papel de mártir! ¡El mundo entero está en tu contra! Eres el mismo cínico que dejemos atrás.
- Me abandonasteis cuando más os necesitaba y aún me acusas de fingir mi dolor. No tienes ni idea de lo que se siente cuando pierdes todo aquello que amas y espero que nunca pases por ello.
Marchó de mi lado sin despedirse, sin un adiós, sin dar ninguna explicación y yo no pude más que esperar su regreso. Deseaba que llegase la noche, que la oscuridad me forzase a cerrar los ojos por el cansancio de tanta espera y así por lo menos,soñar con ella.

La soñé en primavera y era rocío.
aroma a romero, a espliego, a tomillo.
Entre los campos de trigo,
la soñé conmigo.
La soñé cercana,
fresca fragancia de canela en rama.
Yo era tierra baldía que espera la lluvia
con el mismo deseo con el que las mareas
anhelan besar la tierra y llevarla consigo.

La soñé conmigo.

La soñé a mi lado y también soñaba
pero llegó la mañana y al despertar,
no estaba.
Entonces la añoré.
La añoré como el solitario añora a un amigo,
como el mendigo unas monedas.
Como quien tiene frío
y no encuentra consuelo, luz ni abrigo
en el brillo de las estrellas.

Entonces la esperé,
la esperé sin reproches,
llevando en la mano un ramo
de buenas razones.
Y así, esperando,
llegó el verano.

La soñé entonces y yo era un pájaro,
migrando hacía el sur, volando a su lado.
Mi sueño era un lienzo
donde se mezclaba el verde del mar
con el azul del cielo.
Pero tanto llevaba esperando
que no reparé en el hecho
de que me hice viejo
y era tan largo el trecho que nos separaba
que mis alas cansadas
no soportaron del tiempo el peso
y caí rendido al vacío.

La soñé conmigo.

Soñé durante el otoño marchito,
soñé que no estaba conmigo.
La soñé distante, etérea y difusa,
la soñé confusa, la soñé muy lejos.
La soñé y era nieve cubriendo las cimas,
tan pura y a la vez tan fría.
Temí que llegase el día,
que el sol derritiera su recuerdo.
Miedo de que acabase el invierno,
de que al llegar la primavera de nuevo,
deje de soñar con ella.

- Llegaron muchas otras primaveras y dejé de soñar su regreso. Reconozco que el dolor me nubló la mente, pero ya acabó. Siquiera recuerdo su rostro, siquiera puedo asegurar que fuese real. Debes creerme cuando te aseguro que he olvidado, que no quiero a otra a mi lado que a mi hija, a mis hijas.
- Tus versos no son más que dardos envenenados de reproches. Nosotras no te interesamos, solo somos en vínculo con el que crees que puedes encontrarla. No  me engañas, no he de dejar que regreses para consumar tu venganza.
El innombrable comenzó a canturrear una y otra vez la misma estrofa de forma insistente.

- Separar la paja del trigo,
buscando aguja e hilo en el silo
para poder unir los retales
de mis desvarios.

Separar la paja del trigo,
buscando aguja e hilo en el silo
para poder unir los retales
de mis desvarios.

Separar aguja e hilo....

- Estas loco.
- ¡Loco! ¡Niña estúpida! Mírate antes de hablarme de locura. Mira lo que has hecho por tu "Narrador" y dime si no es eso locura. Eras hermosa y tu voz hacía que los ruiseñores enmudecieran de envidia. Ahora parecen los graznidos de un ganso y este, por el que lo has sacrificado todo, en agradecimiento te mira con repugnancia. - María pudo comprobar que el Innombrable estaba en lo cierto. - ¿Que otra cosa es el amor si no locura? Yo creé para el mio, un jardín por el que el mismo Dios abandonaría el cielo.
- Lo rodeaste con el alambre de espino de tus celos.
- ¿Se ha de reprochar proteger lo que se ama?
- No se encierra el amor en una jaula.
- ¿Y que puedes saber tú? ¿Que puedes saber tú, que has crecido en un palacio de ilusiones? Solo sabes de cuentos, de las historias que yo te contaba. No existen aquellos nobles caballeros de tallo de hierro, como tampoco los aguerridos príncipes, de desmesurado valor e intachable conducta. Fantasías en blanco y negro, donde los villanos eran pura maldad y los héroes irradiaban la luz de la verdad. No existe el amor absoluto e imperecedero, solo la mentira es real, son nuestros miedos e imperfecciones los que nos hacen reales.
- Yo podía ver en tus ojos, sentir en tu voz, que creías en todo aquello que me contabas. Es cierto que era muy pequeña, que crecí entre paños de seda, a salvo de ese mundo tan aterrador del que ahora me hablas. Tú eras mi faro, mi guía, y yo te quería. Te amaba de esa forma tan pura, de la que ahora aseguras que no existe. Te vi triste, pero también alegre, y así te sentías sonaba mi música, a veces melancólica, otras jovial, pero siempre sincera. Yo soy lo que tú me enseñaste a ser, eramos uno, hasta que cambiaste de rumbo y ya no quise seguir ese nuevo sendero de tinieblas.
- Me abandonaste. ¡Me abandonaron todos! ¿Que luz pudo quedar para indicarme el camino?
- Tu me enseñaste que el amor es como un río. Apenas nace siendo un reguero, cristalino y limpio. Manso, con la casta pureza de la inocencia. Al alcanzar la pubertad, se convierte en torrente. Desciende violento e imparable, arrasando con todo aquello que se entromete en su camino. En la madurez, ambas orillas se pierden en la distancia. Discurre su cauce plácido y sereno. Llegado el momento, sus aguas se reparten en afluentes que formaran nuevos ríos.
- Olvidas, que también se desborda cuando a la lluvia se le antoja, anegando a los que tiene al lado. Que puede perderse en meandros y acabar estancado en una ciénaga. En todo caso, ha de morir en el océano.

- Es cierto, que son muchas
las distancias que separan,
que quedó en medio un campo yermo,
cubierto de sal.
No se ve el final del trayecto,
el camino es todo menos recto
y aunque nos rodea la niebla
no se nos permite frenar.
Maldita la inercia que nos aplasta,
abyecta velocidad,
que impide disfrutar del paisaje,
y en el vital bagaje,
quedan atrás seres queridos,
amores que se salen del camino
y no veremos más.
Grueso equipaje son los recuerdos
de los que la edad se ocupa de aliviar el peso.
El aroma pretérito de un beso,
espinas que nos dañan los dedos
y ya marchita la rosa
solo nos queda cantar.
Cantarle a la lluvia para que diluya la sal.

Aun con aquella voz resquebrajada, los versos de María no perdieron belleza. El pregonero se sintió conmovido. No entendía nada de aquella especie de función, de aquel drama en el que él parecía ser un tercer comediante al que le habían robado el papel.
El malestar del hombre extraño era cada vez más evidente.

- ¡Aquí nunca llueve! La sal es lo único que tengo para cauterizar las heridas. La vida es una partida de ajedrez y el mundo su inmenso tablero.  En este funesto juego, no somos más que peones y es el mal quien siempre triunfa.
Pronto has de aprender, que abunda más la paja que el grano, y por ello somos tantos los que pasamos hambre. Demasiados pajares y pocos silos. Muchos mas mendigos que reyes y demasiadas leyes injustas. Te asustas de tu propia sombra al verla tan alargada y enjuta. ¡Cuanto hijo de puta!
No hay mayor enemigo de la inocencia, que la experiencia. Esa que arrastramos cada día mas pesada.
Yo solo tengo palabras con las que sembrar mis campos, pero ahora que no llueve, ahora que el cielo se cierra y me niega el agua... ¿Como han de brotar las palabras y convertirse en frases? Estas en oraciones que crecen hasta alcanzar la madurez, hasta transformarse en una historia, tu propia historia.
Marché arrastrando los pies, levantando el polvo de mis lamentos, con la intención de no regresar a estos campos yermos jamás, pero jamás es demasiado tiempo.
- Te rendiste y ahora te ahogas en tu propio miedo..
- ¿Miedo? ¿Porque entonces regresé? Volví para separar la paja del trigo, (buscando aguja e hilo en el silo), para poder saturar mis heridas. Regresé en la convicción, de que entre bautizo y entierro, no ha de ser todo negro, en la certeza de que se abriría por fin el cielo y llovería esperanza.
Pero no fue así y mi cara se resquebrajó como los terruños secos. Se llenó de arrugas, de acequias por las que solo discurrían lágrimas. Me había hecho viejo en la espera..
- Mas y mas lamentos, no buscas redención si no compasión. Tú nunca has de perdonar.
- De pequeño me enseñaron que la maldad la llevamos cosida al ombligo, que nuestro mayor pecado es haber nacido. Si estamos malditos desde un principio... ¿Porqué he de perdonar?
- ¿Es mejor aferrarse a un odio que te mantiene aquí dentro?
- ¡Son mis cicatrices libros, y mi piel las hojas donde están escritos!
- Tu mismo hundes el cuchillo en ella. No has de conseguir que me apiade de alguien que no busca el perdón.

Por momentos, el "extraño" perdía su solidez. Su cuerpo se descomponía, retomando la apariencia etérea del principio, para enseguida volver a recomponerse. Se movía inquieto de un lado a otro, dando largas zancadas mientras se rascaba las invisibles heridas de sus brazos. Comenzó a balbucear lo que al pregonero le parecieron incongruencias.

