Cuestión de confianza.

Cuestión de confianza.


La propia naturaleza ha ideado curiosas formas para que los depredadores atraigan a sus presas. Olores, no necesariamente agradables, arrastran a los insectos hasta el estómago de las aparentemente inofensivas plantas. Otros se valen del disfraz para hacerse pasar por lo que no son y, pensando que se trata de uno de los suyos, la cena se dirige por propio pie hacia sus fauces. En ambas técnicas es esencial la confianza de la víctima, confianza que, irremisiblemente, los avoca al desastre.

Federico Martínez era un depredador, un auténtico psicópata carente de sentimientos y escrúpulos, pero con una (si no fuese por el mezquino uso de ella) casi admirable habilidad para simular empatía hacia el prójimo, e incluso parecer extremadamente simpático.
Los había conducido hábilmente hacia un rincón apartado. Se trataba de dos ancianos a los que conocía de hacia algunos años, el señor Telesforo Marín y su mujer doña Eugenia. Los miraba a los ojos fijamente sin dejar en ningún momento de sonreír, con sus dientes perfectos y su repeinado pelo de raya al lado. Los señores de Marín no podían ni imaginar el triste final que les deparaba el destino. Federico buscó dentro de su americana sin prestar atención a la conversación que mantenían los confiados ancianos. Por fin halló el delgado y largo objeto que ocultaba en uno de los bolsillos interiores. Sin mediar palabra lo esgrimió en la diestra, el brillo sobresaltó a la pareja de jubilados. Federico puso con suavidad la lujosa estilográfica sobre la mesa y la arrastró presionándola con sus dedos índice y corazón sobre ella hasta dejarla junto a los documentos que en aparente desorden se esparcían delante de los dos vejetes.

- ¿Y como dice que se llama esto don Federico?
- Preferentes señor Marín, una inversión de alto rendimiento y carente de riesgos. – Les señaló con el dedo unos recuadros al final de cada hoja. – Firmen aquí, aquí y… aquí. – Tras la rúbrica el comportamiento del “asesor  personal” cambio drásticamente. Ahora todo eran prisas, no dejó de sonreír en ningún instante ni de estrecharles la mano mientras sin demasiado tacto los conducía hacia la salida del despacho.
Ahora aquella sonrisa de oreja a oreja si era realmente sincera, sin ninguna duda, volvería a ser el empleado del mes y a llevarse un suculento “bonus”. Sentados en unos estrechos butacones esperaban otra pareja de ancianos. Se dirigió hasta ellos con grandes zancadas, su mano abierta precediéndole.
- ¡Señores de Zurita, que alegría verlos!
- Recibimos su llamada ayer.

- Si, si, acompáñenme al despacho, nuestra entidad tiene algo de sumo interés que proponerles para rentabilizar sus ahorros. 




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