Cuentos de viejas.

Sesenta y ocho historias sobre la cubierta a cada cual más truculenta, pero ninguna comparable a la del capitán de la nave. Nadie nace pirata, a nadie lo paren en la oscuridad de los sollados, a nadie salvo a Pete Haycok, del que se asegura que corre agua salada por sus venas y que es por esa carencia de sangre por lo que se alimenta de la de los desgraciados que se cruzan en su camino. Una reputación terrible de la que sabía sacar partido. Lo cierto es que no distaba en lo sanguinario de cualquier otro de los miembros de su tripulación, que lo de beber sangre no era más que otra de las muchas patrañas que sobre él se contaban.
En cierta ocasión que apresemos un galeón flamenco, degolló al capitán cautivo y llenó con el rojo líquido una copa con la que fingió calmar la sed. Fue una grotesca pantomima, pero aquellos afortunados por los que se pagó rescate corrieron con el cuento del aberrante acto acrecentando de esa forma la oscura leyenda de Pete. Ahora que ha llegado el final, que nuestras fechorías han sido justamente recompensadas con el garrote vil y a Pete lo han premiado con la hoguera, privilegio reservado a aquellos que la inquisición considera endemoniados, ha llegado el momento de mi retiro. Esta noche velaré los cuerpos de mis antiguos compañeros, todos ellos con la nuez aplastada y el cuello roto. Los ojos rojos y la lengua azulada colgando fuera de la boca.
Ya no les parecen tan temibles a los últimos curiosos que quedan en la plaza. Sonrío al recordar todo lo vivido junto a ellos, pero es de todos sabido que los piratas no somos hombres de palabra, que no debemos lealtad más que a nosotros mismos. Recojo un puñado de las cenizas, serán un bonito recuerdo, las meto en una pequeña bolsa de cuero que cierro con un cordel y me alejo del lugar.
Una voz me susurra al oído. —“Traidor”. —y se me hiela la sangre. No hay nadie en rededor, es solo mi imaginación. Doy media vuelta, los cuerpos siguen ahí y de los restos de la hoguera apenas sale ya humo. Que estúpido soy, no van a ponerme nervioso los mismos cuentos de vieja que nosotros mismos inventemos. Me espera una cómoda vida, una existencia sin sobresaltos gracias a mi salvo conducto y a la pequeña fortuna de la recompensa. ¡Que se pudran todos en el infierno!
Al girarme me topo de morros con un rostro familiar que me sonríe. —“Brindemos” —Lo escucho decir al tiempo que mi yugular es secciona de un certero tajo.
Lo último que ven mis ojos es a Pete apurar de un trago su copa.



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