- Separar la paja del trigo, (buscando aguja e hilo en el silo), para poder hacerme un zurcido y que no se me pierda el aire que guardo en los bolsillos.
Que antes que fraile fui monaguillo.
No me deslumbra el brillo de quienes (por pulir demasiado las frases buscando el aplauso rastrero), tanto las pasan el trillo, que acaban por perder el sentido y no decir nada.
Son estos mis campos y esta mi cosecha, no me tiembla la mano al pasar la guadaña. Es necesario cercenar la cizaña y quemar el rastrojo. ¡Acabar con los topos! Que bajo tierra, se tragan las raíces de mis ideas.
Maldigo a los cuervos, picotean la simiente e impiden que broten los versos.
Arrastro los pies por la tierra yerma, levantando el polvo de mis lamentos.
Intenté separar la paja del trigo, (buscando aguja e hilo en el silo) para poder remendar mis calzones, que de tanto entrar en cintura, (por no mantener mi postura), los llevo por los tobillos mostrando las partes nobles.
Quise separar la paja del trigo, (buscando aguja e hilo en el silo), y así poder coserme las mangas para cuando haga trampas jugando a las cartas, no se me deslicen los naipes, me quede con el culo al aire y me toque correr delante de mis principios.
Que yo antes de fraile fui monaguillo.
- Estas loco.
- Mucho te empeñas en que lo recuerde. ¡En mala hora llegué a este mundo, en el que nadie me invita a un baile! Hastiado de haber nacido fraile, harto de buscar aguja e hilo en el silo. Que de tanto buscar el servil aplauso, ya no distingo la paja del trigo, ni amigo de enemigo, ni el halago sincero del aullido de un perro faldero.
- ¿Como has podido acabar así? No fue amor lo que nubló tu mente. ¿Donde está el hombre bueno que me contaba cuentos? ¿Que fue del padre cariñoso y sabio? ¿Donde enterró sus versos y porqué de sus restos solo brotan lamentos? No ha sido el amor quien te ha hecho esto.
- La traición me ha marcado. ¡La de todos, la de mis propias hijas! - De la cólera pasó a una melancolía no exenta de amargura. -  La de a quien amaba sobre todas las cosas. Se secó el campo de rosas quedando los tallos desnudos, de  lo que antaño fue amor, ahora solo quedan espinas. - Intentó que su voz retomara el tono reconciliador. - Te necesito, os necesito a las tres. Necesito de mis hijas para sanar las heridas y recuperar la cordura. No soportaré por más tiempo este encierro.
Sin poesía, sin música, sin valor para enfrentarme a mi mismo. Os necesito, ayúdame a salir de aquí, te prometo que he cambiado, que aprenderé a perdonar. No te engaño, has de creer en mi.
- ¿No me engañas? ¿Como tampoco mentías al Narrador con tu oferta envenenada? ¡Jamás te ayudaré!
- ¡Mucho hablas de amor y perdón, pero tu corazón es una roca! El Narrador no es más que una ficción. Este que tengo enfrente es un don nadie, has violado las leyes de Dios al arrebatárselo a la muerte en una aspiración puramente egoísta. No eres mejor que yo.´
Sabes que el circulo ha de cerrarse de un modo u otro, que es imposible cambiar el pasado. Regresaré y es mejor tenerme de amigo cuando eso ocurra.
- En esta ocasión lo conseguiremos, conseguiremos destruirte de una vez por todas.
El Innombrable no pudo contener la risa. - Recuerda mis palabras. - Señaló con su largo y huesudo dedo indice a Orcanario. - Él te echará en mis brazos.
- Él es puro, no podrás corromperlo.
- ¿Puro? - De nuevo estalló en carcajadas. - Como a todos los hombres, su entrepierna lo domina. De no ser por tu intromisión ya sería mio. Aun estas a tiempo de evitarte una terrible decepción, hazte a un lado.
María se interpuso entre los dos. - ¡No!
- ¡Aparta he dicho! - Le alzó la mano. - No voy a dejar que marche, si no he de conseguir de tu ayuda tendré que hacerlo por las malas.
Alguien lo agarró de la muñeca antes de que pudiese descargar el golpe sobre María. En Innombrable quedó mudo de asombro al darse cuenta de que era el pregonero quien lo sujetaba
- He visto lo suficiente para comprender a quien he de combatir y quien está de mi lado. No voy a permanecer impasible, mientras que un villano se impone por la fuerza a alguien más débil.
El Innombrable no era más alto que el pregonero, los ojos de ambos se encontraron muy próximos. Orcanario le sostuvo la mirada desafiante.
- ¡¿Como has conseguido moverte, maldito gañan?!
- Solo he tenido que seguir tus consejos. Este es mi sueño y lo manejaré a mi antojo.
- ¡Tú no eres rival para mi! - De un tirón liberó su brazo. También María estaba perpleja. Recobrada de su inicial asombro, le rogó que se hiciese a un lado.
- Es cierto, no puedes enfrentarte a él. ¡Ahora que eres libre de moverte, huye! ¡Busca el camino de regreso!
Orcanario la miró con más detenimiento. - Me engañó tu aspecto, pensé que también eras un demonio. No debí fiar tanto en mis ojos. Ahora entiendo que la belleza la llevamos dentro. No voy a escapar de mis miedos, les haré frente, es la única forma de despertar de esta pesadilla.
- No somos los únicos que estamos en peligro. Si consigue poseerte, sera el final del mundo tal como lo conoces. Deja que yo me ocupe, no puedes asumir un riesgo tan elevado.
Antes de que pudieran darse cuenta, el Innombrable apartó a María de un empujón y aprisionó por el cuello al pregonero. Lo elevó del suelo con una sola mano como si pesara menos que una pluma.
- ¡Acepta mi oferta o sufrirás lo indecible antes de que te mande definitivamente al otro lado!
- No te ha de ser tan fácil doblegarme. - Ante los asombrados ojos de María, el pregonero se transformó. Orcanario siguió a pies juntillas las indicaciones del Innombrable. Le había dicho que su imaginación sería el único limite en aquel extraño mundo, y lo primero que le pasó por la cabeza, fueron las antiguas historias de su pueblo sobre los valerosos hijos del desierto, los "targuis".
No solo su indumentaria cambió, envuelto por completo en telas azules, cabeza y rostro cubiertos por un turbante que solo dejaba al descubierto los ojos, también su envergadura y complexión física. Se había transformado en un guerrero portentoso. Valiéndose de sus piernas para hacer palanca sobre el pecho del Innombrable consiguió escapar de su tenaza. Este no se dejó impresionar.
- Patético intento. ¿De verdad piensas que un soldadito podrá conmigo?
- Los targuis no son guerreros corrientes. - Le respondió con convicción. En su mano apareció de la nada un curvado alfanje. - No voy a dejar atrás nunca más a nadie, no sin luchar.
- Te voy a destripar con mis propias manos. He de deleitarme mucho con tu sufrimiento. - Las uñas del Innombrable se tornaron afiladas garras.
- Nunca podrás derrotarlo mediante la fuerza, no cometas una locura. ¡Huye ahora que aun estás a tiempo! - Los ruegos de María cayeron en saco roto.
No tardó en darse cuenta el pregonero, en lo acertado de la afirmación de la extraña mujer. - Su oponente se movía con la rapidez de un felino y le era cada vez mas difícil esquivar sus zarpazos. El pregonero no podía más que retroceder. ¿Como se caza a una fiera?  Buscó en su memoria las antiguas historias que le contaba Atticus de niño. - "A un león del desierto se le tiende una emboscada." ¿Una emboscada? De poca ayuda las palabras de su mentor en un lugar donde no había sitio en el que esconderse.
Fue tan fácil como pensar en ello, el desierto surgió de repente cubriéndolo todo de arena. El sol, tan repentino como abrasador, cegó por un instante al Innombrable, oportunidad que no desaprovechó Orcanario para escapar y ocultarse entre las dunas.
Solo había ganado un poco de tiempo, había escuchado decir a la muchacha desaliñada, que su oponente podía seguir su rastro con facilidad. - Las fieras confían en su olfato. - Pensó. - Tanto o más que en la vista. Privemosla entonces del segundo y engañemos al primero. - Se provocó un pequeño tajo en la mano con la espada y dejó que la sangre gotease sobre la arena. Luego se enterró a pocos pasos dejando al descubierto solo la nariz. En aquella incomoda situación, esperó pacientemente en la esperanza de conseguir sorprenderlo. Permaneció atento a cualquier ruido que delatase la proximidad de su enemigo. Discurría el tiempo y solo el silencio por compañía.
Se había empleado a fondo en su fantasía, la arena se le colaba por las fosas nasales impidiéndole respirar convenientemente. A duras penas pudo contener los estornudos. En la total oscuridad, más atento a las vibraciones del terreno, que a unos oídos llenos de tierra, comenzó a impacientarse. Llegó la noche y con ella el frío, la espera discurría lenta y tensa. Nada cuando el día tomó el relevo. ¿Se habían olvidado de él? La sed lo ahogaba más que su improvisada "sepultura". Tenía que tomar una decisión, seguir esperando y deshidratarse, o dejarse ver y acabar con aquello de una vez por todas.
Optó por esta última, surgió de bajo tierra de un salto alfanje en mano, en la convicción de que el Innombrable se abalanzaría sobre él en cuanto asomase el hocico.
No fue así. Subió de forma penosa a la cima de la duna más cercana para otear el terreno. Estaba solo en medio de aquella inmensidad desolada. La vista se le nublaba, necesitaba del líquido elemento con urgencia. Se sintió estúpido, moriría victima de su propia creación. El alfanje se deslizó de su mano y él se dejo caer de rodillas sobre la arena.
- Es en momentos como este cuando te despiertas de una pesadilla. Abriré los ojos y estaré en casa.
Nuevo error, al abrirlos solo el sol para cegarlo.
- ¡Idiota de mí! - Reacciono colérico consigo mismo. - Solo he de desearlo, desearé despertar igual que deseé que naciese este desierto. - Por mas que se esforzó, todo fue en vano. Defraudado, comenzó a compadecerse. - Lo daría todo todo por un poco de agua con la que refrescar mi garganta. Por una jarra rebosante de cristalino liquido bien frío. - Así lo pensó, se materializó su deseo. - Estalló en carcajadas. - Jajajajaja. Ciertamente soy un estúpido, solo he de quererlo y se hará realidad. Apuró de un trago toda la jarra, con tanta ansia que se perdió la mayor parte del contenido sobre sus ropas. Quiso probar hasta donde alcanzaba su poder. Brotaron palmeras de la arena, un oasis fue poco a poco tomando forma, Se zambulló en el agua cristalina sin dejar de reír. Al salir del manantial se preguntó con que más podía "decorar" su obra. Al instante todo se llenó de vida, faisanes, pavos reales, ciervos y animales de todo tipo. Era un pequeño vergel en medio de la nada. Imaginó exótica fruta fresca con la que calmar el hambre, y al instante devoraba piña, plátanos, uva y todo aquello que se le pasaba por la cabeza. Se levantó abandonando la sombra de una enorme palmera. En la linde del oasis, miró el desierto.
- He pasado más de medía vida en parajes yermos, es hora de añadir un poco de color a mi vida.
En rededor de todo aquel verde, surgieron edificios. Blancos y bien construidos, al modo de los cuentos de Atticus. El oasis se convirtió en un jardín en medio de un palacio. - Solo me falta quienes lo habiten. - Se dijo. - El lugar se llenó de movimiento. Sirvientes ataviados con elegantes ropas, bellas doncellas y una guardia de fornidos nubios. También un mercado rebosante de vida en el que se vendían mercancías lujosas. El pregonero se congratuló de su obra, se sentía como un Dios que lo podía todo. Comenzó a caminar con paso firme hacia una enorme puerta que conducía al interior del palacio. En cada zancada, sus ropas adquirían un nuevo aspecto, de atavió del desierto al de un autentico rey. Camisa y calzones de seda, un chaleco empedrado de joyas y un ostentoso turbante en el que brillaba un enorme rubí en el centro. También engalanó cuello y manos con oro y piedras preciosas. A su paso, todos se inclinaban en servil reverencia.
En la sala del trono no cabía un alfiler, salvo en el pasillo que habían dejado para él. Caminó altivo sobre una alfombra de terciopelo, roja como la sangre. Al otro extremo, sobre una tarima a la que se accedía subiendo tres peldaños, lo esperaban junto al sitial los obispos. En manos de uno de ellos, una corona.
- Que fácil es manejaros. Asiste a la coronación del nuevo rey. - En medio de la multitud, el Innombrable y María eran anónimos testigos de la ceremonia. La muchacha estaba hecha un manojo de nervios.
- Acaba con esto. - Le suplicó. - No puedes permitir que él ocupe tu lugar.
- ¿Porqué no? Es su elección, como ves, yo no le he obligado a nada.
- Lo estas manipulando, como manipulas a todo el mundo. Es injusto, él no lo merece, es una crueldad.
- ¿Y yo si lo merezco? Escucharlo de labios de mi propia hija si es una crueldad.
- ¡Te lo suplico! - Orcanario ya se había sentado en el trono y despojado del turbante. El obispo sostenía sobre su cabeza la corona.
- Solo tú puedes detenerlo.
- Acéptame de nuevo como tu padre y lo dejaré libre.
- No puedes pedirme eso, no puedes pedirme que traicione a mis hermanas.
- Tarde o temprano, también ellas regresaran conmigo. ¡Mira! El coro ha dejado de cantar. - El silencio era solemne. El obispo comenzó a recitar unos pasajes en latín, La multitud se arrodilló al unisono. Solo la peculiar pareja no lo hizo, pero eran invisibles a la vista de todos, incluso de Orcanario.
- Se acaba el tiempo, cuando esa corona toque la sien de tu "Narrador", regresaré de todas formas.
- En su cuerpo, tu poder será limitado.
- Mejor eso que nada. Sabes que os necesito a las tres para volver con todas mis "facultades", ahora la única forma que tienes de detenerme, es aceptarme.
El prelado descendía lentamente la corona sobre la cabeza del pregonero.
- ¡Te acepto! Ahora detén esta pantomima.
El Innombrable sonrió complacido. - Ya te advertí, que sería él quien te rindiera en mis brazos. Mi querida hija, mi pequeña, no sabes lo feliz que has hecho a tu padre.
Justo en el momento en que el Innombrable abrazó a María, el pregonero se sintió arrastrado de nuevo por aquel extraño túnel de un principio. De nuevo en tinieblas, desplazándose a una velocidad de vértigo para detenerse en seco. En esta ocasión no pudo contener el vomito. Se sentía mareado, tuvo que hacer un gran esfuerzo por abrir los ojos. Al conseguirlo se vio a oscuras, no tenía fuerzas para moverse y le dolía terriblemente la cabeza. Respiró aliviado al notar el tacto de unas sabanas. Había despertado por fin de aquel extraño sueño.
Sentada en una silla, María lo miraba agotada.  En la negrura de la habitación, ella no necesitaba de luz. Su aspecto se había deteriorado aún más. Introducirse en los sueños del pregonero había sido un esfuerzo demasiado grande para alguien ya tan mermado de energías.
Orcanario volvió a dormirse, pero esta vez de forma placida.
La doncella, estaba muy confusa. ¿Como les contaría a sus hermanas que el Innombrable las había encontrado por su culpa? No, lo mejor sería no preocuparlas y guardarlo en secreto. Si, eso es lo mejor. - Se dijo. - Será mi secreto.










Héroes y mártires.

Había heredado junto a un reino, la paz que por la fuerza consiguió su padre. Poco amigo de belicosas aventuras, Arturo consolidó el imperio empleando la diplomacia, ganándose la fidelidad de los señores de la guerra mediante matrimonios de conveniencia, títulos nobiliarios, pero sobre todo el reparto de tierras en el Sur.
Exterminados los últimos "pies sucios" y ya sin enemigos, consideró que no era necesario mantener el enorme ejercito de su progenitor, caro de mantener y de afinidad voluble. Aquella fue una decisión de la que ahora se arrepentía, cuan pesada le parecía una corona que casi le quemaba en la sien. Las noticias que de forma regular le llegaban, gracias al eficaz servicio de mensajeros que había ideado Andrade, no eran nada tranquilizadoras. Los invasores avanzaban con paso firme sin encontrar ninguna resistencia. Su número, descomunal, como inenarrable la crueldad que mostraban en los territorios sometidos. Por si todo ello fuese poco, el apoyo que había conseguido en todos aquellos años, por medio de agasajos y regalos, pendía de un hilo. La nobleza parecía no tomarse en serio la amenaza, la preocupaba más las acciones de Andrade que las de los propios guanches. Tras haber soportado las quejas de todos cretinos, se retiró junto con sus generales. Dado por perdido todo el Sur, debían decidir como llevarían a cabo la defensa del Norte.
Pronto se hartó de tener que escuchar a lo que, mas que un gabinete de guerra, parecía un gallinero. Todos pretendían hacerse oír a gritos e imponer sus ideas. La mayoría de aquellos "generales" no eran más que patanes a los que había sobornado con el cargo. A riesgo de ganarse su enemistad, les ordenó que abandonaran la sala, quedándose a solas con  Mendieta, quien fue mano derecha y lugarteniente de su padre durante casi dos décadas. Juntos, examinaron con detenimiento y durante largo rato el inmenso mapa desplegado sobre la mesa.
- Al ritmo con el que avanzan, no tardaran más de tres semanas en llegar a Vancubert. - Vancubert era la primera ciudad amurallada que delimitaba el Norte con el Sur. - ¿Con que efectivos contamos allí?
No necesitó rumiarlo demasiado Mendieta, antes de responder a su rey.
- Está bien fortificada, pero su guarnición es escasa, no más de cinco compañías. - Aquello sumaba 2500 hombres.
- La misma Ciudad Roja no dispone de muchas más. - Arturo no debía mostrar desaliento, ni siquiera ante el único hombre en el que confiaba. - Hay que evacuar la villa, pero el ejército tendrá que ser sacrificado. Ha de aguantar y ganar tiempo a cualquier precio. - Aquella estrategia no gustó a Mendieta.
- Esos hombres nos han de ser más útiles vivos que muertos. La ciudad ha de caer de un modo u otro, abandónala, pero que no quede nada que el enemigo pueda aprovechar en su avance.
Arturo miró a su lugarteniente de forma perspicaz. - ¿Tú conoces a ese tal Andrade? - Le preguntó.
- Es un noble menor, yo mismo le encomendé en su día escoltar a los colonos hacía el sur. No tiene experiencia en la guerra, pero está demostrando ser muy inteligente.
- ¿Entonces estás de acuerdo con su proceder?
- Yo habría hecho exactamente lo mismo que él. Es su valor y pericia lo que nos mantiene informados, noticias veraces y no los rumores de los asustados refugiados que no hacen más que llegar cargados de horror y miedo.
- Has de saber, que es esa forma de actuar, por la que todos los días están pidiéndome su cabeza. ¿Me estás sugiriendo, que también yo me gane la animadversión de todos imitando sus tácticas?
- Es muy claro que el objetivo de esos miserables es la capital. Como la langosta, arrasan todo a su paso. Un ejército de 50.000 hombres es difícil de abastecer. La mejor forma de ralentizar su avance, es privándoles de suministros.
Arturo estaba completamente de acuerdo, pero él debía de tomar parte en dos frentes. Si seguía el consejo de Mendieta, perdería el apoyo de los nobles y a sus ejércitos, pero si los guanches llegaban antes a la Ciudad Roja que los pretendidos refuerzos, de poco valdría el apoyo.
- Me ha sido muy difícil hacer entrar en razón a esos cabezas huecas, hacerles entender la necesidad de formar una gran coalición. Si cumplen con lo acordado, podremos disponer de un ejercito de unos 20.000 efectivos. Caballería bien equipada en su mayor parte, sabemos que el invasor es en su inmensa mayoría es infantería. - El monarca señaló un punto en el mapa. - Si el enemigo no se desvía de la ruta más directa hacia la capital, en 6 semanas podremos hacerles frente en las praderas de Transport, un terreno ideal para nuestra caballería. - En un gesto de ira que no pudo controlar, Arturo arrastró con la mano las figuritas que representaban a ambos ejércitos sobre el mapa. - ¡Pero si no los frenamos de algún modo, no disponemos de 6 semanas!
- Mendieta compartía la preocupación de su señor. Sobrepasadas las praderas, los guanches ya no estarían en desventaja y su infantería sería mucho más eficaz. Por otro lado, a medida que ganaban terreno, también conseguían cabalgaduras con las que reforzar su empuje.
- Convoquemos levas. - Arturo miró perplejo a su comandante. Aquella opción siempre era la primera en descartarse en las reuniones con los grandes señores del Norte.
- ¿Quieres armar a los ciudadanos? ¿Mandarlos al matadero? De poco han de servirnos unos comerciantes cobardes y ociosos. Más serian un estorbo que una ayuda.
- He sopesado los pros y las contras, mi sugerencia no es a la ligera si no una decisión bien meditada, ademas... No he pensado en los ciudadanos.
- ¡Jamás! ¿Te has vuelto loco? - Le fue fácil a Arturo adivinar las intenciones de Mendieta.
- Los escoria son legión, en pocos días podemos organizar a más de 100.000.
- ¿Quieres provocar una sublevación? En cuanto empuñasen la espada la hundirían en nuestras carnes.
- Si los guanches triunfan, su destino no ha de ser más halagüeño que el nuestro y lo saben. Nada como un enemigo común para limar asperezas. Por otro lado, - Cínica sonrisa. - es una magnifica oportunidad de reducir su número. - Mendieta recogió las figuras esparcidas por la mesa y comenzó a reubicarlas en el mapa. - Una tropa a pie, desprovista de armadura puede avanzar, si se la motiva debidamente, más de quince millas al día.
El experimentado comandante había conseguido captar la atención del rey.
- ¿Motivar debidamente?
- Ofrezcamos algo que deseen más que otra cosa en el mundo.
- ¡No, no, no, no! Se donde quieres ir a parar. Eso casi sería peor que entregar la ciudad a los guanches.
Mendieta hizo caso omiso de los reproches del rey y continuó con su exposición. - En poco más de un mes podemos poner entre nosotros y el enemigo un muro humano. Mal equipados y sin adiestramiento serán carne de matadero, pero ganaríamos el tiempo que tanta falta nos hace.
- ¿Y como dóciles corderos acudirán por propio pie ante el matarife?
- Lo harán si la zanahoria que les ofrecemos es lo suficientemente jugosa.
- Si hago lo que me pides, no he de mantener mucho tiempo la corona en mi cabeza. Los pilares sobre los que se mantiene nuestro sistema se vendrán abajo sepultandonos a todos.
- A situaciones desesperadas, medidas desesperadas. Que los pregoneros lo anuncien de viva voz noche y día. Ciudadanía para aquellos que de forma voluntaria se alisten. Acudirán como las moscas a la miel, y a aquellos que no, los reclutaremos a la fuerza.
Arturo se secó el sudor de la frente con un pañuelo de seda. - ¿De triunfar, que haremos con ellos tras la guerra?
- De triunfar, pocos han de poder contarlo. Donde dije digo digo Diego y si protestan, cadena y cepo en el cuello. - El comandante señaló un nuevo punto en el mapa. - Los reuniremos en las cañadas de  Viento Helado, entre Vancubert y las praderas. Un embudo, en el que una vez dentro es difícil salir.
- Es más una trampa para los nuestros que para el enemigo.
Mendieta sonrió con sorna. - No nos engañemos, en cuanto se topen con los guanches escaparan como conejos asustados. Hemos de privarlos de la huida, que su única opción sea enfrentarse al enemigo. Si consiguen no ser exterminados en menos de una semana, el próximo encuentro que tendrán los guanches sera con nuestra caballería en las praderas.
- Es un plan tan descabellado como mezquino. ¿Que general ha de ser tan estúpido como para conducir a esa chusma a la muerte?
- También he pensado en ello y tengo al candidato perfecto.

La indignación del pícaro pudo más que la curiosidad por como había de proseguir el relato. Se giró sobre el costado y mal reprimió un quejido, el dolor de sus costillas lo devolvió a la realidad.
- ¡Mal nacidos! ¡Hijos de mala madre, todos los nobles son unos miserables! Disponen de nosotros como si nuestras vidas no valiesen el aire que respiramos.
Ayla fingió asombrarse ante el comentario del naufrago. - No os entiendo mi señor. ¿A que se debe vuestro repentino enfado?
El pícaro comprendió que de no relajarse se descubriría ante el ama de llaves. Disimuló como mejor supo.
- He debido quedarme un poco traspuesto y se han cruzado las ideas por mi cabeza. Disculpad mi arrebato y proseguid con la historia.

En aquellos tiempos Pueblo Ignoto era justo lo que su nombre indica, un punto perdido en la parte mas meridional del mapa. Había pasado más de un mes desde que Andrade se vio obligado a abandonar la villa después de dejarla reducida a cenizas.
Tal como había imaginado que harían, los guanches desembarcaron en muchas otras playas, uniéndose contingentes más pequeños al grueso de su ejercito y conquistando toda la costa sin problemas. Él por su parte, solo había conseguido la ayuda de unos pocos, escorias en su mayoría que le estaban agradecidos por el trato recibido durante el tiempo en que Andrade les había gobernado.
Rediseñó los pequeños campamentos a lo largo de la costa, convirtiéndolos en estaciones de relevo donde sus mensajeros cambiaban de montura y proseguían al galope portando noticias a la Ciudad Roja.
Cuando él y su pequeño grupo llegaban a un nuevo lugar, era lo mas normal encontrarlo desierto, entonces procedían en su labor destructiva. Al marchar no quedaba techo conde cobijarse, campo del que proveerse, o animal del que alimentarse.
En contabas ocasiones se topaban con la resistencia de unos moradores que se aferraban a sus posesiones. Era momentos tensos, si no entraban en razón no les quedaba más remedio que partir abandonándolos a una suerte, que en casi todos los casos les era adversa. Los guanches no se apiadaban de nadie.
Él mismo se mostró despiadado con el enemigo. Atacaba a pequeños grupos de vanguardia, a sus rastreadores, a sus mensajeros. Los que tenían la desgracia de toparse con él eran masacrados y sus cuerpos descuartizados. Clavados en estacas, quedaban expuestos en los caminos en espera de ser encontrados por los suyos. Con aquellos aberrantes actos pretendía forzarlos a que le persiguieran. Cada día que conseguía retrasarlos era un triunfo para Andrade.
Con todo, no dejaba de ser poco menos que una mosca molesta, difícil de aplastar pero a la que se espantaba con un leve manotazo.
Era mucha mas valiosa la información que aportaba al imperio, que el daño que pudiese infligir al enemigo. Pronto se dio cuenta de que los invasores conocían a la perfección el terreno que pisaban. No le cupo duda alguna de ello, cuando encontró en las alforjas de un mensajero mapas perfectamente cartografiados. Habían preparado la invasión durante muchos años sin dejar nada al azar. La noticia tuvo una efecto inesperado. En todo el Norte acusaron de espionaje a los guanches que en su día habían huido de sus islas escapando del usurpador. Se los acusó de espionaje y los que no se escondieron lo suficiente, fueron encerrados, linchados o ajusticiados.

- La guerra saca nuestra autentica esencia. No somos otra cosa que animales sedientos de sangre.
La afirmación del pícaro afligió al ama de llaves. - La guerra es algo horrible. - Le rebatió. -  Un río que se desborda y no podemos evitar que nos arrastre. Pero si podemos luchar contra la corriente, nadar hacía la orilla, salvarnos de la barbarie y tender la mano a los que se ahogan en sus aguas. El hombre tiene dos caras, igual que la luna y una de ellas está oculta esperando que la descubran.
- No entiendo tus palabras.
- Llegara el día en que las comprenda. ¿Desea que prosiga?
- Te lo ruego.


Fue un penoso vagar por el desierto durante más de dos meses. Contra todo pronostico lo habían conseguido, Víctor y el resto por fin estaban a salvo en la Ciudad Roja sin tener que lamentar más que unas pocas pérdidas. Por desgracia, entre los fallecidos se encontraba la esposa de Andrade. Angustiada por la sed, ella y algunos otros hicieron oídos sordos de las advertencias de Víctor. Demasiado tentadora para unas gargantas secas, el agua salobre y contaminada con la que se toparon en mitad del yermo. La fiebre los mató en pocos días. Antonia estaba destrozada, durante el resto de aquella "diáspora" no dejó de culpar a su padre por no haberlos dejado embarcar en las naves de Francisco.
Lo que se encontraron en la capital era desalentador. Miles de personas intentaban en vano cruzar la entrada. La ciudad, desbordada por los refugiados, había cerrado sus puertas a cal y canto, siquiera a los ciudadanos se les permitía el paso. Un mar de almas se hacinaban a la sombra de las murallas. Aquellos que conservaban algo de valor intentaban en vano sobornar a la guardia que custodiaba el portón principal. Arturo había decretado penas muy severas para aquellos soldados que ayudaran a los refugiados a traspasar el férreo control.
Por suerte para Antonía, su futura familia política (aunque en una situación económica ruinosa) pertenecía a la alta nobleza. Al cabo de un par de días consiguieron hacer valer su título y traspasar las puertas.
Víctor hizo todo lo que estuvo en su mano por que al resto de su grupo se le permitiera la entrada. Todo fue inútil. A su alrededor, el hambre y las enfermedades comenzaban a hacer estragos. También él había perdido mucho peso y se sentía débil, piojos y pulgas lo atormentaban tanto o más que el hambre.
Una semana después de aquel calvario, para su asombro, un grupo de soldados lo buscaban entre la multitud. Lo condujeron a los cuarteles, le dieron un buen baño y a continuación le llenaron copiosamente el estómago. Nuevamente intentó interceder por sus compañeros de viaje con nulos resultados. Más tarde lo llevaron a unos barracones donde pudo descansar sobre algo parecido a un colchón. Interrumpieron su sueño de forma abrupta cuando le arrojaron unas ropas a la cara. Bien custodiado por los soldados, su sorpresa fue mayúscula al darse cuenta de que lo conducían a palacio.
El miedo se apoderó de él. ¿En que pudo haber enojado al rey? Intentó tranquilizarse durante todo el camino. De estar preso, no le habrían dado aquella opípara comida, permitido el descaso y mucho menos regalarle unas ropas tan elegantes.
El palacio era una pequeña ciudad en sí mismo. Un recinto amurallado en cuyo centro, rodeado de jardines, se encontraba el castillo que alojaba al emperador y a su corte de lameculos. Guiaron a Víctor por el interior de la suntuosa edificación. Se sentía como un insecto bajo un techo que parecía perderse en las alturas. Jamás había imaginado que fuese posible tanto lujo. Extasiado por todas las maravillas que lo rodeaban, olvidó por completo sus miedos. Tentado estuvo de hablar con los soldados, de preguntarles a donde lo llevaban. La tropa no lo miró a la cara en ningún momento, ante aquellos rostros inexpresivos, consideró que lo mejor sería guardar silencio.
Ahora caminaban con largas zancadas por un pasillo estrecho, habían bajado unas largas escaleras y descendido hacía lo que parecían mazmorras. De nuevo la inquietud le hizo mella.
Tras atravesar una puerta se encontró en una gran sala edificada con solida piedra. Era una cara conocida la que le tendía la mano. La tropa se retiró cerrando tras de si la pesada puerta maciza y dejándolo a solas con Mendieta.
- No tienes buen aspecto.
- El desierto ha sido más benevolente conmigo que una semana junto a las murallas. Ahí fuera la gente se muere de hambre. - Aquella era una situación inmejorable para interceder por los suyos. Años atrás, durante la contienda contra los "pies sucios", había sido oficial a las ordenes de Mendieta y esperaba conseguir su favor. Sabía que su antiguo comandante era ahora, tras el rey, el hombre más poderoso del imperio.
- Dentro de las murallas no estamos mucho mejor, te lo aseguro. No puedo hacer excepciones, has de comprender que la situación ya es lo suficientemente caótica.
- Mi gente ha sufrido mucho, merecen ayuda.
- ¿Más la merecen que tantos otros que han padecido parecidas penalidades? Lo siento.
- ¿Para que me has traído hasta aquí entonces?
- Cundo llegó a mis oídos la gesta de unas gentes que han atravesado de extremo a extremo el desierto, pensé que no era mas que otro de tantos bulos que corren de boca en boca. Entonces alguien mencionó tu nombre y lo entendí todo. Solo un veterano de la guerra contra los salvajes sería capaz de tal proeza,
- ¿Solo quieres darme una palmada en la espalda? Ambos somos soldados, bien sabes que no he hecho nada que el honor no obligue. Andrade me encomendó poner a su pueblo a salvo de los guanches y es lo que he hecho. No lo entiendo como cumplir una orden, si no como una obligación moral. La misma que me exige insistir en mis demandas.
- Ese Andrade se ha hecho muy popular últimamente.
La excitación se adueñó de Víctor, nada sabía de su amigo desde que partió de Pueblo Ignoto. - ¿Que sabéis de él? ¿Sigue vivo?
- Vivito y coleando, tal vez más de lo que muchos desearían.
La reconfortante noticia levanto el ánimo de Víctor que por un momento se olvidó de todos sus problemas. - Entonces ha conseguido ponerse a salvo. ¿Está en la Ciudad Roja? Nada en este momento ansió mas que estrecharle la mano.
- Nuevamente he de defraudar tus expectativas. Andrade continua en el Sur y se esta haciendo muy molesto, y no solo para los guanches.
Un jubiloso orgullo hinchó el pecho de Víctor que no pudo contener su excitación. - ¡Es un valiente! Sabía que no daría la espalda al enemigo.
- Reconozco que nos está siendo de gran ayuda. Parece un milagro que él y los suyos aun conserven la cabeza sobre los hombros.
- En ese caso he de partir de inmediato a su lado. Es seguro que precisara de toda la ayuda que podamos brindarle.
- Seria una empresa imposible, como encontrar una aguja en un pajar. Su supervivencia depende de su habilidad para ocultarse.
- Conozco el desierto, dame una compañía y saldré ahora mismo en su busca.
- Voy a darte mucho más que una compañía, voy a ponerte al mando de todo un ejercito. - Mendieta no disimuló una sonrisa al ver la cara de asombro de su antiguo subordinado. Levantó el paño blanco que cubría la mesa que se hallaba entre ambos, dejando al descubierto un enorme mapa. - Me pides que deje entrar a tu gente en la ciudad. - Se acercó a Víctor, le presionó con amabilidad el hombro invitándole a aproximarse a la mesa. - Mi sincero consejo es que sigan su periplo hacía el Norte, que busquen refugio lo más lejos de la Ciudad Roja. - No necesitó Víctor muchas explicaciones para poder interpretar el mapa. - Muy pocos saben la verdadera situación en la que nos encontramos. Piensan que la capital es el lugar más seguro, pero se equivocan. El propio emperador la ha abandonado esta noche amparándose en la oscuridad. Comprenderás que nadie ha de saber algo así, la moral de nuestro pueblo se vería muy afectada. Más no es un acto de cobardía, si la ciudad cae, el rey no puede caer con ella. - Víctor movía de forma febril los ojos recorriendo cada pulgada del mapa, se negaba a creer lo que en él estaba representado.
- ¿Como es posible que en tan solo dos meses hayamos perdido todo el Sur?
- Viejo amigo. - Comenzó a responder Mendieta. - Pensemos que nuestros últimos enemigos eran los salvajes, que una vez derrotados el Sur no necesitaría de un ejército que velara por su seguridad. Nada nos pudo hacer pensar en su día que los guanches serían una amenaza. Despreciemos a su rey, lo tratemos como si de un escoria se tratara y ahora pagamos por nuestro orgullo.
- Mis noticias es que el monarca de los guanches fue asesinado por su propia gente.
- Para nuestra desgracia, ahora los gobierna alguien mucho más ambicioso. El enemigo domina por completo el mar, nuestra flota no es rival contra la suya. No solo nos superan en número, sus naves son mucho más poderosas que las nuestras. Lo descubrimos demasiado tarde, también esto lo saben muy pocos.
- ¿Nos hemos enfrentado a ellos en el mar?
- Nos han diezmado, un autentico desastre. Apenas pudieron escapar unos pocos barcos. Por suerte nuestros puertos en el Norte, a diferencia de los del Sur, están bien fortificados y no hemos de lamentar la perdida de ninguno de ellos. Pero toda la costa meridional está en poder de los guanches.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Víctor. - Cuando abandonemos Pueblo Ignoto, tres naves zarparon hacia el Norte cargadas con todos aquellos que no serían capaces de enfrentarse a un viaje por el desierto. ¿Tenéis alguna noticia de ellos?
- No pierdas la esperanza, pero tampoco estará de menos que reces por sus almas.
La rabia se apoderó de Víctor. - ¡Les haremos pagar por todo! Puede que en el Sur no tengamos ejercito con el que detenerlos, pero sí en el Norte. Nadie nunca pudo con los tercios de Uther.
- De veras que quisiera darte una buena noticia para variar, amigo mío.
Perplejidad en el rostro de Víctor. - ¿También hemos perdido el ejercito? ¡No puedo creerlo!
- El ejercito fue disuelto años atrás. Arturo consideró que no era necesario mantener un gasto tan enorme. Ahora todo depende de que los grandes señores del Norte nos brinden su ayuda, de eso, y de ti.
- Me has hablado de ponerme al mando de un ejercito, pero dices que ese ejercito no existe. ¿Acaso pretendes burlarte de mi? Los "grandes señores" - Desprecio en su tono. - no dejaran a sus huestes en otras manos que no sean las de su propia soberbia.
- Deja que sea yo quien se ocupe de ellos, pero hasta entonces... - Lo agarró con fuerza de las muñecas y le obligó a mostrarle las palmas. - Es en estas manos en las que descansa el destino del imperio.
Mendieta explicó su plan sin dejar lugar al engaño, dejando bien claro lo suicida de la empresa.
Víctor estuvo un buen rato cavilando en silencio con la vista fija en el mapa. De vez en cuando lo recorría con el dedo, se llevaba el mano a la barbilla dubitativo, para enseguida descartar aquello que le rondaba por la cabeza y comenzar de nuevo. Movía tropas imaginarias, las situaba en un punto e intentaba predecir como podía reaccionar un enemigo también imaginario. Sopesó todas las posibilidades antes de dictar un veredicto.
- Ha de ser un desastre de proporciones mayores que los de Roca Vieja, solo que en está ocasión, nosotros tomaremos el lugar de los salvajes. No puedo hacer frente a un enemigo bien equipado y adiestrado, con una bandada de desharrapados armados con palos y piedras. Aunque se trate de escorias, no he de pedirles que vayan a una muerte segura. ¿Por que me encomiendas tamaña empresa? Yo no soy un general ni tengo experiencia de mando. ¿Tan prescindible me consideras?
- Si hubiera de mandar a "prescindibles", ordenaría a los generales que tengo a mi cargo marchar ahora mismo. ¡Atajo de inútiles! De ningún otro dispongo de los de antaño, hombres bragados en los que puedía confiar. Salvo tú, que parece has caído del cielo en respuesta a mis ruegos. Lo que te pido no es por el bien del imperio, es por la supervivencia de los que lo habitan. Nobles, ciudadanos o escorias, los cuchillos de los guanches no hacen distinciones.. Sé que no me perdonas lo de Roca Vieja, y por como has sacado el tema, que sigues admirando a los "pies sucios" por su proceder en la batalla. ¿No han de demostrar, al menos, la mitad de valor los nuestros del que ellos hicieron gala? ¿Somos menos que los salvajes? ¿Acaso no estamos en la misma situación que ellos entonces?
- Los salvajes no fueron al combate mediante engaño.
-¿Que otra opción les dimos? Ahora sé como debieron de sentirse aquellos pobres desgraciados. Sitiados en la colina bajo un sol abrasador sin agua ni alimentos, esperando que los destrozáramos. Pero nosotros tenemos aun una oportunidad de no correr su misma suerte. No te puedo ordenar que aceptes cargar con una responsabilidad, que yo mismo no quisiera sobre mis hombros. Apelo a tu conciencia, has arriesgado mucho al cruzar el desierto por unos pocos, no abandones ahora a todos los demás.
- ¿De cuantos regimientos "de verdad" he de disponer?
- Puedo ofrecerte cien hombres, de ninguno más he de prescindir. Tú mismo podrás elegirlos si así lo deseas.
Víctor sonrió por no llorar. - ¿Cien? ¿Con cien hombres he de dominar a toda esa chusma? Me han de cortar el cuello mucho antes de llegar a Viento Helado.
- Sé que lo que te pido parece una locura...
- No continúes por ese camino, no soy un necio al que se pueda cegar con sueños de gloría. Nunca he sido amigo de alabanzas ni de honores. No es mi deseo que me erijan una estatua en la que se caguen las palomas, ni que los juglares compongan loas a mi sacrificio. Solo deseo vivir en paz, lo mismo que cada uno de esos que han de acompañarme en esta empresa descabellada. Por eso te pido, te suplico, que me dotes con más tropas.
- Las cinco compañías de Vancubert te esperarán en las cañadas.
- ¡No las verán mis ojos, ni llegará ningún ejercito a ellas, si no me das un millar de hombres por lo menos! Si he de guiarlos como al ganado, necesito de unos buenos jornaleros que me ayuden.
- Cien, ni uno más, ni uno menos.
- No me das muchas alternativas. Una última cuestión, la ciudadanía es solo una promesa, es la certeza de llenar el estómago todos los días, lo único que será capaz (por un tiempo) de mantenerlos bajo mi mando. Has de prometerme que no les ha de faltar alimento y que no escatimaras en las raciones.

Los reunió en el patio de armas. Ni demasiado jóvenes, ni demasiado veteranos. Rechazó a los primeros por estúpidos y los segundos por haberse acomodado demasiado a la vida cuartelaría. No dispuso apenas de tiempo para la criba, por lo que no se preocupó de detalles, como si tenían o no, una familia esperando su regreso. Su único criterio fue la apariencia física, eligió a los mas grandes y fuertes. Aquel centenar debían de imponerse a miles de insubordinados y pendencieros escorias.
Se dirigió a ellos a lomos de un caballo para que su voz llegase con más nitidez a unos soldados que no tenían la menor idea del porqué estaban allí.
- En hora buena, acabáis de ser todos ascendidos. - No hubieron murmullos, ni ninguno movió un musculo. - Bien, - Se dijo Víctor para sus adentros. - Al menos parecen disciplinados. Continuó con su arenga. - A partir de este momento, todos y cada uno de vosotros ostentáis el rango de oficial, con el consiguiente aumento en la paga y los beneficios que ello conlleva. El rey os premia por vuestra valía, no defraudéis la confianza que ha depositado en vosotros.
- Esto me da muy mala espina. - Le susurró uno al que tenía al lado.
- Calla imbécil. - Fue la respuesta que le llegó a los oídos.
- ¿Imbécil? Imbécil tú. ¿Que méritos has hecho para que te haciendan, cabeza hueca? Aquí lo único cierto es que hay gato encerrado.
- Más que cualquier gato, debería preocuparte el potro de tortura si no cierras esa bocaza.
No fueron las advertencias de su compañero las que se la cerraron, si no la punitiva mirada de Vítor.
- Tú, abandona la fila. - Le ordenó.
El soldado obedeció, saliendo de entre el resto con paso titubeante.
- ¿Cual es tu nombre?
- Todos me llaman "mosquito" señor, porque mi lengua pincha hasta hacer sangre. - Risas ahogadas entre la tropa.
- De ser así, tu aguijón me ha de ser muy valioso. Estás al mando del primer grupo, ahora eres capitán.
Ascendió a ojo de buen cubero a otros nueve y los dividió en diez grupos. - Los pregoneros están esparciendo la simiente. Salid ahí fuera y recoged el fruto de lo sembrado. Nada de niños ni ancianos, aceptad a todos los demás que de forma voluntaria se presten. Tenemos tres días para formar un ejército y hay una bolsa de monedas para quienes recluten a más. Pero recordad, solo voluntarios, si llega a mis oídos que alguno de ellos ha sido forzado a filas... ¿A que esperáis? ¡No tenemos tiempo que perder! Mi recomendación es que comencéis por los refugiados que se hacinan al otro lado de las murallas. El hambre suele ser muy convincente.

Las expectativas de Mendieta resultaron ser demasiado optimistas, solo 15.000 partieron de la Ciudad Roja. La decisión que tomó Víctor de no reclutarlos por la fuerza influyó mucho en el pobre resultado. Con todo, esperaban que muchos otros se unieran a ellos por el camino. Cada uno de sus "oficiales" recibió la orden de acoger bajo su ala a 150 hombres, de entrenarlos e intentar convertirlos en soldados. No ponían demasiado empeño en ello, dando por perdida de antemano la empresa. Antes de una semana ya tuvieron que hacer frente al primer conato de sublevación. Muchos de los escorias se comportaban como vulgares ladrones, saqueando pueblos y haciendas a su paso. Colgar a varios de ellos en la linde de los caminos no ayudó a ganarse su aprecio, pero consiguió amedrentarlos durante un tiempo.

Pasadas tres semanas ya habían agotado todas las provisiones con las que partieron de la Ciudad Roja, viéndose obligado Víctor, a requisar enseres y alimentos allí por donde pasaban, cuidándose de dejar lo suficiente para no condenar al hambre a los que dejaban atrás. Por desgracia, las noticias avanzaban más deprisa que su famélico ejército de harapientos. Cuando llegaban a las granjas, los campesinos ya habían escondido grano y ganado, las ciudades que disponían de murallas les cerraban sus puertas a cal y canto y ningún noble quiso unir sus tropas a los escorias. La situación era insostenible, muchos decidieron que una mala comida al día no compensaba las agotadoras marchas de 14 horas y escapaban a la menor ocasión. Las deserciones eran un goteo incesante y sus oficiales no hacían nada por remediarlo. Víctor estaba solo, sabía que no tardaría en perder el control y temía, con sobradas razones, ser asesinado en cualquier momento. No había tenido tiempo de elegir a quienes le servirían de apoyo y la suerte le fue adversa. Los cien hombres seleccionados para tal fin carecían de honor y se dejaron seducir fácilmente por la lengua envenenada de "Mosquito". Conspiraban sin ningún pudor, podía ver en sus ojos la traición cuando al cruzarse con cualquiera de ellos le negaban el saludo y, a cambio, lo obsequiaban con una sonrisa burlona.

Esa noche acamparon en las inmediaciones de una pequeña ciudad sin amurallar. Aun retumbaban en su cabeza las quejas y amenazas del señor de aquellas tierras. Le fué muy difícil evitar el derramamiento de sangre cuando el "requisamiento" degeneró en un saqueo en toda regla. Aquel estúpido interpuso a sus hombres entre él y los graneros, repletos del trigo recogido por sus vasallos del que estos no verían un grano. No tardó "Mosquito" en tomar las riendas, haciendo caso omiso de sus órdenes, dispuso a todo un regimiento para el ataque. Amedrentado por la inmensa superioridad numérica de los escorias, el noble se replegó a su castillo. No se contentó "Mosquito" con la retirada de sus oponentes y organizó a sus huestes para tomar la fortaleza. Víctor tuvo que intervenir, tomó el mando de algunos hombres colocándose entre su propio ejército y las murallas del castillo. Aún estaban cerca de la Ciudad Roja y por tanto, al alcance de las represalias del ejército imperial. "Mosquito" cedió en sus belicosas intenciones, lo que no evitó que la ciudad fuese desvalijada. Para evitar males mayores, decidió acampar en una dehesa lo suficientemente apartada del asentamiento.

Víctor se había instalado sobre un monticulo desde el que disponía de una buena panorámica del campamento, pero al caer la noche un manto de oscuridad lo cubrió todo. Encendió un fuego, recién comenzado el otoño, las temperaturas nocturnas eran agradables, así que la intención de la hoguera era más la de iluminar las inmediaciones, que contra restar un frío que solo existía en su ánimo. Todos dormían a la intemperie, agotados por la larga jornada, nadie tenía ganas de improvisar una tienda de campaña y roncaban plácidamente sobre la yerba. Ya solo disponía de poco más de 11.000 hombres, casi 4000 habían escapado en tan solo tres semanas, de seguir así y vivir para contarlo, sería el único en llegar a las cañadas de Viento Helado. Una gran parte de ellos no eran otra cosa que delincuentes y prófugos, a los que había abierto las puertas de la capital brindándoles una cómoda huida. Que estúpido se sentía.
"Mosquito" se le acercó de frente. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, como avisandole de que no por ello dejase de vigilar su espalda. De pie ante él, el soldado parecía un auténtico gigante. No hubo el saludo que su rango exige, tampoco lo esperaba, "Mosquito" se limitó a sentarse a su lado.
- He dispuesto las guardias y acabado el recuento. Hoy solo se han "esfumado" 40 hombres, será al alba cuando echemos en falta un número mayor. - Adivinando lo que pasaba por la cabeza de su superior, "Mosquito se anticipó al esgrimir una excusa. - Lo más probable es que sean los propios centinelas los que desaparezcan, es imposible controlar a esta chusma.
¿Sabe que es lo peor de todo? - Continuó en su monólogo. - Que no son los más cobardes los que escapan, si no los más listos. Son los cobardes los que se quedan, son aquellos a los que les faltan agallas (o "luces"), los que se niegan a ver la realidad, los que continúan en este viaje sin retorno.
Victor mantenía la mirada fija en la hoguera, como hipnotizado por las espurnas que se desprendían de la leña encendida. "Mosquito" no se dejó engañar por aquel aire ausente, escudriñaba el rostro de Víctor intentando discernir su ánimo de sus flaquezas, empeñado en descubrir el momento en que su moral se vendría abajo. - ¿Sabe por qué me hice soldado? Desde luego que no fue por buscar aventuras, ni movido por un sentimiento de lealtad al imperio. ¡Por Dios, no soy tan estúpido! Fué la indignación, la indignación de ver como mis padres se dejaban la espalda trabajando las tierras de otro. Los detestaba, tan serviles, tan ingenuos. Siempre hablaban de cómo serían las cosas cuando consiguieran comprar la ciudadanía. Trabajaríamos nuestros propios campos, recolectaríamos nuestra propia cosecha y tendríamos una "choza" propia. Seguir trabajando como burros de sol a sol. - Resentimiento en su tono. - Esos eran sus sueños, tan pequeños y aun así inalcanzables.  Comprar la ciudadanía. - Cínica sonrisa. - Nos privamos de comer muchas noches por escatimar unas monedas y nunca estuvimos siquiera cerca que conseguirlo. No, yo no sería como ellos, yo merecía algo mejor y me sobraban cojones para conseguirlo. El campo me había endurecido y mi envergadura me abriría las puertas del ejército. El imperio estaba en paz, solo habría de preocuparme de poner en vereda de vez en cuando o otros infelices como mis progenitores. Perseguir a furtivos y a muertos de hambre es un trabajo cómodo que no requiere de gran esfuerzo. ¿Cómo podía imaginar que la guerra regresaría más cruenta que nunca antes? Eso no estaba en mis planes. - Víctor comenzaba a preguntarse a dónde pretendía llegar "Mosquito" con sus divagaciones. - Algunos, después de servir muchos años, me aseguraban que el ejército era su única familia. Yo me reía de ellos, los creía idiotas, pero lo cierto es que con el tiempo he comprendido a lo que se referían. Mis compañeros son mis verdaderos hermanos, con ellos comparto el rancho y en sus manos pongo mi vida cuando salgo a perseguir criminales. Somos una gran familia de la que los oficiales no forman parte. Esos nobles engreídos, siempre dando ordenes desde la segura retaguardia. Con sus aires de superioridad y sus relucientes armaduras, dentro de las cuales apenas pueden moverse. - "Mosquito" pensó que ya era el momento de poner sus cartas al descubierto. - Tú no eres como ellos, pude verlo enseguida cuando nos arengabas en el patio de armas. Pero tampoco eres de los nuestros, no puedes serlo porque no confias en nosotros. ¿Como podemos fiar en vos, si vos no nos dispensáis el mismo trato? - Las arrugas que se dibujaban en la frente de Víctor eran un claro texto en el que se escribía la palabra indignación, lo que no pasó inadvertido para "Mosquito". Con las cartas boca arriba no podía echarse atrás, continuó. - A esos los conducimos como al ganado porque no tienen mas cerebro que una oveja. - Señaló con el índice hacia el campamento. - No me importa lo que pueda sucederles, ni lo que haya planeado Mendieta para ellos. Pero mis hermanos de armas si me preocupan y ellos me han elegido como su porta voz. - Víctor tuvo que ahogar la risa. ¿Su "porta voz"? Mosquito los manejaba como a marionetas. - Nuestras órdenes son llegar a Vancuvert para reforzar su guarnición. Mendieta puso mucho empeño en remarcar que los invasores no son una amenaza seria, que es allí donde les pararemos los pies y pondremos fin a su aventura. Sin embargo no son las guarniciones de la Ciudad Roja las que avanzan al encuentro del enemigo. El destino del imperio está en manos de un ejército de escorias. - No pudo disimular el tono amenazador. - Soy hijo de escorias, como todos los demás, pero no por ello soy tambien idiota. El emperador jamás los habría armado si la situación no fuese desesperada, como tampoco les confiaría la victoria. ¿Que somos entonces? ¿Un cebo? - Por más que intentó mantener su semblante inexpresivo, lo perspicacia de "Mosquito" hizo mella en su pretendida indiferencia. Ciertamente "Mosquito" era un canalla, uno del tipo más peligroso, un canalla inteligente. - Puede verlo todos los días, marchamos a la guerra para salvarles el culo y esos desagradecidos nos niegan el pan. Seremos nosotros los que mueran para que ellos sigan engordando. No me juzgueis a la ligera, sé lo que estáis pensando. Me he informado sobre vos y estoy admirado, me asombra que continueis con vida. Vuestra lealtad al imperio os honra, cómo me indigna el "reconocimiento" con el que el emperador premia tantos años de servicio. Pronto seréis un general sin ejército, si es que alguna vez se ha podido llamar ejército a esa colla de sarnosos. Tras vuestro fracaso, poco han de importarle al rey vuestros éxitos anteriores. Estáis condenado y lo sabéis. ¿Qué pretendéis demostrar entonces? - "Mosquito" dejó de observar a Víctor, no es que lo temiese, pero si le preocupaba que si sus miradas se encontraban, pudiera ceder a la cólera antes de meditar lo que estaba a punto de proponerle. - Es justo tomar lo que por derecho os pertenece, aun empleando la violencia si es necesario, tus tropas no pueden enfrentarse al enemigo famélicas y sin fuerzas. Nobles avariciosos como con el que hoy lidiemos, serán los verdaderos responsables de la caída del imperio, no vos. - Volvió a señalar a los acampados. - Mire como roncan, parecen tranquilos pero cuando despierten serán sus tripas las que protesten y esta paz habrá sido un espejismo. Un rebaño con el estómago lleno no ha de buscar el bocado en otros campos. Si queréis que os sigan y os reconozcan como su pastor no ha de faltarles el pasto. Los borregos se conforman con poco, serán dóciles y mansos en su trayecto al matadero. La pregunta es... ¿También vos tiene suficiente con una caricia en el lomo? ¿Sois el pastor o solo el perro que guía a las ovejas? A río revuelto ganancia de pescadores. ¿Que hay más tumultuoso que la guerra? A esos nobles y mercaderes les sobran riquezas y el oro puede ser tanto o más útil que las armas para resolver conflictos y ganar lealtades. Solo hay que extender la mano y cogerlo. Cuando lleguemos a Vancuvert el emperador tendrá su batalla, pero no es necesario que nosotros sigamos allí para ver la masacre. Al fin y al cabo ya cuentan con nuestra derrota. ¿No es cierto? Desaparecer será muy sencillo, entre tanto cadáver nadie podrá asegurar que no caímos en combate, Vuestro honor estará a salvo y vuestra bolsa llena. - Mosquito se puso en pie y ahora si le clavó los ojos en el rostro. Victor llevaba rato arrimando una pequeña rama al fuego, pasándola de una mano a otra en nerviosos malabares. El frágil palito se tronchó en su diestra, no necesitó más el conspirador para saber cual habría de ser la respuesta del general. - Meditadlo bien. - Mosquito le dió la espalda y se alejó hasta perderse en la oscuridad de la noche.

Ya no le cabía la menor duda, estaba perdido. Mosquito lo quitaría de en medio y convertiría a la tropa en una horda de saqueadores. Por unos instantes pensó en escapar, en regresar a la Capital y poner en sobre aviso a Mendieta. Lo descartó enseguida. ¿Cómo podría presentarse ante él? Era preferible la muerte a semejante vergüenza. Meditó durante toda la noche, todos sus sentidos alerta, sobre saltándose al menor ruido y creyendo ver sombras agazapadas por todas partes  Buscó en su mente a aquellos en quien podía confiar, cavilando con qué apoyos contaba. Nada, estaba solo, rodeado de enemigos entre su propia gente.


El naufrago estaba inmerso en el relato del ama de llaves, no quería olvidar ningún detalle por nimio que fuese. Tenía la firme intención de atribuirse  aquella fascinante historia como propia cuando regresara a casa. Aunque comulgaba en todo con el proceder de "Mosquito", sabía que sería Víctor quien gozaría de todas las simpatías de la que ya imaginaba embobada audiencia. La trágica y épica imagen del el héroe solo ante la adversidad, muy a su pesar, también a él le fascinaba. Había perdido todo el interés por Andrade, las gestas de este último se le antojaban poca cosa con lo que había de vivir aun el desahuciado general. Nuevamente la punzada de sus costillas rotas lo trajo de regreso a la realidad. El gemido apenas fue un susurro, pero bastó para que Ayla se apresurara en atenderlo.
- He de cambiar sus vendas, esas ya estan flojas y sucias. Si no fajamos con fuerza su cintura los huesos no sanarán como es debido.
- Mis huesos están bien. - Protestó el pícaro. - Cómo también las vendas. Sobre esta piel he portado prendas que, pasando por nuevas, apestaban como el sudor de mil demonios cagando azufre. Proseguid con la historia y no os preocupeis tanto de mí. en peor estado me he visto muchas otras veces y sin embargo aquí sigo. ¿Aceptó Víctor lo que "Mosquito" le propuso?
- Vos qué habríais hecho.
- ¡Cuidar de mi pellejo, mal rayo me parta! No tengo otra cosa que realmente me pertenezca.
- ¿Vos comerciaria entonces con la vida de otros?
- En todo caso. - Renegó el enfermo evitando responder a la incómoda pregunta. - Lo que yo hubiera hecho, o dejado de hacer, es irrelevante.
- Os equivocais y no imagináis hasta qué punto.
Algo en aquella última frase del ama de llaves lo puso en guardia, ella giró el rostro al darse cuenta de cómo la miraba el pícaro. A la luz del candelabro, los cabellos de la joven resplandecían como el oro. Extendió el brazo con la intención de tocarlos, pero una nueva punzada en el costado se lo impidió. El suave tacto de la mano de la sirvienta agarrando la suya lo alivió como por arte de magia. La presionó con demasiada fuerza y fue Ayla la que emitió un leve quejido. Con un delicado gesto de su otra mano se liberó, sus ojos se encontraron con los del naufrago. No había sido otra la intención de este, que la de obligarla a mirarlo de nuevo. Aquellos ojos cristalinos, de un azul limpio como el cielo despejado en verano, no podían pasar inadvertidos para nadie. Estaba seguro de haber visto al ama de llaves en algún otro lugar. Por más que lo intentó fue incapaz de recordar dónde, era como si bloquearan sus pensamientos.  A Ayla (o Lila en su verdadero aspecto de ninfa) le estaba costando un gran esfuerzo evitar que su paciente descubriera la verdad.
- Estais cansado, deberiaís volver a dormir.
- Yo decidiré cuando estar cansado. - "¿Qué me estás ocultando? ¿Por qué me eres tan sumamente familiar?" Tanto se concentró que a punto estuvo de conseguir romper la barrera mental de la muchacha a cambio de un intenso dolor de cabeza.
- Necesitaís descansar, puedo ver el agotamiento en vuestro rostro.
- ¡Dejad de decirme lo que debo o no debo! - Se sintió mal por haber sido tan brusco y suavizó el tono. - Perdonad mi mal carácter, es que a veces me exacerbáis con vuestra insistencia. - Un "deja vu" atravesó su cerebro como una descarga eléctrica. Fue como si aquella situación fuese el calco de una anterior. Quizás el ama de llaves estaba en lo cierto y era el cansancio el que lo turbaba. A más pensaba en ello, más intenso era su dolor de cabeza. Desistió al fin de su empeño y Ayla respiró aliviada. - Quiero saber como acaba la historia.
- ¿Estais seguro? El relato se alarga en la noche y ya es muy tarde. - La mirada del pícaro brilló tan amenazante como el hacha del verdugo elevándose antes de decapitar al reo. - Entiendo. - Capituló la doncella. - No insistiré más.

Una docena de oficiales lo esperaban al rededor de una hoguera, el rostro de ninguno de ellos podía esconder su impaciencia. - ¿Cómo ha ido? Se apresuró a preguntar el más nervioso.
- Es un estúpido de esos que piensan que el honor no es moneda de cambio, va a ser difícil hacer que entre en razón.
- No necesitamos convencerlo. Si no accede le rebanamos el cuello y asunto zanjado. - Todos dieron su beneplácito a lo dicho por su compañero con murmullos y movimientos de cabeza.
- Él es un estúpido por creer en unos valores absurdos, más tú eres idiota por no tener nada dentro de la cabeza. - Mosquito golpeó con los nudillos en la frente del exaltado. - Veis. - Se giró hacia el resto. - Suena a hueco.  - Todos rieron la gracia aun sin entender el porqué su líder no estaba de acuerdo con lo propuesto. - Veo en vuestras expresiones que tampoco vosotros sois capaces de ver más allá de vuestras narices. ¿Es que no lo entendéis? Un soldado que cumple órdenes está exento de toda responsabilidad por sus actos. Si algo sale mal nos ha de ser muy útil su cuello para lucir la soga en vez del nuestro.
- ¿Y si no accede? ¿Que evitará que él mismo sea quien anude la cuerda al rededor de nuestras gargantas?
- Porque nos necesita para cumplir la misión que le han encomendado y para él nada es más importante. Solo hemos de presionarlo un poco más, fomentar algunos disturbios y dejar que deserte todo aquel que así lo quiera. Demos a nuestro general un poco de tiempo para pensarlo antes de ser más drásticos.

- Ese "Mosquito" en su mezquindad es digno de elogio. Estoy impaciente por saber si Víctor estuvo a la altura de tan peligroso adversario.
- Siento tener que defraudar sus expectativas mi señor. Víctor tendría muchas oportunidades de demostrar su valía, pero en aquel entonces, fue la providencia la que dejo una ventana abierta por la que la luz de la esperanza pudiera entrar en la oscura habitación de su ánimo. La providencia de manos de quien menos había podido imaginar.
- Explicaos.
- Si no dejáis de interrumpirme se hará el día antes de concluir la historia.
- Prometo estar callado.
Ayla le obsequió con una radiante sonrisa.



La tela de araña.



Demasiadas cosas que digerir en un espacio tan corto de tiempo, apenas había pasado poco más de un día y los acontecimientos parecían sucederse a un ritmo endiablado. El encuentro con el temible caballero negro, la expulsión de los escorias, su repentino ascenso a comandante, el enfrentamiento de "la plaga" con el caballero negro y la victoria (contra todo pronostico) de este último sobre el primero. El estado de guerra y la caída en desgracia de su predecesor, junto con la repentina llegada del inquisidor enviado por el rey, fueron el colofón a una jornada frenética.
Aún sentía escalofríos al pensar en el acorazado caballero, de como este le señaló con el dedo y su yelmo voló por los aires quedando la impronta de su visita a modo de esferico agujero en el hierro.
No menos increíble fue el combate que aquel guerrero formidable entabló con el monstruo de piedra. Nunca antes había conseguido nadie poner en fuga a "la plaga", agradeció a Dios que el caballero se hubiera conformado con destrozarle el casco y no la cabeza.
Llevaba sin descansar mas de 24 horas, la redada la noche anterior de los escorias, la defensa de las murallas al alba, su asistencia a la reunión del Consejo, acomodar a la inquisidora y sus caballeros guías en la vieja iglesia. Era el comandante de la guardia pero el burgomaestre no le permitía delegar ninguna de las tareas que este le encomendaba por nimias que fueran. Se sentía como un vulgar recadero, un "corre ve y dile", no como el mando supremo de las fuerzas armadas. El burgomaestre lo ninguneaba, le chirriaron los dientes por la rabia y frunció el ceño mientras cavilaba sus oscuros pensamientos. Le seguiría el juego por el momento, ya llegaría el día en que le demostraría lo equivocado de su proceder al menospreciarlo de aquella manera. Bien es verdad que era a Francisco a quien debía el cargo, y que la promesa de grandes fortunas no eran palabras que se llevaba el viento. Había sido testigo de como el burgomaestre, tan solo con palabrería, puso a su favor a un colérico Consejo que pedía su cabeza unos minutos antes, entregándoles a cambio la del desafortunado Victor, hombre integro al que él mismo admiraba desde niño. El burgomaestre era un hombre peligroso, de eso no cabía la menor duda, pero él tampoco era ningún estúpido.
Caminaba por unas calles desiertas, el toque de queda era respetado a rajatabla, nadie se arriesgaría a ser arrestado y ejecutado. Bajo el estado de guerra, prácticamente todas las infracciones se castigaban con la misma pena. Precedía en la marcha a una docena de soldados, todos se alumbraban con antorchas, aun faltaban unas horas para que despuntara un nuevo día.
El burgomaestre había requerido su presencia inmediata sin importarle lo cansado que pudiera estar. El trayecto desde los cuarteles a la residencia de Francisco era largo y el agotamiento le hacía arrastrar los pies. Le exigió discreción, de ahí el pequeño número de tropas que lo acompañaban.
Llegaron por fin a la mansión del burgomaestre. ¿Porqué lo habría citado allí y no en el ayuntamiento? No valía la pena preocuparse por unas dudas que en breve serían despejadas. Dejó a su escolta en la entrada y llamó a la puerta golpeando con la aldaba. No tardó en asomar la cara de un lacayo al otro lado de la puerta entre abierta. Conocía a aquel anciano, Eufrasio llevaba al servicio de Francisco muchos años, un autentico perro guardián. El viejo miró a ambos lados antes de dar un repaso de arriba abajo al recién llegado y a sus acompañantes.
- Mi señor solo os recibirá a vos.
- ¡Abre viejo del demonio, aqui hace frio!
El sirviente lo guió por la mansión, el comandante no perdía detalle de los lujos con los que el alcalde se rodeaba y pensó, que no a mucho tardar, también él disfrutaría de tanta o más opulencia.
Francisco le aguardaba en su despacho. Eufrasio, tras una leve reverencia, se retiró discretamente dejándolos a solas.
El burgomaestre se movía con largas zancadas de un lado a otro tras una mesa. Por las ojeras enh su rostro, el soldado imaginó que aquel proceder se debía, más a un intento de no sucumbir al sueño, que por nervios.
- ¿Qué queréis ahora de mí? ¿Qué es eso que tanto os urge que merece sacrifique un descanso que sin duda merezco? - Francisco apoyó los puños sobre la mesa quedando de pie con la espalda curvada, giró levemente la cabeza hacia la izquierda y con los ojos entrecerrados lo miró fijamente.
- Si yo silbo, tu acudes. Descansaras cuando yo lo diga, obedeceras cuando yo lo ordene, y dejaras de respirar cuando yo así lo desee. ¡No me toques las narices! Que no se te suba el cargo a la cabeza y recuerda, que lo que muy rápido asciende, más deprisa se precipita. Me perteneces, no lo olvides, no lo olvides nunca y si tienes dudas piensa en Victor. ¿Entendido gañan?
- Redual.
Los ojos de Francisco se abrieron como platos.
- ¿Eh? ¿Que diantres farfullas?
- Redual, Redual es mi nombre. Que menos que dirigiros a mi como a un hombre y no como a un perro.
El burgomaestre giró de un lado a otro la cabeza varias veces, respiró hondo y estiró los músculos como quien se despereza tras un sueño reparador. Volvió a inhalar y expirar antes de reposar sus flácidas carnes en una butaca tras la mesa. Se mantuvo en silencio mirando a Redual largo rato hasta que este perdió la paciencia.
- ¿Vais a retirarme la palabra como un niño enfadado? En ese caso doy por sentado que está todo dicho y me retiro a descansar.
- ¿Eso es todo lo que se os ocurre, dormir? Os dí la oportunidad de decidir "como hombre que sois" lo que hacer a partir de ahora y vos decidis... dormir. ¡Bien, id a dormiros en los laureles! Quien sabe el despertar que os aguarda, lo que os depara un destino que, como bien es sabido, siempre premia la pereza. Reponed fuerzas, las habréis de necesitar.
- Provisiones y ganado están a buen recaudo, el Consejo apaciguado y los escoria al otro lado de las murallas. ¡Incluso "la plaga" ha huido! También vos podeis dormir tranquilo unas horas, el sol ha de salir igualmente.
- Aun me queda mucho por hacer, más habéis de perder vos si me tetiraís la confianza que a la inversa. No ha de estar mucho tiempo el Consejo tranquilo mientras tengamos bajo llave sus posesiones y a sus peones expulsados. ¿Cuánto tiempo más podremos mantener en pie una farsa que a duras penas se sostiene? Hay que desviar su atención, que miren hacia donde a nosotros nos conviene, hay que darles algo a cambio de todo lo que les hemos quitado..
- Tenemos al ejército para mantenerlos a raya.
- Corren, que digo corren... ¡Vuelan! sus quejas hacia la Ciudad Roja.
- ¿Como informar al Rey estando la villa cerrada?
- ¿En verdad eres tan estúpido como aparentas?
- ¡Colmáis mi paciencia!
- ¡Y vos la mia! Está claro que no tienes ni idea de en lo que nos hemos metido. De todo este lío solo se ha de salir rico o con los pies por delante. Mi querido comandante, haced lo que os digo y os juro que en un mes, o quizás menos, podréis dormir a pierna suelta todo el tiempo que os apetezca con vuestros arcones llenos de oro, de otro modo no tendréis otro sueño que el sueño eterno.
Redual comenzaba a perder la confianza en si mismo, Francisco lo vio claro en cuanto el soldado bajó la mirada. Aquel petimetre había tenido el atrevimiento de pretender subirse a su chepa. Ya le ajustaría las cuentas, pero ahora lo necesitaba, necesitaba a un idiota engreído al que poder manejar como una marioneta.
- ¿Que es lo que ordenáis ahora?
- Así me gusta, escucha con atención y si lo haces bien tendrás tu hueso.

Lo había vuelto a hacer, había vuelto a tratarlo como a un perro. Contuvo la ira mordiéndose la lengua y a punto estuvo de hacerla sangrar. Francisco tenia un plan, eso era incuestionable, un plan sin duda bien meditado. El lugar que le reservaba en aquella conjura aún le era un misterio, debía averiguarlo para actuar en consecuencia. Si jugaba bien sus bazas saldría airoso y rico, de lo contrario le tocaría pagar "el pato" lo mismo que a Víctor. Era el momento de escuchar, de obedecer mientras barajaba sus cartas y rumiaba sus posibles jugadas. El burgomaestre mostraba claros síntomas de cansancio, también para él había debido de ser una jornada muy dura, quizás podría aprovechar ese abatimiento a su favor. Esperó poder leer entre líneas las verdaderas intenciones de aquel canalla.

- Hoy tomarás Roca Vieja. - Redual tragó saliva y no pudo evitar que un escalofrío hiciese temblar sus piernas.
- ¿Quieres que asalte Roca Vieja? Pero... pero si es ahí donde se esconde "la plaga". - El comandante cabiló la posibilidad de que Francisco pretendiese quitarle de en medio antes de lo esperado.
- Sé que el pregonero y el resto de cabecillas de la insurrección se han escondido allí. A ellos parece que no les asusta tanto ese demonio como al "aguerrido" jefe de los ejércitos. Pronto empiezas a cuestionar mis ordenes. ¿De veras crees, que de habitar el monstruo en el castillo, se habrían refugiado en ese lugar?
- Vos mismo dijisteis al Consejo que los sublevados estaban conchabados con la Insidiosa y su mascota.
- Si, como también dije que era Víctor el artífice de la conjura. Vamos vamos, muchacho, entre todos los oficiales te he elegido a ti como comandante porqué sé que eres más listo que el resto. No hagas que ahora me cuestione lo acertado de mi decisión. La gente es muy ignorante, cuando no entienden algo creen en la primera tontería que dice el más necio de ellos.
A pocos destestá tanto la Insidiosa en Pueblo Ignoto como a mí y aun no ha mandado a, como tu la llamas "su mascota", a devorarme. De hecho, dudo mucho que esa muchacha ejerza ningún control sobre "la plaga". La verdad, pienso que no es más que una simple vagabundo.
- Es una bruja, todo el mundo lo sabe.
- No he visto que haga llover culebras ni que apeste a azufre. Ayer alguien le lanzó una piedra y su frente sangró como la de cualquiera de nosotros.
- Ella se jacta de controlar a "la plaga".
- ¿Alguna vez ha acudido a su llamada? En todo caso, contamos con la ayuda de la inquisidor. Si el monstruo aparece, que ella y sus caballeros mojigatos se ocupen de él. Esa "mona" no ha creído ni una palabra de lo que le he contado acerca del ser de piedra. Nada me gustaría más que ver su cara si en alguna ocasión se topa con esa cosa.
- ¿La inquisidora me acompañara?
- Con todo su cortejo de gigantes. No se separa de ellos ni lanzandoles cubos de agua.
- Aún así no he de correr riesgos, llevaré conmigo a la mitad de la guarnición.
- Solo encontraras a un par de docenas de andrajosos escorias. Con una veintena de hombres, si los sumas al medio centenar de caballeros guías, son más que suficientes.
- ¿Pero y si te equivocas y "la plaga" si mora entre los muros?
- Ya te lo he dicho, que se ocupe la inquisidor. Tú solo has de preocuparte de traer a mi presencia a tres de los huidos. El resto, si puedes atraparlos vivos mejor, pero de no ser así tampoco lamentará nadie su pérdida.
- ¿De quienes se trata?
- En primer lugar el pregonero. Traemelo vivo, en este punto no toleraré el fracaso. El segundo es un extranjero, no te será difícil reconocerlo por sus ropas y su acento. Un individuo flaco de tez amarillenta y aspecto enfermizo, tampoco este ha de sufrir ningún daño, tiene información que nos ha de ser muy valiosa. Cuídate de él, es más peligroso de lo que aparenta, pero recuerda, aunque ofrezca resistencia lo quiero vivo.
- ¿Y el tercero?
El burgomaestre sonrió de forma malévola.
- La tercera es la mercancía más valiosa, responderás ante mi si sufre el menor daño.
- ¿Para que quieres atrapar a la Insidiosa?
El burgomaestre volvió a sonreír. - Ves como eres un chico listo, pero mis motivos a ti no te conciernen. La quiero sin señales en el cuerpo y bajo ningún concepto permitas que la inquisidor le eche el guante. Ella la buscara para juzgarla por bruja pero no conoce su aspecto. Que no la encuentre. ¿Entiendes?
- ¿Porque son tan importantes esos tres?
- Son importantes, es todo lo que debes saber. Ahora retírate, aun tienes un par de horas hasta que amanezca para ese descanso que tanto dices merecer. Cuando amanezca te reuniras en la iglesia vieja con la inquisidor y los suyos, lleva contigo solo una veintena de hombres y no me defraudes.

El burgomaestre acompañó hasta la puerta a Redual. En el exterior de la mansión seguían aguardando los soldados, unos saltaban y se frotaban las manos para entrar en calor, otros jugaban a los "chinos" para pasar el rato y el resto simplemente bostezaban por sueño y aburrimiento. Al ver aparecer a su comandante formaron en dos filas y se pusieron firmes.
- La tropa vendrá conmigo, aun me quedan asuntos que resolver.
Redual protestó. - ¿He de volver solo hasta los cuarteles? ¡Están al otro extremo de la ciudad!
- ¿Tienes miedo de los grillos, o quizas temes a las lechuzas? - Le susurró al oído. - Que los soldados no tomen a su jefe por un cobarde. Ve y no hagas esperar al lecho, el tiempo corre.
Redual se arropó con su manto de comandante y se alejó a regañadientes hasta perderse entre las oscuras callejuelas.
- Seguidme. - Ordenó el burgomaestre a la milicia.


Para llegar al puerto había que cruzar el barrio de los obreros, a la luz de las antorchas el destrozo era menos evidente. Durante la redada, los solados habían saqueado lo poco de valor que pudieran tener los moradores de aquellas humildes casas. Las manchas y regueros de sangre eran la prueba irrefutable de los violentos acontecimientos que se sucedieron la noche anterior. Entre escombros y basura, se pudría algún cadáver olvidado del que daban buena cuenta las moscas. La tropa recibió órdenes de mostrarse implacable y se habían empleado a fondo en su vil cometido. Ahora, desiertas, las estrechas callejuelas bajo el manto de la noche tenían un aspecto fantasmagorico en lugar de su habitual apariencia deprimente. El sonido de las espadas al golpear las armaduras de los soldados durante su apresurado caminar parecía un eco lejano y tardío de lo ocurrido la fatídica jornada. Francisco iba a la cabeza del grupo, jadeando por la frenética marcha que él mismo imponía. Al llegar, tuvo que recobrar el aliento para poder gritarle a los vigilantes de la puerta, con todo, su primer intento no fue más que un ahogado quejido. Un cabo tomó la iniciativa.
- ¡Los e ahí arriba, asomad la cabeza donde pueda verla!
Dos almenas flanqueaban el enorme portón que daba al puerto, de la de la izquierda apareció el oficial de guardia. Al ver al burgomaestre se apresuró a descender de la torre.
- Ninguna novedad, todo tranquilo en la muralla. - Francisco lo interrumpió antes de que acabase de dar el parte.
- Ya, ya, déjate de monsergas y manda abrir las puertas de una vez.
El puerto era un barrio en si mismo fuera de los muros de la ciudad. Habían carpinterías, la fragua de un herrero, una lonja donde los pescadores subastaban sus capturas, las casas de artesanos y marineros... También un dique seco y en él, el esqueleto de la que sería la próxima nave de la flotilla del burgomaestre. En realidad el muelle solo daba refugio a los barcos de Francisco, a los pequeños botes de los pescadores solo se les permitía atracar para descargar su mercancía. Ellos tenían una pequeña aldea en una apartada cala lejos de Pueblo Ignoto.
En aquel momento, tres de las cinco naves del burgomaestre estaban fondeadas en el muelle. El grupo caminó hacia la más grande de ellas. En la pasarela que unía el atracadero con la cubierta los esperaba un individuo enorme. Francisco ordenó a la tropa detenerse a una distancia prudencial que evitara el alcance de oídos indiscretos.
Al lado del capitán del barco, el burgomaestre tenía la envergadura de un niño rollizo. Junto con su estatura, el aspecto del marino intimidaría a un oso. Su barba era poblada, acabada en finas trenzas y su cabello largo y tupido. Una terrible cicatriz recorría de extremo a extremo su cara pasando por un ojo, sin duda lisiado, que ocultaba bajo un parche. El blanco de sus cabellos daba fé de una edad avanzada, pero sus músculos también de una excelente forma física. La tez morena, más acentuada por la vida en el mar, le conferia una imagen aún más agresiva. Saludó a Francisco en un idioma extraño.
- Cuida lo que hablas. - Le recriminó el burgomaestre procurando que su tono no fuese ofensivo.
En realidad, el tipo grande no parecía demasiado dado a la palabra por lo que el guardar silencio no le supuso ningún disgusto. Francisco le deslizó en la mano un pergamino sellado.
- Entrega esto a Héctor personalmente. - Fueron sus escuetas indicaciones. El tuerto miró el papel enrollado con su único ojo y lo guardó en un pequeño zurrón sin prestarle mayor atención.
- ¿Dondé está el pasajero?
- No ha de tardar, lo cité al amanecer.
- Muy temprano has llegado, aun falta una hora para que el sol asome.
La brisa del mar acentuaba el frío de la noche, la humedad se calaba en los huesos y Francisco comenzó a tiritar, la falta de descanso lo había destemplado por completo. El capitán tenia razón, había llegado demasiado pronto, pero debía de asegurarse de hacerlo antes que Zinue.
- ¿Como van las cosas por "el otro lado"? - Preguntó por entablar una conversación que ayudase a pasar el rato.
- Van.
Conocía al tuerto desde hacía décadas y nunca había conseguido sacarle más palabras de las necesarias. De haber sido un subordinado, el burgomaestre habría montado en cólera por el desdén que el capitán se obstinaba en mostrarle siempre, más lo temía demasiado como para atreverse a levantar la voz.
La noche está fría. - Insistió sin demasiada convicción.
En está ocasión el tuerto no se brindó siquiera a responder, miró con su único ojo al otro extremo del muelle. Francisco dirigió la vista hacia el mismo lugar. Cinco figuras se acercaban con paso tranquilo. Zinue también se había adelantado, sin duda con la intención de poder sorprender al burgomaestre en algún tipo de "renuncio".
- ¿Quienes son esos? - Se apresuró a preguntar Francisco cuando estuvieron lo suficientemente cerca.
- Me harán compañía durante el monótono viaje. He traído una baraja de cartas y me gustaría echar unas manos con alguien que no me apuñale por la espalda a la menor ocasión. - Ni el capitán ni el arquitecto se dejaron intimidar por las inquisitivas miradas que se brindaron ambos.
- El navío es pequeño para tanto pasaje.
- Nos apretaremos y entraremos en calor.
- Me ofende que no confies en mis marineros.
- No confio en ti, mi querido Francisco. Puede que los demás miren hacia otro lado siempre que sus intereses vayan a rebufo de los tuyos, pero yo no estoy ciego, siquiera tuerto. - Mirada de desprecio al capitán del navío. - Cualquier idiota comprendería enseguida al ver a tus "marineros", el motivo por el que tus barcos nunca son atacados por los piratas. No emprenderé la travesía sin mis "amigos" aquí reunidos.
El burgomaestre conocía bien a aquellos individuos, sicarios de la peor calaña a sueldo del arquitecto.
- Si el capitán no tiene inconveniente...
Esperó la desaprobación de este, pero el tuerto se limitó a subir al barco. Ordenó soltar amarras y desplegar el velamen.
- Parece que ha llegado la hora de partir, cumple con lo acordado. Que el ejército no se encuentre en la ciudad a mi regreso. Por tu bien espero que no me la juegues. Nos vemos en un mes.
- Tienes mis bendiciones, te deseo mucha suerte con Héctor, te va ha hacer falta.
- Tu cinismo es tan evidente que puede hasta olerse. ¿O es tu pútrido aliento de carroñero?
- Con Dios Zinue.
- Ve tú con el diablo Francisco.
Siguieron regalándose improperios hasta que la distancia y las olas silenciaron sus voces.

Ya en alta mar el capitán bajó a su camarote. Cerró tras de si la puerta y se aseguró de que nadie pudiera estar espiando. Rompió el sello del pergamino y se acercó a la llama de un candil de aceite. La edad no había perdonado a su vista, más teniendo en cuenta que solo le quedaba un ojo. No sin dificultad, consiguió enfocar y leer lo escrito. Eran indicaciones de cómo el burgomaestre entregaría la ciudad a Hector, nada que él no hubiera podido trasmitirle de propia voz, salvo por algún que otro detalle. En la misiva le pedía al rey de los guanches que se deshiciera del mensajero y que le estaría sumamente agradecido si lo hacía de la forma más desagradable y dolorosa posible. El último párrafo lo dejo de una pieza. Tan dados eran todos ellos a la traición, que el burgomaestre se guardaba un as en la manga, un "salvoconducto" con el que esperaba cubrirse las espaldas en caso de que Héctor decidiera que Francisco merecía la misma suerte que su pasajero.
El va y ven del barco mecido por el mar no fue suficiente para relajar sus músculos y despejar su cabeza. Le dió muchas vueltas y al cabo de largo rato acercó el pergamino a la llama del candil. El fulgor del papel consumiéndose se reflejaba en la retina de su único ojo.

"No por mucho madrugar amanece más temprano." El refrán se le había metido en la cabeza y se repetía como una molesta tonadilla. El sol comenzaba a asomar de forma tímida sobre la línea que delimita elmar con el fin del mundo. Hasta hoy habían disfrutado de un otoño benigno, de unas temperaturas agradables, pero aquella mañana comenzó con un frío más propio del invierno. Quizás solo se debía a la falta de descanso, llevaba demasiadas horas sin dormir, maquinando un plan que más se asemejaba a un rompecabezas en el que era difícil encajar cada pieza en su lugar. "No por mucho madrugar amanece más temprano." "¡A quien madruga Dios le ayuda!" Se dijo a si mismo a modo de exorcismo en un intento de expulsar de su mente al ya molesto primer proverbio. En verdad que necesitaría mucho de su ayuda, más pocas dudas albergaba, de que Dios no estaría de acuerdo con sus planes. Un desagradable picor en la garganta le advirtió de que no era buena idea continuar recibiendo el relente del muelle. No tenía ningunas ganas de regresar a casa, el trayecto de vuelta seguro se le haría mucho más largo que el de venida. Despidió a la tropa, no se hicieron de rogar los soldados que marcharon a toda prisa de vuelta a los cuarteles. Mucho hacia que no pisaba una de sus naves, atrás quedaron sus días de marino, pero cualquier catre sería bien recibido y el más próximo se hallaba en las tripas de una de ellas. El marinero de guardia lo dejó subir a bordo sin plantear preguntas, bien sabía quien era el amo y de sus malas pulgas. Con ningún otro se encontró en los sollados, el barco estaba desierto. Mejor así, se dijo, nadie lo molestaría con ronquidos y flatulencias. Se tumbó en el primer camastro con el que se cruzó. La madera, horadada por la carcoma, crujió bajo su peso. Como único colchón una gruesa manta raída, se cubrió con otra de no mejor aspecto. De inmediato, piojos y chinches se disputaron cada pulgada de su piel. Se incorporó de un salto maldiciendo al tiempo que lanzaba lejos de si la manta. De un golpe recordó el porqué no echaba de menos la vida en el mar, los parásitos eran solo una de tantas razones.
Encontró en el suelo un remo partido, bien sabía el porqué se encontraba alli. Habían cuerdas de extremo a extremo del sollado, improvisados tendederos, colgó el "colchón" asió el remo y le propinó con él la madre de todas las palizas. El camarote solo estaba iluminado con algunas lámparas de aceite, la llama a buen recaudo bajo un cilindro de cristal para evitar incendiarios accidentes, una luz demasiado escasa y aun así, Francisco pudo distinguir el polvo de los insectos. Luego fue el turno de la otra manta. Aquello serviría para "desahuciar" a una pequeña parte de aquellos repugnantes bichos pero le daría un respiro.
- ¡Debí regresar a casa, maldita sea! - Los ojos se le cerraban por momentos. No, demasiado cansado para eso, era preferible lidiar con los chupa sangres.
En aquel segundo intento no tardó en caer en un somnoliento sopor, haciendo caso omiso de los picotazos, su mente comenzó a dar vueltas a sus enrevesados planes. Demasiadas fisuras, mucho le quedaba por remendar en su tela de araña, pues toda esa compleja tesitura no era otra cosa que una tela de araña. Una trampa tejida de delicados hilos, tan finos, que aun estando a la vista de todos nadie pudiera verlos. Pero eso los hacía frágiles, tanto, que si solo uno de ellos fallaba, el resto se romperían uno tras otro.
Zinue no era de fiar, mucho menos Hector. El segundo se encargaría del primero pero... ¿Quién lo haría del rey guanche? Pedir ayuda a los piratas para librarse de la cólera del emperador cuando este descubriese desfalcos, malversaciones y el resto de sus turbios negocios, casi parecía como saltar de la sartén para abrasarse en el fuego. Debía de tejer muy fino y ahora quien manejaba las agujas era el nuevo comandante. Intentó en vano recordar su nombre. - Da igual. - Se dijo. - No es más que un peón al que sacrificaré mas adelante. - Su tarea era muy sencilla, hasta un cretino como aquel debía de ser capaz de llevarla a termino de forma satisfactoria. Roca Vieja es una ratonera, atrapar en ella al pregonero y a los otros era un juego de niños. Aquellos pensamientos lo tranquilizaron. En su particular partida de ajedrez, debía de pre veer todos los movimientos del adversario y anticiparse a ellos, alternar posibles estrategias según se desarrollara el juego y, si era preciso, procurarse una huida digna. Necesitaba también al extranjero, ya no le interesaba tanto su oro, al que (por supuesto) no renunciaba, eran sus fabulosas armas las que realmente quería. Si se hacia con ellas y aprendía su funcionamiento, podría fabricarlas en gran número y entonces... entonces nunca más necesitaría de los guanches ni temería al emperador. ¡Él sería el emperador! En semi inconsciencia, la mente del burgomaestre se perdió en un laberinto de ensoñaciones. Despertó de forma súbita. No, no debía anticiparse tanto a los acontecimientos, hay que caminar despacio, correr solo sirve para cansarse antes de tiempo. Le vino a la cabeza la imagen de la Insidiosa y le pudo la impaciencia. Ansiaba que la trajeran ante él, tenerla a sus pies y hacer que se tragara todos sus desprecios anteriores. Humillarla,  arrastrarla al lecho despojandola de soberbia y ropas antes de poseerla.
La respiración del burgomaestre se aceleró y el calor regresó a todo su cuerpo de forma súbita. En esta ocasión, anticiparse a los acontecimientos era una necesidad acuciante. Su mano se deslizó dentro de sus calzones.





Ayla intentó por todos los medios que el convaleciente naufrago se durmiera. Su voz era casi un susurro y sus palabras llegaban al oído del pícaro como el arrullo de una nana, pero este estaba demasiado intrigado por el relato, aun a sabiendas de que acabaría con la derrota de los guanches, ansiaba conocer cómo salió airoso Victor de aquella complicada situación en la que se hallaba, como también que le desvelaran cual fue el trágico final de Andrade. Conocer la historia del padre de la condesa podría serle de gran ayuda a la postre.
- ¿De qué ayuda se valió Victor?
- Paciencia mi señor. - El ama de llaves continuó con su relato.

Las ascuas de la hoguera se habían apagado por completo, quedando reducidas o lo que se semejaba a una arena blanca muy fina, pero no fue el frío de la mañana lo que despertó a Víctor, que había caído por fin rendido al sueño y al agotamiento, fue el cuerno que hacían sonar los vigías en caso de peligro. El primero lo sobresaltó, no tardaron en sonar muchos otros. Provenían de la zona suroeste del campamento y hacia allí corrió a toda prisa. Por primera vez desde que salieron de la Ciudad Roja, sus oficiales se comportaron como verdaderos soldados, desperezando a la tropa sirviéndose de gritos y patadas, obligándolos a formar una línea defensiva aceptable. Entre ellas se abrió paso su comandante hasta llegar al lugar del que provino el primer aviso. Un mozalbete, al verlo, señaló con su dedo hacia el horizonte, sujetaba el cuerno con tanta fuerza que parecía que lo partiria en cualquier momento, todo su cuerpo temblaba. Sin saber aún por donde podría surgir la amenaza, Victor ordenó a sus oficiales que formaran un cuadrado, dejando en el centro un espacio amplio donde poder atender a los heridos en caso de ser necesario. Tal como habían ensayado en algunas pocas ocasiones, la fuerza de choque, formada por leñadores, picapedreros y todos aquellos con cierta habilidad para manejar un arma cuerpo a cuerpo, protegían con sus cuerpos a los arqueros. Muchos eran los escorias que no tenían otra forma de vida que la caza furtiva y sabían cómo utilizar un arco, pero la piel de un ciervo no es tan dura como una armadura y sus flechas serían poco efectivas a larga distancia. En cambio, sus "soldados" no tenían de otra protección que algunos escudos de madera. Carpinteros y herreros trabajaban por las noches en fraguas y talleres improvisados, a cambio estaban dispensados de todo servicio por el día. Esto provocó la animadversión del resto de los escorias, que los veían dormir y descansar sobre los carros, mientras ellos afrontaban largas marchas a pie sin apenas haber conciliado el sueño debido a los incesantes martilleos nocturnos. Víctor era consciente, como también de que necesitaban de su trabajo, trabajo que no podrían realizar en movimiento. Los artesanos transformaban aperos de labranza en armas útiles para el combate y confeccionaban escudos y armaduras con lo poco que disponían.
"Mosquito" apareció rodeado del resto de capitanes.
- Sobre la loma, es caballería.
Una información del todo innecesaria, Víctor también tenía ojos en la cara. El sol no había acabado de asomar justo por detrás de los recién llegados. Protegiéndose los ojos con la mano a modo de visera, el comandante divisó las siluetas de los jinetes formando una larga fila.
- Deben de ser no más de medio millar, pero pueden haber muchos otros tras la colina. ¿Qué hacemos? - Casi le pareció gracioso ver a "Mosquito" tan solicito y obediente.
- Averiguar de quiénes se trata. Traed mi caballo y mantened la formación sin descuidar ninguno de los flancos. Quien sabe, quizás sean refuerzos. - Aquella posibilidad, lejos de tranquilizar a su oficial, lo puso muy nervioso.
- O quizás no hemos dado de cara con el enemigo antes de lo esperado.
- De ser así, el rey tendrá su batalla y nosotros una muerte gloriosa. - "Mosquito" ignoró la sorna con la que Víctor soltó su útima frase.
- Repleguémonos a la ciudad, allí podemos ofrecer mayor resistencia.
- Y dar la espalda a la caballería para encontrarnos frente a un noble al que desvalijemos no hace ni un día. Dudo que nos brindase su ayuda, aparte, de que poca seguridad, ha de darnos una ciudad sin amurallar. Mantened la formación. - Miró impaciente a su alrededor. - ¿Dónde demonios está mi caballo?
Víctor no tenía ni idea de cómo era el ejército guanche, tán solo lo vio unos instantes y desde muy lejos mientras desembarcaban cerca de Pueblo Ignoto. Intentó tranquilizarse mientras avanzaba en solitario enarbolando una bandera blanca. Era imposible que el enemigo hubiera llegado hasta allí en tan poco tiempo, aunque siendo caballería, (tal vez una avanzadilla) podían haberlo hecho atravesando el desierto en vez de seguir la costa. A medida que se acercaba pudo verlos mejor, estáticos como estatuas, formando una línea recta que, de tan perfecta, parecía se habían servido de una enorme regla. Incluso sus monturas apenas se movían. Uno de ellos se separó de la fila acercándose despacio.
Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca no pudo disimular su incredulidad.
- ¿Quien está al mando de esa chusma?
- Lo tenéis ante vos.
- ¿Vos sois Víctor?
- Lo soy. ¿Qué quiere de mí la Iglesia y sus Caballeros Guías?

- ¿Caballeros Guías? - Ayla se apresuró en explicarse.
- Uther, el padre de Arturo... - El pícaro no pudo evitar volver a pensar en las leyendas Artúricas, pero optó por no interrumpir. - ... dió en su día mucho poder a la Iglesia. La influencia de esta sobre el pueblo (sobre todo el miedo que infundía su brazo armado) le fué muy útil durante décadas. Los Caballeros Guías son, aún hoy, monjes guerreros formidables. Escrupulosamente escogidos desde muy jóvenes, son adiestrados en el manejo de las armas con tanta meticulosidad como programadas sus mentes en una fe férrea. Por desgracia, todas sus posibles virtudes como soldados y monjes, son eclipsadas por su triste cometido, que no es otro, que acompañar a los inquisidores en sus sangrientas purgas.
Como un fogonazo, le llegó al naufrago la imagen de los soldados en las puertas de la muralla aquella misma mañana.
- Creo saber de quienes se trata, hoy ví a medio centenar de ellos escoltando un carruaje negro.
- Sin duda en su interior se alojaba un inquisidor. Mi señor, alejaos de ellos, ese es mi ruego, nada bueno traen nunca consigo.
- Ahorraros la advertencia, también hay Inquisición de allí de dónde vengo.
- En ese caso, prosigo... Decía que Uther se valió de la Iglesia para afianzar su imperio pero su heredero la consideraba una amenaza. La Iglesia no solo veía a los guanches cómo unos invasores, también como unos paganos idolatras, por eso para ellos la guerra no solo era cuestión de supervivencia, era una obligación divina. Las malas lenguas aseguran (y a mi modo de entender no les falta razón) que cuando un grupo de obispos ofreció a Mendieta su ayuda, este se lo comentó al rey y ambos no dudaron en aceptar la oferta. Era la ocasión perfecta de menguar su poder acabando con buena parte de su brazo armado.
- ¿Los mandaron de apoyo con Víctor para que los destrozaran a todos juntos? Una decisión estúpida, a buen seguro les habrían sido más útiles en las filas del ejército profesional.
- Nada tenía de estúpido Mendieta, el cometido de Víctor no era dejarse masacrar, sino retrasar lo máximo posible el avance de los guanches hasta que los refuerzos de los señores del norte llegaran a la Ciudad Roja. Una tarea imposible sin la ayuda de verdaderos soldados de los que el rey no disponía, pero si la Iglesia.
- Unas "bajas asumibles", entiendo lo maquiavélico del plan.
- ¿Maquiavélico?
El pícaro entendió, que no era reprochable el que en unas tierras tan remotas no conociesen al retorcido Nicolás.


Con los caballeros guías en sus filas todo cambió como de la noche al día. Durante la siguiente semana se les unieron muchos otros hasta alcanzar el número de 2.500. Con ellos a la cabeza ninguna ciudad se atrevió a cerrarles las puertas, ningún pueblo o aldea les ocultó sus cosechas e incluso varios nobles se unieron al ejército de Víctor trayendo consigo a sus correspondientes tropas. No se hubieron de lamentar más deserciones, salvo la de "Mosquito". El resto de oficiales conjurados consideraron que huir sería una clara confesión de su implicación en el complot del prófugo y prefirieron arriesgarse a proseguir la marcha.
Víctor reorganizó a sus huestes, incorporó a las compañías de escorias grupos de soldados profesionales que se encargaron de su adiestramiento. Los equipó con mejores armas y armaduras en la medida de lo posible y aligeró el avance gracias a los carros y caballerías confiscadas. La tropa se turnaba para descansar en ellos, esto, junto a la abundancia en el rancho (tres comidas diarias) elevó en gran medida la moral. Se cruzaron con muchos grupos de refugiados que escapaban de las tierras ocupadas por los guanches. De boca de ellos le llegaron a Víctor las atrocidades cometidas por los invasores. Tan aterradores relatos soliviantaron los ánimos de los escorias avivando en la tropa la sed de venganza. Ese mismo sentimiento animó a muchos de los refugiados a unirse a lo que comenzaba a parecer por fin un verdadero ejército de cerca de 30.000 efectivos.
Estaban a medio camino de las cañadas de Viento Helado cuando Víctor recibió una visita inesperada. Aquellos jinetes habían cabalgado sin descanso durante días y sin embargo el agotamiento no fue capaz de borrar la sonrisa de sus rostros cuando se reunieron con él. Se apearon de sus monturas a toda prisa y corrieron a estrechar la mano del general. Víctor conocía bien a aquellos hombres, habían servido juntos en las campañas contra los pies sucios. Eran once.
Uno tras otro los estrechó entre sus brazos sin disimular ninguno lo emocionado del encuentro.
- Os creía retirados.
- Y lo estábamos hasta que el mismísimo Mendieta vino en nuestra búsqueda. - Diego Ferrinho era un hombretón de semblante risueño que nunca perdía la sonrisa sin avergonzarse de su falta de dientes.
- Cuando nuestro antiguo comandante nos mencionó lo que tramabais acudimos prestos. - El que habló era Miguel Hernández, otra "bestia parda", veterano de mil y una campañas. Ya entrado en años, su apariencia y envergadura de oso continuaba siendo igual de intimidatoria.
- ¿Os ha puesto Mendieta al tanto de todos los detalles de esta campaña? - Víctor miró a su alrededor para cerciorarse de que no hubiesen ningunos oídos curiosos, bajó el tono de su voz. - ¿Os ha contado que este es un viaje solo de "ida"..?
- ¡Claro! Sabiendo eso... ¿No esperarías que te dejásemos toda la diversión para ti solo? - Valeriano Pelayo, otro viejo amigo.
El corazón de Víctor se le encogió dentro del pecho. Había compartido tantas cosas con aquellos hombres. A la mayoría los conoció siendo casi un crío, del tiempo en el que abandonó su aldea junto a su tío para unirse a los hombres de Uther, de cuando este no era más que otro señor de la guerra que buscaba un hueco en la historia a costa de la desgracia de los pies sucios. Su espíritu se elevó pletórico por el reencuentro, más era una sensación agridulce pues podía aquella ser la última de sus aventuras juntos.
Enrique Zuñiga, Venancio Gutiérrez, Armando Soria, Miguel Angel Carrasco, Sebastian Rollo, Eufemio Melindres, Venancio Santoña. - Uno a uno les pidió que le pusieran al corriente de sus vidas desde que dejaron el ejército y todos ellos le contestaron de forma parecida.
- No hemos hecho otra cosa en la vida que luchar. - Comenzó a explicar Diego. -  Se manejar una espada, una maza, una lanza... pero si me das un arado no soy capaz de hacer un surco recto en la tierra. Dios sabe que he intentado amoldarme a la rutina de una granja, a levantarme cada día en el mismo lugar, a lidiar con vacas, ovejas y gallinas. Amigo Víctor... Eso no es vida. Yo no he nacido para morir en una cama, decrepito e inutil, yo he venido al mundo para vivir una nueva aventura con cada amanecer, para cabalgar sobre la incertidumbre de lo que me depara la batalla, para ignorar un mañana que quizás nunca llegue. Sin una espada en la mano no soy nada. No me importa morir si lo hago rodeado de la única familia que en realidad he tenido. Por eso no lo pensé ni un instante cuando Mendieta me propuso unirme a ti y creo que hablo en nombre de todos, que ha de ser un honor marchar juntos y reirnos de la muerte en su cara. - Diego extendió su mano sujetando un pergamino sellado. - Son las ordenes de Mendieta, deben de ser muy importantes por como insistió en que te las entregásemos con la mayor celeridad.
Víctor rompió el sello y comenzó a leer, los once compañeros hicieron lo mismo en el rostro de su comandante, en unos gestos que no auguraban nada bueno.
- ¿Y bien..? - Preguntó Miguel.
- Es una orden breve y precisa. Hemos de regresar a toda prisa a la Ciudad Roja, forzando la marcha y sin detenernos. ¿No os dió Mendieta ninguna pista al respecto de este nuevo cambio de rumbo cuando os reunisteis con él? - Todos se encogieron de hombros. - Malas noticias, sin duda. Pongámonos en marcha de inmediato.




El asalto.

Ayla puso la mano sobre la frente del herido, la fiebre iba en aumento. Temió que alguna costilla estuviera rota y no fisurada, que pudiera haber alguna hemorragia interna. De haber infección todo dependería de las fuerzas y las ganas de vivir del enfermo, su magia tan solo sería capaz de mermar el dolor. Entre las cortinas se colaron los primeros rayos del sol, amanecía y el naufrago continuaba negándose a dormir.
- Ya es de día y no habéis pegado ojo. - Le secó el sudor con un pañuelo. - He de bajar las calenturas, iré por agua fresca al pozo y volveré a cambiar vuestros vendajes. Después descansaréis y no toleraré una negativa. - Siempre con aquella sonrisa capaz de iluminar la estancia de tan radiante, el ama de llaves se puso de pie y adoptó una pretendida pose autoritaria. - No os mováis de aquí. - No pudo ahogar una risita nerviosa cuando su dedo indice presionó sobre el costado del naufrago. Fue como si le clavaran una daga incandescente. Soltó un alarido seguido de todo tipo de maldiciones.
- ¿¡Porqué demonios habéis hecho eso!?
- Para recordaros que hablo en serio. Enseguida vuelvo, no me habréis de echar de menos mucho tiempo y no me pongáis ojos de becerro abandonado, no sois un niño pequeño aunque a veces lo parezcáis. - De nuevo aquella risita nerviosa que tanto enervaba al pícaro.
- ¿Desde cuando el servicio es quien da ordenes al amo? Vos sois quien ha de recordar el lugar que os corresponde. De no ser por estos dolores yo mismo os azotaría. - Con un rápido movimiento que la joven no esperaba la sujetó con violencia por la muñeca. Recapacitó, no debía de extralimitarse en su papel de "señor". La muchacha solo pretendía ayudarlo y le estaba agradecido, más también ansiaba saber como acababa aquella historia. Volvió a soltarla.
Un noble jamás se disculpa ante sus vasallos y tampoco él lo haría pero si suavizó el tono de sus palabras. - Quiero saber el porqué hicieron volver a Víctor a la capital, tendré mucho tiempo para descansar más adelante.
Ahora fue Ayla la que puso cara de cachorro abriendo sus enormes ojos de cristal.
- Si no por vos, hacedlo por mi. Tampoco yo he descansado lo debido y muchas son las tareas en este castillo que me aguardan con el nuevo día.
- Os dispenso de todas ellas, hacedme compañia y acabad el relato.
- ¿He de suplicaros..?
- ¡Por lo más sagrado! Dejad de mirarme con esa estúpida expresión. ¡Marchad de una vez y volved con alguna cosa que me alivie el costado! ¿Como he de pegar ojo con tamaños dolores? - Intentó recostarse dando la espalda al ama de llaves para que no pudiera ver sus muecas. Pudo girarse muy despacio rechinando los dientes. - ¡Maldito monstruo, me ha dejado para el arrastre! En cuanto sanen mis costillas marcharé a toda prisa de este condenado lugar!
- ¿Fue "La Plaga" quien os dejó maltrecho? - Ayla fingió asombro. - Debiera estar agradecido de seguir vivo. El ser de piedra tiene fama de ser despiadado con aquellos con quienes se topa.
- ¿Qué sabéis vos de esa cosa?
- Menos que usía, pues yo jamás la vi de cerca.
- ¿Pero sabréis lo que de ella se comenta? Si hay alguna forma de derrotarla.
- De haberla no se ha descubierto, ni todo un ejercito fue capaz de hacerle una muesca en la piel. - Mucho le había costado al ama de llaves convencer al pícaro para que durmiese y aquel nuevo interés por "La Plaga"  iba a dar al traste con todos sus esfuerzos. Decidió cortar la conversación por lo sano.
- Siento no poder ser de mas ayuda al respecto. Bajo por agua al pozo y también traeré vendajes limpios. No he de demorarme, cerrad los ojos y descansad.
- Vé con el demonio tú y todos los estúpidos habitantes de este maldito lugar. - Susurró entre dientes pensando que Ayla no podría escucharlo. El ama de llaves hizo una ligera reverencia y salió de la habitación apesadumbrada. El naufrago continuaba lleno de resentimiento y eso no habría de ser bueno para nadie.
¿Que estaría haciendo la "Insidiosa"? Visitarla no la retrasaría más de unos pocos minutos. Descendió por las escaleras hacia el patio de armas, lo cruzó a paso ligero en dirección a la almena donde se refugiaba la joven de ojos negros como el pecado.

Sardino había regresado, la despertó raspando con las uñas sobre sus pantalones. Cecilia se desperezó y se maldijo por haberse rendido al sueño. Llevaba buena parte de la noche vigilando la puerta de la buhardilla, esperando averiguar de que manera entraba en su alcoba el ama de llaves. La entrada estaba bloqueada con un travesaño y de no colarse por el agujero por el que lo había hecho el pequeño gato (cosa del todo imposible) solo imaginaba se hubiera servido de las artes oscuras. La rubia no tenía aspecto de bruja, solo era una jovenzuela cursi y estúpida, no como la cocinera. ¡Como odiaba a aquella maldita negra! Más le dolía la humillación infligida que el golpe. Se tocó el ojo, seguía caliente y bombeaba como si el corazón se hubiera desplazado hasta su rostro. Acarició con ternura al cachorro de gato que comenzó a ronronear.
- Tú también las detestas. ¿Verdad Sardino? A las tres pánfilas... Pero la cocinera es la peor... Ya le ajustaré las cuentas.  ¡A mi nadie me toca sin recibir su merecido! - El cachorro la miraba con sus ojos luminiscentes como si pudiera entender lo que le decían.
Se incorporó de forma perezosa, arrastrando la espalda por la pared hasta quedar sentada con las piernas extendidas en el piso. Muy cerca de su mano derecha estaba el espejo que le regaló el extraño mendigo. La tentó repetir el "experimento" con Sardino, pero al recordar el salto del pequeño animal, de lo que se asustó al verse reflejado en el cristal, sintió pena y abandonó la idea. Estiró la mano en su busca y una vez lo tuvo asido dudó de mirarse en él. Algo en aquel objeto le helaba la sangre, lo dejó de nuevo en el suelo con el espejo hacia abajo.
El sonido de unos pasos subiendo las escaleras la puso en guardia, había llegado el momento de descubrir las artimañas del ama de llaves. Sonrió ante la posibilidad de ser ella quien, en está ocasión, sorprendiera a la intrusa.





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